DOCE

El lunes amaneció la mañana más bonita de la historia de Nueva York. El cielo era tan azul como la cinta de un cordero ganador de un premio. En lo alto del edificio Chrysler, las gárgolas aerodinámicas brillaban como una sección de vientos. Gran parte de los 6011 manzanos de la isla estaban cargados de fruta. El aire transportaba un aroma agrícola a manzanas y bosta de caballo. Sammy estuvo silbando Frenesí durante todo el trayecto a través de la ciudad y al entrar en el vestíbulo del edificio Kramler. Mientras iba silbando, tuvo una fantasía en la que él aparecía, pocos años más tarde, como propietario de Ediciones Clay, S.A., publicando cincuenta títulos al mes, desde pulps hasta revistas serias, con una plantilla de doscientas personas y tres plantas del Rockefeller Center. A Ethel y a Bubbie les compraba una casa con jardín en Long Island, allá en la Cochinchina. Para Bubbie alquilaba un enfermero, alguien que la bañara y se sentara con ella y le mezclara las pastillas con papilla de plátano. Alguien que permitiera descansar a su madre. El enfermero era un tipo fornido y pulcro llamado Steve. Los sábados jugaba al fútbol con sus hermanos y amigos. Llevaba un gorro de cuero y una sudadera que decía EJÉRCITO. Los sábados, Sammy salía de su despacho impecable de granito y acerocromo y cogía el tren para ir a visitarlos, dándose en su vagón comedor privado un festín de carne de tortuga, la más sucia y abominable de todas las carnes, que la Poderosa Molécula había probado una vez en Richmond y no había olvidado hasta el día de su muerte. Sammy colgaba su sombrero en la pared de la soleada y encantadora casa de campo de Long Island, besaba a su madre y su abuela e invitaba a Steve a jugar a cartas y fumar un puro. Sí, en su última y bonita mañana de su vida como Sammy Klayman, se sentía peligrosamente optimista.

—¿Me habéis traído un Superman? —dijo Anapol sin preámbulos cuando Sammy y Joe entraron en su despacho.

—Espere a ver esto —dijo Sammy.

Anapol hizo sitio en su escritorio. Abrieron los portafolios uno detrás de otro y empezaron a amontonar las páginas.

—¿Cuánto habéis hecho? —dijo Anapol, levantando una ceja.

—Una revista entera —dijo Sammy—. Jefe, permítame que le enseñe —puso voz grave e hizo una floritura con las manos en dirección al montón— el primer número del título estrella de Empire Comics, El Hombre

—¿Empire Comics?

—Sí, es lo que he pensado.

—No Racy Comics.

—Tal vez sea mejor.

Anapol se acarició su barbilla recia como el peñón de Gibraltar.

—Empire Comics.

—Y su título estrella… —Sammy levantó la hoja de papel de calco que cubría la pintura de Joe—. El Hombre Enmascarado.

—Pensaba que se iba a llamar Joy Buzzer o Whoopee Cushion.

—¿Es así como quiere llamarlo?

—Quiero vender artículos de broma —dijo Anapol—. Quiero mover mis radios.

—Pues entonces Radio Comics.

Amazing Midget Radio Comics —dijo Joe, evidentemente convencido de que sonaba muy bien.

—Me gusta —dijo Anapol. Se puso las gafas y se inclinó para examinar la portada—. Es rubio. Muy bien. Está pegando a alguien. Muy bien. ¿Cómo se llama?

—Se llama el Escapista.

—El Escapista. —Frunció el ceño—. Está pegando a Hitler.

—Qué le parece.

Anapol gruñó. Cogió la primera página, leyó las dos primeras viñetas de la historia y ojeó el resto. Luego ojeó sin detenerse las dos páginas siguientes. Por fin lo dejó.

—Ya sabes que no tengo paciencia para tonterías —dijo el distribuidor más importante de mandíbulas rechinantes a cuerda de todo el Nordeste. Apartó las páginas de su vista—. No me gusta. No lo entiendo.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que no entiende? Es un escapista sobrehumano. No hay grilletes que lo puedan encerrar. Ningún cerrojo es seguro. Acude al rescate de los que sufren el yugo de la tiranía y la injusticia. Como Houdini, pero mezclado con Robin Hood y un poco de Albert Schweitzer.

