Poco después de las tres de la tarde del viernes, 25 de octubre de 1940 (tanto según su diario como según la declaración que hizo a la policía), James Haworth Love, accionista mayoritario y presidente de la junta directiva de Industrias Textiles Oneonta, estaba sentado con Alfred E. Smith, presidente vitalicio de la Emipre State Building Corporation, en el despacho abarrotado de souvenirs de este último en la planta treinta y dos del edificio más alto del mundo, cuando el gerente del edificio entró «pálido como la cera», según explicaría el industrial en su descripción privada de los sucesos del día, «y con pinta de ir a vomitar de un momento a otro». Después de mirar cuidadosamente de reojo a Love, el gerente del edificio, Chapin L. Brown, informó a su jefe de que tenían una situación complicada en la planta veinticinco.
Alfred Emmanuel Smith —derrotado aplastantemente por Herbert Hoover en su campaña de 1928 para la Casa Blanca— había sido aliado político y socio en los negocios de Love ya desde sus días como gobernador de Nueva York. De hecho, Love estaba en la oficina de Smith aquella tarde, para enrolar a Smith como testaferro de una agrupación para intentar resucitar el viejo sueño de Gustav Lindenthal de un puente sobre el Hudson, de doscientos cincuenta metros de altura y setenta de ancho, a la altura de la calle Cincuenta y siete, cuya entrada oriental debía construirse en una enorme parcela del West Side que había pasado recientemente a manos de Love. Smith y Love no eran en absoluto confidentes —James Love se las arreglaba sin confidentes, por lo que Smith sabía— pero el magnate textil era un hombre de discreción casi legendaria, cercana al secretismo, bien conocido por guardarse sus opiniones. Señalando confidencialmente con la barbilla a su invitado, en un gesto destinado a mostrar su confianza implícita en la discreción y buen juicio del señor Love, Smith vino a decir que era mejor que Brown fuera y lo soltara de una vez. Brown saludó a su vez con la cabeza al señor Love, apoyó las manos en las caderas como para mantener el equilibrio y dejó escapar un suspiro que parecía destinado a transmitir al mismo tiempo incredulidad y resentimiento.
—Puede que tengamos una bomba en el edificio —dijo.
A las tres en punto, continuó, un hombre que aseguraba representar a un grupo de nazis americanos —Brown lo pronunció «nadsis»— había telefoneado para decir, con un tono falso de barítono resultado de hablar a través de un pañuelo, que había escondido en alguna de las oficinas de los inquilinos de la planta veinticinco, un potente artefacto explosivo. La bomba tenía que explotar, de acuerdo con el autor de la llamada, a las tres y media, mataría a todo el que se encontrase cerca y posiblemente dañaría la estructura del célebre edificio.
En su declaración a la policía, el señor Love explicaba que Su Señoría se tomó la noticia con tanta gravedad como le había sido transmitida, aunque en su diario anotaba que no había nerviosismo capaz de hacer que palideciera su cara rubicunda.
—¿Ha llamado usted a M’Naughton? —dijo Smith. No levantó su voz áspera y se mantuvo en calma, pero en su tono había un matiz estrangulado, como de rabia suprimida, y sus ojos castaños, que tendían a mostrar esa forma ligeramente triste que es habitual entre hombres cordiales, parecieron salirse de su cara mofletuda de bebé grande. El capitán M’Naughton era el jefe del equipo de bomberos privado del edificio. Brown asintió de nuevo.
—Están evacuando la planta —dijo—. Los chicos de M’Naughton están allí ahora, buscando ese trasto maldito.
—Llame a Harley y dígale que bajo —dijo Smith. Se puso de pie y rodeó su mesa en dirección a la puerta. Smith era un nativo del Lower East Side, un chico duro del antiguo Cuarto Distrito, y sus sentimientos hacia el edificio del que era símbolo a ojos de Nueva York y del país eran intensamente posesivos. Echó un último vistazo por encima del hombro a su despacho mientras salía, como considerando la posibilidad, pensó Love, de que nunca más fuera a verlo. Estaba abarrotado como un viejo ático de trofeos y recuerdos de su carrera, que había estado a punto de llevarlo a Washington pero que al final lo había dejado reinando sobre este reino mucho más armonioso (normalmente) en el cielo. Smith suspiró. El día de hoy marcaba el inicio del último fin de semana de la grandiosa aventura de dos años de la Feria Mundial de Nueva York, cuya sede oficial estaba en el Empire State, y para esa noche había programada una cena suntuosa en el comedor del Empire State Club, en la planta veintiuno. Smith odiaba ver cómo un banquete suntuoso se echaba a perder por la razón que fuera. Negó con la cabeza, compungido. Luego se puso su idiosincrático bombín marrón, cogió a su visitante del brazo y lo llevó hasta la zona de ascensores. Había diez ascensores en aquella planta, todos ellos ascensores locales que iban de la veinticinco a la cuarenta y uno.
—A la veinticinco —dijo en tono seco al ascensorista cuando entraron. Bill Roy, el guardaespaldas de Smith, se unió a ellos para proteger su viejo cuerpo irlandés—. La veinticinco —repitió Smith. Miró a Brown con los ojos guiñados—. ¿Son la gente de las historietas?
—Empire —dijo el señor Brown. Y añadió en tono agrio—. Muy graciosas.
En la veintinueve, frenaron como si fueran a pararse, pero el ascensorista apretó un botón y el ascensor local continuó bajando como si hubiera recibido una especie de ascenso en el campo de batalla a ascensor expreso.
—¿Qué es eso de Empire? —preguntó Love—. ¿Qué historietas?
—Los llaman cómics —dijo el señor Brown—. La empresa se llama Empire Comics. Son unos inquilinos nuevos.
