Joe no se paró en casa para hacer una bolsa. No quiso correr el riesgo de encontrarse con alguien que intentara convencerlo de que abandonara su plan. En todo caso, no necesitaba nada que no pudiera comprar en un drugstore o encontrar en la máquina expendedora de una estación. Su pasaporte y el visado los llevaba siempre encima. La Royal Air Force lo vestiría, lo calzaría y le daría de comer.
En el tren se distrajo un rato pensando en su entrevista con la oficina de alistamiento. ¿Acaso su situación de extranjero residente en Estados Unidos sería un impedimento para alistarse en la RAF? ¿Le encontrarían algún defecto físico que él desconocía? Había oído de gente a la que rechazaban por tener los pies planos o problemas de vista. Si la fuerza aérea no lo quería, se uniría a la Royal Navy. Si no cumplía los requisitos para la marina, entonces probaría suerte con la infantería.
En Croton-on-Hudson, sin embargo, su ánimo empezó a desfallecer. Intentó animarse fantaseando con tirar bombas sobre Kiel o Tobruk, pero sus fantasías le recordaban desagradablemente a sus festivales de balas en las páginas de Radio, Triumph y The Monitor. Al final, ni la inquietud ni la bravuconería pudieron seguir distrayéndole de la idea de que ya no tenía padre.
Él y su padre se habían querido a su modo jocoso y recatado, pero ahora que su padre había muerto, Joe solamente sentía arrepentimiento. No era solamente los remordimientos por las cosas que no se han dicho, la gratitud nunca expresada y las apologías reprimidas. Joe todavía no se arrepentía de las oportunidades futuras perdidas de conversar sobre sus temas comunes favoritos, como los directores de cine (reverenciaban a Buster Keaton) o las razas de perros. Dicho arrepentimiento solamente llegaría más tarde, unos cuantos días después, cuando se diera cuenta de que la muerte quería decir realmente que uno nunca iba a volver a ver a la persona muerta. Lo que más lamentaba ahora era simplemente el no haber estado presente cuando había sucedido. Que había dejado a su madre, su abuelo y su hermano la tarea atroz de ver morir a su padre.
Emil Kavalier, como muchos médicos, había sido siempre un paciente terrible. Se negaba a admitir que podía caer enfermo y nunca en la vida se había quedado un solo día en cama. Cuando tenía la gripe tomaba pastillas mentoladas, consumía cantidades enormes de caldo de pollo y seguía trabajando como si nada. Joe no podía ni siquiera imaginárselo enfermo. ¿Cómo había muerto? ¿En un hospital? ¿En casa? Se lo imaginaba tumbado en una cama de madera labrada en medio de un apartamento desordenado como los que había visto en el edificio donde había estado escondido el Gólem.
¿Qué habría sido de su madre, su abuelo y su hermano? Sus nombres podrían haber aparecido ya en alguna otra lista de muertes que nadie se había molestado en hacerle llegar. ¿Era contagiosa la neumonía? No, estaba casi seguro de que no lo era. Pero podía ser resultado de la mala salud y la miseria. Si su padre había sido vulnerable a algo así, ¿en qué estado se encontraría Thomas? Se imaginaba que la poca comida o medicinas que pudieran poseer serían para Thomas de forma prioritaria. Tal vez su padre había sacrificado su salud en beneficio de la de Thomas. ¿Había muerto toda su familia? ¿Cómo lo podía averiguar?
Para cuando el Adirondack llegó esa tarde a Albany, la incursión de Joe en el mundo desconocido de la guerra había llegado a resultarle demasiado desconocida para soportarlo. Se había convencido a sí mismo de que era mucho más probable que tanto su madre como Thomas estuvieran todavía vivos. Y de ser esto cierto, necesitaban que los rescataran igual que lo habían necesitado antes. No podía abandonarlos más todavía marchándose a toda prisa para intentar acabar la guerra él solo como si fuera el Escapista. Era necesario que se concentrara en sus posibilidades reales. Por lo menos —era una idea cruel pero no pudo evitar tenerla— ahora había un visado menos por el que pelear contra el Reich.
