OCHO

El propio telón es legendario: sus dimensiones, su peso, su color más oscuro que el chocolate, la excelente calidad de su material. Cuelga formando amplias ondulaciones como escarcha vertida desde el arco del proscenio del teatro más famoso del edificio más célebre de la ciudad más grande del mundo. Llamémosla Empire City, donde está el Excelsior Building, con su aguja en lo alto, el edificio más alto nunca construido. Donde está la Estatua de la Liberación, en su isla en el medio de Empire Bay, desafiando a los tiranos del mundo con su espada en alto; y donde está también el Empire Palace Theatre, cuyo legendario Telón Negro tiembla ahora cuando a la derecha del escenario se abre una fisura minúscula en el denso y oscuro impasto de su velvetón. Por la estrecha fisura asoma la cara de un muchacho. Su cara, habitualmente inexpresiva, confiada y coronada por una mata alborotada de rizos rubios, ahora está fruncida en una mueca de preocupación. No está calculando el público que ha venido: se han vendido todas las entradas, igual que todas las noches de función. Está buscando a alguien o algo que nadie menciona, algo que únicamente ha deducido, la persona o la cosa sin nombre que lleva todo el día preocupando a la compañía.

Luego, una mano tan enorme y dura como el asta de un alce, unida por duros tendones al brazo como la rama de un roble, agarra al chico del hombro y lo arrastra de vuelta a los bastidores.

—Será mejor que no hagas eso, jovencito —dice el gigante, de casi dos metros y medio de altura, a quien pertenece la mano gigantesca. Tiene frente de simio, complexión de oso y acento de profesor de medicina vienés. Puede rasgar un bidón de acero como si fuera una lata de tabaco, levantar un vagón de tren por una esquina, tocar el violín como Paganini y calcular la velocidad de los asteroides y los cometas, uno de los cuales lleva su nombre. Se llama Alois Berg y el cometa en cuestión se llama el cometa de Berg, pero para el público que va al teatro y para sus amigos es simplemente el Gran Al—. Ven, hay un problema con el tanque de agua.

Entre bastidores, los instrumentos de tortura y encierro permanecen en su sitio, con un aspecto al mismo tiempo amenazador y estrafalario, listos para que los tramoyistas los arrastren, los hagan rodar o los lleven en voladas hasta el escenario escalonado del Palace. Hay una cama de manicomio, llena de correas de sujeción; una lechera larga y fina de hierro remachado; una rueda medieval y un incongruente perchero de acerocromo con ruedas, de cuyas prosaicas perchas de alambre cuelga un fantástico surtido de camisas de fuerza, sogas, cadenas y gruesas correas de cuero. Y está el tanque de agua, un enorme depósito alargado de cristal, lo bastante grande como para introducir en él un delfín y situado a un extremo del escenario: una cabina telefónica inundada. El cristal tiene una pulgada de grosor, templado y a prueba de falsificaciones. Los cierres son seguros y herméticos. El entramado de madera del cristal es robusto y fiable. El chico sabe todo esto porque él mismo ha construido el tanque. Ahora vemos que lleva un delantal de cuero lleno de herramientas. Tiene un lápiz detrás de la oreja y un trozo de tiza en el bolsillo. Si el tanque tiene algún problema, él puede arreglarlo. Tiene que hacerlo: el telón se alzará dentro de cinco minutos.

—¿Qué problema hay? —El chico, que en realidad es casi un hombre, se dirige al tanque con aplomo, pese a la muleta que lleva bajo el brazo para apoyarse, sin importarle la pierna izquierda de la que ha cojeado desde que era niño.

—Parece que no se mueve, joven amigo. —El Gran Al va hasta el tanque y le da un empujón amistoso. La cisterna de trescientos kilos se inclina y el agua de dentro se agita y chapotea. Podría llevar el tanque al escenario sin ayuda de nadie, pero están las normas del sindicato y además es más espectacular que lo lleven los cinco tramoyistas que el número requiere—. En una palabra, está atascado.

—Hay algo enganchado en esta rueda. —El joven se agacha ayudándose de la muleta, como si bajara por una cuerda, se tumba de espaldas y se escurre por debajo de una esquina de la base enorme del tanque. En cada esquina hay una rueda con revestimiento de goma y llanta de acero. En una de las esquinas se ha metido algo entre la llanta y la goma. El joven coge un destornillador de su cinturón de herramientas y empieza a hurgar.

—Al —dice desde debajo del tanque—. ¿Qué le pasa hoy?

—Nada, Tom —dice el Gran Al—. Solamente está cansado. Es la última noche de este espectáculo. Y ya ha dejado de ser joven.

