ONCE

—Tenemos un solo barco —dijo Hermann Hoffman. Era regordete y tenía hoyuelos en las mejillas, además de una barba corta y en punta muy cuidada, unas ojeras que tenían pinta de acompañarlo siempre y un peluquín de color negro brillante que resultaba casi agresivo por su falsedad obvia. Su despacho de la Agencia de Rescate Transatlántico daba a los árboles de color metálico oscuro y al follaje oxidado de Union Square. Se había gastado en su traje de estambre gris veinte veces lo que Joe, cuya economía se volvía más draconiana a medida que aumentaban sus ingresos, se había gastado en el suyo. Con la precisión de alguien que corta un mazo de cartas, Hoffman sacó tres cigarrillos parduscos de un paquete donde había dibujado un faraón dorado, le dio uno a Joe, otro a Rosa y se quedó el tercero para sí mismo. Sus uñas eran cortas y del color de perlas, y su marca de cigarrillos, Thoth-Amon, importada de Egipto, era excelente. Joe no podía imaginar por qué un hombre como aquel llevaba un peluquín que parecía sacado de un anuncio de la contraportada de Radio Comics—. Un barco, veintidós mil dólares y medio millón de niños —Hoffman sonrió. En la cara tenía una expresión de derrota.

Joe miró a Rosa, que levantó una ceja. Ella ya le había avisado de que Hoffman y su agencia, en su lucha por conseguir lo imposible, trabajaban continuamente al borde del fracaso. A fin de evitar que se le rompiera el corazón, le había explicado ella, su jefe adoptaba los modales de un pesimista recalcitrante. Ella asintió para indicarle a Joe que hablara.

—Lo entiendo —dijo Joe—. Yo ya sabía, por supuesto…

—Es un barco muy bonito —continuó Hoffman—. Se llamaba la Leona, pero se lo hemos cambiado por el Arca de Miriam. No es grande pero está muy bien cuidado. Se lo compramos a Cunard, que lo tenía en la ruta de Haiphong a Shangai. Aquí tienes una foto —señaló una fotografía coloreada en la pared al lado de Joe. Un buque estilizado, con la línea de carga pintada de rojo chillón, surcaba un mar verde botella bajo un cielo de color heliotropo. Era una fotografía muy grande enmarcada en platino. Hermann Hoffman la miró con amor—. Fue construido originalmente para la Peninsular and Oriental Steam Navigation Company en 1893. Buena parte de nuestro patrimonio inicial se invirtió en comprarlo y remodelarlo, lo cual, debido a nuestro hincapié en la higiene y el trato humano, resultó ser bastante costoso. —Otra sonrisa abatida—. La mayoría del resto fue a parar a las cuentas bancarias y los colchones de varios oficiales y funcionarios alemanes. Después de descontar la paga de la tripulación y la documentación, no sé qué es lo que vamos a conseguir hacer con lo poco que nos quede. Quizá no podamos financiar el pasaje para la mitad de los niños que ya hemos acordado en traer. Nos va a costar más de mil dólares por niño.

—Lo entiendo —dijo Joe—. Si me lo permite, yo… —Joe volvió a mirar a Rosa. De la noche a la mañana, la joven se había transformado por completo. Joe estaba asombrado. Parecía haberse dedicado a erradicar todo rastro de la chica de las polillas. Llevaba una falda escocesa Black Watch, medias oscuras y una blusa blanca y lisa con el cuello y las muñecas abotonados. No se había pintado los labios, se había planchado el pelo rebelde y se había hecho una raya al medio que lo dividía en dos mitades ligeramente encrespadas. A Joe el cambio lo dejó parado, pero aquel cambio de polilla a oruga le resultó tranquilizador. Si hubiera entrado en la recepción de la ART y se hubiera encontrado con una retratista de verduras con el pelo revuelto, tal vez habría dudado un poco de las credenciales de la agencia. No estaba seguro de cuál de las dos actitudes, la polilla o la oruga, era menos sincera, pero en cualquier caso le estaba muy agradecido.

—El señor Kavalier tiene dinero, señor Hoffman —dijo Rosa—. Se puede permitir financiar él mismo el pasaje de su hermano.

—Me alegro por usted, señor Kavalier, pero dígame. En el Miriam tenemos espacio para trescientos veinticuatro pasajeros. Nuestros agentes en Europa ya han acordado el viaje de trescientos veinticuatro niños alemanes, franceses, checos y austríacos, con una lista de espera considerablemente más larga. ¿Tenemos que dejar en tierra a uno de esos niños para hacer sitio a su hermano?

—No, señor.

—¿Es eso lo que me está proponiendo?

—No, señor. —Joe se revolvió en su silla con gesto angustiado. ¿Es que no se le ocurría nada mejor que decirle a aquel hombre que no, señor una y otra vez como un niño al que le demuestran que sus ideas están equivocadas? El destino de su hermano podía estar sellándose en aquella habitación. Y todo dependía de él. Si Hoffman se llevaba la impresión de que era una persona insuficiente en algún sentido… El Arca de Miriam zarparía rumbo a Portsmouth sin Thomas Kavalier. Buscó otra vez la mirada de Rosa. No pasa nada, le dijo la cara de ella. Díselo. Habla con él.