—Cómics. —Love era viudo y no tenía hijos, pero un par de veranos antes había visto a sus sobrinos leyendo cómics en Miskegunquit. Por entonces únicamente se había fijado en la escena bucólica: los dos muchachos tumbados sin camisa y descalzos, en una hamaca colgante extendida entre un par de olmos robustos, en una banda moteada a la derecha de la luz del sol, con las piernas aterciopeladas y enredadas, cada uno de ellos enfrascado por completo en una mancha de colores chillones toscamente grapada y con la inscripción Superman. Love había seguido la subsiguiente conquista por parte del fornido héroe con leotardos de los periódicos, las cajas de cereales y recientemente del Mutual Broadcasting System, y alguna vez se lo había visto ojeando alguna historieta llena de aventuras de Superman—. ¿Y qué pueden tener los del Bund [7] contra esa gente?
—¿Alguna vez ha visto uno de esos cómics, Jim? —dijo Smith—. Si yo tuviera diez años, me asombraría que todavía quedaran nazis en Alemania, a juzgar por la forma en que nuestros amigos de Empire los han estado machacando.
Las puertas del ascensor se abrieron al espectáculo desconcertante y onírico de un centenar de personas avanzando en completo silencio hacia las escaleras. Salvo por algún recordatorio urgente, y no especialmente educado, por parte de uno de las docenas de agentes de policías que llenaban la zona de ascensores de que empujar y dar codazos solamente conseguiría que alguien terminara con una pierna rota, lo único que se oía era el ruido sordo a piel de tambor de las botas de goma y los impermeables, el chirrido y el traqueteo de las suelas y los tacones y el golpeteo impaciente de las puntas de los paraguas contra el suelo. Mientras él y sus acompañantes bajaban del ascensor, James Love se dio cuenta de que un policía fornido, haciendo una señal con la cabeza a Chapin Brown, se colocaba detrás de ellos para bloquear las puertas. Todos los ascensores habían sido acordonados por guardias de casacas azules que ahora estaban apoyados en los talones, con las manos juntas tras la espalda, formando una hilera impenetrable de caras adustas.
—El capitán Harley cree que es mejor que los saquemos en grupo y los mantengamos juntos —dijo Brown—. Yo estoy bastante de acuerdo.
Al Smith asintió.
—No hace falta asustar a todo el edificio —dijo. Se miró el reloj de pulsera—. Por lo menos, todavía no.
El capitán Harley se acercó a ellos con paso ligero. Era un irlandés alto y grueso con una cicatriz en la órbita izquierda, cerrada como un puño en torno al broche azul y blanco del ojo.
—No tendría que estar aquí, gobernador —dijo. Miró con disgusto a Love—. He dado órdenes de vaciar la planta. Con el debido respeto, eso lo incluye a usted y a su invitado.
—¿Ha encontrado usted la bomba, Harley, o no? —dijo Smith.
Harley negó con la cabeza.
—Todavía están mirando por ahí.
—¿Y qué va a hacer con toda esta gente? —dijo Smith, mirando cómo los últimos rezagados, entre ellos un joven con gafas, de espalda encorvada y aspecto sombrío que parecía ir enfundado en cuatro o cinco capas de ropa, eran conducidos a la escalera.
—Los estamos llevando a la comisaría del edificio…
—Envíe a toda esta buena gente a Nedick’s. Cómpreles una naranjada de mi cuenta. No los quiero dando vueltas en la calle y yéndose de la lengua —Smith bajó la voz hasta convertirla en un susurro conspiratorio no del todo desprovisto, incluso en aquellas circunstancias, de buen humor—. De hecho —dijo—. No. Le diré qué vamos a hacer. Que uno de sus muchachos los acompañe a Keen’s, ¿de acuerdo? Y dígale a Johnny, o a quien sea, que le dé una copa a cada uno y que lo ponga a la cuenta de Al Smith.
Harley hizo una señal a uno de sus hombres y lo mandó con los evacuados.
—Si no encuentra usted ese trasto en —Smith se miró el reloj de pulsera otra vez— diez minutos, quiero que vacíe también la veintitrés, la veinticuatro, la veintiséis y la veintisiete. Envíelos a… No sé, a Stouffer’s o a algún sitio así. ¿Lo entiende?
—Sí, gobernador. Para serle sincero, iba a esperar cinco minutos como máximo antes de evacuar las demás plantas.
—Tengo fe en M’Naughton —dijo Smith—. Que sean diez.
—Muy bien. Ahora solamente queda un problema, señoría —continuó el capitán Harley, pasándose la mano carnosa primero por los labios y luego por toda la mitad interior de la cara, lo cual le dejó una mancha de rubor. Era el gesto frustrado de un hombre robusto venciendo su inclinación natural a romper algo por la mitad—. Estaba en ello cuando oí que bajaba usted.
—¿De qué se trata?
—Una de estas personas no quiere marcharse.
—¿No quiere marcharse?
—Un tal señor Joe Kavalier. Un chico extranjero. No puede tener más de veinte años.
—¿Y por qué no quiere salir? —dijo Al Smith—. ¿Qué le pasa?
—Dice que tiene mucho trabajo.
Love soltó un soplido y miró a otro lado para que su gesto de burla no ofendiera al policía.
—Vaya por… Sacadlo, por favor —dijo Smith—. Le guste o no.
—Me encantaría, señoría. Por desgracia… —Harley vaciló y se castigó un poco más los carrillos con su mano enorme—. El señor Kavalier ha decidido esposarse a su mesa de dibujo. Por el tobillo, para ser más exacto.
Esta vez el señor Love se las arregló para esconder su risa con un ataque de tos.
—¿Qué? —Smith cerró los ojos un momento, luego los abrió—. ¿Cómo demonios lo ha conseguido? ¿De dónde ha sacado las esposas?
Harley se ruborizó intensamente y murmuró una respuesta inaudible.
—¿Cómo dice? —dijo Smith.
—Son mías, señoría —dijo Harley—. Y para serle sincero, no estoy seguro de cómo se ha hecho con ellas.
El ataque de tos de Love se había vuelto verdadero. Fumaba tres paquetes de tabaco al día y tenía los pulmones hechos una ruina. Para evitar quedar en evidencia, solía no reírse nunca a menos que pudiera evitarlo.
