DIEZ

La escalera tenía un ángulo muy inclinado y unos peldaños muy estrechos. Había tres pisos por encima de la planta baja y ella lo llevó hasta arriba de todo. A medida que subían se iba poniendo más oscuro y lúgubre. Las paredes a ambos lados de las escaleras estaban cubiertas de cientos de retratos enmarcados del padre de ella, cuidadosamente encajados entre sí como las piezas de un mosaico para cubrir cada pulgada de espacio disponible. En todos ellos, por lo que Joe pudo deducir de una inspección apresurada, el modelo tenía la misma expresión alelada de quien está conteniendo un pedo, y si había alguna diferencia relevante entre ellas, aparte del hecho de que había unas personas que eran más hábiles para enfocar telepáticamente una lente que otras, Joe no consiguió verla. A medida que se adentraban en la oscuridad, Joe empezó a guiarse por la única luz que emitía el hecho de la palma de la mano de ella en torno a la muñeca de él, por el flujo débil pero continuo de voltios por el medio conductor de su transpiración. Fue dando tumbos como un borracho y se rió cuando ella le metió prisas. Era vagamente consciente del dolor en su mano, pero no le hacía caso. Cuando llegaron al rellano del último piso, se le metió en la comisura de boca un mechón del pelo de ella y durante un instante lo mordió.

Ella lo hizo entrar en una habitación pequeña en medio de la casa, que hacía un recodo extraño al llegar a la altura de la torre central. Además de su diminuta cama de hierro de chica, un pequeño tocador y una mesilla de noche, ella había conseguido embutir allí un caballete, una ampliadora, dos librerías y mil y un objetos más amontonados, desparramados y apretujados con notable pericia y despreocupación.

—¿Esto es tu estudio? —dijo Joe.

El rubor de ella se concentró en la punta de las orejas.

—Y también mi dormitorio —dijo ella—. Pero no es al dormitorio adonde te he invitado a subir.

Había algo inconfundiblemente exultante en el desorden que Rosa había compuesto. Su estudio-dormitorio era al mismo tiempo lienzo, diario, museo y estercolero de su vida. No lo «decoraba»: lo infundía. En algún momento cerca de las cuatro de la madrugada de aquel día, por ejemplo, sin acabar todavía de desenredarse del tul de un sueño, ella había extendido el brazo para coger la colilla de un Ticonderoga que tenía junto a la cama para aquellas ocasiones. Al despertarse poco después de amanecer, se encontró con que tenía un pedazo de papel en la mano izquierda donde había garabateada una inscripción críptica: «lampedusa». Fue al diccionario que reposaba en su atril solitario en la biblioteca y descubrió que se trataba del nombre de una pequeña isla del Mediterráneo, situada entre Malta y Túnez. Luego regresó a su cuarto, cogió una tachuela enorme con remate de esmalte rojo de una caja de El Producto que tenía sobre la mesa supinamente «sobreabarrotada» y clavó el pedazo de papel a la pared oriental de su cuarto, trasladándola con una fotografía recortada de la revista Life del apuesto hijo mayor del embajador Joseph Kennedy, despeinado y vestido con un cárdigan del Choate Rosemary Hall. El recorte estaba junto a la reproducción de un retrato de Arthur Rimbaud a los diecisiete años, soñando despierto con la barbilla apoyada en una mano; a su única obra de teatro, una pieza de un acto influida por Jarry que llevaba por título El tío homúnculo; ilustraciones, recortadas de libros de arte, de un detalle del Bosco que representaba a una mujer perseguida por un apio animado, de la Madonna de Edvard Munch, de varias pinturas azules de Picasso y de la Flora cósmica de Klee; el mapa de la Atlántida de Ignatius Donnelly, clavado; una fotografía a color grotescamente vibrante, también cortesía de Life, de cuatro joviales tiras de bacon; una langosta muerta y maltrecha, con las patas delanteras dobladas en actitud de súplica; así como unos trescientos pedazos de papel que componían el vocabulario numinoso de sus sueños, un vocabulario desconcertante que incluía palabras como «sicalipsis», «intertrigo» y «obsidiana» además de otras completamente ficticias como «pandorio» y «anfibroma». Había calcetines, blusas, faldas, medias y ropa interior revueltos y desperdigados sobre los montones tambaleantes de libros y discos de fonógrafo. El suelo estaba lleno de trapos sucios de pintura y paletas de cartón cromáticamente caóticas, de lienzos amontonados de cuatro en cuatro y apoyados en las paredes. Ella había descubierto el potencial surrealista de la comida, hacia la cual tenía emociones pioneramente complejas, y por todas partes había dibujos de tallos de brécol, calabazas, mandarinas, nabos, champiñones y remolachas: retablos enormes, coloridos y embriagados que a Joe le recordaron a Robert Delauney.

