DIEZ

Los ocupantes actuales de los estudios Mala Sombra, Jerry Glovsky, Marty Gold y Davy O’Dowd, llegaron a casa sobre las diez, con medio pollo asado, una botella de vino tinto, una botella de agua de Seltz, un cartón de cigarrillos Pall Mall y en compañía de Frank Pantaleone. Entraron por la puerta principal protestando escandalosamente, uno de ellos imitando una trompeta asordinada, luego guardaron silencio. Un silencio tan absoluto, de hecho, que uno habría dicho que esperaban encontrar intrusos. Con todo, cuando llegaron al piso de arriba, les sorprendió descubrir que en cuestión de horas los estudios Mala Sombra se habían transformado en el centro neurálgico creativo de Empire Comics. Jerry le dio tres bofetones a Julie en la oreja.

—¿Qué estáis haciendo? ¿Quién os ha dicho que podíais venir aquí? ¿Qué es esta mierda? —Apartó a un lado la cabeza de Julie y cogió el bastidor donde Julie había estado dibujando a lápiz la página dos de la aventura que él y Sammy habían escrito para la flamante creación de Julie, la escalofriante historia del Morador de los Lugares Oscuros, el Enemigo de la Maldad en Persona.

El Sombrero Negro —dijo Jerry.

—No recuerdo haber dicho que podíais usar mi mesa. Ni mi tinta —Marty Gold se acercó y agarró el frasco de tinta china en la que Joe estaba a punto de mojar su pincel, luego le quitó el taburete salpicado de tinta, haciendo caer varios lápices y plumas sobre la alfombra y perdiendo la calma por completo. Marty perdía fácilmente la calma. Era moreno, rechoncho, sudaba mucho y Sammy siempre lo había considerado bastante remilgado, pero sabía copiar a Caniff mejor que nadie, sobre todo en su manejo de los negros: aplicaba pinceladas, manchas y continentes enteros de negro con una soltura que Sammy nunca se habría atrevido a mostrar, y siempre firmaba su trabajo con una O dorada extragrande—. Ni tampoco mis pinceles, por cierto.

Intentó arrebatarle el pincel a Joe de la mano. Un manchón de tinta cayó sobre la página que Joe estaba entintando, estropeando diez minutos de trabajo en la temible maquinaria de los bastidores del Empire Palace Theatre. Joe miró a Marty. Sonrió. Extendió el brazo de forma que el pincel quedara fuera del alcance de Marty y luego se lo ofreció con una floritura. Al mismo tiempo pasó su otra mano lentamente por la mano en la que tenía el pincel. El pincel desapareció. Joe mostró las palmas desnudas, con cara de sorpresa.

—¿Cómo habéis entrado aquí? —dijo Jerry.

—Tu novia nos ha dejado entrar —dijo Sammy—. Rosa.

—¿Rosa? Ah, no es mi novia. —No lo declaró a la defensiva sino en tono indiferente. Jerry tenía dieciséis años cuando Sammy lo había conocido y ya por entonces salía con tres chicas a la vez. Por entonces aquella situación todavía le parecía novedosa y hablaba sin parar de ellas. Rosalyn, Dorothy y Yetta: Sammy todavía recordaba sus nombres. Desde entonces la novedad había dejado de serlo. Ahora para Jerry tres novias significaba un periodo de sequía. Era alto, tenía una belleza vulpina y se peinaba el pelo rizado y engominado en forma de rizos románticos. Cultivaba una reputación, sin demasiado respaldo de sus amigos, de tener un sentido del humor agudo, al que atribuía, sin que a Sammy le acabara de convencer el argumento, su éxito incontestable con las mujeres. Dibujaba con un estilo bigfoot[4] afanado a partes iguales a Segar y McManus, y Sammy no estaba del todo seguro de cómo se las apañaría con el cómic de aventuras.

—Si no es tu novia —dijo Julie—, ¿por qué estaba desnuda en tu cama?

—Calla, Julie —dijo Sammy.

—¿La visteis desnuda en mi cama?

—Oh, no —dijo Sammy.

—Solamente estaba bromeando —dijo Julie.

Joe dijo:

—¿Huelo a gallina por aquí?