—Ya veo —dijo Smith—. Pues bueno, capitán, coja a un par de sus hombres más fuertes y saquen también la maldita mesa.
—No se puede mover, señoría. Está, emmm, atornillada a la pared.
—¡Pues destorníllenlo! ¡Saquen de aquí a ese capullo! ¡Probablemente su maldito sacapuntas tenga una bomba!
Harley hizo una señal a dos de sus hombres más fornidos.
—Espere un minuto —dijo Smith. Se miró el reloj—. Maldita sea. —Se empujó el bombín hacia atrás, dándose a sí mismo un aspecto al mismo tiempo más joven y más truculento—. Déjenme hablar un momento con el chaval. ¿Cómo dice que se llama?
—Kavalier con K, señoría, pero no veo qué sentido o utilidad puede tener…
—En mis once años como presidente de este edificio, capitán Harley, nunca le he ordenado a usted ni a ninguno de los suyos que pongan una mano encima de uno de los inquilinos. Esto no es un albergue para vagabundos del Bowery —se dirigió a la puerta de Empire Comics—. Espero que podamos dedicar un minuto a razonar antes de sacar a patadas al señor Kavalier con K.
—¿Te importa que vaya contigo? —dijo Love. Se había recuperado de su ataque de risa, aunque su pañuelo de bolsillo contenía ahora restos de algo maligno y parduzco.
—No puedo permitir que vengas, Jim —dijo Smith—. Sería una irresponsabilidad.
—Tú tienes mujer e hijos que perder, Al. Yo solamente tengo mi dinero.
Smith miró a su viejo amigo. Antes de que Chapin Brown los interrumpiera con la noticia de la amenaza de bomba, habían estado hablando no del puente sobre el Hudson, un plan que nuevamente quedaba en nada como resultado de la próxima y repentina retirada de Love de la vida pública, sino sobre sus opiniones rotundas y muy citadas sobre la guerra que Gran Bretaña estaba perdiendo en Europa. Partidario leal de Wendell Willkie, James Love estaba entre un reducido número de poderosos industriales activos partidarios de la entrada de América en la guerra casi desde su inicio. Aunque era hijo y nieto de millonarios, toda su vida había tenido problemas, de forma muy parecida al presidente de Estados Unidos, por unos díscolos impulsos liberales que, por intermitentes que fueran —en las fábricas textiles de Love los obreros no tenían obligación de unirse a un sindicato—, lo convertían en un antifascista natural. Entre sus opiniones, también figuraba sin duda el recuerdo, que circulaba de un millonario a otro en la familia Love, de la colosal y duradera prosperidad que los contratos del gobierno y la guerra habían reportado a Oneonta Woolens durante la Guerra Civil. Todo esto lo sabía Al Smith, aunque de forma intuitiva, y lo llevó a la conclusión de que la idea de arriesgar la vida a manos de nazis americanos tenía cierto atractivo para alguien que había estado intentando entrar en la guerra de una forma u otra, durante los dos últimos años. Después Love había perdido a su notoriamente hermosa esposa a manos del cáncer en 1936 o 1937. Desde entonces, a Smith le habían llegado rumores de conductas disolutas que podían indicar que a raíz de aquella tragedia su amigo había perdido toda restricción o al menos el miedo a la muerte. Lo que no sabía Smith era que el único amigo verdadero que había tenido James Love en su vida, Gerhardt Frege, había sido uno de los primeros en morir —de heridas internas— en Dachau, poco después de que el campo abriera en 1933[8]. Smith no sospechaba, y no habría imaginado nunca, que el odio que James Love les tenía a los nazis y a sus simpatizantes americanos era en el fondo una cuestión personal. Pero había una ansiedad en su mirada que al mismo tiempo preocupó a Smith y lo conmovió.
—Le damos cinco minutos —dijo Smith—. Luego haré que Harley saque a ese cretino arrastrándolo de los tirantes.
La sala de espera de Empire Comics era una espacio frío y pretendidamente moderno a base de mármol y cuero, una tundra negra recubierta de cristal y acerocromo. El efecto era grandioso, amedrentador y espléndido de un modo frío, más o menos como su diseñadora, la señora de Sheldon Anapol, aunque ni Love ni Smith tenían, por supuesto, ninguna forma de establecer este paralelismo. Había un largo mostrador de recepción semicircular frente a la entrada, recubierto de mármol negro y rodeado de anillos de Saturno de cristal, detrás del cual tres bomberos con casacas negras y con las caras tapadas por gruesas máscaras de soldador, estaban agachados, hurgando cuidadosamente con mangos de escoba. Encima del mostrador de recepción, colgaba de la pared la pintura de un ágil gigante enmascarado con un calzoncillo de cuerpo entero de color azul oscuro, con los brazos extendidos en un abrazo extático y haciendo estallar el capullo de gruesas cadenas de hierro que le atenazaban la espalda, el vientre y el pecho. En el pecho, llevaba un emblema en forma de llave estilizada. Por encima de su cabeza un arco de letras de un pie de alto proclamaba por todo lo alto «¡EL ESCAPISTA!» mientras a sus pies un par de bomberos gateaban sobre las manos y las rodillas, registrando los cajones y el hueco bajo el mostrador de recepción en busca de una bomba. Con sus viseras resplandecientes, los bomberos levantaron la vista para observar cómo pasaban el gobernador Smith y el señor Love.
—¿Encuentran algo? —dijo Smith. Uno de los bomberos, un hombre mayor a quien el casco le venía grande, negó con la cabeza.
El taller de cómics, o como se llamara, carecía de todo el resplandor y la pompa de la sala de espera. El suelo era de cemento, pintado de azul claro y repleto de colillas y hojas arrugadas de papel de dibujo. Las mesas eran un revoltijo casero de nuevas y semidecrépitas, pero la luz del día entraba por tres de sus paredes, con vistas tal vez no impresionantes pero sí espectaculares de las torres de los hoteles y periódicos del Midtown, del tapiz verde de Central Park, de las almenas de Nueva Jersey y del resplandor metálico apagado del East River, con un vislumbre del chal de hierro del puente de Queensboro. Las ventanas estaban cerradas y sobre la sala flotaba una cortina de humo. En un rincón alejado, junto a una pared de la que sobresalía una mesa de dibujo inclinada, permanecía encorvado un joven pálido y flaco, con la ropa arrugada y los faldones de la camisa colgando, añadiendo largos penachos de humo a la nube que ya flotaba. Al Smith hizo una señal a Harley para que los dejara solos.