Cuando entraron en el cuarto, Rosa fue hasta el fonógrafo y lo encendió. Cuando la aguja llegó al surco, los arañazos del disco empezaron a chisporrotear como un leño ardiendo. Luego el aire se llenó de un resollar festivo de violines.

—Schubert —dijo Joe, balanceándose sobre los talones—. La trucha.

La trucha es mi pieza favorita —dijo Rosa.

—La mía también.

—Cuidado.

Algo golpeó a Joe en la cara, algo blando y vivo. Joe se llevó una mano a la boca y atrapó una polilla pequeña y negra. Tenía franjas transversales de color azul eléctrico en el vientre. Se estremeció.

—Polillas —dijo Rosa.

—¿Polillas? ¿Más de una?

Ella asintió y señaló la cama.

Joe vio ahora que había un gran número de polillas en el cuarto, la mayoría de ellas pequeñas, parduzcas y apenas visibles, desperdigadas por las mantas del camastro, moteando las paredes y durmiendo en los pliegues de las cortinas.

—Es un fastidio —dijo ella—. Infestan todo el piso superior de la casa. Nadie sabe muy bien por qué. Siéntate.

Joe encontró un trozo de cama sin polillas y se sentó.

—Por lo visto la casa anterior también estaba llena de polillas —dijo ella. Se arrodilló al lado de él—. Y en la de antes. En la casa donde hubo el asesinato. ¿Qué le pasa a tu dedo?

—Me he hecho daño. Al desatascar la tuerca.

—Parece dislocado.

Tenía el índice derecho ligeramente doblado, en una curva extraña como un paréntesis.

—Dame la mano. Vamos, no pasa nada. Una vez estuve a punto de ser enfermera.

Joe le dio su mano, notando el núcleo duro de competencia obstinada que formaba el armazón de su estilo artístico del Village. Ella le dio la vuelta un par de veces a su mano, palpó delicadamente las articulaciones y la piel con las yemas de los dedos.

—¿No te duele?

—Pues sí —dijo. El dolor, ahora que le prestaba atención, era bastante intenso.

—Puedo curarlo.

—¿De verdad eres enfermera? Creía que trabajabas en la revista Life.

Ella negó con la cabeza.

—No, no soy enfermera de verdad —dijo ella con brío, como si pasara por encima de algún incidente o emoción que prefiriera guardarse para ella—. Simplemente fue algo que yo… quise hacer —dejó escapar un suspiro elocuente, como si estuviera cansada de su propia historia—. Quería ser enfermera en España. Ya sabes. En la guerra. Me presenté voluntaria. Tenía un puesto en un hospital del Partido Comunista Americano en Madrid. Pero yo… ¡eh! —le soltó la mano—. ¿Cómo sabes que…?

—He visto tu tarjeta de visita.

—Mi… Oh —se ruborizó de nuevo—. Sí, es una mala costumbre —continuó, retomando su tono escénico solemne, aunque ahora no había público para atender a su actuación—. Dejarme cosas en los dormitorios de los hombres.

Para usar una expresión típica de Sammy, Joe no se tragaba nada de aquello. Apostaría lo que fuera a que haberse dejado el bolso en la habitación de Jerry Glovsky no solamente mortificaba a Rosa Luxemburg Saks, sino que sus hábitos no incluían las visitas regulares a dormitorios masculinos.

—Esto te va a doler —le advirtió ella.

—¿Mucho?

—Va a ser horrible, pero solamente durará un segundo.

—De acuerdo.

