NUEVE

Llevaban horas caminando a la luz de las farolas, bajo una lluvia intermitente, sin hacer caso de nada más, fumando y hablando hasta conseguir que les doliera la garganta. Por fin pareció que ya no les quedaba nada más que decir y se volvieron a casa en silencio, transportando la idea entre los dos, caminando por la trémula línea divisoria que separaba Nueva York de Empire City. Era tarde. Estaban hambrientos y cansados y ya no les quedaban cigarrillos.

—¿Qué? —dijo Sammy—. ¿Qué estás pensando?

—Que me gustaría que fuera real —dijo Joe, repentinamente avergonzado de sí mismo. Ahí estaba, con una libertad que su familia únicamente conocía en sueños, ¿y qué estaba haciendo con aquella libertad? Charlar por la calle e inventar un montón de chorradas sobre alguien que no podía liberar a nadie ni hacer nada más que borrones negros en un trozo de papel barato. ¿Qué sentido tenía? ¿Para qué tanto caminar y hablar y fumar cigarrillos?

—Apuesto a que sí —dijo Sammy. Puso una mano en el hombro de Joe—. Apuesto a que te gustaría.

Estaban en la esquina de la Sexta Avenida con la calle Treinta y cuatro, en medio de un tumulto de luces y de gente, y Sammy le dijo que aguardara un minuto. Joe se quedó allí, con las manos en los bolsillos, intentando con júbilo avergonzado disponer sus ideas en las filas y columnas de viñetas con que planeaba redondear la primera aventura del Escapista: aquella en que Tom Mayflower recibía la máscara y el disfraz de color azul oscuro, con el emblema de una briosa llave de oro bordado a toda prisa en el pecho por la aguja experta de la señorita Plum Blossom. Tom seguía al espía nazi hasta su guarida. Había una página entera de puñetazos y luego, después de esquivar unas cuantas balas, aporrear unas cuantas cabezas y caerse unas cuantas vigas, una explosión: el nido de víboras de la Cadena de Hierro quedaba arrasado. Y la última viñeta: la compañía reunida en la tumba de Misterioso. Tom apoyado en la muleta que en adelante le serviría de disfraz. Y la cara espectral del anciano observándolos desde el cielo.

—Tengo cigarrillos. —Sammy sacó varios puñados de paquetes de cigarrillos de una bolsa de papel marrón—. Y tengo chicle. —Sacó varios paquetes de chicle Black Jack—. ¿Te gusta el chicle?

Joe sonrió:

—Me parece que tengo que aprender.

—Sí, ahora estás en América. Aquí masticamos mucho chicle.

—¿Qué es eso? —Joe señaló los periódicos que Sammy llevaba enrollados debajo del brazo.

Sammy puso una cara grave.

—Quiero decir algo —dijo—. Y es que vamos a arrasar con esto. Quiero decir que arrasar es bueno. No puedo explicar cómo lo sé. Es simplemente… Es una sensación que he tenido toda la vida, pero no lo sé, cuando apareciste… Simplemente supe… —Se encogió de hombros y miró a otra parte—. No importa. Lo único que intento decir es que vamos a vender un millón de ejemplares de esto y a ganar un montón de dinero, y que tú vas a poder coger ese montón de dinero y pagar lo que haga falta para sacar a tu madre, tu padre, tu hermano y tu abuelo de allí y traerlos aquí, donde estén a salvo. Yo… Es una promesa. Estoy seguro, Joe.

Joe sintió que el corazón se le llenaba de ganas de creer a su primo. Se secó los ojos con la manga rasposa de la chaqueta de tweed que su madre le había comprado en la English Shop del Graben.

—De acuerdo —dijo.

—Y en ese sentido, fíjate, sí que será real. El Escapista. Hará lo que nosotros digamos que puede hacer.

—Muy bien —dijo Joe—. Sí, sí. Te creo. —Le impacientaba que lo consolaran, como si las palabras de aliento dieran todavía más crédito a sus miedos—. Vamos a arrasar.

—Eso he dicho.

—¿Qué son esos periódicos?

Sammy guiñó el ojo y le dio un ejemplar de los ejemplares del viernes 27 de octubre de 1939 del New Yorker Staats-Zeitung und Herold y de un diario en checo llamado New Yorkse Listy.

—Me ha parecido que a lo mejor encontrabas algo en estos —dijo.

—Gracias —dijo Joe, conmovido, lamentando la sequedad con que había respondido a Sam—. Y bueno, gracias por lo que acabas de decir.

—No es nada —dijo Sammy—. Espera a oír mi idea para la portada.