—No están mal —dijo Davy O’Dowd. Tenía el pelo rojo cortado al rape, unos diminutos ojos verdes y complexión de jockey. Era de Hell’s Kitchen y había perdido parte de una oreja en una pelea cuando tenía doce años. Eso era lo único que Sammy sabía de él. El muñoncito rosáceo de su oreja izquierda siempre le daba un poco de asco a Sammy, pero para Dave era motivo de orgullo. Fue levantando las hojas de papel de calco que cubrían las páginas y examinó detenidamente las cinco de «La leyenda de la Llave de Oro» que Sammy y Joe ya habían terminado. A medida que examinaba las páginas se las iba pasando a Frank Pantaleone, que gruñía.

Davy dijo:

—Es un rollo a lo Superman.

—Es mejor que Superman —Sammy se bajó de su taburete y fue a ayudarlos a que admiraran su trabajo.

—¿Quién ha entintado esto? —dijo Frank, un tipo alto y encorvado de Bensonhurst, con unas mejillas fláccidas y tristes y que aunque todavía no había cumplido veintidós años ya estaba perdiendo el cabello. A pesar de su aspecto abatido, o tal vez en concordancia con el mismo, era un dibujante con talento. Había ganado un premio de arte de la ciudad en su último año en Música y Arte y había estudiado en Pratt. En Pratt había buenos profesores, pintores e ilustradores profesionales, artistas de nivel. Frank pensaba en el arte y en sí mismo como artista, igual que Joe. De vez en cuando conseguía trabajo como pintor de decorados en Broadway. Su padre era un pez gordo del sindicato de tramoyistas. Había creado una tira cómica propia, Los viajes de Marco Polo, una viñeta dominical elaborada con profusión fosteriana de detalles, y se rumoreaba que King Features podía estar interesada en ella—. ¿Lo has hecho tú? —preguntó a Joe—. Es un buen trabajo. También has hecho el lápiz, ¿verdad? Klayman no habría podido hacer esto.

—Yo he hecho la composición —dijo Sammy—. Joe ni siquiera sabía lo que era un cómic hasta esta mañana. —Sammy fingió sentirse insultado, pero estaba tan orgulloso de Joe que se sintió un poco aturdido por los halagos de Frank Pantaleone.

—Joe Kavalier —dijo Joe, ofreciendo su mano a Frank.

—Mi primo. Acaba de llegar de Japón.

—¿Ah, sí? ¿Y qué ha hecho con mi pincel? Era un sable rojo Windsor and Newton de un dólar —dijo Marty—. Me lo dio Milton Caniff en persona.

—Eso es lo que siempre has dicho —dijo Frank. Examinó las páginas restantes, mordiéndose el bello, con una mirada fría y animada por algo más que el simple interés profesional. Saltaba a la vista que estaba pensando que, si tuviera ocasión, él podría hacerlo mejor. Sammy no se podía creer su suerte. El día anterior su sueño de publicar cómics no había sido más que eso: un sueño menos creíble todavía que el grueso de sus fantasías habituales. Hoy tenía un par de héroes disfrazados y una plantilla que pronto podía incluir un talento como el de Frank Pantaleone—. Esto no está nada mal, Klayman.

El… Sombrero Negro —repitió Jerry. Negó con la cabeza—. ¿Qué hace, lucha contra el crimen por las noches y regenta una tienda de moda para caballeros de día?

—Es un playboy rico —dijo Joe con gravedad.

—Vete a dibujar tu conejo —dijo Julie—. Yo cobro siete cincuenta la página, ¿verdad, Sam?

—Totalmente cierto.

—¡Siete cincuenta! —dijo Marty. Empujó a toda prisa el taburete hacia Sammy y Joe con servilismo burlón y volvió a colocar el frasco de tinta junto al brazo de Joe—. Por favor, Joe-san, usa mi tinta.

—¿Quién paga esas cantidades? —preguntó Jerry—. Donenfeld no. Él no os contrataría a vosotros.

—Donenfeld me va a suplicar que trabaje para él —dijo Sammy, que no estaba seguro de quién era Donenfeld. A continuación explicó la oportunidad maravillosa que todos ellos tenían si estaban dispuestos a aprovecharla—. Veamos. —Sammy adoptó la más grave de sus expresiones, chupó la punta de un lápiz y garabateó algunos cálculos rápidos en un trozo de papel—. Además del Sombrero Negro y del Escapista, necesito treinta y seis, cuarenta y ocho… Tres historias más de doce páginas. Con eso tenemos sesenta páginas, más el reverso de la portada. Además, según tengo entendido, debemos tener dos páginas de texto. —A fin de que sus productos pudieran tener la categoría de revistas, y por tanto enviarse en segunda clase, los editores de cómics se aseguraban de incluir las dos páginas mínimas de texto que requería la ley postal, normalmente en forma de relato ligero, escrito en prosa de serrín—. Sesenta y cuatro. Pero lo importante es esto. Todos los personajes tienen que llevar máscara. Ahí está el truco. El cómic va a llamarse El Hombre Enmascarado. Eso quiere decir que nada de chinos, nada de detectives privados y nada de viejos lobos de mar con puños de acero.

