En circunstancias ordinarias, el viaje al centro de la ciudad para visitar el consulado alemán ya descorazonaba a Joe. Hoy le resultaba difícil el mero hecho de entrar en el metro. Se sentía misteriosamente furioso con Sheldon Anapol. Se sacó un cómic del bolsillo de la chaqueta y trató de leer. Se había convertido en un consumidor constante y meticuloso de cómics. Merodeando por los tenderetes de libros de la Cuarta Avenida, había conseguido un ejemplar de casi todos los que se habían publicado en los últimos años. De paso, había adquirido también montones de ediciones dominicales viejas del New York Mirror a fin de poder estudiar el trabajo vehemente, preciso y pictórico de Burne Hogarth en Tarzan. La misma intensidad de concentración masturbatoria que Joe había aplicado antaño al estudio de la magia y los aparatos de radio ahora la aplicaba a aquel arte novato, bastardo y abierto a todo el mundo en cuyas pícaras redes había caído. Se dio cuenta de lo importante que era la influencia del cine para artistas como Joe Shuster y el Bob Kane de Batman, y empezó a experimentar con un vocabulario cinematográfico: un primerísimo plano, por ejemplo, de la cara de un niño aterrorizado o de un soldado, o un zoom que se acercaba gradualmente a lo largo de cuatro viñetas a las almenas y la torre del homenaje de un siniestro reducto zotenio. De Hogarth aprendió a preocuparse por captar el momento emocional, por decirlo de alguna forma, de una viñeta: a elegir cuidadosamente, entre la infinitud de instantes posibles a detallar, aquel en que las emociones de los personajes eran más extremas. Y leyendo los cómics donde aparecían dibujos del gran Louis Gine, como el que tenía ahora mismo en las manos, Joe aprendió a ver al héroe de cómic, con sus disfraces ajustados, no como una absurdidad pulp sino como una celebración (aunque fuera entintada) del lirismo de la forma humana en movimiento. No solamente había violencia y castigo en las primeras historias de Kavalier y Clay. El trabajo de Joe también representaba el placer puro del movimiento sin trabas, de la potencia corporal, de una forma que no solamente reflejaba los anhelos de su primo cojo sino también los de una generación entera de alfeñiques, patosos y chivos expiatorios de patio de escuela.
Hoy, sin embargo, no podía concentrarse en el ejemplar de Wonderworld Cómics que llevaba encima. Sus pensamientos iban de la irritación por el atolondramiento y la indecencia de la reciente prosperidad de Anapol al terror que le causaba su cita con el adjunto para el traslado de minorías del consulado alemán de Whitehall Street. No era la prosperidad en sí lo que le enfurecía, puesto que constituía un reflejo del éxito de Sammy y del suyo propio, sino más bien la parte desproporcionada de los beneficios que iba a parar a Anapol y Ashkenazy, cuando eran él y Sammy los que habían inventado al Escapista y habían hecho todo el trabajo para darle vida. No, ni siquiera era eso. Era la impotencia del dinero, de todas las fantasías belicosas reprimidas con que lo había obtenido, con la única consecuencia de enriquecer el guardarropa y engordar las cuentas financieras de los propietarios de Empire Comics lo que lo frustraba y lo llenaba de rabia. Y no había nada que prometiera subrayar con intensidad todavía mayor su impotencia fundamental que pasar una mañana con el adjunto Milde en el consulado alemán. No había trámites más desalentadores que los trabajos de chinos de la inmigración.
