CUATRO

No podría haber habido más de un par de millares de ciudadanos alemanes en Nueva York en esa época, pero en las dos semanas siguientes, allí donde Joe fuera en la ciudad, conseguía encontrarse por lo menos con uno. Parecía haber adquirido, tal como observaba Sammy, un superpoder propio: se había vuelto un imán para alemanes. Se los encontraba en ascensores, en autobuses, en el Gimbel’s y en los restaurantes Longchamps. Al principio se los quedaba mirando o los escuchaba, calibrándolos como alemanes buenos o perversos con total certeza aunque solamente estuvieran hablando de la lluvia o del sabor de su té, pero no pasó mucho antes de que empezara a acercarse a ellos y a intentar entablar conversaciones amenazadoramente anodinas y llenas de sugerencias. A menudo sus intentos encontraban cierta resistencia.

Woher kommen Sie? —le preguntó a un hombre al que encontró comprando una libra de filete en la carnicería de la Octava Avenida, junto a la esquina de los estudios Mala Sombra.

El hombre asintió con cautela.

—Stuttgart —dijo.

—¿Qué tal va todo por allí? —notaba el matiz de intimidación impregnando su voz, la insinuación amenazante—. ¿Está bien todo el mundo?

El hombre se encogió de hombros, se ruborizó y levantó una ceja mirando al carnicero a modo de petición de ayuda silenciosa.

—¿Hay algún problema? —le preguntó el carnicero a Joe. Joe dijo que por supuesto que no. Pero cuando salió de la carnicería con sus chuletas de cordero, se sintió extrañamente complacido consigo mismo por haber incomodado al hombre. Suponía que tendría que avergonzarse de sentirse de aquel modo. Creía que lo estaba en alguna medida. Pero no podía evitar rememorar con placer su mirada furtiva y sus mejillas ruborizadas cuando se había dirigido al hombre en su idioma.

El día siguiente, sábado —aquello era una semana después de que Joe se hubiera enterado de la muerte de su padre— Sammy lo llevó a ver un partido de los Dodgers de Brooklyn. La idea era que a Joe le diera el aire y se alegrara un poco. A Sammy le hacía gracia el fútbol y parecía gustarle en particular el defensa de los Dodgers, Ace Parker. Joe había visto partidos de rugby inglés en Praga y en cuanto había decidido que no había una gran diferencia entre aquello y el fútbol americano dejó de prestar atención al partido y se dedicó a fumar y beber cerveza en medio de la brisa helada. El estadio de Ebbets tenía un aire vagamente destartalado que le recordaba los dibujos de alguna tira cómica, de Popeye o de Toonerville Trolley. Las palomas revoloteaban a la sombra de las tribunas. Olía a brillantina, a cerveza y un poco también a whisky. Los hombres del público se pasaban petacas y murmuraban sentimientos cómicamente violentos.

Al cabo de un rato, Joe se dio cuenta de dos cosas. La primera era que estaba bastante borracho. La segunda era que, dos filas por detrás de donde él estaba y un poco a su izquierda, había sentados un par de alemanes. Estaban bebiendo cerveza en unos vasos enormes de plástico. Eran un par de tipos sonrientes, rubios y de aspecto estólido, tal vez hermanos. No paraban de hacer comentarios en tono excitado y, en conjunto, parecían estar disfrutando del partido, aunque no parecían entenderlo más que Joe. Animaban cada vez que se recuperaba un fumble, independientemente de quién lo recuperara.

—Ignóralos —le avisó Sammy, receloso de la buena suerte agresiva de su primo para encontrarse con alemanes.

—Me están mirando —dijo Joe, bastante convencido.

—No es verdad.

—Están mirando hacia aquí.

—Joe.