—Ya veo que se te da bien esto —dijo Anapol—. No lo digo por nada. No estoy diciendo que sea bueno. —Sus rasgos grandes y acongojados se tensaron y dio la sensación de que le estaba repitiendo el desayuno. Huele dinero, pensó Sammy—. El viernes, Jack habló con su distribuidor, Seaboard News. Resulta que Seaboard también está buscando un Superman. Y no somos los primeros de los que tiene noticias. —Pulsó el botón que le comunicaba con su secretaria—. Ponme con Jack. —Descolgó el teléfono—. Todo el mundo está intentando apuntarse al rollo este de los personajes disfrazados. Tenemos que subirnos al carro antes de que la burbuja estalle.

—Ya tengo un equipo de siete personas, jefe —dijo Sammy—. Incluyendo a Frank Pantaleone, que acaba de vender una historieta a King Features. —Aquello era casi cierto—. Y a Joe. ¿Ha visto el trabajo que es capaz de hacer? ¿Qué piensa de esa portada?

—¿De darle un puñetazo a Adolf Hitler? —dijo Anapol, inclinando la cabeza en gesto dubitativo—. No sé qué pensar. Hola, ¿Jack? Sí. De acuerdo. Muy bien. —Colgó—. No veo a Superman mezclado en política. Y eso que no me importaría ver a Hitler recibiendo una buena zurra.

—De eso se trata, jefe —dijo Sammy—. A un montón de gente no le importaría. Cuando vean esto…

Anapol hizo un gesto con la mano para atajar la controversia.

—No lo sé, no lo sé. Siéntate. Deja de hablar. ¿Por qué no puedes ser un chico amable y calladito como tu primo?

—Usted me ha preguntado…

—Y ahora te pido que te calles. Por eso las radios tienen interruptor. Ten. —Abrió un cajón de su mesa y sacó su cigarrera—. Lo habéis hecho bien. Coged un puro. —Sammy y Joe cogieron sendos Lonsdale de veinte centavos y Anapol se los encendió con el Zippo plateado que le habían regalado como muestra de gratitud por acuerdo general de la International Szymanowski Society—. Sentaos. —Se sentaron—. Veamos qué le parece a George.

Sammy se recostó en el respaldo de su asiento y expulsó una jactanciosa nube bífida de humo azul. Luego se inclinó hacia delante:

—¿A George? ¿A qué George? No será George Deasey.

—No, a George Jessel. ¿Pues qué crees?, claro que a George Deasey. Es el director editorial, ¿no?

—Pero yo pensé… Usted dijo… —la protesta de Sammy quedó interrumpida por un ataque furibundo de tos. Se puso de pie, se apoyó en el escritorio de Anapol e intentó controlar los espasmos de sus pulmones. Joe le dio unos golpecitos en la espalda—. Señor Anapol, pensé que el director iba a ser yo.

—Yo nunca he dicho eso —Anapol se sentó y los muelles de su silla chirriaron como el casco de un barco en peligro. El hecho de que se sentara era mala señal. Anapol solamente hacía negocios de pie—. Ni lo voy a decir. Ni Jack tampoco. George Deasey lleva treinta años en el negocio. A diferencia de mí y de vosotros, fue a la universidad. A la Universidad de Columbia, Sammy. Conoce a escritores, conoce a artistas, trabaja con plazos de entrega y no desperdicia el dinero. Tiene la confianza de Jack.

Visto ahora, resulta fácil decir que Sammy tendría que habérselo imaginado. Lo cierto es que estaba horrorizado. Había confiado en Anapol, lo había respetado. Anapol era el primer hombre de éxito que Sammy había conocido en persona. Era un trabajador tan entregado, un aventurero tan incansable, tan imperioso y tan alejado de su familia como el padre de Sammy, y ser traicionado también por él fue un golpe terrible. Día tras día, Sammy había escuchado las disertaciones de Anapol sobre tomar la iniciativa, sobre la Ciencia del Oportunismo, y a medida que estas encajaban con sus propias nociones de cómo funcionaba el mundo, Sammy se las había creído. No pensaba que nadie pudiera mostrar una mayor iniciativa, o buscar la oportunidad de forma más científica, que él en aquellos tres últimos días. Sammy quería discutir, pero una vez despojado del apoyo básico de la recompensa empresarial, los argumentos a favor de hacerlo director a él y no al incuestionablemente calificado y probado George Deasey, le resultaron repentinamente ridículos. De forma que volvió a sentarse. Se le había apagado el puro.

