ONCE

Ninguno de ellos durmió en dos días. Se bebieron hasta la última gota del café de Jerry, luego empezaron a traer en bandejas de cartón las tazas de papel de color azul y blanco llenas de líquido negro y amargo del griego que abría toda la noche en la Octava Avenida. Tal como había prometido, Jerry administró con crueldad el pollo, pero aun así desapareció la mitad, además de varias bolsas de sándwiches, perritos, manzanas y dónuts. Del armarito de hospital consumieron tres latas de sardinas, una de espinacas, una caja de Wheaties, cuatro pastillas de caldo y algunas pasas. El apetito de Joe continuaba atascado en alguna parte al este de Kobe, pero Sammy compró una rebanada de pan y Joe la untó de mantequilla y se la fue comiendo a lo largo del fin de semana. Se fumaron cuatro cartones de cigarrillos. Ponían la radio a todo volumen y cuando las emisoras se despedían ponían discos, y en los momentos de silencio se enloquecían los unos a los otros con sus silbidos. Los que tenían novia cancelaron sus citas.

Casi desde el principio quedó claro que Sammy, despojado de su biblia de viñetas copiadas y posturas sableadas, era el artista con menos talento del grupo. Al cabo de doce horas de empezar su carrera como dibujante de cómics, se retiró. Le dijo a Joe que continuara él y se encargara del resto de los bocetos del Escapista, ayudándose si le hacía falta de algunos de los números de Action, Detective y Wonder que atiborraban el suelo del Foso. Joe cogió un ejemplar de Detective y lo empezó a hojear.

—Así que la idea es que yo dibuje tan mal como estos tipos.

—Estos tipos no se proponen dibujar mal, Joe. Parte de lo que hacen está bien. Hay un tío, Craig Flessel, que es bastante bueno. Intenta tener una mentalidad abierta. Mira esto. —Sammy cogió un ejemplar de Action y lo abrió por una página donde Joe Shuster mostraba a Superman liberando a Lois Lane de las garras de unos matones de espaldas anchas: especuladores de guerra, si Sammy no recordaba mal. Los fondos se habían reducido a su esencia: simples jeroglíficos que significaban laboratorios, cabañas de troncos y cimas de montañas escarpadas. Las mandíbulas eran prominentes, la musculatura convencionalizada. Los ojos de Lois eran ranuras con forma de pluma—. Es fácil. Está esquematizado. Si te sentaras ahí y llenaras las viñetas con tus murciélagos, charcos y ventanas de cristales manchados, y si dibujaras con detalle cada músculo y cada diente y lo basaras en Miguel Ángel y te cortaras la oreja por ello, entonces sí que estaría mal. Lo importante es que uses los dibujos para contar una buena historia.

—¿Las historias son buenas?

—A veces las historias son buenas. Nuestra historia es de puta madre, aunque sea yo quien lo diga.

—Puta —dijo Joe, pronunciando lentamente como quien saborea una calada.

—¿Puta qué?

Joe se encogió de hombros.

—Solamente lo estaba diciendo.

Resultó que el verdadero talento de Sammy no estaba en el lápiz ni el pincel, sino en otra parte. Todos pudieron verlo con claridad cuando Davy O’Dowd regresó al Foso después de un breve intercambio de ideas para su personaje con Frank. Frank ya estaba montado en su propia idea, o en la ausencia de la misma; se había puesto a trabajar en la mesa de la cocina y, a pesar de lo que le había prometido a Davy, no quería que nadie lo molestara. Davy volvió de la cocina rascándose la cabeza.

—Mi héroe vuela —dijo Davy O’Dowd—. Eso lo tengo claro.

Joe miró a Sammy, que se dio una palmada en la frente.

—Oh, no —dijo.

—¿Qué?

—Vuela, ¿verdad?

—¿Hay algo malo en eso? Frank dice que todo esto se basa en las fantasías privadas.

—¿Eh?