Joe no paraba de mirar por encima del hombro, introduciéndose a la fuerza en su conciencia y en su experiencia del partido: prácticamente sentándose en sus regazos. Al final, incluso estando borrachos, se dieron cuenta de que los estaba mirando. Hubo ceños fruncidos y miradas torvas. Uno de los hermanos —tenían que serlo— tenía la nariz rota y una cicatriz en la oreja, lo cual indicaba que estaba familiarizado con el uso de los puños. Al final, hacia la conclusión del tercer cuarto, a Joe le pareció oír un comentario antisemita que el hombre con aspecto de boxeador le dirigía a su hermano o amigote. A Joe le pareció que había dicho «Judío hijo de puta». Joe se puso de pie. Saltó por encima del respaldo de su asiento. La fila de espectadores de detrás de la suya estaba llena, y mientras intentaba rebasarla le dio un codazo a un individuo en la oreja. Llegó a la fila de los alemanes, casi perdiendo el equilibrio. Los alemanes se rieron y el brazo de una butaca se le clavó dolorosamente en el costado, pero consiguió aguantarse de pie y sin decir una palabra, le dio un puñetazo al boxeador que le hizo caer el sombrero. El sombrero cayó en un charco de cerveza derramada y restos de cacahuetes a los pies del otro hombre. El hombre de la oreja mellada puso cara de sorpresa y luego de asombro cuando Joe lo agarró por el cuello de la camisa. Joe le dio un tirón tan fuerte que tres botones se soltaron y salieron disparados en todas direcciones con un silbido audible. Pero el hombre tenía los brazos largos y consiguió pasarle una mano a Joe por detrás del pescuezo. Tiró de Joe hacia sí y al mismo tiempo le asestó un puñetazo con la otra mano a un lado del cráneo. Mientras Joe permanecía inmovilizado de aquella forma, doblado sobre el asiento con la nariz aplastada sobre la rodilla izquierda del hombre, el otro hermano le aporreaba la espalda sin parar como si estuviera clavando clavos en una plancha con un martillo en cada mano. Antes de que Sammy y algunos hombres sentados en los asientos vecinos pudieran apartar a los dos alemanes, ya le había cerrado un ojo, partido un diente, amoratado la caja torácica y estropeado un traje nuevo. Luego vino un conserje y echó a Joe y Sammy del estadio de Ebbets. Se marcharon en silencio, con Joe apretándose un vaso de papel lleno de hielo contra la órbita hinchada del ojo. El dolor era intenso. En la rampa que conducía a las puertas del estadio había un olor a urinarios, un olor masculino, agrio y revulsivo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sammy—. ¿Te has vuelto loco?

—Lo siento —dijo Joe—. Me ha parecido que decía algo.

—¿Por qué sonríes, me cago en la puta?

—No lo sé.

Esa noche, cuando él y Sammy fueron a cenar a casa de Ethel Klayman, se agachó para recoger la servilleta que se le había caído y cuando se volvió a incorporar tenía una herida sangrante en forma de signo de interrogación en la mejilla.

—Necesitas suturas —le dijo su tía en un tono completamente incontestable.

Joe protestó. Había explicado a sus amigos que le daban miedo las agujas y los médicos, pero la verdad era que se sentía dignificado por la herida de su cabeza. No es que sintiera que se merecía el dolor hasta el punto de gustarle. No importaba lo bien que limpiara el corte, lo bien que lo cubriera de compresas, lo prieto que fuera el vendaje, al cabo de una hora aproximadamente, el primer punto rojo reaparecería. Era como el recuerdo de casa, un tributo a la negación estoica que había llevado a cabo su padre de la enfermedad, las heridas o el dolor.

—Se curará —dijo.

Su tía lo agarró del codo con sus cinco dedos de hierro y lo sentó en la tapa del retrete, en el baño. Mandó a Sammy a por una botella de slivovitz que un amigo de su difunto marido se había dejado olvidada en 1935 y que nadie había tocado desde entonces. Luego le pasó el brazo izquierdo por encima de la cabeza y lo cosió. El hilo era de color azul oscuro, exactamente el mismo color del uniforme del Escapista.

—No vayas buscando líos —le pidió mientras le hundía la aguja larga y fina bajo la piel—. Muy pronto ya tendrás bastantes problemas.