—Cinco minutos —dijo Harley al retirarse.
Tan pronto como habló el capitán de policía, el joven se giró en su taburete. Guiñó los ojos de miope en dirección a Smith y Love mientras se acercaban, con una ligera mueca de fastidio. Era un chaval judío bastante apuesto, de ojos grandes y azules, nariz aguileña y mandíbula fuerte.
—Joven —dijo Smith—. El señor Kavalier, ¿no? Soy Al Smith. Este es mi amigo el señor Love.
—Joe —dijo el joven. Estrechó la mano de Love brevemente y con firmeza.
Aunque tenía aspecto de haber llevado la misma ropa durante demasiado tiempo, la ropa en sí era bastante buena: una camisa de popelín con un monograma cosido en el bolsillo de la pechera, una corbata de seda salvaje y unos pantalones grises de estambre de dobladillo generoso. Pero tenía el aspecto malnutrido de un inmigrante, los ojos hundidos y cautelosos y las yemas de los dedos manchadas de amarillo. La delicada manicura de sus uñas estaba estropeada por la tinta. Parecía necesitado de descanso, muerto de cansancio y —la idea sorprendió a Love, que nunca había sido especialmente sensible a los sentimientos ajenos— triste. Un neoyorquino menos refinado probablemente le habría hecho una broma del tipo: ¿Dónde es el funeral?
—Présteme atención, joven —dijo Smith—. He venido a hacerle una petición personal. Admiro su dedicación al trabajo. Pero me gustaría que me hiciera un favor, un favor personal, ya me entiende. Es lo siguiente. Venga conmigo y déjeme que le invite a una copa. ¿De acuerdo? Resolvamos este pequeño problema y luego lo invito al club. ¿De acuerdo, chaval? ¿Qué me dice?
Si Joe Kavalier se dejó impresionar por tan generosa oferta procedente de uno de los personajes más conocidos y queridos de la vida contemporánea americana, un hombre que una vez pudo haber sido presidente de Estados Unidos, no dio ninguna muestra de ello. Simplemente parecía divertido, le pareció a Love, y detrás de aquella apariencia había un matiz de irritación.
—Tal vez en otra ocasión, gracias —dijo con un acento de Habsburgo indeterminado. Cogió un bastidor en blanco de un montón cercano. A Love, que siempre se interesaba por aprender los secretos y métodos de cualquier tipo de proceso de producción, le dio la impresión de que el bastidor tenía preimpresas nueve viñetas cuadradas en tres hileras de tres—. Ahora tengo mucho trabajo.
—Está usted muy apegado a su trabajo, me doy cuenta —dijo Love, imitando el tono de desapego burlón del joven.
Joe Kavalier se miró los pies, donde un par de esposas metálicas unían su tobillo izquierdo, enfundado en un calcetín gris con estampado de relojes de colores blanco y burdeos, a una de las patas de la mesa.
—No quería que me interrumpieran, ¿saben? —dio unos golpecitos con la punta del lápiz sobre el bastidor—. Tengo muchas viñetas que llenar.
—Sí, muy bien, eso es muy admirable, hijo —dijo Smith—. Pero por Dios, ¿cómo va a dibujar usted cuando su brazo haya salido disparado hasta la calle Treinta y tres?
El joven recorrió el estudio con la mirada, vacío salvo por el humo de los cigarrillos y un par de bomberos gruñendo, con las hebillas de los impermeables tintineando mientras deambulaban por la sala.
—No hay ninguna bomba —dijo.
—¿Piensa usted que es una amenaza falsa? —dijo Love.
Joe Kavalier asintió y volvió a su trabajo. Abordó la primera viñeta de la página desde un ángulo y desde otro. Luego, rápidamente, con firmeza y precisión y sin detenerse, empezó a dibujar. En su elección de la imagen que ahora estaba plasmando en el papel, no parecía estar siguiendo el guión escrito que tenía apilado a un lado. Tal vez lo sabía todo de memoria. Love estiró el cuello para ver mejor lo que el chico estaba dibujando. Parecía un avión, con las jambas de aspecto fiero de un Stuka. Sí, era un Stuka en pleno ataque en picado. Los detalles eran impresionantes. El avión tenía solidez y remaches. Y sin embargo, había algo exagerado en la escora de las alas hacia atrás que sugería una gran velocidad e incluso un matiz de perversidad rapaz.
—¿Gobernador? —Era Harley. Parecía que ahora también estaba irritado con Al Smith—. Tengo dos hombres con una llave inglesa esperando.
—Un momento —dijo Love, y notó cómo se ruborizaba.
Era Smith quien decidía, por supuesto —estaban en su edificio— pero a Love le impresionaba la apostura del joven, su aire de certeza respecto a la falsedad de la bomba. Y como siempre, le fascinaba la visión de alguien que hacía algo con pericia. Tampoco él era proclive a marcharse.
—Tiene medio momento —dijo Harley, saliendo de nuevo—. Con el debido respeto.
—Muy bien, Joe —dijo Smith, consultando de nuevo su reloj de pulsera, con pinta de estar más nervioso que antes. Su tono se volvió paciente y ligeramente condescendiente, y Love se dio cuenta de que estaba intentando actuar con psicología—. Si no evacua el edificio, a lo mejor puede decirme por qué el Bund… Porque es el Bund, ¿no?
—Es la Liga Aria-Americana.
Smith miró a Love. Este negó con la cabeza.
—Me parece que nunca he oído hablar de ellos —dijo Smith.
Joe Kavalier torció una comisura de la boca en una mueca burlona leve pero elocuente, como sugiriendo que aquello no le extrañaba.