Se bajó del tren en la Union Station de Albany y se quedó en el andén, estorbando a la gente que intentaba subir. Un hombre con gafas redondas sin montura pasó rozándolo y Joe se acordó del hombre en la pasarela del Rotterdam a quien había confundido con su padre. Visto ahora, le parecía una profecía.
El conductor apremió a Joe a que se decidiera. Joe titubeó. Todas sus dudas fueron contrarrestadas por el deseo imperioso de matar soldados alemanes.
Joe dejó que el tren se marchara sin él. Luego sufrió violentas punzadas de arrepentimiento y reproche. Se quedó junto a la parada de taxis. Podía coger un taxi y ordenar al conductor que lo llevara a Troy. Si perdía el tren en Troy, podía hacer que el taxista lo llevara hasta Montreal. Tenía mucho dinero en la cartera.
Cinco horas después, Joe estaba de vuelta en Nueva York. Había cambiado varias veces de opinión mientras seguía el curso del Hudson. Se había pasado todo el viaje de vuelta en el vagón bar del tren y estaba borracho. Ya era de noche cuando bajó dando tumbos. Parecía que había llegado una borrasca. El aire le quemó en la nariz y los ojos se le irritaron. Deambuló por la Quinta Avenida, luego entró en un Longchamps y se pidió un whisky con soda. Luego fue otra vez al teléfono.
Sammy tardó media hora en llegar allí. Para entonces, Joe estaba bastante borracho, por no decir como una cuba. Sammy entró en el bullicioso Longchamps, le quitó el taburete a Joe y lo cogió en brazos. Joe lo intentó pero esta vez no se pudo controlar. Su llanto sonó a sus propios oídos como carcajadas tristes de caballo. Nadie de los que estaban en el bar sabía qué pensar de él. Sammy lo llevó a un reservado al fondo del bar y le dio su pañuelo. Después de que Joe se tragara el resto de sus pucheros, le dijo a Sammy lo poco que sabía.
—¿Y no podría ser una equivocación? —dijo Sammy.
—Siempre existe una posibilidad —dijo Joe con amargura.
—Oh, Dios —dijo Sammy. Había pedido dos botellas de Ruppert’s y estaba mirando el cuello de la suya. No bebía nunca y todavía no había dado ni un sorbo—. Odio tener que decírselo a mi madre.
—Tu pobre madre —dijo Joe—. Y mi pobre madre. —La idea de que su madre ahora era viuda lo hizo llorar de nuevo. Sammy dio la vuelta a la mesa y se sentó a su lado del reservado. Los dos permanecieron un rato sentados. Joe se acordó de esa misma mañana, en que había asomado la cabeza a la calle y se había sentido tan poderoso como el Escapista, insuflado de las energías místicas tibetanas de su cólera.
—Inútil —dijo.
—¿Qué?
—Soy un inútil.
—Joe, no digas eso.
—No sirvo para nada —dijo Joe. Le entraron ganas de irse del bar. No quería continuar sentado, bebiendo y llorando. Quería hacer algo. Quería encontrar algo que hacer. Agarró a Sammy de la manga y el hombro de su chaquetón y le dio un empujón que casi le hizo salir despedido del reservado.
—Fuera —dijo—. Vámonos.
—¿Adónde nos vamos? —dijo Sammy, poniéndose de pie.
—No lo sé —dijo Joe—. A trabajar. Nos vamos a trabajar.
—Pero si acabas… Bueno —dijo Sammy, mirando a la cara de Joe—. Tal vez no sea mala idea. —Salieron del Longchamps y descendieron a la penumbra fresca y de olor rancio del metro.
