Originalmente, la fiesta debía celebrarse en el minúsculo salón de baile de la mansión, pero cuando esa sala quedó inutilizada por el ruido del aparato respiratorio de Salvador Dalí, todo el mundo se agolpó en la biblioteca. Como todas las salas de la casa, la biblioteca era diminuta, construida a escala de tres cuartos para darle a los visitantes una sensación inquietante de gigantismo. Sammy y Joe se agazaparon detrás de Deasey y encontraron la sala abarrotada hasta el extremo de no poder moverse de simbolistas trascendentales, puristas y vitalistas, redactores publicitarios con tres del color de Studebakers nuevos, intérpretes de banjo socialistas, periodistas de Mademoiselle, expertos en los cultos caníbales de Yuggogheny y en los adoradores de pájaros de los altiplanos de Indochina, compositores de réquiems dodecafónicos y de eslóganes para Eas-O-Cran, el laxante original de Nueva Inglaterra. El gramófono —y (por supuesto) el bar— había sido llevado también a la biblioteca, y por encima de las cabezas de los invitados apretujados circulaban las notas de un solo de trompeta de Louis Armstrong. Por debajo de aquel resplandeciente glaseado de jazz y de una capa espumosa de conversación se oía a lo lejos el ronroneo sordo y pesado del compresor de aire. Junto con los olores a colonia y cigarrillos, el aire de la sala transportaba un leve olor a aceite de motor como el de los muelles.
—Hola, George. —Harkoo se abrió paso hacia ellos. Era un hombre ancho y gordezuelo, para nada largo, con el pelo ralo y cobrizo cortado casi al rape—. Estaba esperando que aparecieras.
—Hola, Siggy. —Deasey se puso rígido y le ofreció la mano de una forma que a Joe le pareció defensiva o incluso protectora, y luego, al instante siguiente, el hombre al que había llamado Siggy le dio un abrazo de oso en el que parecían mezclarse el afecto y el deseo de romper algún hueso.
—Señor Clay, señor Kavalier —dijo Deasey, sacudiéndose de encima el abrazo más o menos como Houdini tironeando y dando codazos para quitarse una camisa de fuerza mojada—. Déjeme… que le presente… a Longman Harkoo, conocido por aquellos que no le quieren consentir los caprichos como el señor Siegfried Saks.
Joe sintió una vaga inquietud, como si el nombre significara algo para él, pero no consiguió establecer la conexión. Buscó en su memoria el nombre «Siegfried Saks», hojeando las cartas y tratando de sacar el as que sabía que tenía que estar en alguna parte.
—¡Bienvenidos! —el antes llamado señor Saks dejó ir a su viejo amigo y se volvió sonriente hacia los dos primeros. Los dos retrocedieron, pero él se limitó a ofrecerles la mano, con un brillo malicioso en los ojos azul claro parecía sugerir que restringía sus abrazos diabólicos a aquellos a quienes menos les gustaba que los tocaran. En una época en que un lugar honorable de la taxonomía de la elegancia masculina seguía reservado al género Hombre Gordo, Harkoo era un ejemplo clásico de la especie Potentado Místico, y se las apañaba para parecer al mismo tiempo autoritario, elegante y ultramundano ataviado con un caftán púrpura y marrón profusamente bordado que le llegaba casi hasta la parte superior de sus sandalias mexicanas. Joe se fijó en que el dedo pequeño de su calloso pie derecho estaba adornado con un anillo granate. Una venerable Kodak Brownie le colgaba del cuello mediante una correa de cuentas indias.
—Lamento el jaleo del piso de abajo —dijo en tono fatigado.
—¿Es él de verdad? —dijo Sammy—. ¿El que está adentro?
—Es él de verdad. He intentado engañarlo para que saliera. Le he dicho que era una idea maravillosa en, ya sabéis, en abstracto, pero que en la práctica… Pero es un hombre terriblemente testarudo. Nunca he conocido a un genio que no lo fuera.
