Mucho se ha escrito y mucho se ha hablado de las luces brillantes y los salones de baile de Empire City —¡deslumbrante ciudad!—, de sus clubes nocturnos y sus locales de jazz, de sus avenidas de cromo y neón, y de sus hoteles arrogantes, de sus jardines de té en las azoteas de los edificios que en verano se llenan de linternas de papel. En aquella tarde gris de otoño, sin embargo, nuestro destino es un lugar muy lejos de los instrumentos de viento y el alboroto. Esta noche descenderemos bajo tierra hasta una sala que hay muy por debajo de los zapatos de tacón y los martillos neumáticos, por debajo de las ratas y los legendarios cocodrilos, por debajo incluso de los huesos de los indios algonquinos y los lobos salvajes, hasta la Oficina 99, un cubículo diminuto, blanco y mal ventilado, situado al final de un pasillo en el tercer subsótano de la Biblioteca Pública de Empire City. Aquí, frente a un escritorio situado a más profundidad bajo tierra que las mismas vías del metro, está sentada la joven señorita Judy Dark, subayudante de catalogación de volúmenes decomisados. La placa de su despacho la identifica de ese modo. Es una criatura delgada y pálida, vestida con un vestido liso de color gris, y está claro que la vida pasa frente a ella. Dos veces por semana un hombre con la cara de color de periódicos hervidos llega a su despacho con un carro lleno de los libros que ella ha declarado oficialmente muertos. Cada diez minutos más o menos las paredes de su despacho se estremecen bajo el ruido atronador de las carreras de caballos que se están celebrando muy por encima.
En esa noche de otoño en concreto, lo único que la espera es la perspectiva de otra noche solitaria. Se freirá su chuleta y leerá hasta quedarse dormida, sin duda una historia de magia y romance. Luego, en sueños que incluso a ella le resultarán trillados, la señorita Dark se verá a sí misma vestida con seda y cota de malla. Al día siguiente por la mañana se despertará sola y volverá a hacer lo mismo.
¡Pobre Judy Dark! ¡Pobres bibliotecarias del mundo, secretamente encantadoras, con su belleza deteriorada para siempre por la crueldad de un par de gafas enormes de montura negra!
Judy coge su cartera y apaga la luz, no sin antes recoger el paraguas del perchero. Ella misma parece un paraguas humano, plegada sobre sí misma y con la correa apretada. Recorre el largo pasillo y pisa por accidente un charco enorme. Siempre que llueve, el Subsótano 3 se llena de goteras. Tiene los pies mojados hasta los tobillos. Con los zapatos chirriando, entra en el ascensor. Como un submarinista, se eleva lentamente hasta la superficie de la ciudad. Se sube el cuello del abrigo y se encamina a la entrada principal de la biblioteca. Esta noche, como todas las noches, es la última en marcharse.
Hay un policía en la entrada. Está ahí para ayudar a proteger el libro.
—Buenas noches, señorita —dice el policía mientras le abre la pesada puerta de bronce. Es un tipo de espalda ancha y mandíbula robusta a quien le brillan los ojos cuando oye los chirridos de los zapatos de ella.
—Buenas noches. —A Judy la martiriza el ruido de sus propios zapatos.
—Me llamo O’Hara. —El policía tiene un pelo frondoso y brillante, tan reluciente como un chorro de pintura negra.
—Judy Dark.
—Señorita Dark, tengo una pregunta que hacerle.
—¿Sí, agente O’Hara?
—¿Qué hay que hacer para conseguir que sonría usted?
Se le ocurre una docena de réplicas ingeniosas pero no dice nada. Intenta con todas sus fuerza que su boca asuma una mueca de disgusto pero para su congoja no puede evitar una sonrisa. O’Hara se aprovecha de su confusión para prolongar un momento la conversación.
—¿Ha tenido usted ocasión de ver el libro hoy, señorita Dark? ¿Le gustaría que se lo enseñara?
—Ya lo he visto —dice ella.
—¿Y qué le parece?
—Es precioso.
—Precioso —repite él—. ¿De veras lo es?
Ella asiente, evitando su mirada, y sale a la noche. Por supuesto, está lloviendo. El paraguas consigue ahora lo que su dueña nunca ha conseguido y la señorita Dark se va a casa. Se fríe su chuleta de ternera y enciende la radio. Se come la cena y se pregunta por qué ha mentido al policía. La verdad es que no ha conseguido ver el Libro de Lo, aunque se muere por verlo. Quería ir a verlo en la pausa del almuerzo, pero la multitud que rodeaba su vitrina era demasiado grande. Se pregunta cómo debe ser el libro, si es que no es precioso.