Después de aquello, Joe empezó a buscarse líos. Sin ninguna razón, empezó a ir cada día a Yorkville, donde había bastantes cervecerías alemanas, restaurantes alemanes, clubes sociales para alemanes y americanos de origen alemán. La mayor parte del tiempo se limitaba a merodear un rato y volvía casa de sus incursiones sin causar incidentes, pero a veces una cosa llevaba a la otra. Los vecindarios étnicos de Nueva York siempre han estado alerta ante las incursiones de extranjeros desaforados. Consiguió que le dieran otra vez de puñetazos en el estómago, en la calle Noventa Este, mientras esperaba el autobús, esta vez un hombre a quien no le hizo gracia la sonrisa despectiva que Joe adoptaba cada vez que se aventuraba en los barrios altos. Una tarde, delante de una tienda de caramelos, Joe llamó la atención de unos chavales del vecindario, uno de los cuales, por razones que no tenían nada que ver con la política o las teorías raciales, le alcanzó la nuca con el enorme medallón líquido de un escupitajo. Todos aquellos chicos eran lectores habituales del Escapista y admiradores de la obra de Joe Kavalier. Si hubieran sabido quién era, probablemente se habrían arrepentido de acribillarlo. Pero simplemente no les gustaba el aspecto de Joe. Se habían fijado, con la agudeza implacable de los chicos, que había algo raro en Joe Kavalier, en su traje arrugado, en su aire de irritación acumulada y recalcitrante, en los mechones rizados que se le encrespaban en el cabello imperfectamente engominado hacia atrás como un mecanismo destruido. Parecía una presa fácil para bromistas y gamberretes. Parecía un tipo que estuviera buscando líos.

En este momento hay que decir que una cantidad muy grande de neoyorquinos alemanes se oponían vehementemente a Hitler y los nazis. Escribían cartas indignadas a los editores de los principales periódicos, condenando la inacción de los aliados y de los americanos después de la Anschluss y de la anexión de los Sudetes. Se unían a ligas antifascistas, se peleaban con los camisas pardas —Joe no era para nada el único joven que salía aquel otoño a las calles de Nueva York buscando pelea— y apoyaban enérgicamente al presidente y sus políticas cuando emprendían acciones contra Hitler y su guerra. Sin embargo, había un buen número de alemanes de Nueva York que se enorgullecían abiertamente de los logros, tanto civiles como culturales, deportivos y militares, del Tercer Reich. Entre estos había un pequeño grupo que participaba regularmente de forma activa en diversas organizaciones patrióticas, nacionalistas, generalmente racistas y a veces violentas afines a las metas de su país. A menudo Joe regresaba de Yorkville con periódicos y folletos antisemitas que se leía de cabo a rabo, con el estómago tenso por la rabia y que luego metía en alguna de las tres cajas de fruta que usaba a modo de archivador (las otras dos contenían sus cartas de casa y sus cómics).

Un día, cuando estaba merodeando por las calles de Yorkville, Joe vio un letrero pintado en la ventana de una oficina en una segunda planta:

LIGA ARIA-AMERICANA

Allí de pie, mirando la ventana, Joe tuvo la oscura fantasía de subir corriendo a aquella oficina y entrar a saco en aquel nido de serpientes, con el pie proyectado hacia el exterior de una viñeta en dirección al lector mientras saltaban astillas de la puerta en todas direcciones. Se vio a sí mismo arremetiendo contra un grupo alborotado de camisas pardas, puños, botas y codos, y encontrando en aquella marea violenta de hombres, el triunfo, o por lo menos cierto desagravio, recompensa o liberación. Estuvo observando aquella ventana durante casi media hora, intentando vislumbrar a algún miembro del partido. Nadie entró en el edificio ni pasó por delante de la ventana del segundo piso. Joe se cansó y se marchó a casa.

