NUEVE

Salvador Dalí estaba tumbado de espaldas en medio del suelo de la sala de baile, abofeteando sin ningún resultado el casco del traje de buzo con sus manos enguantadas. Su mujer estaba arrodillada a su lado, intentando furiosamente hacer girar una tuerca de mariposa que mantenía el casco atornillado al cuello metálico del traje. Una vena le abultaba en la frente. La pesada pieza de ónice que llevaba colgada de una gruesa cadena de oro no paraba de golpear contra la campana del casco de buzo.

Il devient bleu —observó con un pánico tranquilo. Dos de los invitados fueron corriendo al lado de Dalí. Uno de ellos (era Scott, el compositor) apartó las manos de la señora Dalí y agarró las palometas de las tuercas. Longman Harkoo cruzó a toda prisa la sala, mostrando una presteza sorprendente para alguien de su envergadura. Empezó a aporrear la bomba de aire chirriante con la suela de su sandalia derecha.

—¡Se ha atascado! ¡Está sobrecargada! ¡Pero qué coño le pasa a este trasto!

—¡No le llega oxígeno! —sugirió alguien.

—¡Sacadle el casco! —dijo otro.

—¡Qué coño crees que estoy intentando hacer! —gritó el compositor.

—¡Paren de gritar! —chilló Harkoo. Ahora fue él quien apartó a Scott, agarró la palometa con los dedos gordezuelos y aplicó todo su peso y su impulso a darle una vuelta enérgica. La tuerca giró. Sonrió. La tuerca giró otra vez y la sonrisa se disipó. La tuerca giró, giró y volvió a girar, pero no se soltaba. Se había fundido con el perno.

Joe estaba en la puerta con Rosa, mirando, y cuando la tuerca empezó a girar en vano entre los dedos de su padre, agarró con las dos manos el brazo de Joe, sin darse cuenta aparentemente de lo que estaba diciendo, y se lo estrujó. La petición de ayuda implícita en aquel gesto lo excitó y al mismo tiempo lo alarmó. Buscó en su bolsillo y sacó el cuchillo Victorinox que le había regalado Thomas para su decimoséptimo cumpleaños.

—¿Qué estás haciendo? —dijo ella, soltándolo.

Joe no respondió. Cruzó con paso rápido la sala y se arrodilló al lado de Gala Dalí, cuyas axilas despedían un extraño olor a semillas de hinojo. Después de asegurar de que en efecto Salvador Dalí estaba empezando a ponerse azul, Joe sacó la hoja del destornillador de su cuchillo. Lo metió en la ranura de la cabeza del perno para mantenerlo inmóvil. Luego se encargó de la tuerca. A través de la rejilla del visor del casco, sus ojos se encontraron con los de Dalí, abultados por el terror y la asfixia. Un chorro de español amortiguado se estrelló contra el otro lado del cristal de una pulgada de grosor. Por lo poco que Joe pudo entender —sabía muy poco español— Dalí estaba reclamando de forma patética la intercesión de la Santa Madre de Dios. El perno no se movía. Joe se mordió el labio con saña e hizo fuerza hasta tener la sensación de que las yemas de sus dedos iban a estallar. Hubo un chasquido y la tuerca empezó a chirriar y a calentarse. Luego, lentamente, cedió. Catorce segundos más tarde, con un ruido de reventón como cuando se descorcha una botella de Dom Perignon, Joe le quitó el casco.

Dalí estuvo jadeando mientras le ayudaban a quitarse el traje. Nueva York, aunque lucrativo, era en muchos aspectos un sitio peligroso para él: en primavera de 1938, había salido en todos los periódicos por atravesar un escaparate de los almacenes Bonwit Teller. Le trajeron un vaso de agua. Se sentó y lo vació de un trago. El ramal izquierdo de su famoso bigote se había puesto mustio. Pidió un cigarrillo, Joe le dio uno y se lo encendió con una cerilla. Dalí inhaló profundamente, tosió y se quitó una brizna de tabaco del labio. Luego saludó a Joe con la cabeza.

Jeune homme, vous avez sauvé une vie de très grand valeur —dijo.

Je le sais bien, maître —dijo Joe.

Sintió una manaza posarse en su hombro. Era Longman Harkoo.

Estaba sonriente y balanceándose hacia delante y atrás sobre sus sandalias en vista del giro que habían dado las cosas. El accidente casi fatal de buceo del pintor mundialmente famoso, en un salón del Greenwich Village, le añadía a la fiesta un lustre incontestablemente surrealista.

—Genial —dijo.