Un momento después, vestido con una chaqueta de color maíz combinada con unos pantalones de terciopelo verde y una corbata a cuadros naranjas y verdes, entró Jack Ashkenazy, seguido de George Deasey, que, como siempre, parecía estar de mal humor. Tal como Anapol había mencionado, estaba licenciado en Columbia, en la promoción de 1912. En el curso de su carrera, George Debevoise Deasey había publicado poesía simbolista en el Seven Arts, había cubierto América Latina y las Filipinas como corresponsal del American y el Examiner de Los Ángeles. Y había escrito más de ciento cincuenta novelas pulp bajo el suyo y una docena de otros nombres, incluyendo, antes de convertirse en director editorial de todos los títulos de Racy, más de sesenta aventuras de su producto más vendido: el Duende Gris, un émulo de la Sombra que era la estrella de Racy Police Stories. Y sin embargo no se enorgullecía ni se mostraba satisfecho por aquel ni por ningún otro de sus logros o experiencias, debido a que cuando tenía diecinueve años, su hermano Malcolm, a quien idolatraba, se había casado con Oneida Shaw, el amor de la vida de Deasey, se la había llevado a una plantación de caucho en Brasil y allí los dos habían muerto de disentería amebiana. El recuerdo amargo de aquel episodio trágico, aunque corrompido por el tiempo transcurrido y convertido en un polvillo gris ceniciento en su pecho, se había endurecido de puertas afuera hasta generar una serie bien conocida aunque no exactamente apreciada de manías y costumbres, entre ellas el hábito de beber mucho, una capacidad enorme para el trabajo y un cinismo arrasador, así como un estilo editorial firmemente basado en la observancia implacable de los plazos de entrega y en la administración por sorpresa, irregular y devastadora como el impacto de los meteoritos del espacio exterior, de las broncas escabrosas y llenas de cultismos con que despellejaba regularmente a sus temblorosos subordinados. Alto y corpulento, llevaba gafas de concha y un bigote rojizo de puntas caídas y todavía se vestía con las camisas de cuello rígido y los chalecos abotonados hasta arriba de su generación de literatos. Aseguraba despreciar los pulps y nunca perdía la oportunidad de ridiculizarse a sí mismo por ganarse la vida con ellos, pero al mismo tiempo se tomaba su trabajo en serio, y sus novelas, todas ellas redactadas en dos o tres semanas, estaban escritas con garbo y con un toque erudito.

—Así que ahora van a ser los cómics, ¿no? —le dijo a Anapol mientras se estrechaban las manos—. El desmembramiento de la cultura americana da otro gran paso adelante. —Se sacó la pipa del bolsillo del pantalón.

—Sammy Klayman y su primo Joe Kavalier —dijo Anapol. Puso la mano encima del hombro de Sammy—. Sammy es en gran medida el responsable de todo esto. ¿Verdad, Sammy?

Sammy tenía temblores. Los dientes le rechinaban. Tenía ganas de agarrar un objeto pesado y salpicar el tapete de la mesa de Anapol con sus sesos. Quería salir llorando de la habitación. Se limitó a quedarse mirando a Anapol hasta que el patrón apartó la vista.

—¿Están seguros de que quieren trabajar para mí? —dijo Deasey. Antes de que pudieran contestar, soltó una risita maliciosa y negó con la cabeza. Acercó una cerilla a la cazoleta de su pipa y dio media docena de chupadas breves de humo dulzón—. Bueno, echemos un vistazo.

—Siéntate, George, por favor —dijo Anapol, y como pasaba siempre que estaba delante de un gentil con diploma, su habitual altivez saturnina dio paso a la adulación más vergonzosa—. Creo que estos chicos han hecho un trabajo muy bueno. —Deasey se sentó y arrastró el montón de páginas hacia su derecha. Ashkenazy se le acercó por detrás para mirar por encima de su hombro. Mientras Deasey levantaba la hoja protectora de papel de calco que cubría la portada, Sammy miró de reojo a Joe. Su primo estaba rígidamente sentado en su silla, con las manos en el regazo, mirando la cara del director. El aire de integridad arruinada y confianza en sus propios juicios de Deasey había causado impresión en Joe.

—¿Quién ha hecho esta portada? —Deasey examinó la firma, luego miró por encima de sus gafas redondas a Joe—. Kavalier es usted, ¿no?

Joe se puso de pie, agarrando el sombrero con una mano, y le extendió la otra a Deasey.

—Josef Kavalier —dijo Joe—. ¿Cómo está usted?

—Yo estoy bien, señor Kavalier. —Se estrecharon la mano—. Y usted está contratado.