El portero había señalado a Dalí cuando entraban. Estaba de pie en el salón de baile, justo al lado del vestíbulo de entrada. Llevaba un traje de buzo, consistente en un mono de cuerpo entero de lona impermeable y un casco metálico globular. Una mujer espectacular a quien Deasey identificó como Gala Dalí permanecía lealmente al lado de su marido en medio de la sala vacía, junto con otras dos o tres personas demasiado testarudas, demasiado aduladoras o tal vez simplemente lo bastante sordas como para soportar el traqueteo insoportable de la enorme bomba de aire alimentada con gasolina a la que el Maestro permanecía conectado por una manguera de goma. Para oírse tenían que gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Kahn escribiría en el New Yorker:
Nadie en toda la fiesta era tan maleducado como para preguntarle a Dalí qué representaba aquel traje. La mayoría supusieron que se trataba o bien de una alusión a la flora abisal del inconsciente humano o bien a «El sueño de Venus», en el que como todo el mundo sabe aparece una escuela de chicas de verdad disfrazadas de sirenas y nadando medio desnudas en un tanque de agua. En todo caso, lo más probable es que Dalí no hubiera oído la pregunta con su casco de buzo.
—Pero no importa —continuó Harkoo en tono jovial—. La verdad es que aquí estamos muy cómodos. Bienvenidos, bienvenidos. Hacéis cómics, ¿no? Son maravillosos. Me encantan. Los leo siempre. Soy un fanático.
Sammy sonrió. Harkoo se quitó la cámara del cuello y se la ofreció a Joe.
—Sería un honor que usted me hiciera una foto —dijo.
—¿Cómo dice? ¿Perdón?
—Que me hiciera una foto. Con la cámara. —Miró a Deasey—. ¿Habla inglés?
—A su manera. El señor Kavalier es de Praga.
—¡Muy bien! ¡Tiene que hacerlo, sí, señor! Sufro un déficit pronunciado de fotos checas.
Deasey asintió en dirección a Joe, que se llevó el visor de la cámara al ojo izquierdo y encuadró la cara enorme de niño chiflado de Harkoo. Harkoo compuso una expresión sobria y básicamente inexpresiva con los carrillos y las cejas, pero los ojos le brillaban de placer. Joe nunca había hecho feliz a nadie con tanta facilidad.
—¿Cómo lo enfoco? —le preguntó Joe, bajando la cámara.
—Oh no se preocupe por eso. Usted míreme y apriete el botoncito. Su mente hará el resto.
—Mi mente —Joe le hizo una foto a su anfitrión y le devolvió la cámara—. La cámara es… —buscó la palabra inglesa— telepática.
—Todas las cámaras lo son —dijo su anfitrión gentilmente—. Hasta ahora me han fotografiado siete mil ciento… dieciocho personas, todas con esta cámara, y le aseguro que no hay dos retratos que se parezcan entre sí —le dio la cámara a Sammy, y sus rasgos, como si los acabara de aplastar una máquina, se transformaron nuevamente en la misma máscara feliz y corpulenta. Sammy apretó el botón—. ¿Qué otra explicación posible puede haber para esa variación infinita más que la interferencia con la ondas que emanan de la mente del fotógrafo?
Joe no supo cómo responder a aquello, pero vio que se esperaba una respuesta, y como la intensidad de la expectación de su invitado aumentaba se dio cuenta un poco tarde de la respuesta que tenía que dar.
—Ninguna —dijo por fin.
Longman Harkoo pareció extremadamente complacido. Pasó un brazo por detrás de los hombros de Sammy y el otro por detrás de los de Joe y, con profusión de empujones y disculpas, se los llevó de gira por sus vecinos inmediatos de fiesta, presentándoles a pintores, escritores y a diversos poseedores de cócteles y adjudicando a cada uno de ellos, sin detenerse al parecer para ordenar sus pensamientos, un currículum en miniatura que constaba de los puntos álgidos de sus obras, vidas sexuales o parentesco.
