CATORCE

Tal como ya habían sospechado, a Deasey no le pareció bien la última depravación de Kavalier y Clay.

—No puedo permitir que suceda esto en mi país —dijo—. Las cosas ya están bastante mal.

Sammy y Joe ya estaban preparados para aquello.

—No enseña nada que un niño no pueda ver en Jones Beach —era la respuesta que habían acordado. Sammy fue quien lo dijo.

—Igual que en Jones Beach —dijo Joe. Nunca había estado en Jones Beach.

La mañana era sombría, y como de costumbre en aquella época de frío, Deasey estaba tumbado en el suelo como una piel de oso. Se incorporó trabajosamente hasta sentarse, con su corpachón considerable accionando de forma audible sus articulaciones artríticas.

—Déjenme echar otro vistazo —dijo.

Sammy le dio el bastidor con el diseño del personaje de Polilla Luna, «el primer objeto sexual», para usar la frase memorable de Jules Feiffer, «creado expresamente para ser consumido por niños». Era una pinup. Una mujer con piernas de Dolores del Río, pelo negro de hechicera y cada uno de los pechos del mismo tamaño que la cabeza. Tenía la cara larga, la barbilla puntiaguda y su boca era una línea horizontal de color rojo brillante, con la comisura torcida en una risita pícara. El par de antenas peludas colgaban en ángulos caprichosos, como si estuvieran palpando los deseos del lector.

El mondadientes de oro se balanceó de arriba abajo.

—Su habitual desperdicio de energía, señor Kavalier. Le doy mi pésame.

—Gracias.

—Eso quiere decir que usted cree que puede ser un éxito —dijo Sammy.

—Es muy difícil fracasar con la pornografía —dijo Deasey. Miró más allá del río a las serenas colinas parduscas de Nueva Jersey y se permitió recordar una tarde de invierno de doce años antes, en una terraza soleada y fresca que dominaba Puerto Concepción y el mar de Cortés. Allí había estado él sentado frente a las teclas de su máquina Royal portátil y había empezado a trabajar en una gran novela trágica sobre el amor de dos hermanos y una mujer que había muerto. Aunque la novela llevaba mucho tiempo abandonada, la máquina de escribir continuaba en su mesa, con la página 232 de La muerte lleva un sarong negro colocada en el rodillo. Seguramente, pensó Deasey, aquella fonda, aquella terraza, aquel cielo sobrecogedor y aquella novela estaban todavía allí, esperándolo. Solamente tenía que volver a ellos.

—¿Señor Deasey? —dijo Joe.

Deasey dejó de mirar la extensión de cielo de color arenisca y las crestas parduscas y volvió a su mesa. Cogió el teléfono.

—A la mierda —dijo—. Lo dejaremos en manos de Anapol. De todas formas, me da la impresión de que están buscando personajes distintos.

—¿Cómo dice? —dijo Sammy.

Deasey miró a Sammy y luego a Joe. Estaba claro que quería decirles algo.

—¿Qué es lo que he dicho?

—¿Por qué Shelly y Jack están buscando personajes distintos?

—Nunca he dicho eso. Llamémoslo. Póngame con el señor Anapol —le dijo al teléfono.

—¿Qué hay de Ashkenazy? —dijo Joe—. ¿Qué dice él?

—¿Es que tenéis alguna duda? —dijo Deasey.