—Gracias —dijo Joe. Se volvió a sentar y sonrió. Estaba simplemente feliz por haber conseguido el trabajo. No tenía ni idea de lo que Sammy estaba pasando, de la humillación que estaba sufriendo. ¡Tanto jactarse ante su madre! ¡Tanto pavonearse delante de Julie y los demás! ¿Cómo demonios iba a ser capaz de mirar otra vez a Frank Pantaleone a la cara?

Deasey dejó a un lado la portada, cogió la primera página y empezó a leer. Cuando terminó, la puso debajo de la portada de Joe y leyó la página siguiente. No volvió a levantar la vista hasta que el montón estuvo entero a su izquierda y lo hubo leído de cabo a rabo.

—¿Usted ha inventado esto, hijo? —sonrió a Sammy—. Supongo que sabe que es pura basura. Superman también es pura basura, por supuesto. Y Batman, y el Blue Beetle. Y el zoológico entero.

—Tiene razón —dijo Sammy entre dientes—. Pero la basura vende.

—Por Dios que sí —dijo Deasey—. Puedo dar fe de ello.

—¿Es todo basura, George? —dijo Ashkenazy—. A mí me gusta el tipo ese que sale de la radio. —Se giró hacia Sammy—. ¿Cómo se te ocurrió eso?

—Me da igual que sea basura —dijo Anapol—. Lo único que quiero saber es si es la misma clase de basura que Superman.

—¿Puedo hablar con vosotros dos en privado? —dijo Deasey.

—Perdonadnos, chicos —dijo Anapol.

Sammy y Joe fueron a sentarse a las sillas que había frente al despacho de Anapol. Sammy intentó escuchar a través del cristal. Se oía a Deasey murmurar en tono grave pero indescifrable. Al cabo de unos minutos, Ashkenazy salió, guiñó el ojo a Sammy y Joe y abandonó las oficinas de Empire. Cuando volvió al cabo de unos minutos, llevaba un ruidoso fajo de papeles. Parecía un contrato legal. A Sammy empezó a picarle la pierna izquierda. Ashkenazy se detuvo frente a la puerta del despacho de Anapol y les hizo un gesto solemne para que entraran.

—¿Caballeros? —dijo.

Sammy y Joe lo siguieron al interior.

—Queremos comprar el Escapista —dijo Anapol—. Os pagaremos ciento cincuenta dólares por los derechos.

Joe miró a Sammy con las cejas levantadas. Se habían montado en el dólar.

—¿Y qué más? —dijo Sammy, aunque había esperado como mucho cien dólares.

—Por los demás personajes, los de apoyo, os pagaremos ochenta y cinco dólares en total —continuó Anapol. Al ver que Sammy hacía una ligera mueca de decepción, añadió—. Iban a ser veinte dólares por cada uno, pero a Jack le pareció que el señor Radio merecía un pequeño extra.

—Y eso son solamente los derechos, chico —dijo Ashkenazy—. Además os contratamos a los dos, a Sammy por setenta y cinco dólares la semana y a Joe por seis dólares la página. George te quiere de ayudante, Sam. Dice que ve mucho potencial en ti.

—Está claro que domina usted la basura —dijo Deasey.

—Además a Joe le pagaremos veinte dólares por cada portada que haga. Y para todos vuestros amigos y socios, cinco dólares la página.

—Aunque por supuesto, tenemos que conocerlos primero —dijo Deasey.

—Eso no es bastante —dijo Sammy—. Yo les he dicho que la tarifa por página serían ocho dólares.

—¡Ocho dólares! —dijo Ashkenazy—. No pagaría ocho dólares ni a John Steinback.

—Pagaremos cinco —dijo Anapol con tranquilidad—. Y queremos una portada nueva.

—¿Ah, sí? —dijo Sammy—. Ya veo.

—Eso del puñetazo a Hitler, Sammy, nos pone nerviosos.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —Joe se había distraído un poco durante las discusiones financieras: había oído ciento cincuenta dólares, seis dólares por página y veinte por la portada. Las cifras le sonaban muy bien. Pero ahora le parecía haber oído a Sheldon Anapol declarar que no quería usar la portada en que le rompían la mandíbula a Hitler. Joe nunca había pintado nada que lo dejara tan satisfecho. La composición era natural, sencilla y moderna; las dos figuras, la tarima circular, la insignia azul y blanca del cielo. Las figuras tenían peso y masa. El escorzo del cuerpo de Hitler en pleno vuelo era arriesgado y un poco impreciso, pero de alguna forma resultaba convincente. El dibujo de la ropa estaba bien. El uniforme del Escapista estaba logrado: no parecía simple carne coloreada, sino tela de jersey, arrugada en algunos sitios pero ajustada. Pero por encima de todo, el placer que a Joe le había producido aquel golpe brutal era intenso, duradero y extrañamente redentor. En algunos momentos durante los últimos días, se había consolado con la idea de que de alguna forma un ejemplar de aquella revista llegaba finalmente a Berlín y acababa en la mesa de Hitler. De que el führer en persona contemplaría la pintura en la que Joe había canalizado toda su rabia reprimida, se acariciaría la mandíbula y se palparía los dientes con la lengua para asegurarse de que no faltaba ninguno.