Inevitablemente, volvió a Yorkville. Había un konditorei llamado Haussman justo delante de los cuarteles de la LAA, y desde una mesa junto a la ventana Joe descubrió que tenía una buena vista de la puerta que daba al vestíbulo del edificio y a la ventana. Pidió un trozo de la excelente tarta sacher de la casa y una taza de café que resultó ser inusualmente bebible para ser Nueva York y esperó. Otro pedazo y dos tazas más tarde seguía sin haber ni rastro de ningún ario-americano en funciones. Pagó la cuenta y cruzó la calle. El directorio del edificio, tal como ya había observado antes, mencionaba a un optometrista, un contable, un editor y a la LAA, pero ninguno de estos negocios parecía tener pacientes, clientes ni empleados. El edificio —que se llamaba edificio Kuhn— era un cementerio. Cuando subió las escaleras al segundo piso, se encontró la puerta de las oficinas de la LAA cerrada con llave. La luz del día grisácea que atravesaba el cristal esmerilado de la puerta sugería que no había lámparas encendidas dentro. Joe probó el pomo. Luego se apoyó sobre una rodilla y examinó la cerradura. Era una Chubb, vieja y sólida, pero si hubiera tenido sus herramientas no le habría presentado ningún problema. Por desgracia, sus ganzúas y su llave estaban en un cajón junto a su llave en los estudios Mala Sombra. Se palpó los bolsillos y encontró un portaminas cuyo clip para sujetarlo al bolsillo, unido al lápiz por un par de anillos, podía servir bastante bien si se deformaba como llave dinamométrica. Pero seguía habiendo el problema de la ganzúa. Bajó de nuevo las escaleras y dio la vuelta a la manzana hasta encontrar una bicicleta infantil encadenada a las rejas de una ventana en la calle Ochenta y ocho Este. Tenía aspecto de ser nueva; era de color rojo caramelo, con las partes de acerocromo brillantes como espejos y los neumáticos relucientes y nada desgastados. Esperó un momento para asegurarse de que no venía nadie. Entonces agarró los manillares brillantes y, dando patadas brutales con el talón a la rueda de delante, consiguió que se soltara un rayo. Lo acabó de arrancar del aro de la rueda y volvió corriendo a la esquina de la calle Ochenta y siete y York. Usando una reja de hierro como molde para doblar y el bordillo de la acera como lima, consiguió fabricarse una ganzúa operativa con el alambre fino y fuerte del rayo de la rueda.

Cuando volvió a las oficinas de la Liga Aria-Americana, llamó al marco de roble mellado de la puerta. No hubo respuesta. Se tiró hacia arriba los pantalones, se arrodilló, pegó la frente a la puerta y se puso a trabajar. La tosquedad de las herramientas, la falta de práctica y el latido de su propio nerviosismo en las arterias y articulaciones hizo el trabajo mucho más difícil de lo que debería haber sido. Se sacó la chaqueta. Se remangó. Se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo a su lado. Por fin se abrió el cuello de la camisa y se apartó la corbata a un lado. Maldecía, renegaba y escuchaba con tanta avidez por si sonaba el ruido de la puerta de la calle que no podía oír la cerradura que tenía entre manos. Le costó casi una hora entrar.

Cuando estuvo dentro, no se encontró el intrincado laboratorio o factoría de fascismo que había esperado sino una mesa de madera, una silla, una lámpara, una máquina de escribir y un archivador alto de madera de roble. Las persianas venecianas estaban torcidas, llenas de polvo y les faltaban lamas. El suelo de madera no estaba enmoquetado y estaba lleno de quemaduras de cigarrillos. Joe levantó el auricular y descubrió que el teléfono no tenía línea. En la misma pared había una litografía a color enmarcada del Führer en actitud romántica, con la barbilla levantada en un ángulo poético y una brisa alpina agitando el rizo oscuro de su frente. En la pared de delante había una estantería con montones de publicaciones diversas, en inglés y en alemán, cuyos títulos aludían a las metas y predicciones del nacional socialismo y del sueño pangermánico.

Joe fue al otro lado de la mesa. Apartó la silla y se sentó. El secante estaba perdido entre un torbellino de anotaciones y memorandos, algunos escritos a máquina y otros caligrafiados con una letra diminuta y angulosa.

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Había billetes de autobús, envoltorios de caramelo, una entrada para el campo de polo. Había un ejemplar de un libro llamado Thuggee. Había numerosos recortes de periódico y artículos sacados de Photoplay y Modern Screen. Todos los artículos de revistas, se fijó Joe, parecían tener por objeto a la estrella del cine Franchot Tone. E intercalados entre las capas de basura y anotaciones crípticas había docenas de cómics: Superman, Marvel Mystery, Flash, Whiz, Sltield-Wizard, así como, tal como Joe no pudo evitar ver, los últimos números de Radio, Triumph y The Monitor. En algunos puntos, los montones de papel se volvían auténticas montañas. Había clips, tachuelas y plumillas desperdigadas por todas partes, como signos convencionales de un mapa. Una empalizada irregular de lápices asomaba de una lata de café Savarin vacía. Con un par de movimientos amplios de los brazos, Joe barrió todo el contenido de la mesa. La tachuelas golpearon el suelo con un ruidito metálico.