—Las fantasías privadas. Ya sabes, pues que es lo que todos los niños fantasean con hacer. Como si tú, por ejemplo, quieres no volver a tener una pierna coja. Pues zas, le das a tu héroe una llave mágica y ya puede caminar.

—Ajá —Sammy había preferido no contemplar el proceso de creación de personajes de una forma tan cruda. Se preguntaba qué otros deseos podía haber subsumido sin saberlo en el personaje del cojo Tom Mayflower.

—Siempre he creído que me gustaría volar —dijo Davy—. Supongo que igual que a mucha gente.

—Es una fantasía habitual, sí.

—Pues a mí me parece que por esa misma razón no se pueden hacer muchos personajes que vuelen —intervino Jerry Glovsky.

—Muy bien, pues: que vuele —Sammy miró a Joe—. ¿Joe?

Joe levantó un instante la mirada de su trabajo:

—Por qué.

—¿Por qué?

Sammy asintió.

—¿Por qué puede volar? ¿Por qué quiere hacerlo? ¿Y cómo es que usa sus poderes de vuelo para combatir al crimen? ¿Por qué no se convierte en el mejor desvalijador de casas del mundo?

Davy puso los ojos en blanco.

—¿Qué es esto, catequesis sobre cómics?

—Vayamos por partes. ¿Cómo lo hace?

—No lo sé.

—Deja de decir que no lo sabes.

—Tiene unas alas enormes.

—Piensa en algo más. ¿Una mochila a propulsión? ¿Botas antigravedad? ¿Un sombrero con hélices? ¿Los poderes mitológicos del viento? ¿Polvo interestelar? ¿Una transfusión de sangre de una abeja? ¿Hidrógeno en las venas?

—Frena, frena —dijo Davy—. Por Dios, Sam.

—Soy bueno en este rollo. ¿Tienes miedo?

—Solamente me das apuro.

—Elige una opción. Vamos allá, es un fluido. Un fluido antigravitatorio en las venas. Tiene una maquinita que lleva en el pecho y que le bombea la sustancia en las venas.

—¿Ah, sí?

—Sí, y necesita la sustancia para no morir, ¿entiendes? Lo de que vuela es como… Como un beneficio secundario inesperado. Es científico. Médico. Estaba trabajando en una especie de, digamos, sangre artificial. Para usarla en el campo de batalla. La sustancia se llama sinteglobina. Tal vez, joder, no lo sé, tal vez está hecha de meteoritos de hierro molidos del espacio exterior. Lo que sea. Pero entonces unos criminales, no, unos espías enemigos entran en su laboratorio e intentan robársela. Como él no les deja, le disparan a él y a su novia y los dan por muertos. A ella no se la puede salvar, vale, muy triste, pero nuestro hombre consigue enchufarse a la bomba de fluido antes de morir. Es decir, sí que muere, médicamente hablando, pero la sustancia, el meteorito líquido, lo trae de vuelta del abismo. Y cuando se despierta…

—¡Puede volar! —Davy miró con alegría a su alrededor.

—Puede volar y va detrás de los espías que le robaron a su chica, y ahora puede hacer realmente lo que siempre ha querido hacer, que es ayudar a las fuerzas de la paz y la democracia. Pero nunca puede olvidar que tiene una debilidad, que sin su bomba de sinteglobina es hombre muerto. Nunca puede dejar de ser… De ser… —Sammy chasqueó los dedos en busca de un nombre.

—El Casi Cadáver Que Vuela —sugirió Jerry.

—Blood Man —dijo Julie.

—El Vencejo —dijo Marty Gold—. El pájaro más veloz del mundo.

—Dibujo alas muy bonitas —dijo Davy O’Dowd—. Preciosas y llenas de plumas.

—Oh, de acuerdo, mierda —dijo Sammy—. Puede llevarlas solamente de adorno. Lo llamaremos el Vencejo.

—Me gusta.