—¿Qué tienen esos arios contra vosotros? ¿Cómo han dado con esos dibujos controvertidos que hacéis? No sabía que los nazis leían cómics.
—Los lee toda clase de gente —dijo Joe—. Recibo correo de todo el país. De California. De Illinois. Hasta de Canadá.
—¿De verdad? —dijo Love—. ¿Cuántos cómics venden ustedes cada mes?
—Jimmy —le avisó Smith, golpeando con un dedo gordezuelo el cristal de su reloj de pulsera.
—Tenemos tres títulos —dijo el joven—. Pero a partir de ahora van a ser cinco.
—¿Y cuántos venden en un mes?
—Señor Kavalier, todo esto es fascinante, pero si no quiere acompañarnos de forma pacífica, me voy a ver obligado a…
—Casi tres millones —dijo Joe Kavalier—. Pero todos pasan de manos al menos una vez. Los chavales los cambian por otros. Así que la cifra de gente que los lee, según Sam, Sam Clay, mi socio, tal vez sea el doble de los que vendemos, o más.
—Das ist bemerkenswert —dijo Love.
Por primera vez, Joe pareció sorprendido:
—Ja, no me diga.
—¿Y ese tío que hay en recepción con la llave en el pecho es vuestro número principal?
—El Escapista. Es el escapista más grande el mundo, no hay cadena que pueda con él, su misión es liberar a todos los pueblos oprimidos del mundo. Es bueno. —Sonrió por primera vez, una sonrisa destinada a burlarse de sí mismo pero no lo bastante como para ocultar un orgullo profesional evidente—. Lo inventamos mi socio y yo.
—Me da la impresión de que su socio ha sido lo bastante sensato para unirse a la evacuación —dijo Smith, obligándolos a regresar al supuesto objetivo de la conversación.
—Tiene una cita. Y no hay ninguna bomba.
En aquel momento, justo cuando Joe Kavalier dijo «bomba», se oyó un estruendo —un buuum enorme— por encima de sus cabezas. James Love dio un respingo y dejó caer su cigarrillo.
—Falsa alarma —dijo Smith, secándose la frente con un pañuelo—. Gracias a Dios.
—Dios bendito —Love vio que tenía la chaqueta llena de ceniza y empezó a sacudírsela de encima, ruborizado.
—¡Falsa alarma! —gritó una voz ronca. Un momento después, el anciano bombero asomó la cabeza en el taller—. No era más que un viejo reloj, señoría —le dijo a Smith, en tono al mismo tiempo aliviado y decepcionado—. En la mesa de un tal señor… Clay. Pegado con cinta adhesiva a un par de tacos de madera pintados de rojo.
—Lo sabía —dijo Joe en voz baja, empezando su segunda viñeta.
—La dinamita ni siquiera es roja —dijo el anciano bombero, marchándose de nuevo—. En realidad no lo es.
—Lee demasiados cómics —dijo Joe.
—¡Gobernador Smith!
Se giraron y vieron a tres hombres entrando en la sala. Uno de ellos, un tipo enorme en todas direcciones y con una calva incipiente, tenía pinta de directivo de algún sindicato de mala reputación. El otro, alto y panzudo, con el pelo rojizo y ralo, parecía un héroe del fútbol americano en decadencia. Detrás de aquellos dos hombres corpulentos iba un joven pequeño y de aspecto pendenciero, vestido con un traje de raya diplomática demasiado grande y con unas hombreras de una anchura casi cómica. El más pequeño se dirigió de inmediato a la mesa de dibujo donde Joe Kavalier estaba trabajando. Saludó con la cabeza a Love, lo miró de arriba abajo y puso una mano en el hombro de Kavalier.
—¿El señor Anapol, no? —dijo Smith, estrechando la mano del hombre grueso—. Tenemos una situación un poco tensa.
—¡Estábamos comiendo! —exclamó Anapol, acercándose para estrechar la mano de Al Smith—. ¡Hemos vuelto corriendo cuando nos hemos enterado! Gobernador, lamento mucho las molestias que le hemos causado. Me temo —clavó la mirada en Kavalier y Clay— que estos dos jóvenes exaltados están llevando las cosas un poco lejos en nuestras publicaciones.
—Tal vez sí —dijo Love—. Pero son dos jóvenes valientes y los felicito.
Anapol pareció sorprendido.
—Señor Anapol, quiero presentarle a un viejo amigo mío, el señor James Love. El señor Love es…
—¡De Industrias Textiles Oneonta! —dijo Anapol—. ¡El señor James Love! Qué gran placer. Lamento que tengamos que conocernos en estas…
—Tonterías —dijo Love—. Nos lo estamos pasando bien. —Hizo caso omiso de la mueca de contrariedad que el comentario dibujó en la cara de Al Smith—. Señor Anapol, tal vez este no sea el lugar ni el momento indicado para decirle esto. Pero mi empresa ha reunido todas sus cuentas bajo una sola organización y se las ha concedido a Burns, Baggot y DeWinter —continuó Love—. Tal vez haya oído hablar de ellos.
—Por supuesto —dijo Anapol.
—Son chicos listos, y una de las cosas inteligentes que están considerando es buscar un enfoque nuevo para nuestras cuentas radiofónicas. Me gustaría que algunos de sus hombres se sentaran con usted y con el señor Kavalier, y también con el señor… ¿Clay, verdad? Y encontraran una forma de que Industrias Oneonta les patrocinara al Escapista.
—¿Patrocinara?
—En la radio, jefe —dijo el más pequeño, entendiéndolo enseguida. Sacó mandíbula, puso voz grave y agarró un micrófono imaginario. «¡Industrias Textiles Oneonta, los fabricantes de la línea de calcetines y ropa interior térmica Calentitos, les presenta Las asombrosas aventuras del Escapista!», miró a Love—. Es la idea, ¿no?
—Algo así —dijo Love—. Sí, eso me gusta.