—Su hermana está casada con uno de los Roosevelt, no me preguntéis con cuál… Seguro que habéis visto su Arte y argón… Está de pie justo al lado de uno de los cuadros de su exmarido… Fue abofeteado en público por Siquieros…
La mayoría de nombres le eran desconocidos a Joe, pero reconoció a Raymond Scott, un compositor que recientemente había tenido éxito con una serie de temas pop seudojazzísticos caprichosos, cacofónicos y vertiginosos. Justo el otro día, cuando Joe pasó por Hippodrome Radio, habían estado pinchando su nuevo disco, Yesterthoughts and Stranger, en el equipo de música de la tienda. Scott iba alimentando el RCA portátil con una dieta constante de discos de Louis Armstrong mientras explicaba a qué se había referido al decir que Satchmo era el Einstein del blues. A medida que las notas iban emanando del altavoz recubierto de tela, él las señalaba, como a modo de ejemplo de lo que iba diciendo, e incluso intentó agarrar una con las manos. No paraba de subir el volumen, a fin de competir con las conversaciones menos importantes que tenían lugar a su alrededor. Cerca de ellos, bajo el cactus sahuaro, estaba la joven pintora Loren MacIver, cuyos lienzos luminosos Joe había admirado en la galería Paul Matisse. Alta, manifiestamente delgada a los ojos de Joe, pero dotada de una belleza neoyorquina —elegante, nerviosa y moderna— estaba charlando con una espectacular belleza alta y aria que sostenía un bebé contra su pecho.
—La señorita Uta Hagen —explicó Harkoo—. Está casada con José Ferrer, que está también por aquí. Están representando La tía de Charlie.
Las mujeres le ofrecieron sus manos. MacIver llevaba los ojos pintados con kohl y sus labios tenían un sorprendente matiz de color cacao.
—Estos caballeros hacen cómics —les dijo Harkoo—. Las aventuras de un tipo llamado el Escapador. Lleva un calzoncillo de cuerpo entero. Tiene unos músculos enormes. Y una expresión insulsa.
—El Escapista —dijo Loren MacIver. Su cara se iluminó—. Oh, me encanta.
—¿En serio? —dijeron Joe y Sammy al unísono.
—¿Un hombre enmascarado al que le gusta que lo aten?
La señorita Hagen se rió.
—Parece bastante subido de tono.
—Es bastante surrealista —dijo Harkoo.
—Eso es bueno, ¿no? —le preguntó Sammy a Joe con un susurro. Joe asintió—. Solamente me estaba asegurando.
Dejaron atrás a unos cuantos currículums más con cócteles en la mano, así como a unos cuantos surrealistas de verdad, como pasas enclastadas en un pudding. En su mayor parte parecían unos tipos bastante serios, incluso austeros. Llevaban trajes negros con chaleco y corbata. La mayoría parecían ser americanos —Peter Blume, Edwin Dickinson o un tipo tímido y distinguido llamado Joseph Cornell— y compartían un aire de probidad yanqui con sus gafas de montura metálica que rodeaba su pandemonio interior como los barrios residenciales rodean una ciudad. Joe intentó quedarse con todos los nombres pero seguía sin estar seguro de quién era Charley ni de qué le hacía Uta Hagen a su tía.
En el otro extremo de la biblioteca, una serie de hombres se había reunido en un círculo reducido y apretado alrededor de una joven muy guapa y muy joven que estaba hablando en apariencia con toda la fuerza de sus pulmones. Joe no pudo entender qué les estaba contando pero resultó ser una historia que reflexionaba severamente acerca de su propio juicio —estaba ruborizada y sonriente al mismo tiempo— y que indefectiblemente terminaba con la palabra «joder». Ella se aferraba a la palabra y la extendía hasta multiplicar varias veces su longitud. Se la echaba alrededor en tres grandes vueltas y se envolvía en ella como si fuera un chal de lujo.
—Joooooder.
Los hombres a su alrededor estallaban en risas y ella se sonrojaba más todavía. Llevaba un vestido amplio y sin mangas y uno podía ver que el rubor le bajaba más allá de los hombros, hasta la parte superior de los brazos. Luego levantó la vista y su mirada se encontró con la de Joe.
—Saks —dijo Joe, sacando por fin la carta—. Rosa Luxemburg Saks.
—No —dijo Sammy—. ¿En serio?