Siempre que se encontraba con una mañana libre o una semana sin entregas, Joe se ponía un buen traje, una corbata seria, un sombrero meticulosamente alineado y se ponía en marcha como esa mañana, cargado con una cartera cada vez más abultada de documentos, a fin de intentar hacer algún avance en la causa de los Kavalier de Praga. Hacía incontables visitas a las oficinas de la Hebrew Inmigrant Aid Society, al United Jewish Appeal for Refugees and Overseas Needs, a agencias de viajes, a la oficina en Nueva York del President Action’s Committee y al maravillosamente educado adjunto del consulado alemán con quien tenía una reunión a las diez de esa mañana. Para una muestra representativa de empleados en aquella ciudad de sellos, de papel carbón y pinchapapeles, Joe ya era una figura familiar: un joven alto y esbelto de veintidós años, buenos modales y traje arrugado, que aparecía en mitad de una tarde agobiante, fingiendo alegría con esfuerzo evidente. Se quitaba el sombrero. El empleado o la secretaria —una mujer la mayoría de las veces—, incapaz de moverse de su silla dura bajo media tonelada cúbica de aire rancio y cargado de humo que se pegaba como pasta de rebozar en las hojas de los ventiladores, ensordecida por el rugido de los archivadores, dispéptica, desesperada y aburrida, levantaba la vista, veía la espesa mata de rizos de Joe deformada por el sombrero y convertida en una especie de gorro negro reluciente, y sonreía.
—Vengo a fastidiar otra vez —decía Joe en su inglés cada vez más impregnado de jerga. Luego se sacaba del bolsillo del pecho de la chaqueta una cigarrera con cinco panatelas de quince centavos, o, si la empleada era una mujer, un abanico de papel con un estampado de flores de color rosa, o simplemente una botella de coca-cola fría y perlada de gotitas de agua. Ella cogía el abanico o la coca-cola, escuchaba sus peticiones y le aseguraba que le encantaría poder ayudar. Todos los meses aumentaban los ingresos de Joe y todos los meses conseguía ahorrar más y más dinero, solamente para descubrir que no había nada en que gastarlo. Los sobornos y lubricaciones burocráticas de los primeros años del protectorado ya formaban parte del pasado. Al mismo tiempo, obtener un visado de Estados Unidos, algo que nunca había sido fácil, se estaba volviendo casi imposible. El mes anterior, cuando se había aprobado su propia residencia permanente, había reunido y enviado al Departamento de Estado siete declaraciones juradas de distintos endocrinólogos y psiquiatras atestiguando el hecho de que los tres miembros adultos de su familia serían aportaciones extraordinarias y valiosas a la población de su país de adopción. Con cada mes que pasaba, sin embargo, el número de refugiados que llegaban a América se reducía, y las noticias de casa se volvían cada vez más oscuras y fragmentarias. Se hablaba de traslados y reasentamientos. Los judíos de Praga iban a ser todos llevados a Madagascar, a Terezin, a una gigantesca reserva autónoma en Polonia. Y Joe se encontró acusando recibo de tres desalentadoras cartas oficiales del subsecretario de visados y de una educada invitación a que no continuara haciendo peticiones en aquel sentido.
Su sensación de estar atrapado en las tribulaciones de la burocracia, de ser impotente para ayudar o liberar a su familia, también encontró una salida en los cómics. Puesto que a medida que aumentaban los poderes del Escapista, las ataduras necesarias para contenerlo, ya fueran impuestas por sus enemigos o (cada vez con menos frecuencia) por sí mismo como parte de actuación, se volvían más elaboradas, barrocas incluso. Había trampas para osos gigantes con mandíbulas afiladas como cuchillas, tanques llenos de tiburones eléctricos. El Escapista se encontraba atado a inmensos fogones de gas en los que sus captores solamente necesitaban tirar una colilla de puro para calcinarlo, amarrado a cuatro pánzers rugientes avanzando hacia los puntos cardinales, encadenado a un pomo de hierro al fondo de un enorme tambor giratorio de acero en donde vertían un «batido» espumeante de cuarenta toneladas de cemento fresco, colgado del percutor accionado mediante un muelle de un cañón inmenso que apuntaba a la capital de la «Letavonia Ocupada» de forma que si se liberaba, miles de civiles inocentes morirían. El Escapista era colocado, atado y esposado, en el camino de máquinas trilladoras, de camiones gigantes, maremotos y enjambres de abejas prehistóricas gigantes revividas por la ciencia malvada de la Cadena de Acero. Lo aprisionaban en hielo, en enredaderas estranguladoras y en jaulas de fuego.