Joe registró los cajones. En uno de ellos encontró una comunicación de New York Telephone advirtiendo, de forma verídica a juzgar por lo que estaba viendo, de que si la LAA seguía sin pagar se le iba a desconectar el servicio telefónico; un manuscrito mecanografiado; e, inexplicablemente, el menú de una recepción de boda reciente, en el hotel Trevi, de Bruce y Marilyn Horowitz. Joe sacó el cajón y le dio la vuelta. El manuscrito se dividió en dos montones que se dispersaron como las cartas de un mazo caído. Joe cogió una página y la leyó. Parecía ser ciencia ficción. Alguien llamado Rex Mundy estaba apuntando con su pistola de rayos al pellejo supurante de un repulsivo zidio. Alguien llamado Krystal DeHaven colgaba boca abajo de una cadena sobre las fauces abiertas de un torco hambriento.

Arrugó la página y reanudó su redada de los cajones. Uno contenía una fotografía enmarcada de Franchot Tone, en la esquina inferior izquierda de la cual, metida entre el cristal y la parte interior del marco, había una viñeta que Joe reconoció como un recorte de las páginas del número 1 de Radio Comics. Era un primer plano del viejo Max Mayflower en sus años de joven rico y alocado. Tenía una expresión fantasiosa, hoyitos en las mejillas y en el bocadillo las palabras «¿Qué me importa a mí? Lo único que cuenta es divertirse». Joe se dio cuenta de que el ángulo de la cabeza de Max, cierta expresión sardónica en su cara y su nariz puntiaguda eran similares, por no decir idénticas, a los de Franchot Tone en la fotografía promocional. Era un parecido en el que nadie había reparado antes. Tone no era un actor con cuya obra o con cuya cara Joe estuviera especialmente familiarizado, pero ahora, mientras estudiaba la cara larga, esbelta y melancólica de la fotografía de revista —tenía la dedicatoria «A Carl con los mejores deseos de Franchot Tone»— se preguntó si tal vez hubiera modelado al personaje inconscientemente a partir de Tone.

En el cajón de abajo y la derecha, al fondo del mismo, había un pequeño diario encuadernado en piel. En la guarda había una inscripción con fecha de Navidad de 1939. «A Carl, un lugar para que ponga orden a sus brillantes ideas, con amor, Ruth». Durante las primeras cincuenta páginas aproximadamente, el diario desarrollaba una disquisición en caligrafía diminuta y furiosa, el meollo de la cual —por lo que Joe pudo entender— parecía ser que Franchot Tone era miembro de una liga secreta de asesinos sufragada por la empresa que dirigía el padre de Tone, American Carborundum, cuya meta era eliminar a Hitler. La revelación se interrumpía en la mitad, y el resto de páginas del diario estaban ocupadas por varios centenares de variaciones sobre las palabras «Carl Ebling», escritas con una auténtica enciclopedia de estilos que iban de lo florido a lo desmañado, una y otra vez. Joe abrió el diario por su centro, agarró los dos extremos y lo rompió en dos pedazos por el lomo.

Cuando hubo terminado con la mesa, fue a la librería. De forma fría y metódica, envió todos los montones de libros y panfletos al suelo. Tenía miedo de que si se permitía algún sentimiento, ya no sería rabia ni satisfacción sino únicamente compasión por la nulidad loca y polvorienta de la liga unipersonal de Carl Ebling. De forma que procedió sin sentir nada, con las manos abotargadas y las emociones pinzadas como un nervio. Descolgó el cuadro de Hitler de su gancho y lo dejó golpear el suelo con un tintineo. A continuación fue al archivador, sacó el cajón de arriba, A-D, le dio la vuelta y dejó que cayera su contenido, como cuando el Escapista hacía caer a los soldados de la torreta de un tanque. Sacó el cajón E-J y estaba a punto de dejar que sus contenidos se volcaran sobre el montículo de la A a la D cuando vio la inscripción a máquina en una de las primeras carpetas del cajón: «Empire Comics, Inc.».