—La idea —dijo Anapol—. Un programa de radio —se llevó una mano al vientre como si no se encontrara bien—. Me pone un poco nervioso. Con el debido respeto, y no digo que no me interese, pero…
—Bueno, piénseselo, Anapol. Supongo que debe de haber otros personajes, pero tengo el presentimiento de que este es el que me conviene. Digamos que llamo por teléfono a Jack Burns y lo arreglo todo para que se sienten y lo hablen esta semana —dijo Love—. Es decir, si están disponibles, caballeros.
—Estoy disponible —dijo Anapol, recobrándose—. Mi socio, Jack Ashkenazy, también estará disponible, estoy seguro. Y este es nuestro director editorial, el señor George Deasey.
Love estrechó la mano de Deasey, retrocediendo un poco ante el olor a clavo que tapaba su aliento a whisky.
—Pero estos jóvenes —continuó Anapol—, bueno, hacen un buen trabajo, como usted ha visto, y son muy buenos chicos, aunque un poco excitables. Pero son, cómo se lo diría, son unos simples empleados en esta casa.
Sam Clay y Joe Kavalier intercambiaron una mirada en la que Love percibió los rescoldos candentes del resentimiento.
—Voy a necesitar una declaración de usted, señor Anapol —dijo el capitán Harley—. Y de usted, gobernador, y de su invitado. No tardaremos muchos.
—¿Por qué no lo hacemos en el club? —dijo Al Smith—. Me iría bien una copa.
En ese momento entró un mensajero de librea azul con una carta certificada.
—¿Sheldon Anapol?
—Yo —dijo Anapol, firmando—. George, quédate aquí y encárgate de hacer que las cosas vuelvan a la normalidad.
Deasey asintió. Anapol dio la propina al mensajero y salió detrás de Al Smith. Love le hizo una señal a Smith para que lo acompañara, luego se volvió a los dos jóvenes. Sam Clay se quedó allí, hombro con hombro con su compañero, con un aspecto vagamente atontado, como si le acabaran de estafar. Luego fue a una estantería en un rincón de la sala. Cogió un montón de cómics, se los llevó a Love y lo miró a los ojos.
—Tal vez le gustaría a usted conocer un poco mejor al personaje —dijo—. A nuestro personaje.
—¿Nuestro?
—Sí, nuestro. De Joe y mío. El Escapista. Y el Monitor. Y los Cuatro Libertadores y el Ametrallador. Todos los superventas de Empire. Mire. ¿Joe, tienes el…? Ajá. —Escarbó en el revoltijo de debajo de la mesa de Joe Kavalier hasta encontrar una hoja de papel de carta en cuyo elaborado membrete había dibujado un grupo de hombres apuestos y musculosos, apoyados en las letras o apostados entre las mismas, así como un muchacho de nariz aguileña y cabello revuelto apoyado encima del signo & de las palabras Kavalier & Clay—. Siempre he creído que el Escapista era perfecto para la radio.
—Bueno, yo no estoy cualificado para juzgar, señor Clay —dijo Love, con educación, cogiendo las revistas y la hoja de papel—. Para serle del todo sincero, mi única preocupación es que pueda vender calcetines. Pero le diré una cosa —su cara adoptó una expresión extraña que Joe casi habría calificado de mirada lasciva—. Me gusta lo que he visto aquí hoy. Cuídense, muchachos.
Salió de la sala de trabajo, sintiendo una punzada de compasión, aunque no excesiva, por Kavalier y Clay. Love había visto lo que pasaba. Aquellos chavales habían inventado el personaje del Escapista, y luego, a cambio de una paga simbólica y de la oportunidad de ver sus nombres impresos, le habían dado todos los derechos a Anapol y compañía. Ahora Anapol y compañía estaban prosperando, lo bastante para alquilar la cuarta parte de una planta en el Empire State y lo bastante como para ejercer una influencia cultural masiva en el enorme mercado americano de niños e ignorantes. Y aunque, a juzgar por su atuendo, los señores Kavalier y Clay estaban compartiendo en cierta medida la prosperidad general, Sheldon Anapol acababa de dejarles bien claro a los dos que el curso del río de dinero junto al cual habían plantado su tienda acababa de ser desviado, y en adelante ya no volvería a fluir cerca de ellos. En su vida como hombre de negocios, Love había visto montones de jóvenes talentos abandonados a su suerte entre los huesos mondos y los cactus de sus sueños. No cabía duda de que aquellos dos muchachos seguían teniendo ideas brillantes, y además, nadie nacía listo para los negocios. El sentimiento de piedad de Love, aunque sincero —e inspirado en parte por la apostura morena de Joe y la viveza de espíritu de los dos jóvenes— no duró más de lo que tardó el ascensor en depositarlo en el vestíbulo revestido con lujosos paneles del Empire State Club. Ni por un momento se imaginó que acababa de poner en movimiento las ruedas no de otra destrucción de poca monta ambientada en la zona de negocios, sino prácticamente de la suya propia.
En la sala de trabajo —de nuevo inundada por el parloteo, los estallidos de globos de chicle y un tema convulso de Lionel Hampton en la radio—, George Deasey salió a la puerta de su despacho. Frunció las cejas pelirrojas y arrugó los labios, en un despliegue emocional poco habitual.
—Caballeros —les dijo a Joe y Sammy—. Unas palabras.
Entró en su despacho y, tal como tenía por costumbre, se tumbó en medio del suelo y empezó a hurgarse los dientes con un palillo. Lo había pisoteado un caballo desbocado mientras cubría uno de los numerosos intentos por parte de los marines americanos de capturar a A. C. Sandino, y en las tardes frías como aquella, la espalda se le solía poner rígida del todo. Su palillo era de oro macizo, heredado de su padre, un antiguo juez asociado al Tribunal Estatal de Apelaciones de Nueva York.
—Cierren la puerta —le dijo a Clay después de que los chicos entraran—. No quiero que nadie oiga lo que les voy a decir.
—¿Por qué no? —dijo Sammy, cerrando obedientemente la puerta después de entrar detrás de Joe.
