Con los oídos zumbándole todavía por culpa de los obuses de la artillería, el estruendo de los cohetes y la batería de Gene Krupa que sonaba en la radio Crosley en el rincón del estudio, Joe Kavalier dejó su pincel sobre la mesa y cerró los ojos. Durante los últimos siete días apenas había hecho otra cosa que dibujar, pintar y fumar. Se dio una palmada en el pescuezo y llevó a cabo una serie de rotaciones de los huesos que sostenían su cabeza azotada por las batallas. Las vértebras chasquearon y crujieron. Notó un latido de dolor en las articulaciones de la mano y el fantasma de un pincel apretado contra el dedo índice. Cada vez que respiraba, sentía un taco pequeño y duro de nicotina y flema rascándole en los pulmones. Eran las seis de la mañana de un lunes de octubre de 1940. Se sentía bastante bien porque acababa de ganar la Segunda Guerra Mundial.
Se bajó del taburete y fue a contemplar la mañana de otoño a través de las ventanas del edificio Kramler. Salía humo de los orificios del pavimento. Un equipo de media docena de trabajadores con monos de cañamazo oscuro y gorras blancas de visera encasquetadas en la cabeza estaban usando una manguera y unas escobas largas y desvencijadas para desplazar una marea mugrienta a lo largo de las alcantarillas hasta los sumideros de la esquina con Broadway. Joe abrió la hoja traqueteante de la ventana y asomó la cabeza. El cielo del este era del mismo azul brillante que el traje de Superman. El aire de octubre transportaba un olor rancio a lluvia con el débil matiz agrio de una fábrica de vinagre situada junto al East River, a siete manzanas de allí. Para Joe, en aquel momento, era el olor de la victoria. Nueva York nunca resulta tan bonita como cuando la mira un joven que acaba de terminar algo que sabe que va a dejar a todo el mundo estupefacto.
En el decurso de la última semana, ataviado con el disfraz del Escapista, el maestro de las fugas, Joe había volado a Europa (en un autogiro de color azul oscuro), había asaltado el Schloss coronado de torres del nefando Guantelete de Acero, había liberado a Plum Blossom de su profunda mazmorra, había derrotado al Guantelete en una larga pelea a puñetazos, lo habían capturado los esbirros del Guantelete y lo habían llevado a Berlín, donde lo habían atado con correas a una extraña guillotina múltiple que lo tenía que hacer rodajas como si fuera un huevo duro ante la mirada petulante del Führer. Naturalmente, su paciencia y su carácter indómito le habían permitido liberarse de las cadenas de acero remachado y lanzarse a la garganta del dictador. En aquel punto —cuando todavía faltaban veinte páginas para llegar al anuncio de Charles Atlas del reverso de la contraportada— toda una división de la Wehrmacht se había interpuesto entre los dedos del Escapista y la tan deseada laringe. En el decurso de las dieciocho páginas siguientes, la Wehrmacht, la Luftwaffe y el Escapista se daban de puñetazos en una larga serie de viñetas que se empujaban, se apelotonaban, se amontonaban las unas sobre las otras y amenazaban con rebasar los márgenes de la página. Con el Guantelete de Acero fuera de escena, la pelea estaba igualada. En la última página, un momento trascendental en la historia de las fantasías privadas, el Escapista capturaba a Adolf Hitler y lo arrastraba frente a un tribunal mundial. Con la cabeza finalmente gacha por la derrota y la vergüenza, Hitler era condenado a muerte por crímenes contra la humanidad. La guerra había terminado. Se declaraba una era universal de paz y los pueblos prisioneros y perseguidos de Europa —entre ellos, implícita y apasionadamente, la familia Kavalier de Praga— quedaban libres.
Joe se inclinó hacia adelante, con la base de las manos apoyada en el alféizar y el extremo inferior de la hoja de la ventana clavado en la espalda, e inhaló una ráfaga fresca de aire matinal con olor a vinagre. Se sentía satisfecho y lleno de esperanza y, aunque no había dormido más de cuatro horas seguidas en la última semana, no estaba nada cansado. Miró a un lado y al otro de la calle. Le asaltó una sensación repentina de hallarse conectado a ella, de saber adónde llevaba. El mapa de la isla —que le parecía un hombre con el Bronx por cabeza y levantando un brazo a modo de saludo— se dibujó claramente en su cabeza, cortado transversalmente como un modelo anatómico para mostrar su sistema circulatorio de avenidas y rutas de trenes, tranvías y autobuses.