—Nunca puede dejar de ser el Vencejo —dijo Sammy—. Ni un puñetero minuto al día —se detuvo y se frotó la boca con el dorso de la mano. Le dolía la garganta y tenía los labios resecos y la sensación de que llevaba una semana hablando. Jerry, Marty y Davy se miraron entre ellos, luego Jerry se bajó de su taburete y entró en su dormitorio. Cuando salió, llevaba una vieja máquina de escribir Remington.

—Cuando termines con el de Davy, haz el mío —dijo.

Jerry se las arregló para escaparse un rato, a última hora del sábado, y devolverle a Rosa su bolso, y luego otra vez el domingo por la tarde, durante un par de horas, de las que volvió con la marca en el cuello de la mordedura de una chica llamada Mae. En cuanto a Frank Pantaleone, desapareció en algún momento cerca de la medianoche del viernes y volvió a aparecer completamente vestido en la bañera vacía, detrás de la cortina de la ducha, con el bastidor apoyado en las rodillas. Cada vez que terminaba una página, gritaba: «¡chico!», y Sammy corría escaleras arriba para llevársela a Joe, que no levantó la vista del rastro resplandeciente de su pincel hasta las dos de la madrugada del lunes.

—Estupendo —dijo Sammy. Hacía varias horas que había terminado con sus guiones pero se había quedado despierto, bebiendo café hasta que empezaron a temblarle los ojos, a fin de que Joe tuviera compañía hasta que terminara la portada que él le había diseñado. Era la primera palabra que alguno de los dos había dicho desde hacía más de una hora—. Vamos a ver si queda algo de comer.

Joe se bajó de su taburete y llevó la portada hasta el montón de treinta centímetros de altura de bastidores y papel de calco que se convertiría en el primer número de su cómic. Se tiró hacia arriba de los pantalones, hizo girar varias veces la cabeza sobre el pivote crujiente de su cuello y siguió a Sammy hasta la cocina. Allí encontraron y procedieron a devorar una cena ligera consistente en la semicarcasa triplemente saqueada de un pollo a aquellas alturas antediluviano, nueve galletitas saladas, una sardina, un poco de leche, así como un taco amarillo de queso duro como el diamante que encontraron empotrado, debajo de la botella de leche, entre los listones de la repisa exterior de la ventana. Frank Pantaleone y Julie Glovsky se habían ido hacía mucho rato a sus casas en Brooklyn. Jerry, Davy y Marty estaban durmiendo en sus habitaciones. Los primos se comieron su refrigerio en silencio. Joe miró por la ventana al patio arruinado y negro por culpa del hielo. Sus ojos de párpados gruesos estaban rodeados por negras ojeras. Apoyó la frente amplia en el cristal frío de la ventana.

—¿Dónde estoy? —dijo.

—En Nueva York —dijo Sammy.

—Nueva York —consideró la idea—. Nueva York, Estados Unidos —cerró los ojos—. Eso no es posible.

—¿Estás bien? —Sammy le puso una mano en el hombro—. Joe Kavalier.

—Sam Clay.

Sammy sonrió. Una vez más, igual que cuando había escrito por primera vez su nombre recién americanizado en el pulcro rectángulo de tinta que daba cuenta de su asociación en la página uno del debut del Escapista, Sammy sintió que su vientre se inundaba de un calor incómodo y sus mejillas se ruborizaban. No era solamente el orgullo lo que le provocaba aquel sonrojo, ni tampoco el placer secreto que le producía oficializar de aquel modo su afecto creciente por Joe. También sentía una tristeza por la desaparición del profesor Von Clay, medio afectuosa y medio avergonzada, que nunca antes se había permitido. Le dio un apretón en el hombro a Joe.

—Hemos hecho algo grande, Joe, ¿te das cuenta?

—Montarnos en el dólar —dijo Joe. Abrió los ojos.

—Cierto —dijo Sammy—. Un montón de dinero.