Ahora parecía hacer mucho calor en el vagón del metro. El ventilador que había en el centro del techo no se movía. Un goterón de sudor salpicó una viñeta de la historieta sobre la Llama lanzadora de fuego, esbelta y danzarina al estilo del gran Lou Fine, que Joe había estado fingiendo que leía. Cerró el cómic y se lo volvió a meter en el bolsillo. Empezó a notar que le costaba respirar. Se aflojó la corbata y fue hasta el final del vagón, donde había una ventanilla abierta. Una ráfaga débil y oscura de aire entraba procedente del túnel, pero era agria y no resultaba refrescante. En la estación de Union Square, un asiento se quedó libre y Joe lo ocupó. Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos. No podía quitarse de la mente la expresión «supervisar su población de judíos». Sus peores miedos por la seguridad de su familia parecían esconderse en el envoltorio de aquella primera palabra. En el pasado año, a su familia les habían congelado las cuentas bancarias. Los habían echado de los parques públicos de Praga, de los vagones litera y de los vagones restaurante de los ferrocarriles públicos, de las escuelas públicas y las universidades. Ya no podían ni subir a los tranvías. En los últimos tiempos las normas se habían vuelto más complejas. Tal vez en un intento de que los yarmulke quedaran bien a la vista, a los judíos se les prohibía ahora llevar sombrero. Ya no podían llevar mochilas. No se les permitía comer ajo ni cebolla. También les habían prohibido comer manzanas, queso o carpa.
Joe buscó en su bolsillo y sacó la naranja que le había dado Anapol. Era grande y lisa y perfectamente esférica, y más naranja que nada que Joe hubiera visto. Sin duda en Praga habría parecido un prodigio, algo monstruoso e ilícito. Se la llevó a la nariz e inhaló, intentando encontrar alguna clase de alivio o consuelo en los relucientes y volátiles perfumes de su piel. Pero en cambio, lo único que sintió fue pánico. Su respiración era poco profunda y laboriosa. El olor amargo a túnel que entraba por la ventanilla abierta parecía aplastar todo lo demás. De pronto, el tiburón de terror que nunca dejaba de nadar por sus entrañas ascendió a la superficie. No los puedes salvar, dijo una voz muy cerca de su oído. Se giró. No había nadie.
Se encontró a sí mismo mirando la contraportada del periódico, un ejemplar del Times, que estaba leyendo el hombre que tenía sentado delante, y su mirada se posó sobre la columna de llegadas por mar. El Rotterdam, leyó, llegaba a puerto a las ocho de la mañana: dentro de veinte minutos.
A menudo Joe había tenido la fantasía de que un día iría a recibir a su familia que estaría desembarcando del Rotterdam o del Nieuw Amsterdam. Sabía que los muelles Holanda América estaban al otro lado del río, en Hoboken. Cuando el tren paró en la estación de la calle Ocho, Joe se bajó.
Caminó por la calle Ocho hasta Christopher Street, luego hasta el río, abriéndose paso como un carterista a través de la muchedumbre que acababa de bajar de los ferries de Nueva Jersey: hombres de mandíbula prieta con sombreros almidonados, trajes y zapatos de obsidiana y periódicos doblados debajo del brazo. Mujeres bruscas, de labios muy pintados, con tacones duros y vestidos florales. Bajaban en estampida por las rampas que terminaban en Christopher Street y luego se dispersaban como gotas de lluvia estrelladas contra un cristal. Empujado por la gente, disculpándose, ofreciendo sus disculpas cuando trastabillaba, medio abrumado por la miasma de humo de cigarro y de toses violentas que traían con ellos de la otra orilla, Joe estuvo a punto de renunciar y dar media vuelta.
Pero entonces llegó a la enorme nave descascarillada que servía a los ferries Delaware, Lackawanna y Western Railroad en el lado de Manhattan. Era un viejo galpón cuyo tejado central estaba rematado de forma inverosímil por el frontón jovial de una pagoda china. La gente que desembarcaba aquí procedente de Nueva Jersey retenía cierta atmósfera de viento y aventuras, con los sombreros ladeados y las corbatas aflojadas. El olor del río Hudson que llenaba el edificio despertaba recuerdos del Moldava. A Joe le maravillaban los ferries. Eran embarcaciones amplias, bajas, con los extremos curvados hacia arriba como sombreros abollados, expeliendo tras de sí nubes de humo negro de sus chimeneas solemnes. El par de timoneras enormes a cada lado de los barcos ponía la imaginación de Joe en marcha por el río Mississippi lleno de osos hasta Nueva Orleans.