—Tal vez pueda haber sitio en la enfermería —dijo Joe.

Ahora fue Hoffman el que miró a Rosa.

—Bueno, psé. Si las circunstancias son favorables, tal vez haya. Pero suponga que hay un brote de sarampión o alguna clase de accidente.

—Es un niño muy pequeño —dijo Joe—. Para su edad. No ocuparía mucho sitio.

—Todos son pequeños, señor Kavalier —dijo Hoffman—. Si pudiera meter a trescientos más de forma segura, lo haría.

—Sí, ¿pero quién va a pagar su pasaje? —estalló Rosa. Estaba perdiendo la paciencia. Señaló a Hoffman con el dedo. Joe vio que tenía una mancha de pintura de color berenjena en la palma de la mano—. Dice usted que se ha reservado pasaje para trescientos veinticuatro, pero por ahora solamente podemos pagárselo a doscientos cincuenta.

Hoffman apoyó la espalda en el respaldo de su asiento y la miró con un espanto que Joe confió que fuera fingido.

Rosa se tapó la boca.

—Lo siento —dijo—. Estaré callada.

Hoffman se dirigió a Joe.

—Mucho cuidado cuando le señale así con el dedo, señor Kavalier.

—Sí, señor.

—Ella tiene razón. Estamos cortos de fondos por aquí. El adverbio correcto, diría yo, es «crónicamente».

—En eso estaba pensando —dijo Joe—. ¿Y si yo pagara el pasaje de otro niño además del de mi hermano?

Hoffman se inclinó hacia adelante, con la barbilla en la mano.

—Le escucho —dijo.

—Es bastante probable que pueda pagar el pasaje de otros dos o tal vez tres.

—¿Ah, sí? —dijo Hoffman—. ¿A qué se dedica, señor Kavalier? Es alguna clase de artista, ¿no?

—Sí, señor —dijo Joe—. Trabajo en el mundo del cómic.

—Tiene mucho talento —dijo Rosa, aunque la noche anterior admitió delante de Joe que nunca en su vida había abierto un cómic.

Hoffman sonrió. De un tiempo a aquella parte le había preocupado la ausencia aparente de un compañero masculino apropiado en la vida de su joven secretaria.

—Cómics —dijo él—. Me paso el día oyendo hablar de ellos. Superman, Batman… Mi hijo Maurice es un lector habitual —Hoffman cogió un marco de su mesa y le dio la vuelta, revelando la cara de una versión más pequeña de sí mismo, con ojeras incluidas—. Dentro de un mes celebra su bar mitzvah.

—Felicidades —dijo Joe.

—¿Qué cómic dibuja? ¿Dibuja usted Superman?

—No, pero conozco a un tipo, a un joven, que sí. Trabajo en Empire Comics, señor. Hacemos el Escapista. Y también al Monitor y al Ametrallador, tal vez su hijo los conoce. Yo dibujo gran parte de ellos. Gano unos doscientos dólares por semana —se preguntó si tal vez debería haber llevado los resguardos de su paga o algún otro documento financiero—. Normalmente consigo ahorrarlo todo menos unos veinticinco.

—Dios santo —dijo Hoffman. Miró a Rosa, cuya cara también delataba una sorpresa considerable—. Lo tenemos bastante negro.

—Eso parece, jefe —dijo ella.

—El Escapista —continuó Hoffman—. Me parece que lo he visto, pero no estoy seguro…

—Es un artista de la fuga. Un prestidigitador.

—¿Un prestidigitador?

—Efectivamente.

—¿Sabes algo de prestidigitación?

La pregunta tenía un doble filo. Era algo más que una pregunta amistosa, pero Joe no se imaginaba por qué.

—He estudiado —dijo Joe—. En Praga. Estudié con Bernard Kornblum.

—¡Bernard Kornblum! —dijo Hoffman—. ¡Kornblum! —Su expresión se suavizó—. Yo lo vi una vez.

—¿Vio a Kornblum? —Joe se volvió a Rosa—. Es asombroso.

—Estoy completamente asombrada —dijo Rosa—. ¿Fue en Königsberg, señor?

—Sí, en Königsberg.

—¿De chico?

Él asintió.

—Cuando era chico. Por entonces yo me dedicaba a la magia de forma amateur. Todavía jugueteo con ella de vez en cuando. Fijaos. —Meneó los dedos, luego se secó las manos en una servilleta invisible. Su cigarrillo había desaparecido.

Voilà. —Puso en blanco los ojos de pesados párpados y sacó el cigarrillo del aire—. Et voilà. —El cigarrillo le resbaló de los dedos y le cayó en la chaqueta, dejándole una mancha de ceniza en la solapa, luego fue a parar al suelo. Hoffman maldijo. Empujó su silla hacia atrás, se dio una palmada en la cabeza y con un gruñido se agachó a recoger el cigarrillo. Cuando se incorporó de nuevo, la urdimbre de su peluca parecía haberse soltado de la trama. Le salían pelos negros y gruesos de toda la cabeza, temblando como un montón de limaduras de hierro atraídas por un imán lejano pero poderoso—. Me temo que he perdido la práctica por completo. —Se dio unos golpecitos en el peluquín—. ¿A ti se te da bien?