Cuando Marty Gold hubiera entintado las páginas que Joe acababa de terminar, el chaval de Iroquais Color las sujetaría con correas a la parte trasera de una motocicleta y se las llevaría Broadway abajo, pasando por Madison Square, Union Square y Wanamaker’s, hasta la fábrica de Iroquais en Lafayette Street. Allí, alguna de las cuatro amables mujeres de mediana edad, dos de las cuales se llamaban Florence, adivinaría con agresividad y aplomo sorprendentes la coloración adecuada de las narices aplastadas, de los aeroplanos Dornier en llamas, del traje blindado alimentado con diesel del Guantelete de Acero y de todas las demás cosas que Joe había dibujado y Marty había entintado. Las grandes cámaras Heidelberg con lentes rotativas de tres colores fotografiarían las páginas a color, y los negativos, uno cian, uno magenta y otro amarillo, serían proyectados por el viejo grabador italiano de ojos guiñados, el señor Petto, en su visor de celuloide de color verde rancio. Los fotograbados a media tinta resultantes serían enviados de nuevo a los barrios altos, siguiendo las ramificaciones arteriales, hasta el enorme edificio de almacenes de la calle Cuarenta y siete con la Undécima Avenida, donde una plantilla de hombres con sombreros cuadrados de papel de periódico accionaría las enormes prensas a vapor para publicar las nuevas entregas del odio extasiado de Joe al Reich alemán, de forma que pudieran ser llevadas de vuelta a las calles de Nueva York, esta vez ya convertidas en cómics doblados y grapados, atados con cordeles en forma de miles de fardos que las furgonetas de Seaboard News llevarían a los quioscos y tiendas de chucherías de la ciudad, hasta los confines más alejados de la periferia, donde serían colgados de los expositores como ropa limpia o amonestaciones matrimoniales.
Joe no acababa de sentirse en casa en Nueva York. Nunca se lo habría permitido. Sin embargo, sentía mucha gratitud hacia su cuartel en el exilio. Después de todo, Nueva York lo había conducido a su vocación, aquella nueva forma chiflada y genial de arte americano. Había puesto a sus pies las prensas, las cámaras de litografía y las furgonetas de reparto, que aunque no le permitían librar una guerra de verdad, al menos le proporcionaban un sustituto tolerable. Y estaba ganando bastante dinero: ya tenía en el banco siete mil dólares, el rescate de su familia.
Luego terminó el programa de música y el locutor de la WEAF tomó la palabra para informar de que aquella misma mañana el gobierno de la Francia no ocupada había anunciado la promulgación de una serie de estatutos, creados a imagen de las leyes alemanas de Nurenberg, que permitirían «supervisar», según la extraña fórmula usada por el noticiario, a su población de judíos. Aquello concordaba con informaciones previas, recordó el locutor a sus oyentes, de que algunos judíos franceses —comunistas en su mayoría— estaban siendo transportados a campos de trabajo en Alemania.
Joe metió el cuerpo de nuevo en las oficinas de Empire, golpeándose la coronilla con el marco de la ventana. Fue hasta la radio, frotándose el chichón que acababa de hacerse en la cabeza, y subió el volumen. Pero al parecer ya no había nada más que decir de los judíos de Francia. El resto de noticias de la guerra trataban de los ataques aéreos a Tobruk y Kiel en Alemania y del continuo acoso por parte de los submarinos alemanes a los barcos de carga aliados y neutrales que iban a Gran Bretaña. Se habían perdido otros tres barcos, entre ellos un buque cisterna americano que llevaba un montón de aceite de girasol de Kansas.
Joe se sintió desinflado. La ráfaga de triunfo que lo acometía cada vez que terminaba una historieta era siempre pasajera y parecía volverse más fugaz con cada trabajo. Esta vez había durado un minuto y medio antes de convertirse en vergüenza y frustración. El Escapista era un héroe imposible, ridículo y sobre todo imaginario, y libraba una guerra que nunca se podría ganar. Las mejillas le ardían de vergüenza. Estaba perdiendo el tiempo. «Estúpido», se dijo, secándose las lágrimas con el brazo.
