Resultaba fascinante volver a ver su cara después de tanto tiempo. Aunque Joe no había olvidado nunca a la chica a la que había sorprendido una mañana en el dormitorio de Jerry Glovsky, se dio cuenta de que en sus revisitaciones nocturnas de aquel momento, había deformado mucho su recuerdo. Nunca habría imaginado que tuviera una frente tan alta y despejada ni una barbilla tan puntiaguda. En realidad, su cara parecería demasiado larga de no ser por el extravagante contrafuerte de su nariz. Sus labios más bien pequeños formaban una breve línea de color rojo brillante que se doblaba hacia abajo lo justo como para poder interpretarse como una sonrisa burlona, de la que ella no carecía, dirigida al despliegue circundante de vanidad humana. Y sin embargo había algo ilegible en sus ojos, algo que no se dejaba descifrar, la inexpresividad decidida que en los depredadores esconde una hostilidad calculadora y en las presas forma parte de un esfuerzo sobrecogedor por dar la impresión de haber desaparecido.
Los hombres que la rodeaban se separaron con actitud reticente cuando Harkoo hizo sitio para que pasaran Joe y Sammy como si fuera un defensa de los Dodgers a los que este último tanto amaba y los introdujo con calzador en el círculo.
—Nos conocemos —dijo Rosa. Era casi una pregunta. Tenía una voz masculina profunda y fuerte, estridente hasta bordear el tono de los mensajes de megafonía, como si estuviera desafiando a todos los presentes a escucharla y juzgarla. Pero quizá, pensó Joe, simplemente estaba muy borracha. En la mano tenía un vaso de algo de color ámbar. En todo caso, su voz quedaba bien por alguna razón con sus rasgos teatrales y con la masa caótica de rizos castaños, sujetados aquí y allá por una horquilla desesperada, que constituía su peinado. Le dio un apretón de manos que participaba de la misma actitud enérgica que su voz, un apretón de hombre de negocios, seco, breve y firme. Y sin embargo, se dio cuenta de que ella se ruborizaba de forma todavía más evidente, si ello era posible. La piel delicada de sus clavículas tenía manchas rojas.
—Creo que no —dijo Joe. Tosió, en parte para disimular su turbación y en parte para ocultar la elegante réplica que le había proporcionado el apuntador oculto tras los focos de su deseo, y en parte porque la garganta se le había quedado completamente seca. Sentía un ansia imperiosa de inclinarse (la joven era bajita, su coronilla apenas le llegaba a la clavícula) y de besarla en la boca, delante de todo el mundo, tal como habría hecho en sueños, llevando a cabo la misma travesía optimista entre sus labios que se prolongaba durante minutos enteros, horas y siglos. ¿Acaso eso no sería surrealista? En cambio, buscó en su bolsillo y sacó sus cigarrillos—. Estoy seguro de que me acordaría perfectamente de alguien como usted —dijo.
—Oh, Dios santo —dijo en tono asqueado uno de los hombres que estaban al lado de ella.
La joven a la que estaba mintiendo sonrió con una expresión que Joe no supo si significaba que se sentía halagada u horrorizada. Su sonrisa resultaba sorprendentemente ancha y dentuda para una boca que momentos antes había sido capaz de reducirse a su mínima expresión.
—Ja —dijo Sammy. Él, por lo menos, parecía impresionado por el refinamiento de Joe.
Longman Harkoo dijo:
—Eso va por nosotros —le pasó el brazo por detrás de los hombros una vez más a Sammy—. Vamos a por una copa, ¿de acuerdo?
—Oh, no, yo no… —Sammy extendió un brazo hacia Joe mientras Harkoo se lo llevaba de allí, como si temiera que su anfitrión lo fuera a arrastrar al volcán tal como les habían prometido. Joe contempló sin piedad cómo se alejaba. Le dio el paquete de Pall Mall a Rosa. Ella sacó un cigarrillo y se lo llevó a los labios. Dio una larga calada. Joe se sintió impelido a señalar que el cigarrillo no estaba encendido.
—Oh —dijo ella. Soltó un bufido—. Soy idiota.
—Rosa —la reprendió uno de los hombres que había con ella—. ¡Tú no fumas!
—Acabo de empezar —dijo Rosa.