—No estamos en guerra con Alemania —dijo Ashkenazy, blandiendo un dedo en dirección a Sammy—. Es ilegal burlarse de un rey, de un presidente o algo así, si no se está en guerra con ellos. Nos pueden demandar.

—Les sugiero que, si quieren mantener a Alemania en la historia, cambien los nombres y no los llamen alemanes. Ni nazis —dijo Deasey—. Pero tendrán que pensar en otra clase de imagen para la portada. Si no, se la puedo encargar a Pickering o a Clemm o alguno de mis portadistas habituales.

Sammy miró a Joe, que tenía la cabeza gacha y estaba asintiendo débilmente con la cabeza, como si ya se hubiera imaginado que todo terminaría así. Cuando levantó la vista, sin embargo, su expresión era resuelta y su voz tranquila y mesurada.

—A mí me gusta la portada —dijo.

—Joe —dijo Sammy—. Piénsalo un minuto. Podemos inventar otra cosa. Algo igual de bueno. Sé que para ti es importante. Para mí también. Creo que también debería ser importante para estos señores, y francamente, en estos momentos me avergüenzo un poco de ellos. —Fulminó a Anapol con la mirada—. Pero piénsalo un minuto. Es lo único que te pido.

—No necesito hacer eso, Sam. No acepto hacer otra portada. De ninguna forma.

Sammy asintió, luego se volvió a Sheldon Anapol. Cerró los ojos con fuerza, como si fuera a saltar de cabeza a un torrente helado. Su fe en sí mismo se había visto quebrada. No sabía qué debía hacer ni el bienestar de quién tenía que perseguir. Si rompían el trato por aquella cuestión, ¿estaría ayudando a Joe? Si se quedaban y se comprometían, ¿estaría perjudicándolo? ¿Estaría beneficiando a los Kavalier de Praga? Abrió los ojos y miró fijamente a Anapol.

—No podemos hacerlo —dijo Sammy, aunque le costó un grave esfuerzo—. No, lo siento, la portada tiene que ser esa —apeló a Deasey—. Señor Deasey, esa portada es dinamita y usted lo sabe.

—¿Quién quiere dinamita? —dijo Ashkenazy—. La dinamita explota. Se puede perder un dedo.

—No vamos a cambiar la portada, jefe —dijo Sammy, y luego, poniendo en juego todos sus poderes de coraje fingido y bravuconería falsa, cogió uno de los portafolios y empezó a llenarlo de bastidores. No se permitió a sí mismo reflexionar sobre lo que estaba haciendo—. El Escapista lucha contra el Mal. —Cerró el portafolio y se lo dio a Joe, sin mirar a la cara de su primo. Cogió otro portafolio—. Hitler es el Mal.

—Tranquilo, joven —dijo Anapol—. Jack, podríamos subir la tarifa por página para los otros hasta seis dólares. ¿Qué me dices? Seis dólares la página, Sammy. Y ocho para tu primo. Venga, señor Kavalier, ¡ocho dólares la página! No seáis tontos.

Sammy le dio el segundo portafolio a Joe y empezó con el tercero.

—Todos los personajes no son de ustedes, no se olviden —dijo George Deasey—. Tal vez sus amigos vean las cosas de forma distinta.

—Vamos, Joe —dijo Sammy—. Ya has oído lo que ha dicho antes. Todos los editores de la ciudad van detrás de esto. No vamos a tener problema.

Se dieron media vuelta y se dirigieron al ascensor.

—¡Seis y medio! —les gritó Anapol—. ¿Y qué pasa con mis radios?

Joe miró por encima del hombro, luego miró a Sammy, cuyos rasgos respingones habían asumido una mueca impasible. Sammy apretó el botón de BAJAR con un golpe decidido del dedo. Joe inclinó la cabeza en dirección a su primo.

—Sammy, ¿esto es un truco? —murmuró—. ¿O vamos en serio?

Sammy consideró la cuestión. El ascensor soltó un timbrazo. El ascensorista abrió las puertas.

—Dímelo tú —dijo Sammy.