—Ahora me acuerdo.

Además del Escapista y del Sombrero Negro, su revista incluía ahora la aventura inicial, entintada y rotulada por Marty Gold, de la carrera de un tercer héroe: el Hombre de Nieve de Jerry Glovsky. Básicamente venía a ser el Avispón Verde con un calzoncillo de cuerpo entero azul y blanco, además de un sirviente coreano, una pistola que disparaba «gas congelante» y un coche de dos plazas sin capota que el texto de Sammy describía como «del mismo color azul gélido que los ojos adiestrados para detectar el mal del Hombre de Nieve». Jerry se las había apañado para refrenar su estilo bigfoot, dejando que emergiera únicamente en la representación de Fan, el sirviente dentudo pero versado en lucha, y del adversario babeante, con garras y monóculo del Hombre de Nieve, el temido Mano de Obsidiana. También estaba la primera entrega del Vencejo, con sus sedosas y exuberantes alas a lo Alex Raymond, y la de Onda de Radio, que, dibujado por Frank Pantaleone y entintado por Joe Kavalier, no acababa de estar a la altura, tal como Sammy se vio obligado a admitir. Y era culpa de Sammy. En la creación de Onda de Radio le había cedido la palabra a la experiencia de Frank y a su habilidad con el lápiz y no se había atrevido a ofrecerle su ayuda en el desarrollo argumental de la historieta. Aquel acto de deferencia había resultado en un héroe asombrosamente dibujado, con un traje elegante, una musculatura suntuosa y un magnífico entintado, pero sin novia entrometida, ayudante pendenciero, identidad secreta irónica, inspector de policía incompetente, talón de Aquiles, ejército de aliados secretos ni búsqueda de venganza personal. Solamente la capacidad explicada a toda prisa, bien dibujada y bastante turbia de viajar por el aire «siguiendo los raíles invisibles de las ondas de radio», y de saltar inesperadamente desde la rejilla de una radio Philco al escondrijo de una banda de ladrones de joyas aficionados al jazz. Pronto a Sammy le resultó evidente que en cuanto los criminales de la ciudad de Onda de Radio supieran de su existencia, lo único que tenían que hacer era apagar sus transistores para poder enriquecerse tranquilos, pero para cuando tuvo oportunidad de revisar la historieta, Joe ya había entintado la mitad.

Julie había hecho un buen trabajo con su historia del Sombrero. Había ilustrado uno de los argumentos reelaborados y adaptados de La Sombra con un estilo plano y ligeramente caricaturesco no demasiado distinto del que usaba Joe Shuster con Superman, aunque dibujando mejor los coches y los edificios; y en cuanto a la aventura del Escapista, Sammy estaba bastante satisfecho, aunque los diseños de Joe eran, para ser honestos, un poco estáticos y demasiado elaborados, y hacia el final se volvían apresurados y esquemáticos.

Pero la gloria indiscutible de la revista era la portada. No era un dibujo sino una pintura, ejecutada con abundancia de temperas, con un estilo elegante de ilustrador, al mismo tiempo idealizado y muy realista, que a Sammy le recordaba a James Montgomery Flagg pero que en realidad Joe había tomado, decía, de un ilustrador alemán llamado Kley. A diferencia de las grandes portadas antinazis que estaban por venir, no había melées de tanques ni aeroplanos en llamas, no había subalternos con casco ni mujeres gritando. Solamente había dos protagonistas, el Escapista y Hitler, sobre una tarima neoclásica cubierta de banderas nazis con un cielo azul de fondo. A Joe solamente le había costado unos minutos diseñar la postura del Escapista: las piernas extendidas, el enorme puño derecho trazando un arco sobre la página para propinar un directo inmortal; luego había tardado horas en pintar las sombras y los relieves que hacían que la imagen fuera tan realista. El tejido azul oscuro del disfraz del Escapista tenía pliegues y arrugas perfectamente palpables, y su cabello —habían decidido convertir la pañoleta en una máscara que dejara ver el cabello— soltaba destellos dorados y al mismo tiempo parecía revuelto por el viento. Su musculatura era enjuta, sutil y creíble, y las venas de su brazo estaban hinchadas por el esfuerzo del puñetazo. En cuanto a Hitler, salía disparado hacia atrás en dirección al lector, proyectado limpiamente fuera de la ilustración por un gancho de derecha, con la cabeza echada hacia atrás, el rizo despeinado sobre la frente, los brazos extendidos y la mandíbula dejando tras de sí un rastro sanguinolento de dientes. La violencia de la imagen era sorprendente, hermosa y extraña. Despertaba sensaciones misteriosas en el espectador, de odio satisfecho y miedo estremecedor transformado en compensación fantástica, sensaciones que pocos artistas de los que trabajaban en América en otoño de 1939 podrían haber plasmado de forma tan sencilla y efectiva como Joe Kavalier.