—Porque me produciría una angustia considerable que alguien se formara la impresión errónea de que me importa usted un pimiento, señor Clay.
—No hay peligro —dijo Sammy. Se dejó caer en una de las dos sillas de respaldo recto que flanqueaban la mesa enorme de Deasey. Si el insulto le afectó, no dio muestra de ello. Se había endurecido por culpa de la administración continua de pequeñas puyas por parte de Deasey. Durante sus primeros meses trabajando para él, en los días en que Deasey había tratado especialmente mal a Sammy, Joe había escuchado a menudo en la sombra, fingiendo que dormía, cómo Sammy yacía hecho un ovillo en la cama a su lado, mascullándole a la almohada. Deasey se burlaba de su gramática. En los restaurantes, se mofaba de los malos modales de Sammy, de la falta de sofisticación de su paladar y de su asombro ante cosas tan simples como las porciones moldeadas de mantequilla y la sopa fría de patata. Le ofreció a Sammy la posibilidad de escribir una novela del Duende gris para Racy Police Stories, sesenta mil palabras a medio centavo la palabra. Sammy, durmiendo dos horas cada noche durante un mes, escribió tres libros, solamente para que Deasey los destripara uno tras otro, ofreciendo en cada caso críticas lacónicas y crueles que resultaban infaliblemente precisas. Y sin embargo, al final le había comprado las tres.
—En primer lugar —dijo Deasey—. Señor Clay, ¿dónde está La extraña fragata?
—Ya está medio acabado —dijo Sammy. Se trataba de la cuarta novela del Duende que Racy Publications, que ahora funcionaba en gran medida a la sombra de su hermana más joven pero seguía reportándole beneficios a Jack Ashkenazy, le había encargado a Sam Clay Igual que sus setenta y dos predecesoras en la serie, iba a ser publicada con el seudónimo de la casa de Harvey Slayton. En realidad, por lo que sabía Joe, Sammy ni siquiera la había empezado. El título era uno de los ciento cuarenta y cinco que George Deasey había inventado durante una juerga de dos días en Cayo Hueso en 1936 y con los cuales había estado trabajando desde entonces. La extraña fragata era el número setenta y tres de la lista—. Se lo tendré terminado el lunes.
—Tiene que tenerlo.
—Lo tendré.
—Señor Kavalier. —Deasey tenía una forma solapada de girar la cabeza para mirar a la gente, tapándose a medias la cara con una mano como si estuviera a punto de echar una cabezadita. La impresión era todavía más intensa debido al hecho de que ahora estaba acostado en el suelo. De pronto sus párpados caídos se abrían mucho y uno se encontraba a sí mismo en el objetivo de su mirada inquisitiva—. Por favor, confírmeme que mis sospechas de su participación en la farsa de esta tarde son infundadas.
Joe se esforzó por sostenerle a Deasey su mirada soñolienta de Torquemada. Por supuesto que sabía que la amenaza de bomba la había hecho Carl Ebling, a modo de venganza por su ataque de dos semanas antes a los cuarteles de la LAA. Estaba claro que Ebling había estado inspeccionando las oficinas de Empire, siguiendo el traslado desde el edificio Kramler, observando las idas y venidas de los empleados y preparando su bomba roja sacada de un cómic. Aquel propósito fijo debería haber sido, a pesar de la inofensividad de la represalia de hoy, motivo de alarma. Joe debería haber hablado directamente a la policía de Carl Ebling y hacer que el tipo fuera detenido y encarcelado. Y la perspectiva del encarcelamiento del hombre debería haberle reportado satisfacción. Pero entonces ¿por qué se sentía como si se hubiera rendido? A Joe le parecía que Ebling debería haberlo denunciado a él, por violación y destrucción de la propiedad privada, incluso por asalto, pero en cambio había seguido su propio rumbo solitario y furtivo, desafiando a Joe —de acuerdo, el tipo creía que su antagonista era Sam Clay, aquella era una impresión errónea que Joe iba a tener que aclarar— a una guerra privada, a un concours à deux. Y de alguna forma Joe había sabido, desde el momento en que el secretario de Anapol recibió la llamada, con un instinto de ilusionista para los trucos baratos, que la amenaza era falsa y la bomba un fraude. Ebling quería asustar a Joe, amenazarlo para que terminara con su guerra de cómics que él consideraba tan ofensiva para la dignidad del Tercer Reich y para la persona de Adolf Hitler, y sin embargo, al mismo tiempo, estaba dispuesto contra su voluntad a aniquilar la fuente de un placer que en su solitaria vida verbitterte debía de ser muy escaso. Si la bomba hubiera sido real, pensaba Joe, era obvio que lo denunciaría a las autoridades. No se le ocurría que de haber sido real, la bomba posiblemente lo habría matado. Que el siguiente ataque de su batalla, si no lo asestaba la fuerza impersonal de la ley sino Joe en persona, podía consolidar el conflicto en la mente desequilibrada de Ebling. Y menos todavía, que él mismo había empezado a perderse en un laberinto de venganzas fantásticas cuyo centro infestado de huesos estaba a diez mil millas y a tres años de distancia.
—Por supuesto —dijo Joe—. Ni siquiera conozco al tipo.
—¿A qué tipo?
—Ya se lo he dicho. No lo conozco.
—Me huelo algo —dijo Deasey en tono vacilante—. Pero no consigo adivinar qué pasa.
—Señor Deasey —dijo Sammy—. ¿Para qué nos quería?
—Sí. Quería… Que Dios me asista. Quería darles un aviso.