Joe oyó el gruñido del viejo ascensor del edificio Kramler, el silbido y el traqueteo de la puerta de su jaula corriéndose a un lado. Vio que la manga de su camisa no solamente estaba manchada de lágrimas sino también de café y emborronada de grafito. El puño estaba deshilachado y sucio de tinta. Fue consciente del polvo y del residuo pegajoso de falta de sueño que le impregnaba la piel. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde su última ducha.
—Mira esto. —Era Shelly Anapol. Llevaba un traje de zapa de color gris claro que Joe no conocía, tan enorme y brillante como la lente de un faro. Tenía la cara roja y quemada por el sol y se le estaban pelando las orejas. Unas gafas fantasmales de color claro le rodeaban los ojos tristones, que por alguna razón, aquella mañana de otoño, parecían estarlo bastante menos que de costumbre—. Ya sabía yo que estarías aquí a primera hora, si es que no te has quedado toda la noche.
—Acabo de terminar Radio —dijo Joe en tono lúgubre.
—¿Y cuál es el problema?
—Que es una mierda.
—No me digas que es una mierda. No me gusta oírte hablar así.
—Ya lo sé.
—Eres demasiado severo contigo mismo.
—No es verdad.
—¿Es una mierda?
—No son más que chorradas.
—Las chorradas ya me están bien. Déjame ver. —Anapol cruzó la zona que antes había estado ocupada por las mesas y archivadores de los encargados de los envíos de Empire Novelties, pero que ahora estaba ocupada por los bastidores y mesas de dibujo de Empire Comics, Inc., algo que todavía sorprendía a Anapol.
El pasado mes de enero, Amazing Midget Radio Comics había debutado con una tirada de trescientos mil ejemplares que se agotó por completo[5]. En la portada del número que ahora estaba en los quioscos —destinado a ser el primero de los títulos de Empire (actualmente había tres) que rompiera la barrera del millón de ejemplares distribuidos—, las palabras «Amazing» y «Midget», que se habían ido encogiendo cada mes hasta convertirse en manchas del tamaño de hormigas en la esquina superior izquierda de la portada, habían desaparecido de forma definitiva, y junto con ellas se había abandonado del todo la idea de promocionar artículos de broma mediante los cómics. En septiembre, Anapol se había visto forzado por los argumentos implacables del sentido común a vender el inventario y la contaduría de Empire Novelties, Inc. a Johnson-Smith Co., la primera empresa de artículos de broma del país. Fue el hito de aquella venta y su recaudación lo que había financiado el viaje de dos semanas a Miami Beach del que Anapol acababa de regresar, con la cara roja y brillante como una moneda de diez centavos. Tal como había explicado a todo el mundo varias veces antes de partir, llevaba catorce años sin tomarse unas vacaciones.
—¿Qué tal por Florida? —dijo Joe.
Anapol se encogió de hombros.
—Debo admitirlo, lo tienen muy bien montado en Florida. —Parecía reticente a admitirlo, como si a lo largo de los años hubiera invertido un esfuerzo considerable en criticar Florida—. Me gusta el sitio.
—¿Qué hizo allí?
—Comer, básicamente. Me sentaba en la terraza. Cogía el violín. Una noche jugué al pinacle con Walter Winchell.
—¿Juega bien a las cartas?
—Eso parece, pero le di una buena tunda.
—¿Ah, sí?
—Sí, a mí también me extrañó.
Joe le pasó el montón de páginas a Anapol y el editor se puso a hojearlas. Ahora tendía a tomarse un mayor interés en su contenido y a mostrar un entendimiento ligeramente mayor que en su primer contacto con los cómics. Anapol nunca había sido un devoto de las historietas, de forma que le había costado un poco el mero hecho de aprender a leer un cómic. Ahora se los leía todos dos veces, la primera cuando estaba en producción y la segunda cuando llegaba a los quioscos: se compraba un ejemplar de camino al tren y lo leía de camino a Riverdale.
—¿Alemania? —dijo, parándose en la primera viñeta de la segunda página—. ¿Ahora los llamamos alemanes? ¿Esto lo ha aprobado George?
—Mucha más gente los llama alemanes, señor —dijo Joe—. El Terror de los Espías. La Antorcha Humana. Va a quedar usted como un idiota si es el único que no lo hace.
—¿Así que ahora voy a quedar como un idiota? —dijo Anapol, torciendo una comisura de la boca.