Joe asintió y apretó la mano de Sammy a cambio.

—Tienes razón —dijo—. Tal vez hayamos hecho algo bueno.

Joe se apoyó en la pared de la cocina y resbaló hasta llegar al suelo. Sammy se sentó a su lado y le ofreció la última galleta salada. Joe la cogió pero en lugar de comérsela empezó arrancar trocitos y a tirarlos al Foso. Vista de perfil, su nariz parecía una vela hinchada por el viento. El pelo le caía en rizos exhaustos sobre la frente. Parecía estar a un millón de kilómetros de allí, y Sammy imaginó que estaba recordando con nostalgia algún lugar de su tierra natal, alguna maravilla que había visto tiempo atrás, la melodía de un anuncio de gomina, un pollo bailando en un museo de baratijas, las patillas de su padre, el reborde de encaje de la combinación de su madre. De repente, como la flor de papel escondida dentro de una de las cápsulas del Jardín Milagroso Instantáneo de Empire Novelty, en el corazón de Sammy brotó con un estallido de color la conciencia de todo lo que su primo había dejado atrás.

Luego Joe dijo, medio para sus adentros:

—Sí, me gustaría volver a ver a esa Rosa Saks.

Sammy se rió. Joe lo miró, demasiado tímido para preguntar qué pasaba, y Sammy se sintió demasiado cansado para explicárselo. Pasaron unos cuantos minutos en silencio. A Sammy le cayó la barbilla sobre el pecho. Después de mecerse allí un momento, su cabeza volvió a rebotar hacia arriba y sus ojos se abrieron.

—¿Era la primera mujer que veías desnuda?

—No —dijo Joe—. En la academia de arte dibujaba modelos.

—Ah, ya.

—¿Tú has visto alguna?

En aquella pregunta había más cosas implícitas, naturalmente, que la mera observación de una mujer sin ropa. Hacía mucho tiempo que Sammy había preparado un relato detallado de su pérdida de virginidad, la conmovedora historia de un encuentro debajo de las tablas del paseo marítimo con Roberta Blum en la última noche que ella pasaba en Nueva York, la víspera de su marcha de la escuela. Sin embargo, ahora se encontró con que no tenía energía para contarla. De forma que se limitó a decir:

—No.

Cuando Marty Gold subió las escaleras una hora más tarde, buscando desesperadamente un vaso de leche que contrarrestara los efectos del café que se había bebido, se encontró a los primos dormidos en el suelo de la cocina, medio abrazados entre ellos. Insomne y ulcerado, Marty estaba de muy mal humor, así que hay que reconocerle que, en lugar de montar en cólera porque habían violado la prohibición de dormir en el apartamento, echara una manta del ejército por encima de Joe y Sammy: una manta que había regresado de Ypres con el hijo de los Waczukowski y que había calentado los cinco dedos del pie de Al Capp. Luego cogió la botella de leche de la repisa de la ventana y se la llevó a la cama.