Cuando la mañana siguiente Carl Ebling leyó el News, le decepcionó no encontrar la más pequeña mención de una amenaza de bomba en el Empire State, de la Liga Aria Americana ni de un diabólico (aunque por el momento fuera falso) terrorista que se hacía llamar el Saboteador: el sobrenombre procedía de un villano enmascarado que hacía apariciones esporádicas en las páginas de Radio Comics en los años previos a la guerra. Esto último habría sido bastante inverosímil porque Ebling, con todas las prisas y los nervios para colocar el artefacto en la mesa de su némesis imaginario Sam Clay, se había olvidado de dejar la nota que había preparado especialmente y firmado con su nombre de guerra. Miró en el resto de periódicos del sábado y nuevamente no encontró una palabra que lo relacionara a él con nada que hubiera ocurrido el día anterior en la ciudad. El caso había sido silenciado.
La fiesta celebrada en honor de Salvador Dalí aquel último viernes de la Ferial Mundial de Nueva York tenía mucha más cancha. Ocupaba veinte líneas en la columna de Leonard Lyons, una mención en la de Ed Sullivan y una sátira sin firmar de E. J. Kahn en el «Cotilleos de la ciudad» de la semana siguiente. También era descrita en una de las cartas de Auden a Isherwood en Los Ángeles y aparecía en las memorias de al menos dos puntales de la escena artística de Greenwich Village.
Los invitados de honor, el sátrapa del surrealismo y su esposa rusa, Gala, estaban en Nueva York para cerrar El sueño de Venus, una atracción, concebida y diseñada por Dalí, que había estado entre las maravillas del área recreativa de la Feria. Su invitado, un neoyorquino adinerado llamado Longman Harkoo, era el propietario de Les Organes du Facteur, una galería de arte surrealista y librería en Bleecker Street, inspirada por el soñador cartero de Hauterives[10]. Harkoo, que había vendido más obras de Dalí que ningún otro tratante del mundo, y que era patrocinador de El sueño de Venus, había conocido a George Deasey en la universidad, en la Collegiate School, donde el futuro viceministro de Propaganda Política del Inconsciente iba dos años por delante del futuro Balzac del pulp. Habían reanudado su amistad a finales de los años veinte, cuando Hearst envió a Deasey a Ciudad de México.
—Aquellas cabezas olmecas —dijo Deasey en el taxi de camino al centro. Había insistido en que cogieran un taxi—. Solamente quería hablar de ellas. Intentó comprar una. De hecho, una vez oí que la llegó a comprar y que la tiene escondida en el sótano de su casa.
—Usted las usó en La pirámide de calaveras —dijo Sammy—. Aquellas cabezas enormes. Había un compartimento secreto en la oreja izquierda.
—Ya es bastante malo que las lea —dijo Deasey. Sammy se había preparado para la composición de su primera novela como Harvey Slayton sumergiéndose profundamente en la obra de Deasey—. Me resulta increíblemente triste, Clay, que también recuerde usted los títulos —en realidad, a Joe le pareció que estaba bastante halagado. Probablemente ya no había esperado, en aquel punto de su carrera que él describía en público como un fracaso, encontrar a un admirador genuino de su trabajo. Parecía haber descubierto en su interior una ternura —que nadie más que él podía sospechar— hacia los dos primos, pero particularmente hacia Sammy, que todavía veía como trampolines a la fama literaria obras que Deasey había decidido mucho tiempo atrás que no eran más que «una larga caída en espiral, lubricada regularmente con cheques, al Tártaro del escritorzuelo con seudónimo». Le había enseñado a Sammy algunos de sus viejos poemas y el manuscrito amarillento de una novela seria que nunca había terminado. Joe sospechaba que Deasey intentaba que aquellas revelaciones fueran advertencias para Sammy, pero su primo había elegido interpretarlas como pruebas de que el éxito en el mundo del pulp no era incompatible con el talento, y que no debía abandonar sus propios sueños novelísticos.
—Ciudad de México —dijo Joe—. Cabezas.
—Gracias —Deasey dio un trago de su petaca. Bebía una marca extremadamente barata de whisky de centeno llamada Brass Lamp. Sammy aseguraba que en realidad no era whisky de centeno sino aceite para lámparas, ya que Deasey era muy miope—. Sí, los misteriosos olmecas. —Deasey devolvió la lámpara mágica al bolsillo de su pechera—. Y el señor Longman Harkoo.
Harkoo, les explicó Deasey, era un excéntrico de alto nivel del Village, relacionado con los fundadores de uno de los grandes almacenes más pijos de la Quinta Avenida. Había enviudado dos veces y vivía en una extraña casa con una hija de su primer matrimonio. Además de encargarse de los asuntos cotidianos de su galería, de orquestar disputas con sus compañeros del Partido Comunista Americano y de celebrar sus célebres fiestas, también estaba, en sus momentos de ocio, escribiendo una novela sin puntuación de más de mil páginas, que describía, con un nivel de detalle casi celular, el proceso de su propio nacimiento. Había adoptado su extraño nombre en verano de 1924, mientras compartía una casa en La Baule con André Bretón, después que una figura pálida y con unos atributos enormes que se hacía llamar a sí mismo el Hombre Largo de Harkoo apareciera cinco noches seguidas en sus sueños.
—Es aquí —avisó Deasey al taxista, y el taxi se detuvo delante de una hilera de bloques de apartamentos modernos anónimos—. Pague la carrera, ¿quiere, Clay? Yo voy un poco apurado.
Sammy miró con el ceño fruncido a Joe, que consideraba que su primo ya tendría que haberse esperado aquello. Deasey pertenecía a cierto tipo clásico de gorrón, al mismo tiempo brusco e imperioso. Pero Joe había descubierto que Sammy, a su propio modo, era un clásico agarrado. El concepto mismo de taxis le resultaba a Sammy rebuscado y decadente, exactamente igual que comer pájaros cantores. Joe se sacó un dólar de la cartera y se lo pasó al taxista.