En el andén dirección sur, a pocos metros de los dos primos, había un caballero moreno y ceñudo: examinando el corte de su abrigo o alguna emisión indefinible que irradiaba de su barbilla, de sus ojos o de su corte de pelo, Joe estuvo seguro de que era alemán. El hombre los estaba mirando mal. Incluso Sammy tuvo que mostrarse de acuerdo más tarde en que el hombre los había estado mirando mal. Era un alemán salido de una viñeta de Joe Kavalier, enorme, atractivo de una forma prognata y lupina, vestido con un traje elegante. A medida que la espera del tren se prolongaba, Joe decidió que no le gustaba lo que consideraba el aire de superioridad con que el hipotético alemán los estaba mirando. Consideraba una variedad de formas posibles, en alemán y en inglés, de expresar sus sentimientos sobre el hombre que los estaba mirando mal. Por fin se decidió por una declaración más universal: escupió, como de forma casual, en el andén cerca del hombre. Escupir en público era bastante habitual en aquella ciudad de fumadores, y el gesto habría sido bastante neutro de no ser porque el proyectil de Joe rebasó su objetivo. La saliva manchó la punta del zapato del hombre.
Sammy dijo:
—¿Acabas de escupir a ese hombre?
—¿Qué? —dijo Joe. Parecía un poco sorprendido—. Ah, sí.
—Lo ha hecho sin querer, señor —le dijo Sammy al hombre—. Es que está un poco nervioso.
—Entonces que se disculpe él —sugirió el hombre con bastante razón. Su acento era muy fuerte e incuestionablemente alemán. Esperó a que llegara la disculpa con el aire de alguien acostumbrado a que la gente se disculpe cuando él lo dice. Se acercó un paso a Joe. Era más joven de lo que Joe había pensado al principio y todavía más imponente. Parecía más que capaz de defenderse en una pelea.
—Oh, Dios mío —dijo Sammy en voz baja—. Joe, creo que este tipo es Max Schmeling.
Había otra gente esperando el tren y empezaban a interesarse por la escena. Empezaron a discutir sobre si el hombre en cuyos zapatos había escupido Joe era o no Max Schmeling, el Toro Negro del Uhlan, antiguo campeón mundial de pesos pesados.
—Lo siento —balbuceó Joe, de forma más o menos veraz.
—¿Qué has dicho? —dijo el hombre, llevándose la mano a la oreja para oír mejor.
—Que te vayas a la mierda —dijo Joe, esta vez con mayor sinceridad.
—Capullo —dijo el hombre, esmerándose con su inglés. Con rapidez pugilística, puso a Joe contra una columna de hierro, lo agarró con una mano del cuello y le dio un puñetazo ágil en el estómago. Joe se quedó de golpe sin una gota de aliento y se cayó hacia delante, aterrizando con la barbilla en el suelo de cemento del andén. Se sentía como si alguien le hubiera abierto un paraguas dentro de la caja torácica. Se quedó así, tumbado boca abajo, sin parpadear como si fuera un pez, en espera de ver si podía volver a respirar alguna vez. Luego dejó escapar un gemido largo y ronco, de forma gradual, probando los músculos del diafragma. «Uau», dijo finalmente. Sammy se arrodilló a su lado y le ayudó a incorporarse apoyándose en una rodilla. Joe empezó a respirar dando grandes bocanadas de aire. El alemán se volvió al resto de gente que había en el andén con un brazo levantado en gesto de desafío o tal vez, le pareció a Joe, de apelación. Todo el mundo había visto cómo Joe le escupía en el zapato, ¿no? Luego el grandullón se dio media vuelta y se marchó con aire ofendido a la otra punta del andén. El tren llegó, todo el mundo se subió y así se terminó todo. Cuando volvieron a los estudios Mala Sombra, Sammy, a petición de Joe, no dijo nada del padre de Joe. Pero sí le dijo a todo el mundo que a Joe le había dado una tunda Max Schmeling. Joe recibió sus felicitaciones irónicas. Le informaron de que era muy afortunado de que Schmeling le hubiera dado aquel puñetazo.
—La próxima vez que vea a ese tipo —dijo Joe, para su sorpresa—, se lo voy a devolver.
Joe no volvió a encontrarse con Max Schmeling o con su doble. En todo caso, hay buenas razones para creer que Schmeling no estaba en Nueva York sino en Polonia, puesto que había sido enrolado en la Wehrmacht y enviado al frente como castigo por haber sido derrotado en 1938 por Joe Louis.