El Libro de Lo era el libro sagrado de los antiguos y misteriosos cimerios. El año pasado —tal como se comunicó en su momento— aquel texto legendario, que ya hacía mucho que se daba por perdido, apareció en la trastienda de una vieja bodega de vinos del centro. Es el libro más antiguo del mundo. Tiene trescientas páginas antiquísimas, va en un estuche con rubíes, diamantes y esmeraldas incrustadas y está dedicado a los extraños detalles del culto a Lo, la gran diosa polilla de los cimerios. Hoy se ha exhibido en el majestuoso salón de exposiciones de la Biblioteca Pública de Empire City, protegido por cristales antibala. La mitad de la ciudad parece haber venido a echarle un vistazo. La señorita Dark, amedrentada por el gentío, se ha vuelto a la Oficina 99 sin haberlo visto ni un momento y ha almorzado en su mesa. Ahora, levantando la vista de su plato vacío para mirar las paredes de su apartamento, siente una punzada de remordimiento. Tendría que haber aceptado la oferta del policía. Tal vez no es demasiado tarde, piensa. Se pone el sombrero y el abrigo y un par de zapatos secos y se adentra de nuevo en la noche. Cuando llegue le contará al agente O’Hara que se ha olvidado alguna tarea por hacer.
Pero cuando llega, el agente O’Hara parece haber abandonado su puesto, y lo que es peor, se ha dejado las puertas de la biblioteca abiertas. Llena de curiosidad, y vagamente preocupada —¿y si alguien realmente entrara e intentara robar el Libro de Lo?— entra con paso vacilante en el salón de exposiciones. Allí, en medio del gigantesco suelo de mármol negro, hay tres hombres con máscaras negras rodeando el cuerpo inerte del agente O’Hara. La señorita Dark se esconde detrás de una cortina cercana. Se estremece de horror cuando los hombres —un trío simiesco con jerséis de estibador y gorras de repartidos de periódicos— usan un abrelatas de punta de diamante para cortar la tapa de la vitrina y despojar a Empire City de su libro. Luego lo meten a toda prisa en un saco. ¿Y qué pasa con O’Hara? Uno de los ladrones está convencido, o eso dice, que el poli lo ha reconocido. Él y O’Hara crecieron en la misma manzana, hace mil años. Tal vez tendrían que cargarse al pobre desgraciado.
Eso es demasiado para la subayudante de catálogos de volúmenes decomisados. Sale a la galería de ecos con un vago plan para asustar o por lo menos distraer a los hombres de su malvada tarea. O tal vez pueda alejarlos llamando la atención sobre sí misma. Aprovechando la confusión momentánea creada por su aparición y su grito de «¡Nooooooo!» agarra el saco con el Libro de Lo en el interior y sale corriendo de la galería. Los ladrones, tras recuperar su aplomo, emprenden la persecución, con las pistolas desenfundadas y soltando maldiciones en forma de torrentes desenfrenados de signos de puntuación aleatorios y marcas de imprenta.
La señorita Dark, aterrada pero no lo bastante como para que no se le ocurra la idea irónica de que por primera vez en su vida sabe lo que es sentirse perseguida por los hombres, se dirige al lugar más seguro que conoce: su madriguera subterránea cuadrada y pulcra. Mientras baja corriendo precipitadamente la escalera de incendios, le asalta la extraña sensación de que el Libro de Lo ha empezado a latirle en las manos como un ser vivo, pero no, debe ser la vibración de su propio corazón.
La atrapan en el largo pasillo del Subsótano 3. Se gira, ve el destello de un arma de fuego y la flor blanca resplandeciente de un disparo. Pero la bala, en ese pasillo oscuro y estrecho, se vuelve loca. Empieza a rebotar y teje una red desenfrenada de rastros de velocidad de un lado a otro del pasillo antes de hundirse en un conducto del techo. La tubería se parte por la mitad y de ella sale un cable eléctrico cargado, como una serpiente que cae de un árbol encima de un cochinillo. Aterriza en el mismo charco que un rato antes estropeó los zapatos de la señorita Dark. Muchos vatios de electricidad atraviesan su cuerpo esbelto y también los circuitos de piedras preciosas y oro del estuche del Libro de Lo. Un destello lo vuelve todo blanco salvo el esqueleto negro como visto con rayos X de la señorita Judy Dark, y a esta se le escapa un grito poco propio de una dama: «¡UAAAAAA!».
—Buen tiro —dice uno de los ladrones. Le quitan el libro de la mano y emprenden el regreso a la superficie, dejando por muerta a la señorita Judy Dark.