Ella lo miró fijamente y se relamió, y él acababa de caer en la cuenta de que los iris castaño oscuro de sus ojos tenían motitas verdes y doradas cuando de pronto ella le torció la mano en un sentido y el dedo en el otro, y así, inundándole el brazo hasta el codo de descargas instantáneas de electricidad y fuego, le volvió a colocar la articulación en su sitio.

—Uau.

—¿Te ha dolido?

Él negó con la cabeza, pero las lágrimas le caían por las mejillas.

—En cualquier caso —dijo ella—. Yo tenía un billete de Nueva York a Cartagena en el Bernardo. Para el 25 de marzo de 1939. El 23, mi madrastra se murió de repente. Mi padre se quedó destrozado. Retrasé el viaje una semana. Y el 31, los falangistas tomaron Madrid.

Joe recordaba la caída de Madrid. Había sido dos semanas después de la caída desapercibida y sin publicidad de Praga.

—¿Te quedaste decepcionada?

—Hecha polvo. —Ella inclinó la cabeza a un lado, como si escuchara el eco de las palabras que acababa de decir. Negó con la cabeza en gesto firme. Se le salió un rizo de la horquilla y le cayó sobre la mejilla. Ella se lo apartó con gesto irritado—. ¿Quieres saber algo? Sinceramente me quedé aliviada. ¿Menuda cobarde, no?

—No lo creo.

—Oh, sí. Lo soy. Soy una gran cobarde. Por eso siempre me estoy desafiando a hacer cosas que me dan miedo.

Él lo empezaba a ver claro.

—¿Como qué cosas?

—Como invitarte a subir a mi cuarto.

Aquel era sin duda el momento para besarla. Pero ahora el cobarde era él. Se inclinó hacia delante y empezó a pasar con la mano buena un montón de cuadros que había junto a la cama.

—Son muy buenos —dijo al cabo de un momento. Las pinceladas eran apresuradas e impacientes, pero sus retratos (el término «bodegones» parecía insuficiente) de productos alimenticios, comida enlatada y de vez en cuando unas manitas de cerdo o unas chuletas de cordero eran al mismo tiempo juguetones, reverenciales y horribles, y conseguían representar sus objetos a la perfección sin perder demasiado tiempo en los detalles. Tenía un trazo muy fuerte. Podía dibujar tan bien como él o tal vez mejor. Pero no se esforzaba mucho en su trabajo. La pintura dejaba ver el trazo, tenía grumos y estaba llena de cerdas de pincel y polvo. A menudo los bordes de los cuadros estaban inacabados y en blanco. Allí donde algo no le salía bien, se limitaba a emborronarlo con pinceladas furiosas y petulantes—. Casi puedo olerlos. ¿Qué asesinato es ese?

—¿Eh?

—Has dicho que hubo un asesinato.

—Ah, sí. Caddie Hoslip. Era una dama de sociedad o una debutante o… Colgaron a mi bisabuelo por el crimen. Moses Espinoza. Causó gran sensación por la época. En la década de 1860, creo. —Se dio cuenta de que todavía le estaba cogiendo la mano a Joe. Lo soltó—. Aquí está. Como nuevo. ¿Tienes un cigarrillo?

Joe le encendió uno. Ella seguía de rodillas delante de él, y había algo en aquella postura que lo excitaba. Le hacía sentir como un soldado herido que hacía tiempo en un hospital de campaña con una guapa enfermera americana.

—Moses era lepidopterólogo —dijo.

—¿Qué?

—Estudiaba las polillas.

—Ah.

—Le hizo perder el conocimiento con éter y la mató con un alfiler. O por lo menos eso dice mi padre. Probablemente miente. Hice un libro de sueños con esa historia.

—Un alfiler —dijo—. Ay. —Meneó el dedo—. Creo que está bien. Lo has curado.

—Eh, ¿qué te parece?

—Gracias, Rosa.

—De nada, Joe. Joe. No te queda muy bien el nombre de Joe.

—Todavía no —dijo él. Dobló la mano, le dio la vuelta y la examinó—. ¿Voy a poder dibujar?

—No lo sé, ¿sabes dibujar?

—No lo hago mal. ¿Qué es un libro de sueños?

Ella puso el cigarrillo encendido encima de un disco de fonógrafo que tenía a su lado en el suelo y fue a su mesa.