Permaneció de pie en la cubierta de proa, con el sombrero en la mano, escrutando a través de la neblina con los ojos guiñados a medida que se acercaban la terminal de la compañía Delaware, Lackawanna and Western y los tejados bajos y rojos de Hoboken. Inhaló humo de carbón y una bocanada de sal, ahora despierto y excitado por el optimismo de la espera. El color del agua cambiaba de tonos que iban del verdegrís al color café frío. El río estaba tan abarrotado como la propia ciudad: montones altos de barcazas repletas de basura y gaviotas; buques cisterna cargados de petróleo, queroseno y aceite de linaza; barcos de carga negros y anónimos y, a lo lejos, a la vez emocionante y terrible, el magnífico vapor de la línea Holanda-América del brazo de su orgulloso remolcador, majestuoso y distante. Detrás de Joe quedaba la confusión de Manhattan, al mismo tiempo regular y aleatoria, extendida como el pavimento de un puente entre los altos elevados del Midtown y de Wall Street.
En cierto momento de la travesía, hacia la mitad de la misma, lo empezó a hostigar una aparición esperanzadora. Las agujas descabelladas de Ellis Island se superpusieron a la elegante torre de la terminal de New Jersey Central y formaron una especie de corona roja torcida. Por un momento fue como si la misma Praga estuviera allí flotando, frente a los muelles de Jersey City, en medio de la resplandeciente neblina otoñal, a menos de dos millas de distancia.
Sabía que las posibilidades de que su familia apareciera de pronto, sanos y salvos y sin previo aviso, en la pasarela del Rotterdam, eran nulas. Pero mientras caminaba por River Street en Hoboken, por delante de las tascas y los hoteles baratos para marineros, hasta el muelle de la calle Ocho, entre toda la gente que iba a recibir a sus seres queridos, descubrió que no podía reprimir una llamita de emoción en su pecho. Cuando alcanzó el embarcadero, parecía haber cientos de hombres, mujeres y niños gritando y abrazándose y yendo de un lado a otro. Había una hilera resplandeciente de taxis y había limusinas negras. Los maleteros merodeaban con sus carretillas de mano, gritando «¡Maletero!» en tono de ópera bufa. La elegante nave blanca y negra, con sus 24 170 toneladas, parecía una montaña con esmoquin.
Joe vio cómo varias familias se reunían. Pocos de ellos parecían haber estado separados por el simple capricho de viajar. Venían de los países en guerra. Oyó a gente hablando en alemán, en francés, en yiddish, polaco, ruso e incluso en checo. Dos hombres cuyo parentesco Joe no pudo adivinar, pero que finalmente decidió que debían de ser hermanos, pasaron a su lado, cogidos del hombro, uno diciéndole al otro en checo con solicitud jovial: «¡Lo primero que vamos a hacer es emborracharte hasta que te caigas, cabrón!». De vez en cuando, Joe se quedaba absorto contemplando a una pareja que se besaba a un grupo de hombres de aspecto vagamente gubernamental estrechándose las manos, pero la mayor parte del tiempo miraba a las familias. Era una visión increíblemente alentadora. Le maravillaba el hecho de no haber ido nunca antes a recibir al Rotterdam. Se sentía excluido y les tenía una envidia tremenda, pero lo que experimentaba con mayor intensidad era la felicidad radiante que rodeaba a sus reencuentros. Era como un sorbo de vino que no podía probar y que a pesar de ello le embriagaba.
