Cuando salió a la calle, el cielo brillaba como una moneda de cinco centavos y en el aire flotaba un olor a anacardos azucarados. Se compró una bolsa y notó su calor al metérsela en el bolsillo de los pantalones de su traje de veinte dólares. Cruzó la calle hasta llegar a la plaza. ¡Thomas iba a venir a América! ¡Y él tenía una cita para cenar!
Mientras cruzaba el parque se estuvo preguntando cómo habría hecho Hoffman su truco con el cigarrillo. ¿Dónde había escondido la boquilla de la que había sacado el cigarrillo encendido? ¿Qué clase de boquilla podía mantener encendido el cigarrillo durante tanto tiempo? Estaba en mitad de la plaza cuando encontró la respuesta: el peluquín.
Al pasar junto a la estatua de George Washington, vio a un pequeño grupo de personas delante suyo, reunidas en torno a uno de los largos bancos verdes que quedaban a su derecha. Suponiendo que en los bancos del parque debía de haber alguien dando noticias de los más recientes eventos siniestros en los campos de batalla y las capitales de Europa, Joe sacó un anacardo de la bolsa, lo lanzó al aire, echó la cabeza hacia atrás, lo atrapó y continuó caminando. Mientras pasaba frente al corrillo de gente hablando en voz baja, sin embargo, vio que no parecían estar mirando el banco sino el arce alto y delgado que había tras el mismo, rodeado por una jaula de hierro labrado. Algunos de ellos estaban sonriendo. Una mujer mayor con un abrigo de lana a cuadros dio un paso atrás alejándose de lo que fuera, se llevó una mano al pecho y se rió, avergonzada de su miedo. Joe pensó que debía de haber algún animal en el árbol, un ratón o un mono o un varano escapados del zoo de Central Park. Fue hasta el banco y como nadie le hacía sitio, se puso de puntillas para ver.
Un detalle sorprendente sobre el mago Bernard Kornblum, recordó Joe, era que creía en la magia. No en la supuesta magia de velas, pentagramas y alas de murciélago. No en los encantamientos culinarios de las abuelas eslavas con sus herbiarios y sus pedazos de dedo meñique del pie de una virgen ciega atados en saquitos de piel de cabra. No en la astrología, en la teosofía, la quiromancia, los zahoríes, el espiritismo, las estatuas que lloran, los hombres lobo, los sucesos sobrenaturales ni los milagros. Todas estas cosas las contemplaba Kornblum como estafas, muy distintas —y mucho más destructivas— que el tipo de ilusionismo que él practicaba, cuyo éxito, al fin y al cabo, aumentaba en proporción directa a la conciencia por parte del público de que a pesar de toda la atención que pudieran poner, estaban siendo engañados. Lo que fascinaba a Bernard Kornblum, por otra parte, era la magia impersonal de la vida, cuando en una revista leía que un pez podía camuflarse en función a siete clases distintas de fondo oceánico o cuando se enteraba por un noticiario que los científicos habían descubierto una estrella moribunda que emitía radiación en una longitud de onda cuyo valor en megaciclos equivalía aproximadamente a π. En el ámbito de los asuntos humanos, esta clase de encantamientos a menudo, aunque no siempre, resultaban más tristes, a veces hermosos y a veces crueles. Sus existencias eran básicamente las ironías, las coincidencias y los únicos portentos verdaderos: aquellos que se revelaban, de forma inconfundible e insoslayable, en retrospectiva.
En el tronco esbelto de aquel arce joven encerrado en una jaula en el lado oeste de Union Square había una polilla enorme. Estaba allí apoyada y aleteaba con languidez como una dama abanicándose. Era de color verde iridiscente con un matiz amarillento y tan grande como el bolso de seda de esa dama hipotética. Tenía las alas extendidas y de vez en cuando, cuando las movía, la mujer del abrigo a cuadros soltaba un chillido, para regocijo de quienes la rodeaban, y retrocedía.
—¿Qué clase de polilla es? —le preguntó Joe al hombre que tenía al lado.
—Ese tipo de ahí dice que se llama Luna. —El hombre señaló con la barbilla a un individuo robusto y con pinta de banquero, con un sombrero tirolés cuya pluma era del mismo color que la polilla, que era el que estaba más cerca que nadie del árbol y la polilla.
—Así es —dijo el hombre corpulento con una extraña tristeza en la voz—. Una polilla luna. Cuando yo era niño las veíamos de vez en cuando. En Mount Morris Park —extendió la mano gordezuela, enfundada en un guante amarillo de piel de cerdo, hacia el corazón azul palpitante de su recuerdo de infancia.
—Rosa —dijo Joe entre dientes. Luego, como una ambigua metáfora de la esperanza, la polilla luna echó a volar con un susurro claramente audible, subió revoloteando por el cielo y se fue dando vueltas en dirección al Flatiron Building.