—¿Te gustaría ver uno?

Joe se agachó y recogió el cigarrillo, sosteniéndolo entre las yemas de los dedos como si fuera un cartucho de dinamita encendido. Había fundido un pequeño terrón en el segundo movimiento del Octeto de Mendelssohn.

—Aquí tengo uno. No consigo encontrar el de Caddie Horslip.

—¿De verdad? —dijo él en tono mordaz—. Qué raro.

—No seas listillo, no resulta atractivo en un hombre.

Él le pasó el cigarrillo y cogió un libro grande y encuadernado en piel, negro y con el lomo rojo. Era un libro de contabilidad, inflado hasta doblar su grosor normal, como un libro que se queda bajo la lluvia, por culpa de todas las cosas que tenía pegadas. Cuando lo abrió por la primera página, encontró las palabras «Sueño de Aeroplano n.° 13» escritas con una caligrafía extraña y meticulosa, similar a un despliegue de pajitas alargadas.

—Numerados —dijo—. Es como un cómic.

—Bueno, es que hay muchos. Me acabaría perdiendo.

«Sueño de aeroplano n.° 13» contaba la historia, más o menos, de un sueño que había tenido Rosa sobre el fin del mundo. Era el único ser humano que quedaba y se descubría a sí misma volando en un hidroavión de color rosa hasta una isla habitada por lémures inteligentes. Parecía haber muchas más cosas —había una especie de «banda sonora» gráfica construida en torno a imágenes relacionadas con Peter Tchaikovski y su obra, y por supuesto abundantes imágenes relacionadas con comida—, pero aquello era lo esencial, por lo que pudo ver Joe. La historia se narraba en su totalidad mediante un collage de fotos recortadas de revistas y libros. Había imágenes de textos de anatomía, la musculatura desplegada de la pierna humana y una explicación ilustrada de la peristalsis. Había encontrado una historia antigua de la India y muchos lémures de su apocalipsis onírico tenían las cabezas y las tranquilas miradas horizontales de los príncipes y diosas hindúes. Un libro sobre mariscos, lleno de fotografías a color de crustáceos hervidos y pescados cocidos con cabeza de ojos entelados, también había sido profusamente saqueado. A veces ella escribía textos encima de las fotos, ninguno de los cuales parecía tener mucho sentido para Joe. Unas pocas páginas constaban básicamente de su escritura espinosa, ilustrada, por decirlo de algún modo, mediante collage. Había algunos dibujos y diagramas a lápiz, y un intrincado sistema de dibujitos al margen que se parecían a las criaturas que uno encuentra rondando en los márgenes de los libros medievales. Joe empezó a leer sentado en la silla del escritorio de ella, pero al cabo de poco, y sin darse cuenta, se puso de pie y empezó a deambular por la habitación. Pisó una polilla sin darse cuenta.

—Aquí debe de haber horas de trabajo.

—Horas, sí.

—¿Cuántos has hecho?

Ella señaló un arcón pintado que había a los pies de su cama:

—Un montón.

—Es bonito. Y excitante.

Se sentó en la cama y terminó de leer, luego ella le preguntó a qué se dedicaba. Por primera vez en un año, Joe se permitió considerarse, bajo la presión del interés de ella por su trabajo, un artista. Describió las horas que dedicaba a sus portadas, llenando de detalles los rebordes y las alas de un generador de ondas mortales, distorsionando y exagerando la perspectiva con precisión matemática, disfrazando a Sammy y Julie y los demás y sacando fotografías de prueba para captar correctamente las posturas, pintando exuberantes lenguas de fuego que, al ser impresas, parecían quemar la tinta resplandeciente y el papel de la portada. Le habló de sus experimentos con el vocabulario cinematográfico, de su idea del momento emocional de una viñeta y del intersticio de tiempo infinitamente expandible y retráctil que había entre las páginas de un cómic. Sentado en la cama llena de polillas muertas de Rosa, sintió el resurgimiento de todas las angustias e inspiraciones de la época en que su vida había girado en torno a nada más que el arte, en que la nieve caía como las primeras notas de piano del concierto Emperador de Beethoven, y la excitación le recordaba a un pasaje de Nietzsche, y una pincelada de color escarlata con vetas rojas en un cuadro por lo demás vulgar de Velázquez le infundía el apetito por alguna extraña clase de carne.