Mientras miraba a la gente que aparecía bajo la toldilla de la pasarela, le sorprendió ver al doctor Emil Kavalier. Su padre apareció en medio de dos mujeres, frunciendo los ojos miopes detrás de las lentes con mica de sus gafas, con la cabeza inclinada de forma casi imperceptible hacia atrás, examinando las caras de la gente, buscando una en particular, y sí, era la de Joe, echó a andar en su dirección y en su cara apareció una sonrisa. Lo abrazaba una mujer corpulenta y rubia con un abrigo de lobo gris. No era su padre. Era la sonrisa, no la mujer, lo que había provocado el error. El hombre vio que Joe lo estaba mirando y cuando él y su amante pasaron a su lado se llevó la mano al sombrero y lo saludó con la cabeza con un gesto que de nuevo resultaba extrañamente idéntico al de su padre. El pitido triste del silbato de un sobrecargo le provocó un escalofrío a Joe.
De vuelta en la ciudad, aunque llegaba tarde a su cita, fue caminando desde Christopher Street hasta Battery. Iba resoplando y le dolían las orejas de frío, pero el sol empezó a reconfortarlo. Se le había pasado el ataque de pánico del tren, la desesperación que le habían provocado las noticias de Vichy y su resentimiento por la prosperidad de Anapol. Se compró un plátano en un tenderete de fruta y enfiló las manzanas que le faltaban para llegar. Siempre le habían apasionado los plátanos: eran la única indulgencia que se permitía ahora que de pronto le sobraba el dinero. Llegó al consulado alemán en Whitehall Street con diez minutos de retraso, pero le pareció que no importaba. Era una simple cuestión de papeleo y sin duda la secretaria podría hacer el trabajo ella sola. Tal vez a Joe ni siquiera le hacía falta ver al adjunto.
La idea era seductora. El adjunto, herr Milde, era un hombre educado y jovial que parecía decidido a hacer perder el tiempo a Joe: en realidad, parecía que disfrutaba haciéndolo. Aunque nunca prometía ni predecía nada, y nunca parecía estar en posesión de información que fuera ni aunque remotamente pertinente para la situación de la familia Kavalier, se negaba de forma firme e incluso pedante a rechazar la posibilidad de que la familia de Joe pudiera algún día obtener sus visados de salida y sus permisos para partir. «Siempre existe una posibilidad», afirmaba, aunque nunca ponía ejemplos. La crueldad de Milde impedía a Joe hacer de una vez por todas lo que su cabeza aconsejaba y su corazón rechazaba: renunciar a toda esperanza de que su familia pudiera abandonar el país antes de que Hitler fuera derrotado.
—No pasa nada —dijo fraulein Tulpe cuando Joe entró en el despacho de Milde. Estaba en el rincón más remoto del consulado, que ocupaba la planta de en medio de un anodino bloque de oficinas neoclásico cerca del Bowling Green, al fondo de todo, entre el mostrador agrícola y el lavabo de hombres. La secretaria de Milde era una joven huraña con gafas de concha y pelo del color de la paja. También era invariablemente educada con Joe de una forma que, en su caso, parecía destinada a transmitir un desagrado amable—. Todavía no ha vuelto de su desayuno.
Joe asintió y se sentó junto a la fuente de agua. La fuente soltó una especie de eructo que subió burbujeando por su cisterna a modo de comentario.
—Un poco tarde para desayunar —dijo en tono indeciso. La mirada de ella pareció detenerse en él un poco más que de costumbre. Escrutó sus pantalones arrugados, el doblez semipermanente de su corbata y las manchas de tinta en sus puños. Su cabello tenía un aspecto lacio y pegajoso. No había duda de que olía mal. Por un momento se arrepintió de no haber parado en los estudios Mala Sombra para ducharse antes de bajar al centro, en lugar de perder una hora en un viaje estúpido a Hoboken. Luego pensó, que le den. Que se fastidie y aguante mi hedor a judío.
—Es un desayuno de despedida —dijo ella, volviendo a su máquina de escribir.
—¿Quién se marcha?
En ese momento entró herr Milde. Era un hombre fornido y de aspecto atlético, de barbilla robusta y frente despejada. Sus rasgos eran adustos y agradables, estropeados únicamente cuando su labio superior se retiraba para mostrar unos dientes enormes y amarillos de caballo.