Hubo un quejido amortiguado y la nube de hombres que la rodeaba empezó a disolverse. Ella no se dio por enterada. Se inclinó hacia Joe y levantó la vista, protegiendo con su mano la mano de él y la llama de la cerilla. Le brillaban los ojos, de un color indeterminado entre el champán y el verde de un dólar. Joe se sentía febril y un poco mareado, y el olor frío a talco de Shalimar que ella despedía era como una barandilla en la que él se podía apoyar. Estaban muy cerca el uno del otro, y ahora, mientras él intentaba sin éxito evitar imaginársela tumbada desnuda y boca abajo en la cama de Jerry Glovsky, imaginar su dorso amplio y aterciopelado, con su surco oscuro y la cavidad aluvial de su espina dorsal, ella dio un paso atrás y lo estudió.
—¿Estás seguro de que no nos conocemos?
—Bastante.
—¿De dónde eres?
—De Praga.
—Eres checo.
Él asintió.
—¿Judío?
Él asintió de nuevo.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Un año —dijo, y el descubrimiento lo llenó de asombro y de disgusto—. Hoy hace un año.
—¿Has venido con tu familia?
—Solo —dijo—. Los dejé allí —espontáneamente, apareció en su mente la imagen de su padre, o del fantasma de su padre, avanzando por la pasarela del Rotterdam con los brazos extendidos. Las lágrimas le quemaron en los ojos y una mano fantasmal pareció agarrarlo de la garganta. Joe tosió y apartó con la mano el humo de su cigarrillo, como si le estuviera irritando—. Mi padre ha muerto hace poco.
Ella negó con la cabeza, con expresión triste, escandalizada y, en opinión de Joe, totalmente encantadora. Después de que la palabrería la abandonara, pareció que una naturaleza más seria se sentía dispuesta a revelarse en ella.
—Lo siento mucho —dijo ella—. Mi corazón está con ellos.
—No es para tanto —dijo Joe—. No les pasará nada.
—Vamos a entrar en esta guerra, ¿sabes? —afirmó ella. Ya no estaba ruborizada. La fiestera con voz de trueno de un momento antes, la que explicaba una historia sobre ella misma que terminaba en una palabrota, pareció desvanecerse—. Tenemos que hacerlo y lo haremos. Roosevelt se encargará de ello. Está trabajando en ello ahora mismo. Nos les dejaremos que ganen.
—No —dijo Joe, aunque el punto de vista de Rosa no era muy habitual entre sus compatriotas, la mayoría de los cuales pensaban que lo que pasaba en Europa era un embrollo que había que evitar a cualquier precio—. Creo… —Se descubrió a sí mismo, con una ligera sorpresa, incapaz de terminar la frase. Ella lo cogió del brazo.
—Lo que quiero decir es, no lo sé. Supongo que «no desesperes» —dijo ella—. Y lo digo de verdad, Joe, de corazón.
Al oír sus palabras y sentir su mano, al oírla pronunciar su nombre americano abreviado y neutro, desprovisto de todo bagaje y asociaciones familiares, Joe se sintió abrumado por una ola de gratitud tan poderosa que se asustó, porque parecía reflejar en su grandiosidad y su fuerza la poca esperanza que le quedaba. Se separó de ella.
—Gracias —dijo con frialdad.
Ella le soltó el brazo, consternada por haberlo ofendido.
—Lo siento —dijo de nuevo. Levantó una ceja, enigmática, aventurada y, pensó él, a punto de reconocerlo. Joe apartó la vista, con el corazón en la garganta, pensando que si ella conseguía recordarlo a él y las circunstancias de su encuentro, sus posibilidades de acabar con ella se irían al garete. Ella abrió mucho los ojos, y la garganta, las mejillas y las orejas se llenaron con el rubor oscuro de la humillación. Joe pudo ver que tenía que hacer un esfuerzo para no sostenerle la mirada.
En aquel momento una serie de ruidos metálicos secos cortaron el aire, como si alguien hubiera lanzado una llave inglesa entre las hojas de un ventilador gigante. La sala quedó en silencio y todo el mundo se quedó escuchando cómo el estruendo de hachazos era seguido de un quejido mecánico oscilante. Una mujer gritó y su horror musical se elevó desde la sala de baile de la planta baja. Todo el mundo se volvió a la puerta de la biblioteca.
—¡Ayuda! —gritó alguien en el piso de abajo. Era una voz ronca de hombre—. ¡Se está ahogando!