En un momento dado, Joe se dio cuenta de que Rosa lo estaba mirando con un extraño aire de expectación, o de miedo, y se detuvo.

—¿Qué pasa?

—Lampedusa.

—¿Qué quieres decir con «Lampedusa»?

Ella abrió mucho los ojos y esperó, con expectación o con miedo. Luego asintió.

—¿Te refieres a la isla?

—¡Oh! —ella le rodeó el cuello con los brazos y él cayó de espaldas en la cama. Salieron polillas en todas direcciones. El cobertor de satén rozó la mejilla de Joe como el ala de una polilla.

—¡Eh! —dijo Joe. Luego ella juntó sus labios con los de él y se quedó así, con la boca entreabierta, susurrando una frase ininteligible de uno de sus libros de sueños.

—¡Hola! ¡Eh! ¿Joe, estás ahí arriba?

Joe se incorporó.

—Mierda.

—¿Es tu hermano?

—Mi primo Sam. Mi socio. Aquí, Sam —dijo.

Sammy asomó la cabeza por la puerta del dormitorio.

—Oh, hola —dijo—. Caramba, lo siento. Solamente estaba…

—Es enfermera —dijo Joe, sintiéndose extrañamente culpable, como si de alguna forma hubiera traicionado a Sammy y tuviera que disculparse por su presencia allí. Levantó la mano restablecida—. Me ha curado.

—Genial, emmm, hola. Soy Sam Clay.

—Rosa Saks.

—Escucha, Joe, me estaba… Me estaba preguntando si estabas listo para irnos de este… Lo siento, señorita, ya sé que vive aquí y todo eso… De este lugar siniestro.

Joe notó que algo había inquietado a Sammy.

—¿Qué ha pasado?

—La cocina…

—¿La cocina?

—Es negra.

Rosa se rió.

—Es verdad —dijo.

—No sé. Es que… Es que me quiero ir a casa, ¿sabes? Ponerme a trabajar en eso. En… Lo siento. Olvídalo. Hasta luego.

Se dio media vuelta y salió. En ausencia de Joe había tenido una experiencia extraña. Había deambulado por el salón de baile, por una pequeño conservatorio que había detrás del mismo y por la cocina de la mansión, que tenía las paredes y suelo cubiertos de baldosines de color negro brillante y las encimeras de esmalte negro. Allí también había bastante gente, y, confiando en encontrar un sitio donde estar un momento a solas y tal vez usar el lavabo, había entrado en una enorme antecocina. Allí se había topado con la imagen incongruente de dos hombres, los dos con corbata y bigote, tal como recordaba con ese exceso de detalle de los sueños, abrazados y con los bigotes unidos de una forma que por alguna razón le había recordado a la forma en que su madre encajaba el peine en las cerdas del cepillo para dejarlos encima de su tocador cuando él era niño.

Sammy había abandonado rápidamente la cocina y se había puesto a buscar a Joe. Sentía el deseo de marcharse inmediatamente. Conocía la homosexualidad, por supuesto, como idea, aunque nunca la había relacionado con las emociones humanas. Ciertamente con ninguna de sus emociones. Nunca se le había ocurrido que dos hombres, ni siquiera homosexuales, pudieran besarse de aquella forma. Daba por sentado, en la medida en que se había permitido alguna vez pensar en ello, que todo aquello debía de ser cuestión de mamadas en callejones oscuros o de las prácticas indebidas de los marineros británicos sedientos de amor. Pero aquellos dos hombres con corbata y bigote estaban besándose como la gente se besa en las películas, con meticulosidad, vigor y una pizca de exhibicionismo. Uno de ellos estaba acariciando el cuello del otro.