—Yo me voy —dijo el adjunto—. Entre otros. Lamento haberle hecho esperar, herr Kavalier.
—¿Vuelve usted a Alemania? —dijo Joe.
—Me transfieren a Holanda —dijo—. Parto el jueves en el Rotterdam.
Entraron en su despacho. Milde invitó a Joe a sentarse en una de las dos sillas con patas de acero y le ofreció un cigarrillo. Joe lo rechazó. Luego encendió uno de los suyos. Era un gesto insignificante, pero le dio satisfacción. Si Milde se había dado cuenta, no dio muestras de ello. Juntó las manos sobre el secante de su mesa y se inclinó sobre ellas, echándose un poco hacia delante, como si estuviera ansioso por ayudar a Joe de alguna forma. Era parte de su política de crueldad.
—Espero que esté usted bien —dijo.
Joe asintió.
—¿Y su familia?
—Todo lo bien que se puede esperar.
—Me satisface oírlo.
Se quedaron un momento sentados. Joe esperó a que el adjunto acabara con aquel número de teatro. Daba igual lo que le hicieran, hoy podía soportarlo. Había presenciado, en el muelle de Hoboken, a personas semejantes a los suyos que se reunían en la otra punta del mundo. El truco todavía era posible. Lo había visto con sus propios ojos.
—Ahora, si le parece —dijo Milde, un poco cortante—. Tengo la agenda bastante apretada y llevo un poco de retraso.
—Por supuesto —dijo Joe.
—¿De qué deseaba hablarme?
Joe se mostró confundido.
—¿Que qué deseo yo? —dijo—. Ha sido usted el que me ha telefoneado.
Ahora fue el turno de Milde de manifestar su confusión.
—¿Yo?
—Fraulein Tulpe. Me ha dicho que han encontrado ustedes algún problema con los papeles de mi hermano. Thomas Masaryk Kavalier —insertó el segundo nombre a modo de gesto patriótico.
—Ah, sí —Milde asintió con el ceño fruncido. Estaba claro que no tenía ni idea de qué le estaba hablando Joe. Buscó entre la pila de dossiers que se amontonaban en una bandeja de alambre sobre su mesa y encontró el de Joe. Lo estuvo hojeando unos minutos con aire de gran diligencia, pasando las páginas arrugadas de papel cebolla que contenía. Negó con la cabeza y chasqueó la lengua.
—Lo siento —dijo, haciendo el gesto de volver a colocar la ficha sobre la bandeja—. No puedo encontrar ninguna referencia a… Caramba.
Una hoja de papel amarillo claro que parecía arrancada de una máquina de teletipos cayó del dossier. Milde la recogió. Examinó sus contenidos con detenimiento, con la frente llena de arrugas, como si presentara un argumento que resultara difícil de seguir.
—Bien, bien —dijo—. Esto es lamentable. Yo no… Parece que su padre ha muerto.
Joe se rió. Durante un instante fugaz, pensó que Milde estaba bromeando. Pero Milde nunca había hecho una broma en su presencia, y Joe se dio cuenta de que ahora tampoco estaba de guasa. Se le tensó la garganta. Sintió que le ardían los ojos. Si hubiera estado solo se habría derrumbado, pero no lo estaba, y prefería morirse antes de dejar que Milde lo viera llorar. Se miró el regazo, refrenando sus emociones y apretando la mandíbula.
—Acabo de recibir una carta… —dijo en voz baja, con la lengua estorbándole entre los dientes—. Mi madre no decía nada…
—¿Cuándo se echó la carta al correo?
—Hace casi un mes.
—Su padre solamente lleva muerto tres semanas. Aquí dice que la causa fue neumonía. Mire.
Milde le pasó la hoja arrancada de papel amarillo claro a Joe de un lado a otro de la mesa. Era un pedazo de una lista mucho más larga de nombres. El nombre de KAVALIER EMIL DR era uno entre diecinueve, empezando por Eisenberg y avanzando por orden alfabético hasta llegar a Kogan, cada nombre seguido de una anotación escueta de la edad y la causa de la muerte. Parecía ser una lista parcial de los judíos que habían muerto en Praga o en sus alrededores durante los meses de agosto y septiembre. El nombre del padre de Joe estaba rodeado por un círculo a lápiz.