Y es muy probable que lo esté. Acaba de levantar el vuelo, con el pelo flotando, siguiendo el curso ascendente de una columna espiral de humo y luz. Lo primero que vemos de ella tal vez no sea, de forma sorprendente, que parece estar volando desnuda, con sus partes pudendas artísticamente tapadas por el velo de la hélice astral. No, lo primero que vemos es que al parecer le ha crecido un par enorme de alas de polilla con la parte inferior ahorquillada. Son de un color verde pálido y resultan vagamente traslúcidas. Tal vez incluso sean visiblemente invisibles, como el aeroplano de la Mujer Maravilla, al mismo tiempo fantasmales y sólidas. A su alrededor, en el exterior de la columna que traza una espiral ascendente infinita, la realidad se deshace en forma de paisajes oníricos y extrañas maravillas geométricas. Tableros de ajedrez que se disuelven y parábolas que se retuercen hasta convertirse en asteriscos, volutas y girándulas. A su lado pasan jeroglíficos misteriosos como las chispas de una candela romana. La señorita Dark, con sus enormes alas fantasmagóricas batiendo de forma rítmica, lo observa todo con calma: porque viva o muerta, no hay duda de que Judy Dark, el paraguas humano, se ha abierto finalmente al cielo.
Por fin, en la distancia inconmensurable e intemporal, ella distingue algo que parece sólido, una mancha de gris granito, temblando. A medida que se acerca, distingue un destello plateado, un grupo fantasmagórico de cipreses, el plinto y las columnas de un templo, toscamente esculpido, piramidal, al mismo tiempo druídico y babilónico, y, asimismo, vagamente reminiscente de la gran institución en cuyo seno ha estado soñando durante mucho tiempo por las noches. Se vuelve más grande todavía y luego la espiral se abre finalmente a su alrededor y la deposita, cubierta solamente por sus propias alas, en el umbral del templo. Las puertas enormes, labradas en plata maciza y adornadas con lunas crecientes, chirrían al abrirse lentamente hacia dentro para dejarla entrar. Con una última mirada atrás hacia la crisálida maltrecha de su antigua vida, atraviesa el pórtico y entra en una cámara de techo alto. Allí, en medio del resplandor blanco producido por las colas de un millar de luciérnagas temblorosas, hay una giganta de pelo azabache sentada en un trono bárbaro con unas gigantescas alas verdes, unas antenas cubiertas de un vello sensual y una expresión de astucia. Es obvio que se trata de Lo, la diosa polilla de los cimerios. Lo sabemos antes incluso de que abra la boca de serbal.
—¿Tú? —dice la diosa, con las antenas marchitándose por la decepción—. ¿Tú eres la elegida por el libro? ¿Tú has de ser la próxima Señora de la Noche?
La señorita Dark —envuelta ahora discretamente en volutas de humo de hielo seco— admite que resulta inverosímil. Solamente ahora descubrimos, quizá por primera vez, que nuestra Judy ya no lleva sus gafas. Su pelo recogido flota ahora alrededor de su cara con languidez propia de Linda Darnell. Y de pronto la idea de que vaya a convertirse en Señora de la Noche —sea eso lo que sea— ya no parece tan difícil de creer.
—Has de saber que antes de que mi tierra, la gran Cimeria, se precipitara en la oscuridad eterna —explica la diosa—, la gobernaban las mujeres. —Ah, recuerda ella, con la cara llena de nostalgia, los ojos llenos de lágrimas, ¡aquello sí que era un paraíso! Todos eran felices en el reino de Cimeria, todos vivían contentos y en paz, sobre todo los hombres. Entonces un disidente de corazón marchito, Nanok, se adoctrinó en las artes de la magia negra y el derramamiento de sangre, y se aposentó en un trono de obsidiana. Envió sus legiones de demonios a la guerra contra los pacíficos cimerios. El resultado estaba escrito de antemano. Los hombres conquistaron el mundo, Lo fue desterrada a los reinos del averno y el reino de Cimeria se hundió en su legendaria noche perpetua—. Y desde que Cimeria ha permanecido en la sombra —dice Lo—, los hombres lo han estropeado todo. Han traído la guerra, el hambre y la esclavitud. Con el tiempo, las cosas se torcieron tanto que me he visto obligada a enviar ayuda. Una campeona, venida de la tierra tenebrosa, que vuele de noche pero siempre busque la luz. Una guerrera con el poder suficiente para ayudar a corregir los muchos males del mundo.
»Por desgracia —continúa la diosa—, su poder ya no es lo que era. Solamente se puede permitir, por decirlo así, una Señora de la Noche cada vez. La encarnación previa finalmente, después de mil años, había envejecido demasiado, así que la diosa polilla ha enviado su libro sagrado para encontrar una chica nueva capaz de llevar las alas verdes encantadas de la gran polilla luna.
—Confieso que tenía a alguien un poco más… robusto… en mente —dice Lo—. Pero supongo que habrá que apañarse contigo. Ya puedes irte. —Levanta su mano arcana y esbelta y traza el perfil de una luna en el aire entre ella y Judy—. Regresa al reino de los mortales y habita en la noche por la que tan a menudo merodea la maldad. Ahora posees todo el poder místico de la antigua Cimeria.