La fiesta pareció cerrar sus dedos en torno a Joe y atesorarlo en la palma de la mano. Era un héroe[11]. La gente se reunía a su alrededor, lanzándole a la cabeza puñados de adjetivos hiperbólicos y toscas objeciones, acercando sus caras pálidas a la de él como si así pudieran contagiarse de aquel momento de gloria que había sido como cuando una máquina tragaperras vomita todas las monedas. Sammy consiguió abrirse paso a codazos entre la gente que palmeaba y agarraba a Joe y le dio un abrazo. George Deasey le trajo una copa de algo resplandeciente que le supo frío como el metal. Joe asintió lentamente, sin hablar, aceptando sus tributos y aclamaciones con el aire triste y abstraído de un atleta victorioso, respirando hondo. Nada de aquello le importaba: el ruido, el humo, los empujones, una confusión de perfumes y aceites capilares, el dolor en su mano derecha. Escrutó la habitación, poniéndose de puntillas para ver por encima de los peinados encerados de los hombres, asomándose por entre el denso follaje de las plumas de los sombreros de las mujeres, buscando a Rosa. Toda su autonegación, su pureza de intenciones similar a la del Escapista, quedaron olvidadas en el fragor del triunfo y sustituidas por una calma muy parecida a la que le invadía después de recibir una paliza. Le daba la impresión de que su fortuna, su vida, todo el aparato de su conciencia de sí mismo se concentraban ahora en la cuestión de qué pensaría de él ahora Rosa Saks.

«Ella llegó a trompicones hasta él», tal como explicaría después E.J. Kahn —refiriéndose en su artículo a Rosa (a quien conocía poco) solamente como «una atractiva doncella artista del Village»— y luego, cuando consiguió hacerse con él, de pronto pareció sufrir un ataque de timidez.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó—. ¿Qué te ha dicho Dalí?

—«Gracias» —dijo Joe.

—¿Eso es todo?

—Me ha llamado «jeune homme».

—Me ha parecido oírte hablar francés —dijo ella, abrazándose para contener un escalofrío de orgullo inconfundible y casi maternal. Joe, viendo su hazaña tan profusamente recompensada por el rubor de las mejillas de ella y su admiración inquebrantable, se quedó allí rascándose con el pulgar de la mano derecha, avergonzado por la facilidad de su éxito, como un boxeador que tumba a su oponente a los diecinueve segundos del primer round.

—Ya sé quién eres —dijo ella, sonrojándose de nuevo—. O sea, ahora te recuerdo.

—Yo también te recuerdo —dijo, confiando en no parecer lascivo.

—¿Te gustaría…? Me gustaría que vieras mis cuadros —dijo ella—. Es decir, si quieres. Tengo un estudio… en el piso de arriba.

Joe vaciló. Desde su llegada a Nueva York, nunca se había permitido el hecho de hablar con una mujer por el placer de hacerlo. No era algo fácil de hacer en inglés, de todos modos, y en cualquier caso no había venido a flirtear con chicas. No tenía tiempo para hacerlo y además no sentía que tuviera derecho a aquellos placeres, o a los compromisos que implicaban de forma inevitable. Sentía —no era una sensación articulada pero era poderosa y a su modo le reconfortaba— que solamente podía justificar su propia libertad en la medida en que la dedicara a conseguir la libertad de la familia que había dejado atrás. Su vida en América era algo condicional, provisional, libre de conexiones personales más allá de su amistad y su asociación con Sammy Clay.

—Yo…

En aquel preciso momento, la atención de Joe se desvió al oír que alguien estaba hablando alemán en alguna parte del salón. Se giró y buscó entre las caras y el estruendo de conversaciones hasta que encontró los labios que se movían al compás de las elegantes sílabas teutonas que estaba oyendo. Eran unos labios carnosos y sensuales, aunque en un estilo severo, con las comisuras fruncidas en una mueca que de alguna forma transmitía inteligencia, una mueca de juicio agudo y de sentido común amargo. El dueño de los labios era un hombre esbelto y de aspecto saludable, vestido con un jersey de cuello de cisne negro y unos pantalones de pana, con un poco de papada pero con la frente despejada y una nariz germánica larga y señorial. Su cabello era fino y claro, y sus ojos negros brillantes tenían un brillo travieso que desmentía su gesto severo. Sus ojos transmitían un gran entusiasmo y placer en el objeto de su discusión. Por lo que Joe pudo discernir, estaba hablando sobre los Nicholas Brothers, la cuadrilla negra de baile.

Joe sintió la familiar excitación, la llama epinefrina que consumía toda duda y confusión y solamente dejaba un vapor puro e incoloro de rabia. Respiró hondo y dio la espalda al hombre[12].

—Me encantaría ver tus obras —dijo.