—¿Por qué…? —Joe no conseguía ordenar la serie de pensamientos que interferían con sus pensamientos—. ¿Por qué no se me informó? —consiguió decir por fin.
—No tengo ni idea de cómo ese pedazo de papel, que estoy viendo ahora por primera vez, ha llegado hasta su dossier —dijo Milde—. Es un misterio total. La burocracia es una fuerza misteriosa. —Pareció darse cuenta de que los comentarios humorísticos tal vez no fueran apropiados en aquel momento. Tosió—. Es lamentable, tal como le he dicho.
—Puede que sea un error —dijo Joe. ¡Debe serlo, pensó, porque acabo de ver a mi padre esta misma tarde en Hoboken!—. Un caso de confusión de identidades.
—Siempre existe una posibilidad —dijo Milde. Se puso de pie y ofreció su mano a modo de condolencia—. Escribiré un memorándum a mi sucesor acerca del caso de su padre. Me encargaré de que se haga una investigación.
—Es usted muy amable —dijo Joe, levantándose lentamente de la silla. Sintió un acceso de gratitud hacia herr Milde. Se iba a hacer una investigación. Al menos podía conseguir aquello para su familia. Por lo menos ahora alguien se tomaría cierto interés por su caso, aunque solamente fuera en ese sentido—. Adiós, herr Milde.
—Adiós, herr Kavalier.
Más tarde, Joe descubrió que no recordaba cómo había salido del despacho de Milde, recorrido el laberinto de pasillos, bajado en el ascensor y llegado al vestíbulo. Deambuló por Broadway hasta la siguiente manzana antes de pensar siquiera adónde se estaba dirigiendo. Entró en un bar y llamó al despacho. Se puso Sammy. Empezó a hablar de las páginas de Joe en tono grandilocuente, pero cuando percibió el silencio de su primo, dejó de hablar y preguntó:
—¿Qué pasa?
—Vengo del consulado —dijo Joe. El teléfono que tenía en las manos era de los antiguos, con un tubo para hablar y un auricular cilíndrico. Habían tenido uno igual en la cocina de la casa del Graben—. Tenían malas noticias para mí. —Joe le contó que había descubierto de forma casi accidental que su padre había muerto.
—¿No puede ser una equivocación?
—No —dijo Joe. Ahora ya podía pensar con claridad. Temblaba un poco pero le parecía que tenía las ideas claras. Su gratitud hacia el adjunto Milde había vuelto a convertirse en furia—. Estoy seguro de que no se trata de un error.
—¿Dónde estás? —dijo Sammy.
—¿Dónde estoy? —Joe miró a su alrededor y se dio cuenta por primera vez de que estaba en un bar de Broadway, en el corazón de la ciudad—. Dónde estoy. —La segunda vez que lo dijo ya no parecía una pregunta—. Estoy de camino a Canadá.
—No —oyó que decía Sammy mientras colgaba el auricular. Fue a la barra.
—Tal vez me pueda ayudar —le dijo al camarero.
El camarero era un anciano de calva brillante y ojos azules legañosos. En el momento en que Joe lo había interrumpido, estaba intentando explicar a un cliente cómo funcionaba el ábaco que usaba para hacer las cuentas. El cliente pareció contento por la interrupción.
—Para Montreal, Canadá —repitió el camarero cuando Joe le dijo adónde quería ir—. Creo que tiene que salir desde la estación Grand Central.
El cliente se mostró de acuerdo. Dijo que Joe tenía que tomar el Adirondack.
—¿Para qué quiere ir allí? —dijo—. Si no le molesta que meta las narices.
—Me voy a alistar en la RAF —dijo Joe.
—¿De veras?
—Sí, sí. Estoy harto de esperar.
—Bien por usted —dijo el cliente.
—Allí arriba hablan francés —dijo el camarero—. Ándese con ojo.