—Quédese el cambio —dijo.
La casa de Harkoo era invisible desde la avenida, «como un emblema (un poco torpe) de las necesidades sucias reprimidas», como Auden le explicó en su carta a Isherwood, en el corazón de una manzana que pasaría a manos de la Universidad de Nueva York, sería demolida por completo y se convertiría en el emplazamiento de la enorme Levine School of Applied Meteorology. La sólida muralla de casas adosadas y bloques de apartamentos que encerraba la casa de Harkoo y su jardín por los cuatro costados solamente podía ser traspasada tomando un callejón estrecho que pasaba inadvertido entre dos edificios y penetraba, por un túnel de ailantos, al patio interior oscuro y frondoso.
La casa, cuando llegaron hasta ella, era una fantasía oriental de bolsillo, un Topkapi en miniatura, no más grande que un parque de bomberos y embutido en aquel lugar diminuto. Se ovillaba como un gato dormido en torno a una torre central rematada por una cúpula que parecía, entre otras cosas, una cabeza de ajos. Mediante un uso hábil de la perspectiva forzada y de la escala manipulada, la casa conseguía parecer mucho más grande de lo que era. Su exuberante capa de enredaderas de Virginia, la oscuridad de su patio y el revoltijo desafortunado de sus tejadillos y capiteles le daban un aire de antigüedad, pero en realidad se había terminado de construir en septiembre de 1930, por la época en que Al Smith ponía los cimientos del Empire State. Igual que aquella otra estructura, era una especie de morada ideal, que al igual que el Hombre Largo de Harkoo, originalmente se había aparecido a Longman Harkoo en sueños, dándole la excusa que llevaba tiempo buscando para derribar la vieja y aburrida casa de estilo neogriego que había sido la casa familiar de la familia de su madre desde que se creara el Greenwich Village. A su vez, aquella casa había reemplazado una estructura mucho más antigua, que se remontaba a los años de la dominación británica, en la cual —o por lo menos eso decía Harkoo— una antepasado suyo judío-holandés albergó al diablo durante su gira de 1682 por las colonias.
Joe se dio cuenta de que Sammy se estaba rezagando un poco; miraba la torre en miniatura y se acariciaba con aire ausente la parte superior de su muslo izquierdo, con expresión solemne y nerviosa a la luz de las antorchas que flanqueaban la puerta. Con su flamante traje de raya diplomática, le recordaba a Joe a su personaje, el Monitor, ataviado para librar batallas contra sus pérfidos enemigos. De pronto Joe también sintió cierta aprensión. No se le había ocurrido hasta aquel momento, con toda la charla sobre bombas, prendas de lana y programas de radio, que habían bajado al centro con Deasey para asistir a una fiesta.
Ninguno de los dos primos era muy amigo de las fiestas. Aunque a Sammy le volvía loco el swing, obviamente no podía bailar con sus piernas flacas como limpiadores de pipa; los nervios le quitaban el hambre y en todo caso le avergonzaba demasiado su falta de modales como para comer nada. Y le desagradaba el sabor de los licores y de la cerveza. Introducido en un círculo maldito de parloteo y jazz, acababa de forma inevitable escondido detrás de alguna planta. Su escandaloso e irresponsable don para la conversación, por medio del cual había levantado Amazing Midget Radio Comics y de paso toda la idea de Empire, lo abandonaba. Lo ponías delante de una habitación llena de gente trabajando y era imposible hacerlo callar. El trabajo no era trabajo para él. Las fiestas sí lo eran. Las mujeres lo eran. En los estudios Mala Sombra, cada vez que se producía la conjunción aleatoria de chicas y una botella, Sammy simplemente desaparecía, igual que la fortuna de Mike Campbell, al principio un poco cada vez y luego toda de pronto.
Por otro lado, en Praga a Joe siempre le habían chiflado las fiestas. Sabía hacer trucos con cartas y aguantar el alcohol; era un bailarín. En Nueva York sin embargo todo esto parecía haber cambiado. Tenía demasiado trabajo y las fiestas le parecían una pérdida enorme de tiempo. La conversación era rápida y llena de jerga y tenía dificultades para seguir las bromas y la palabrería de los hombres y los sutiles dobles sentidos de las mujeres. Tenía la bastante vanidad como para enfadarse cuando algo que él decía en serio hacía reír a todo el mundo. Pero el mayor obstáculo que percibía era que no sentía la obligación —nunca— de divertirse socialmente. Incluso cuando iba al cine, lo hacía con propósitos puramente profesionales, estudiando las películas en busca de ideas sobre luz, estética y ritmo que pudiera adaptar a su trabajo con los cómics. Ahora se sintió tan intimidado como su primo, miró la fachada ceñuda de la casa a la luz de las antorchas y se sintió listo para huir corriendo a las primera señal de Sam.
—Señor Deasey —dijo Sammy—. Escuche. Creo que tengo que confesarle… Todavía no he empezado La extraña fragata. ¿No cree que sería mejor…?
—Sí —dijo Joe—. Y yo tengo la portada de El Monitor…
—Lo único que os hace falta es una copa, chicos. —Deasey parecía realmente divertido por sus repentinos reparos y vacilaciones—. Eso facilitará mucho las cosas cuando os empujen a los dos al Volcán. Supongo que los dos sois vírgenes, ¿no? —Pisaron con paso inseguro los escalones de ladrillo duro de la entrada. Deasey se giró y de pronto su cara adoptó una expresión grave y admonitoria—. Eso sí, no dejéis que os abrace —dijo.