La carpeta considerablemente abultada contenía los diez números de Radio Comics que habían aparecido hasta la fecha. Adjuntas con un clip al primer número había unas veinticinco hojas de papel cebolla densamente mecanografiadas. Era un informe, en forma de memorando «A todos los miembros de la liga, de Carl Ebling, presidente de la sección de Nueva York, LAA». El objeto del memorando era, nada menos, el artista de la fuga con superpoderes conocido como el Escapista. Joe se sentó en la silla, encendió un cigarrillo y se puso a leer. En el párrafo inicial del memorando de Carl Ebling, el héroe disfrazado, su editor y sus creadores, los «humoristas judíos» Joe Kavalier y Sam Clay, eran identificados como amenazas a la reputación, dignidad y ambiciones del nacionalismo alemán en América. Carl Ebling había leído un artículo en el Saturday Evening Post[6] sobre el éxito y la circulación creciente de la línea de cómics de Empire y explicaba el efecto negativo que toda aquella burda propaganda antialemana tendría en las mentes de aquellas personas en cuyas manos estaba el futuro de los pueblos sajones: los niños de América. Luego llamaba la atención hipotética de sus lectores sobre el notable parecido entre el personaje de Max Mayflower, el Misterioso original, y el agente secreto de los aliados Franchot Tone. Después de eso, sin embargo, el autor parecía olvidarse de sus propósitos críticos. En los párrafos que venían a continuación, Ebling se contentaba —no hay mejor manera de explicarlo— con resumir y describir las aventuras del Escapista, desde el primer número que explicaba sus orígenes hasta los últimos que habían llegado a los quioscos. Los resúmenes de Ebling eran en su conjunto cuidadosos y precisos. Pero lo más asombroso era la forma en que, a medida que avanzaba, añadiendo cada mes una nueva entrada a su dossier sobre Empire, el tono de burla y desdén de Ebling se iba moderando y por fin desaparecía del todo. Hacia el cuarto número, ya había dejado de llenar sus descripciones de términos como «vergonzoso» y «ofensivo». Simultáneamente, las entradas se volvían más largas y detalladas, deteniéndose a veces para llevar a cabo recitaciones viñeta a viñeta de la acción de las revistas. El último resumen, del número más reciente, tenía cuatro páginas y estaba lo bastante vacío de lenguaje crítico como para resultar completamente neutro. En la última frase, Ebling parecía darse cuenta de lo mucho que se había alejado de su proyecto original y añadía a modo de apéndice descuidadamente redactado que implicaba una recuperación avergonzada de su propósito inicial: «Por supuesto, todo esto es la típica propaganda [sic] belicista judía». Pero a Joe le resultaba evidente que el memorando de Ebling no tenía ningún propósito más allá de la exégesis, los registros precisos, de diez meses de diversión pura. Carl Ebling era, a pesar de sí mismo, un fan.

Joe había recibido cartas de lectores en los últimos meses, chicos y chicas —sobre todo chicos— procedentes de toda la geografía de Estados Unidos desde Las Cruces a LaCrosse, pero normalmente estas cartas se limitaban a transmitir su admiración y a pedir ilustraciones firmadas del Escapista, hasta el punto de que Joe había ideado una postura estandarizada que al principio dibujaba cada vez pero que hacía poco había fotocopiado, junto con su firma, para ahorrar tiempo. La lectura del memorando de Ebling fue el primer momento en que Joe fue consciente de la posibilidad de un público adulto de su trabajo, y el grado de la pasión de Ebling, su entusiasmo erudito repleto de notas a pie, análisis temático y listas de personajes, por reticente y avergonzado que fuera, lo conmovió de una forma extraña. Era consciente —no podía negarlo— de su deseo de conocer a Ebling. Miró a su alrededor al caos que había creado en las oficinas míseras y tristes de la Liga Aria-Americana y sintió una punzada momentánea de arrepentimiento.