Sammy escarbó entre el embrollo de pieles y abrigos que colgaban de los percheros del recibidor hasta que encontró el suyo. Se puso el sombrero y salió. Se detuvo y se quedó en el escalón superior. Tenía la cabeza hecha un lío y llena de ideas extrañas. Sentía unos celos atroces. Eran como una losa que se le hubiera metido en el pecho, pero no podría decir a ciencia cierta si estaba celoso de Joe o de Rosa Luxemburg Saks. Al mismo tiempo, se alegraba por su primo. Era maravilloso que en aquella ciudad enorme hubiera conseguido redescubrir, un año más tarde, a la chica del trasero milagroso. Tal vez ella fuera capaz, a diferencia de Sammy, de encontrar la forma de apartar a Joe por lo menos un poco de su proyecto evidente de dejarse aporrear por todos los alemanes de Nueva York. Se dio media vuelta y miró al portero, un tipo con pinta de bribón y una grasienta chaqueta gris que estaba fumando un cigarrillo apoyado en la puerta. ¿Qué había inquietado tanto a Sammy de la escena que había presenciado? ¿De qué tenía miedo? ¿Por qué se había escapado?

—¿Se ha olvidado algo? —dijo el portero.

Sammy se encogió de hombros. Dio la vuelta y regresó al interior. No del todo seguro de lo que estaba haciendo, se obligó a entrar de nuevo en el salón de baile, que ahora que Dalí se había quitado el traje de buzo estaba lleno de gente feliz y confiada que sabía lo que quería y a quiénes quería, y a la cocina de baldosines negros. Había un grupo de gente junto a la cocina discutiendo sobre la forma adecuada de hacer el café turco, pero los dos hombres de la antecocina se habían ido sin dejar rastro de su presencia. ¿Acaso se lo había imaginado todo? ¿Era posible un beso como aquel?

—¿Es mariquita? —le estaba preguntando Rosa a Joe en aquel momento. Continuaban sentados en su cama, cogidos de las manos.

Al principio a Joe le asombró mucho aquella idea y de pronto ya no.

—¿Por qué te lo parece? —dijo.

Ella se encogió de hombros.

—Tiene el aire —dijo.

—Hum —dijo Joe—. No lo sé. Es… —Se encogió de hombros—. Es un buen chico.

—¿Y tú eres un buen chico?

—No —dijo Joe.

Se inclinó hacia adelante para besarla de nuevo. Sus dientes entrechocaron y durante un momento Joe fue extrañamente consciente de los huesos que tenía en la cabeza. La lengua de Rosa sabía a leche con sal, como si tuviera una ostra en la boca. Ella le puso las manos en los hombros y Joe notó que se estaba preparando para apartarlo. Al cabo de un momento lo hizo.

—Estoy preocupada por él —dijo—. Parecía un poco perdido. Tendrías que ir con él.

—No le pasará nada.

—Joe —dijo ella.

—Oh. —Él entendió que ella quería que se marchara. Habían ido tan lejos como ella estaba preparada para ir. No era lo que él esperaba de una flor malhablada de la bohemia, pero le daba la sensación de que ella era al mismo tiempo más o menos que eso—. Muy bien —dijo—. Sí. Yo… Yo también tengo trabajo que hacer.

—Bien —dijo Rosa—. Ve a trabajar. ¿Me llamarás?

—¿Puedo?

—University 4-3212 —dijo ella—. Ten. —Se levantó, fue a su mesa de dibujo y garabateó el número en una hoja de papel, luego la arrancó y se la dio a Joe—. Haz lo que sea para que te prometan por lo más sagrado que me pasan tu mensaje porque son un desastre absoluto para esa clase de cosas. Espera un momento. —Le escribió otro número—. Es mi número del trabajo. Trabajo en Life, en la sección de arte. Y este es mi número en la ART. Estoy allí tres tardes por semana y los sábados. Estaré allí mañana.

—¿La arrêté?

—La Agencia de Rescate Transatlántico. Estoy allí como secretaria voluntaria. Sus instalaciones en este lado son muy pequeñas. Apenas tenemos presupuesto. En realidad solamente somos el señor Hoffman y yo. Él es un hombre maravilloso, Joe. Tiene un barco, se lo compró con su dinero y trabaja para sacar de Europa tantos niños judíos como quepan en su barco.

—Niños —dijo Joe.

—Sí. No me digas que… ¿Hay niños…? ¿Hay algún niño en tu familia? ¿Allí en…?

—¿Dónde está la ATR? —dijo Joe.

Rosa escribió una dirección de Union Square.

—Me gustaría verte allí mañana —dijo Joe—. ¿Es posible?