Kornblum despreciaba el charloteo como algo indigno de un verdadero maestro, y ahora Joe se levantó, sin decir palabra, y se quitó la chaqueta. Se quitó los puños de la camisa y presentó las manos desnudas con aire despreocupado para que Hermann Hoffman las examinara. Se daba cuenta de que estaba corriendo cierto riesgo. El trabajo cerca del público nunca había sido su fuerte. Esperaba que su índice no le fallara.

—¿Cómo está tu dedo? —murmuró Rosa.

—Bien —dijo Joe—. ¿Me puede prestar su encendedor? —le preguntó a Hoffman—. Solamente lo necesito un momento.

—Por supuesto —dijo Hoffman. Le dio su encendedor de oro a Joe.

—Y otro cigarrillo, si no es demasiado pedir.

Hoffman obedeció, vigilando atentamente a Joe. Joe se alejó de la mesa, se puso el cigarrillo en la boca, lo encendió y se tragó el humo. Luego sostuvo el encendedor entre el pulgar y el índice de la mano derecha y expulsó una bocanada larga y azul de humo. El encendedor desapareció. Joe dio otra calada larga y retuvo el aire en los pulmones, se pellizcó la nariz y abrió los ojos exageradamente. El Tot-Amón pardusco desapareció. Abrió la boca y dejó escapar el aire. El humo también había desaparecido.

—Lo siento —dijo Joe—. Qué torpe soy.

—Muy bonito. ¿Dónde está el encendedor?

—Aquí tienen el humo.

Joe levantó la mano izquierda cerrada en un puño, se lo pasó por la cara y luego abrió la mano como una flor. Un manojo cardado de humo salió flotando. Joe sonrió. Luego cogió la chaqueta que colgaba del respaldo de su silla y sacó su pitillera. Abrió la pitillera y les mostró el cigarrillo egipcio guardado en su interior, como un huevo rubio en un cartón lleno de huevos blancos. Todavía estaba encendido. Se inclinó hacia delante y aplastó el extremo encendido en el cenicero de la mesa de Hoffman hasta que se apagó. Al mismo tiempo que se levantaba, se volvió a poner el cigarrillo en la boca y chasqueó los dedos delante de las brasas apagadas. El cenicero reapareció. Volvió a sacar la llanta y encendió de nuevo el cigarrillo.

—Ah —dijo, como cuando uno suspira al entrar en una bañera llena de agua caliente.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Rosa aplaudiendo.

—Tal vez te lo diga un día.

—Oh, no. No lo haga —dijo Hoffman—. Le diré lo que vamos a hacer, señor Kavalier. Si acepta financiar, digamos a dos niños además de a su hermano, entonces empezaremos a trabajar en el caso de su hermano y haremos lo que podamos para encontrarle sitio en el Miriam.

—Gracias, señor. —Joe miró a Rosa. Nuevamente ella parecía manos a la obra. Asintió. Lo había hecho bien—. Es muy…

—Pero primero tengo que pedirle un favor.

—¿De qué se trata? Lo que sea.

Hoffman señaló con la cabeza la foto de Maurice.

—Si yo fuera rico, señor Kavalier, pagaría todo este asunto con dinero de mi bolsillo. Ahora mismo, prácticamente cada penique que no necesito va a parar a la agencia. No estoy seguro de si se da usted cuenta, o de cómo era en Praga, pero aquí en Nueva York los bar mitzvah no son baratos. En el círculo en el que mi mujer y yo nos movemos, pueden ser muy lujosos. Es deplorable pero así es como es. Un fotógrafo, el banquete, el baile en el hotel Trevi. Me va a costar un ojo de la cara.

Joe asintió lentamente y miró a Rosa. ¿De verdad Hoffman le estaba pidiendo que le ayudara a pagar la fiesta de su hijo?

—¿Tiene usted idea —dijo Hoffman— de cuánto me va a costar pagar a un mago? —Un cigarrillo apareció entre los dedos de su mano derecha. Joe vio que seguía encendido. Era el que se le había caído al suelo unos minutos antes. Joe estaba seguro de haber visto cómo Hoffman lo recogía y lo aplastaba en el cenicero. Aunque bien pensado, no estaba tan seguro—. Me pregunto si no se le ocurre alguna solución para ese problema.

—Yo… Estaría encantado.

—Excelente —dijo Hoffman.

Salieron de su despacho. Rosa cerró la puerta y le sonrió, con los ojos muy abiertos.

—¿Qué te ha parecido?

—Gracias —dijo—. Muchas gracias, Rosa.

—Voy a hacerle una ficha ahora mismo. —Fue a su mesa, se sentó y cogió un impreso de una bandeja de su mesa—. Deletréame su nombre. Kavalier.

—Con K.

—Kavalier con K. Thomas. ¿Lleva una hache o…?

—Una hache. Quiero verte —dijo Joe—. Invitarte a cenar.

—Buena idea —dijo sin levantar la vista—. ¿Y de segundo nombre?