Deasey se levantó pesadamente, como un barco naufragado al que izaran con cuerdas del fondo del mar. Llevaba bebiendo desde antes del almuerzo y, en el momento de incorporarse, estuvo a punto de caerse de nuevo. Fue a la ventana. La mesa, un vetusto monstruo de roble cuarteado con cincuenta y dos casilleros y veinticuatro cajones, había venido con él desde su viejo despacho en el edificio Kramler, con los cajones llenos de cintas nuevas de máquina de escribir, lápices azules, pintas de whisky de centeno, rollos negros de picadura de Virginia, pliegos de papel, aspirinas, pastillas para el mal aliento y sales laxantes. Deasey mantenía tanto la mesa como el despacho inmaculados, despejados y libres de polvo. Era la primera vez en toda su carrera que tenía un despacho para él solo. Aquel —aquellos cincuenta pies cuadrados de alfombra nueva, papel blanco y cintas de tinta nuevas— era el indicador y el resumen claro de lo que había conseguido. Suspiró. Pasó dos dedos por entre las lamas de la persiana veneciana y dejó que entrara en la habitación un haz tenue de luz otoñal.
—Cuando emitieron el Duende Gris en la cadena DuMont —dijo—. ¿Se acuerda, señor Clary?
—Claro —dijo Sammy—. Yo lo escuchaba a veces.
—¿Y qué hay de Chasquido Carter? ¿Se acuerda?
—¿El del látigo?
—Combatiendo al mal entre las plantas rodadoras. ¿Y de Sharpe de la Policía Montada?
—Pues claro que sí. Todos empezaron en las revistas, ¿no?
—Todos tienen su origen común en un escenario mucho más reducido y decrépito que ese.
Sammy y Joe intercambiaron una mirada vacilante. Deasey se dio unos golpecitos en la frente con la punta del palillo.
—¿Usted era Sharpe el de la Policía Montada? —preguntó Sammy.
Deasey asintió.
—Empezó en Racy Adventure.
—¿Y Whisky, el perro husky con el que mantiene un vínculo casi sobrenatural?
—Lo estuvieron pasando cinco años en la NBC Blue —dijo Deasey—. Nunca vi un centavo. —Se giró en dirección a ellos—. Ahora les toca a ustedes pasar por el aro, jóvenes.
—Tienen que pagarnos algo —dijo Sammy—. Al fin y al cabo. O sea, puede que no esté en el contrato…
—No lo está.
—Pero Anapol no es un ladrón. Es una persona honrada.
Deasey frunció los labios y levantó las comisuras. A Joe le costó un momento darse cuenta de que estaba sonriendo.
—Mi experiencia es que la gente honrada vive de los contratos que firma —dijo por fin Deasey—. Y no hay otra cosa.
Sammy miró a Joe.
—A mí no me está animando —dijo—. ¿Te está animando a ti?
La posibilidad del programa de radio, y en realidad toda la conversación que habían mantenido con aquel hombre flaco de cabellos grises y expresión ansiosa, no había sido asimilada del todo por Joe. Entendía el inglés mucho peor de lo que fingía, sobre todo cuando el tema eran los deportes, la política o los negocios. No tenía ni idea de qué pintaban en todo aquello los calcetines o los aros.
—Ese hombre quiere hacer un programa de radio sobre el Escapista —dijo Joe, despacio, sintiéndose torpe y lerdo y oscuramente explotado por hombres inescrutables.
—Por lo menos parecía interesado en que sus encargados de prensa estudiaran la posibilidad.
—Y si lo hacen, nos está diciendo que no nos van a pagar.
—Eso es lo que estoy diciendo.
—Pero está claro que tienen que hacerlo.
—Ni un centavo.
—Quiero ver el contrato.
—Mire todo lo que quiera —dijo Deasey—. Mírelo de arriba abajo. Contraten a un abogado y hagan que lo estudie bien. Todos los derechos: radio, películas, libros, silbatos, premios en las cajas de Crack Jackers… Todo pertenece a Anapol y Ashkenazy. El cien por cien.
—Me pareció oír que nos iba a avisar —Sammy parecía irritado—. Me parece que el momento para avisarnos debería haber sido hace un año, cuando pusimos nuestros nombres en ese contrato de mierda, con perdón.
Deasey asintió.
—Muy bien —dijo. Fue a una librería con puerta de cristal en cuyo interior había un ejemplar de todas las revistas pulp en las que había aparecido alguna de sus novelas, cada una de ellas encuadernada en tafilete fino y con sobrias inscripciones en caracteres dorados: RACY POLICEMAN y RACE ACE, con el número y la fecha de publicación y debajo la inscripción invariable OBRA COMPLETA DE GEORGE DEASEY[9]. Retrocedió un paso y escrutó los libros con lo que a Joe le pareció cierto aire de amargura, aunque no se le ocurrió a qué podía deberse—. Para lo que os puede servir, les hago ahora esta advertencia. O llámenlo consejo si prefieren. El año pasado cuando firmaron ustedes aquel contrato no tenían ningún poder. Ahora sí que empiezan a tenerlo. Han tenido alguna ideas buenas que se han vendido bien. Se han empezado a hacer un nombre en una industria de tercera fila armando chorradas para tarados, pero de lo que no hay duda es que ahora mismo en este juego se puede hacer dinero, y que ustedes dos tienen don para encontrarlo. Anapol lo sabe. Y sabe que si quisieran, probablemente podrían irse con Donenfeld o Arnold o Goodman y encargarse ustedes mismos de escribir un acuerdo mucho mejor para inventar chorradas en otra parte. Así que esta es mi advertencia: dejen de darle sus mamotretos a Anapol como si se los debieran.
—Hacerle pagar a partir de ahora. Conseguir que nos dé una parte.
—Yo no les he dicho nada.
—Pero mientras tanto…
—Están bien jodidos, caballeros. —Consultó su reloj de bolsillo—. Ahora salgan. Tengo que excretar mis propios mamotretos por todo este lugar antes de que… —se interrumpió y miró a Joe, luego se miró el reloj como si intentara tomar una decisión sobre algo. Cuando volvió a mirar, su cara se había contraído en un rictus positivo y casi asquerosamente jovial—. Al infierno —dijo—. Necesito una copa. Señor Clay…
—Ya lo sé —dijo Sammy—. Tengo que terminar La extraña fragata.
—No, señor Clay —dijo Deasey pasándoles sorprendentemente un brazo a cada uno por encima del hombro y llevándolos a la puerta—. Esta noche van a navegar en él.