—Todos con máscara —dijo Marty—. Buen truco.

—¿Empire, eh? —dijo Frank—. Francamente…

—¡Francamente! ¡Francamente! ¡Francamente! —corearon todos. Frank decía «francamente» muy a menudo y a los demás les gustaba recordárselo.

—… Me sorprende un poco —siguió, sin hacerles caso—. Me sorprende que Jack Ashkenazy pague setenta y cinco por página. ¿Estáis seguros de que ha dicho eso?

—Seguro, sí. Además, claro, ¿cómo he podido olvidarlo? Pondremos a Adolf Hitler en la portada. Ese es el otro truco. Y Joe —dijo señalando con la cabeza a su primo pero mirando a Frank— va a dibujarlo sin ayuda de nadie.

—¿Yo? —dijo Joe—. ¿Quieres que dibuje a Hitler en la portada de la revista?

—Recibiendo un puñetazo en la mandíbula, Joe —Sammy dirigió un puñetazo lento y rotundo a Marty Gold deteniéndose a una pulgada de su barbilla—. ¡Pam!

—Déjame ver esto —dijo Jerry. Le cogió una página a Frank y levantó la hoja de papel de calco—. Es idéntico a Superman.

—No lo es.

—Hitler. Vuestro villano va a ser Adolf Hitler —Jerry miró a Sammy, con las cejas arqueadas y un asombro que no acababa de resultar del todo respetuoso.

—Solamente en la portada.

—No lo van a aceptar de ninguna forma.

—Jack Ashkenazy no lo aceptará —Frank se mostró de acuerdo.

—¿Qué tiene de malo Hitler? —dijo Davy—. Es broma.

—A lo mejor deberíais llamarlo Racy Dictators —dijo Marty.

—¡Lo aceptarán! Largaos de aquí —chilló Sammy, echándolos de su propio estudio—. Dadme eso. —Sammy le arrebató las páginas a Jerry, las sujetó contra el pecho y volvió a subirse a su taburete—. Bien, escuchadme todos, hacedme un favor, ¿de acuerdo? ¿No queréis participar en esto? Muy bien, entonces no molestéis. A mí me da igual. —Echó una mirada general de desdén al Nido de Ratas: era John Garfield, dándose la gran vida con su traje de seda, echando un vistazo al piso frío como el hielo donde había terminado el buenazo de su amigo de infancia—. Probablemente ya tenéis más trabajo del que podéis hacer.

Jerry se dirigió a Marty.

—Está siendo sarcástico.

—Ya me he dado cuenta.

—No estoy seguro de que me apetezca que me dé órdenes este listillo. Hace años que tengo problemas con los listillos.

—No me extraña.

—Si Joe el de Tokyo me entinta —dijo Frank Pantaleone— podéis contar conmigo. —Joe asintió con la cabeza—. Pues entonces me apunto. Franca… Para ser sincero, hace tiempo que tenía unas cuantas ideas en esta misma dirección.

—¿Me prestas una? —dijo Davy. Frank se encogió de hombros—. Entonces yo también me apunto.

—Muy bien, muy bien —dijo Jerry por fin, haciendo un gesto de rendición con las manos—. De todas formas ya habéis tomado al asalto la mayor parte del Foso. —Empezó a bajar otra vez las escaleras—. Voy a hacer un poco de café. —Se volvió y señaló a Joe con el dedo—. Pero alejaos de mi comida. El pollo es mío.

—Y tampoco pueden dormir aquí —dijo Marty Gold.

—Y vas a tener que explicarnos cómo puede ser que vengas de Japón, seas primo de Sammy y tengas tanta pinta de judío —dijo Davy O’Dowd.

—También estamos en Japón —dijo Sammy—. Estamos en todas partes.

—Acuérdate del judo —le recordó Joe.

—Esa es buena —dijo Davy O’Dowd.