Joe asintió. En sus tres primeras apariciones, el Escapista y su excéntrico séquito habían recorrido una Europa apenas disfrazada, en donde habían entusiasmado a las élites razis de Zotenia, Godosilvania, Draconia y otros oscuros bastiones seudónimos de la Cadena de Hierro, mientras que en secreto se dedicaban a su verdadera ocupación de organizar fugas de líderes de la resistencia y aviadores británicos presos, ayudaban a grandes científicos y pensadores a escapar de las garras del perverso dictador, Attila Haxoff, y liberaban a cautivos, misioneros y prisioneros de guerra. Sin embargo, pronto Joe vio que nunca iba a bastar con aquello, ni para los aliados ni para él mismo. En la portada del cuarto número, los lectores se quedaron pasmados al ver al Escapista levantando un pánzer sobre su cabeza, vuelto del revés, y haciendo caer de su trampilla a un montón de soldados godosilvanos como un niño haciendo caer centavos de una hucha.
En el interior del número 4 de Radio Comics se revelaba que la Liga de la Llave de Oro, representada por primera vez en su «santuario montañoso secreto en la cima del mundo», había convocado en aquellos momentos de crisis un cónclave extraordinario de sus maestros dispersos por el mundo. Había un maestro chino, un maestro holandés, un maestro polaco y otro con una capucha de piel que tal vez fuera lapón. Los maestros reunidos parecían ser en su mayor parte ancianos e incluso tenían cierto aspecto de gnomos. Todos se mostraron de acuerdo en que nuestro héroe, Tom Mayflower, aunque era nuevo en el juego y todavía joven, luchaba con más ahínco y obtenía más éxitos que ningún otro. Por ello votaron para nombrarlo «CAMPEÓN DE LA LIBERTAD DE EMERGENCIA». El poder de la llave de Tom Mayflower se multiplicó por veinte. Descubrió que ahora podía arrancar el revestimiento de un aeroplano, echarle el lazo a un submarino con un cable de acero arrancado de un puente cercano o hacer el obligatorio nudo de amor de todo buen superhéroe con una batería de cañones antiaéreos. También introdujo una mejora en el viejo truco del mago Ching Ling Soo de atrapar balas en el aire: el Escapista podía atrapar obuses. Le dolía y se quedaba aturdido, pero podía hacerlo. Luego se ponía en pie dando tumbos y decía algo así como «¡Me gustaría ver si Gaby Hartnett puede hacer esto!».
A partir de entonces había estallado una guerra sin cuartel. El Escapista y su banda luchaban en tierra, en mar y en los cielos sobre Fortaleza Europa, y la intensidad del castigo que sufrían los subalternos de la Cadena de Acero aumentaba dramáticamente. Pronto, sin embargo, se vio claro que si su ritmo mensual de páginas no aumentaba —o sea, si no se pasaba veinticuatro horas luchando—, Joe podía verse vencido por la futilidad aprisionadora de su rabia. Por esa época, afortunadamente, las primeras cifras completas de circulación del número 2 de Radio Comics mostraron ventas superiores al medio millón. Inmediatamente Sammy hizo la propuesta natural de añadir un segundo título al sello. Después de conversar un momento, Anapol y Ashkenazy autorizaron la creación de dos, que se llamarían Triumph Comics y The Monitor. Sammy y Joe emprendieron una serie de largos paseos, trasladándose de las calles de Manhattan a las de Empire City y de vuelta, hablando, soñando y caminando en círculos tal como dicen las normas que han de hacer los creadores de gólems. Cuando regresaron del último de estos paseos arcanos, habían hecho nacer al Monitor, al Ametrallador y al doctor E. Pluribus Hewnham, el Científico de América, y habían poblado ambas publicaciones de personajes para que los dibujara la plantilla ahora habitual de Empire: Gold, los dos Glovsky y Pantaleone. Tal como preveía Sammy, ambos títulos arrasaron. Y pronto Joe se vio responsable de más de doscientas páginas de dibujos y de masacres imaginarias al por mayor a una escala que, muchos años después, todavía conseguiría horrorizar al bueno del doctor Fredric Wertham cuando se pusiera a investigar los orígenes violentos de los cómics.
—Dios mío —dijo Anapol, estremeciéndose. Había llegado el momento, cerca del final de la historia, en que el Escapista se ponía manos a la obra con las divisiones de Panzers y las tropas de asalto de la Wehrmacht—. Buf.