—Si usted lo dice —dice Judy—. Pero, bueno…
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—De verdad creo que necesito algo de ropa.
La diosa, una chica mayor y seria, no puede reprimir la luna creciente pálida de una sonrisa.
—Descubrirás, Judy Dark, que solamente tienes que imaginar las cosas para hacerlas realidad.
—¡Ahí va!
—Ten cuidado. No hay fuerza más poderosa que una imaginación desbocada.
—Sí. Quiero decir, sí, señora.
—Normalmente las chicas se inventan modelitos con botas. No sé por qué —se encoge de hombros, luego extiende sus alas imponentes—. Ahora vete, y recuerda, si alguna vez me necesitas, solamente tienes que acudir a mí en tus sueños.
A varios mundos y eones de distancia, en una casa de vecinos destartalada junto al río, dos de los ladrones se ponen manos a la obra con cincel y tenazas para arrancar las piedras preciosas del estuche del libro arcano. En un rincón, atado a una silla y amordazado, el agente O’Hara permanece sentado con la espalda caída hacia delante. Sigue lloviendo, el aire está frío y el tercer ladrón está intentando encender el fuego de una pequeña estufa negra y panzuda.
—Ten —le dice el primer ladrón, agarrando un fajo de páginas del Libro de Lo para arrancarlas—. Apuesto a que este viejo mamotreto arderá bien.
Hay un susurro como de seda, como de un vestido de baile hinchado o de un inmenso par de alas. Levantan la vista y ven una sombra gigante que entra revoloteando por la ventana.
—¡Es un murciélago! —dice un ladrón.
—¡Es un pájaro! —dice el otro.
—¡Es una mujer! —dice el tercero, que no es tonto, y echa a correr hacia la puerta.
La mujer se gira con los ojos resplandecientes. El vestido que se ha imaginado para sí misma es de color verde iridiscente, parte viuda alegre y parte Norman Bel Geddes, lleno de aletas y aspas y anudado con gran complejidad por delante. Sus partes íntimas, enfundadas en unas calzas verdes ajustadas, están apenas cubiertas por el vestigio de una falda, sus nueve millas de piernas, envueltas en medias de rejilla negras, y los tacones de sus botas hasta el tobillo son vertiginosamente altos. Lleva una capucha púrpura, rematada por un par de antenas cubiertas de vello tupido, que le cubre los ojos y la nariz pero que deja caer sus frondosos rizos negros por encima de los hombros desnudos. Y en la espalda le nace un par de alas enormes de polilla con la parte inferior ahorquillada, ya no fantasmales sino verdes como hojas, cada una de ellas adornada con un ojo ciego sin párpado.
—Tienes razón, ratoncillo —le dice al hombre que está corriendo a la puerta—. ¡Corred!
Ella extiende el brazo. Una luz verde brillante sale de sus dedos extendidos y enreda al ladrón antes de que pueda alcanzar la salida. Hay un crujido desagradable, como de pajitas y agujas de pino rompiéndose, como si un esqueleto humano entero se comprimiera rápidamente para entrar en una piel muy pequeña. Luego, silencio. Luego un chillidito.
—¡Cáspita! —dice la mujer polilla.
—¡Ha convertido a Louie en un ratón! —grita el primer ladrón. Ahora él también echa a correr.
—¡Quieto! —hay un nuevo resplandor verde y con un crujido todavía más irritante que el primero los átomos y tejidos del cuerpo del ladrón se remodelan y se simplifican para convertirse en cristales azules de hielo. Se queda petrificado y brillando como un hombre de diamante. Los bordes de su sombrero emiten destellos—. Ahí va —balbucea la mujer polilla—. ¡Ahí es nada!
—¿Qué clase de muñeca eres? —pregunta el ladrón que queda—. ¿Qué intentas hacer con nosotros?
—Solamente quiero calentaros un poco, hombretón —dice, y el hombre se incendia de forma instantánea con unas llamaradas de tal intensidad que su cómplice se derrite hasta convertirse en un charco en el suelo. El ratón, con la cola chamuscada y humeando, se mete debajo de un tablón del suelo para salvar la vida.
—Supongo que me falta un poco por aprender —murmura la recién acuñada Señora de la Noche. Desata al policía, que ha empezado a revivir con todo el alboroto. El tipo abre los ojos y se encuentra con una mujer medio desnuda con unas alas enormes que se eleva hacia el cielo. Durante un momento se dirá a sí mismo, y lo creerá a medias, que lo que ha visto ha sido el último vestigio de un sueño que se disipaba. No será hasta que llegue a casa, y vaya a examinar su cara atractiva pero maltrecha en el espejo, que descubra en su mejilla la marca roja y en forma de mariposa de los labios de ella.