De repente le llegó el turno de sentirse avergonzado, no solamente por haber extendido aunque fuera de forma momentánea el alcance de su simpatía a un nazi, sino por haber producido una obra que gustara a semejante hombre. Joe Kavalier no era el único creador de cómics de aquella primera época que percibía el fascismo reflejado inherente en su superhombre antifascista: Will Eisner, otro dibujante judío, había vestido deliberadamente a sus Blackhawks aliados con los elegantes y siniestros atuendos de la Waffen SS. Pero Joe fue tal vez el primero en sentir la vergüenza de glorificar, en nombre de la democracia y la libertad, la brutalidad vengativa de un hombre muy fuerte. Durante meses se había estado convenciendo a sí mismo, y escuchando también los argumentos de Sammy, de que estaban acelerando, gracias a su aplastamiento ilusorio de Haxoff o Hynkel o Hassler o Hitler, la intervención de Estados Unidos en la guerra de Europa. Ahora se le ocurrió preguntarse si todo lo que habían estado haciendo hasta ese momento no era dar rienda suelta a sus peores impulsos y facilitar la creación de otra generación de hombres que únicamente reverenciaran la fuerza y la dominación.

Nunca llegó a saber si es que no consiguió oír cómo Carl Ebling entraba en el edificio, subía las escaleras y accionaba el pomo forzado de la puerta porque estaba tan inmerso en sus propios pensamientos o porque Ebling caminaba con paso ligero, o si es que el hombre había percibido al intruso y trataba de cogerlo por sorpresa. En todo caso, no fue hasta que los goznes de la puerta chirriaron que Joe levantó la vista y vio a una versión más entrada en años y pálida de Franchot Tone, con la barbilla más blanda y la frente despejada más cercana a la calvicie. Estaba en el umbral de la Liga Aria-Americana, enfundado en una raída parka gris. Llevaba una gruesa cachiporra negra en la mano.

—¿Quién demonios es usted? —Su acento no era el elegante deje de Tone sino algo más o menos local—. ¿Cómo ha entrado aquí?

—Me llamo Mayflower —dijo Joe—. Tom Mayflower.

—¿Cómo? ¿Mayflower? Pero si ese… —Su mirada se posó en la abultada carpeta de Empire. Abrió la boca y la volvió a cerrar.

Joe cerró la carpeta y se puso en pie lentamente. Sin apartar la vista de las manos de Ebling, empezó a rodear la mesa.

—Ya me iba —dijo Joe.

Ebling asintió y frunció los ojos. Parecía frágil, tal vez tísico, alrededor de la cuarentena, con la piel pálida y pecosa. Parpadeó y tragó saliva varias veces. Joe se aprovechó de lo que percibió como una naturaleza indecisa y echó a correr hacia la puerta. Ebling lo alcanzó en la nuca con la cachiporra. El cráneo de Joe sonó como una campana de cobre, sus rodillas temblaron y Ebling le pegó otra vez. Joe se agarró a la entrada, luego se giró y un tercer golpe lo alcanzó en la barbilla. El dolor borró lo que quedaba de la vergüenza y los remordimientos que habían estado nublándole el pensamiento y fue consciente de una rápida oleada de rabia en su interior. Embistió contra Ebling, agarró el brazo que blandía la cachiporra y tiró de él con tanta fuerza que la articulación soltó un chasquido. Ebling soltó un grito. Joe lo agarró del brazo y lo lanzó contra la pared. Ebling se golpeó la cabeza con la esquina de la estantería en la que habían estado apilados los libros nazis y cayó al suelo como un par de pantalones vacíos.

En las postrimerías de su primera victoria, Joe deseó —y nunca olvidaría este deseo salvaje y perverso— que el hombre hubiera muerto. Permaneció jadeando y tragando saliva, con las orejas pitándole, junto a Ebling y deseó que el alma retorcida le abandonara el cuerpo. Pero no, todavía respiraba, el cuerpo frágil del nazi americano todavía subía y bajaba. La visión de aquel movimiento involuntario como de conejo contuvo el flujo de la rabia de Joe. Volvió a la mesa y recogió su chaqueta, sus cigarrillos y sus cerillas. Estaba a punto de marcharse cuando vio la carpeta de Empire Comics, con una esquina del memorando de Ebling sobresaliendo de la parte superior. Abrió la carpeta, soltó el memorando de su clip y le dio la vuelta. En el reverso de la última página, usando su portaminas, hizo un boceto rápido del Escapista en la postura convencional que había inventado para las ilustraciones firmadas: el Maestro de la Fuga sonriente, con los brazos extendidos y las mitades rotas de unas esposas sujetas a las muñecas.

«A mi amigo Carl Ebling —escribió debajo en una caligrafía cursiva americana grande y jovial—. Mucha suerte. El Escapista».