—Sí.
Anapol señaló con uno de sus gruesos dedos.
—¿Esto que sobresale del brazo de este tipo es un hueso?
—Se supone que debe sugerir eso.
—¿Podemos enseñar un hueso sobresaliendo de un brazo humano?
Joe se encogió de hombros.
—Puedo borrarlo.
—No, no lo borres. Solamente es que… Joder.
Como solía pasarle cuando examinaba el trabajo de Joe, Anapol tenía cara de estar a punto de marearse. Sin embargo, Sammy le había asegurado a Joe que no era disgusto por la violencia representada sino por el descubrimiento, siempre doloroso por alguna razón para Anapol, de la magnitud de la nueva salvajada del Escapista que iba a llegar a manos de los niños asombrosamente sedientos de sangre de América.
Fueron las escenas bélicas de Joe —el tipo de viñeta o serie de viñetas que en el negocio se conocían como festival de balas— lo que dio a conocer en un primer momento su trabajo, tanto en el negocio como ante los jóvenes patidifusos de América. Sus escenas eran descritas como brutales, frenéticas, violentas, extremas e incluso brueghelianas. Había humo, fuego y relámpagos. Había densos enjambres de bombarderos, flotillas picudas de buques de guerra, jardines enteros de florecientes estallidos de obuses. En una esquina, un castillo bombardeado se yergue lúgubre sobre una colina. En otra esquina, una granada está explotando en un gallinero y todos los pollos y los huevos salen volando. Los Messerschmitt bajan en picado y los torpedos con sus aletas aran la tierra. Y en medio de todo el Escapista forcejea, amarrado con cadenas de barcos a la cabeza de un profético misil del Eje.
—Un día de estos vas a ir demasiado lejos —dijo Anapol, negando con la cabeza. Volvió a juntar el montón de bastidores y se dirigió a su despacho—. Alguien va a resultar herido.
—Alguien ya está resultando herido —le recordó Joe.
—Bueno, pero no aquí. —Anapol abrió su puerta con llave y entró. Joe le siguió sin ser invitado. Quería que Anapol entendiera la importancia del combate, que sucumbiera a la propaganda que él y Sammy estaban manufacturando sin reparos. Si no podían conseguir que los americanos se enfurecieran con Hitler, entonces la vida de Joe, la misteriosa libertad que le había sido concedida a él y negada a otros, carecía de sentido.
Anapol miró el mobiliario escaso de su despacho, las estanterías combadas y la lámpara de mesa con su pantalla resquebrajada, como si fuera la primera vez que lo veía.
—Este sitio es un vertedero —dijo. Luego asintió, como mostrándose de acuerdo con alguna crítica inaudible, posiblemente, pensó Joe, de su mujer—. Me alegro de que nos larguemos de aquí.
—¿Se ha enterado de lo de Vichy? —dijo Joe—. ¿De las leyes que han aprobado?
Anapol dejó una bolsa de papel sobre su mesa y la abrió. Sacó una bolsa de redecilla llena de naranjas.
—Pues no —dijo—. ¿Una naranja de Florida?
—Están planeando restringir los movimientos de los judíos.
—Eso es terrible —dijo Anapol, ofreciéndole una naranja. Joe se la metió en el bolsillo de los pantalones—. Todavía no me puedo creer que vaya a estar en el Empire State. —Sus ojos miraron a lo lejos—. Empire Comics y Empire State, ¿no ves la conexión?
—Y también tienen leyes así en Checoslovaquia.
—Ya lo sé. Son unos animales. Tienes razón. Dime, ¿qué noticias tienes de tu familia?
—Lo de costumbre —dijo Joe. Llegaban sobres con la extraña dirección de la calle Dlouha a un ritmo de un par al mes. La caligrafía garabateada y barroca de su madre aparecía tatuada de esvásticas y águilas. A menudo en aquellas cartas no había nada parecido a noticias. El censor las había vaciado de toda información. Joe se veía obligado a escribir sus respuestas a máquina, porque aunque en las páginas de sus cómics tenía una de las caligrafías más firmes del sector, cuando se sentaba para escribir a su hermano —la mayoría de sus cartas estaban dirigidas a Thomas— la mano le temblaba demasiado para coger una pluma. Sus cartas eran lacónicas, como intentando refrenar la incoherencia de las emociones. En cada una de ellas, le pedía a Thomas que no desesperara, le aseguraba que no había olvidado su promesa y que estaba haciendo lo posible para llevarlos a todos a Nueva York—. No ha cambiado nada.
—Mira —dijo Anapol—. No te voy a impedir que les cortes las malditas cabezas si es lo que quieres, siempre y cuando vendas bastantes cómics. Ya lo sabes.
—Ya lo sé.
—Es solo que… Me pone nervioso.
Todo el fenómeno de los cómics, por lo visto, ponía un poco nervioso a Anapol. Durante quince años se había roto la espalda viajando a las remotas y sombrías regiones interiores de Pennsylvania y Massachusetts. Había dormido poco, había coqueteado con la bancarrota y había conducido seiscientas millas al día. Había comido cosas atroces, había desarrollado una úlcera, había abandonado a sus hijas y se había dejado la salud para conseguir que los vendedores de artículos de broma se rieran. Ahora, de pronto, sin haber hecho nada más que dejarse convencer por alguien a quien hasta entonces había considerado un joven chiflado para reunir siete mil dólares que a duras penas se podía permitir, era un hombre rico. Todas las tablas y ecuaciones para calcular la naturaleza del mundo habían quedado en cuestión. Había terminado su aventura con Maura Zell, había vuelto con su mujer y asistido a los ritos del rosh hashanah por primera vez en cuarenta años.
—Me preocupas tú, Kavalier —continuó—. Supongo que lo único saludable que puedes hacer es sacarte de dentro los instintos asesinos o lo que sea que tengas de esta forma. —Hizo un gesto vago en dirección al estudio—. Pero no puedo evitar pensar que a largo plazo solamente te va a poner… A poner… —Pareció perder el hilo de sus pensamientos. Había estado hurgando dentro de la bolsa de papel, sacando más souvenirs de su viaje. Había una caracola de suntuoso reborde rosado. Había una cabeza de mono sonriente hecha con dos mitades de coco. Y había la fotografía enmarcada de una casa, coloreada a mano en tonos chillones. La casa de la foto ocupaba una parcela de césped de color verde vibrante. El cielo era de color azul pálido. Era una casa modernista, baja, de color gris claro y con el tejado plano, tan bonita como una huevera. Anapol colocó la foto sobre su mesa, junto a las fotos de su mujer y sus hijas. El marco era sobrio, de esmalte negro sin adornos, como sugiriendo que la foto que contenía era un documento de rara importancia, un diploma o una licencia del gobierno.
—¿Qué es eso? —dijo Joe.
Anapol parpadeó, mirando la foto.
—Es mi casa en Florida —dijo en tono vacilante.
—Pensaba que habían ido a un hotel.
Anapol asintió. Parecía intranquilo, feliz y dubitativo al mismo tiempo.
—Fuimos a un hotel. Al Delano.
—¿Y se compró una casa allí?
—Al parecer sí. Ahora me parece una locura —señaló la foto—. Ni siquiera es mi casa. No hay casa. Solamente hay un montón de arena húmeda rodeada por una cuerda atada a una serie de estacas. En medio de Palm River, Florida. Solo que Palm River tampoco existe todavía.
—Fue a Florida y se compró una casa.
—¿Por qué no me gusta tu forma de repetirlo todo el tiempo? ¿Por qué me siento como si me estuvieras acusando de algo? ¿Me estás diciendo que no tengo derecho a tirar mi dinero en la primera estupidez que me apetezca, Kavalier?
—No, señor —dijo Joe—. No me pasaría por la cabeza. —Dejó escapar un bostezo profundo y convulsivo que le hizo temblar todo el cuerpo. Estaba agotado, pero el bostezo que lo sacudió no era producto de la fatiga sino de la rabia. La única gente que estaba ganando la guerra que Joe libraba desde enero en las páginas de Empire Comics eran Sheldon Anapol y Jack Ashkenazy. Entre los dos se habían embolsado una cantidad cercana, según los cálculos de Sammy, a los seiscientos mil dólares—. Discúlpeme.
—Mejor que sí —dijo Anapol—. Ve a casa. Duerme un poco. Tienes un aspecto horrible.
—Tengo una cita —dijo Joe en tono cortante. Se puso el sombrero y se echó la chaqueta por encima del hombro—. Adiós.