Se les ha unido sin decir nada un hombre pequeño y esbelto con turbante. Su cara es morena y atemporal, sus ojos oscuros y sensibles. Nunca ha intervenido en ningún grupo, fiesta o discusión de ninguna forma que no fuera en silencio. El sigilo forma parte de su naturaleza. Es lacónico, cauteloso y escurridizo. Nadie sabe qué edad tiene ni cuántas vidas ha vivido antes de empezar a trabajar para el Maestro de la Fuga. Puede que fuera médico, piloto, marinero o cocinero. En todos los continentes parece encontrarse cómodo y conocer bien el argot de los policías y ladrones. A nadie se le da tan bien como a él sobornar a un carcelero antes de un número de fuga carcelaria para que deje una llave en la celda o a un reportero para que exagere el número de minutos que el Maestro ha permanecido bajo el agua después de saltar desde un puente. Se llama Omar, un nombre tan teatral que, junto con el turbante y la piel morena de color desértico, la mayor parte del público lo considera parte de la atmósfera, un simple disfraz, un truco más del arsenal del gran Misterioso. Pero mientras que su origen y su verdadero nombre son objeto de incertidumbre, su tez morena es genuina. En cuanto al turbante, nadie fuera de la compañía conoce la vanidad con que oculta la caída de su cabello.

—De acuerdo, pero a vosotros, ¿qué os pasa? —insiste el joven—. A ti y a Omar. Lleváis todo el día comportándoos de forma extraña.

Omar y el Gran Al se miran. Para ellos la revelación de secretos es peor que un anatema. Va contra su naturaleza y su formación. Serían incapaces de contárselo al chico por mucho que quisieran.

—Imaginación —dice por fin Omar, en tono firme.

—Demasiadas novelas baratas —dice el Gran Al.

—Cuéntame algo, entonces. —El joven, Tom Mayflower, sale deslizándose de debajo del tanque. Tiene en la mano un botón de cuero negro perdido de un abrigo o de una manga y con un curioso símbolo grabado, como tres óvalos entrelazados—. ¿Qué es la Cadena de Hierro?

El Gran Al mira nuevamente a Omar, pero su camarada ya ha desaparecido, tan silenciosamente como llegó. Aunque el Gran Al sabe que Omar ha ido a avisar al Maestro, lo maldice igualmente por haberlo dejado solo para decidir si contesta la pregunta. Coge el botón, de cuyo ojete cuelga un trozo de hilo, y se lo mete en el bolsillo de su chaleco gigante.

—Faltan dos minutos —dice, volviéndose de pronto tan reservado como su amigo del turbante—. ¿Lo has arreglado ya?

—Está perfectamente —dice Tom, aceptando la mano enorme como un asta que el Gran Al le ofrece y levantándose sobre sus piernas inseguras—. Como todo lo que hago.

Más tarde recordará esta respuesta burlona y se arrepentirá de ella con un rubor de vergüenza. Porque el tanque no está perfectamente. En absoluto.

Tom llama a la puerta cuando pasan cinco minutos de las ocho. En la puerta hay una estrella y debajo, pintada en una tarjeta, las palabras SR. MISTERIOSO. El tío de Tom, Max Mayflower, nunca ha llegado tarde a un telón. De hecho, su número está cronometrado al segundo, preparado a medida e infinitamente ajustado a las capacidades y, cada vez más, a las limitaciones de su estrella. Su demora inédita ha provocado que el Gran Al guarde silencio y que Omar deje escapar una retahíla de maldiciones en una lengua bárbara. Pero ninguno de ellos tiene valor para molestar al hombre al que llaman el Maestro. Es la señorita Plum Blossom, la diseñadora de vestuario, la que ha empujado a Tom hasta su puerta. Naturalmente, circula el rumor muy extendido de que la inmarcesible modista china está secretamente enamorada de Max Mayflower. Y naturalmente sí que está secretamente enamorada de él. Incluso hay rumores acerca de ellos dos y la paternidad algo confusa de Tom Mayflower, pero aunque ama a la señorita Blossom y a su tío, Tom toma esos rumores por los cotilleos infundados que son. La señorita Blossom tampoco se atrevería nunca a molestar al Maestro en su camerino antes de una actuación, pero sabe que Tom puede penetrar en los misterios y los estados de ánimo de su tío más que ninguna otra persona. Desde detrás, ella le da otro empujoncito en la espalda.

—Soy Tom —dice el joven. Como no recibe respuesta, se toma la libertad sin precedentes de abrir la puerta del camerino.

Su tío está sentado a la mesa de su camerino. Su cuerpo se ha vuelto fibroso y compacto, como un tallo que se endurece al marchitarse. Sus piernas flacas ya están enfundadas en el tejido azul oscuro y ajustado de su disfraz, pero su torso permanece desnudo y con las pecas al descubierto, ligeramente salpicado de las briznas de color naranja opaco que le quedan de la mata de pelo de color jengibre que una vez lo cubrió. Su melena de color naranja llameante se ha convertido en un rastrojo gris. Sus manos están surcadas de venas y sus dedos tienen nudos como las cañas de bambú. Y sin embargo, hasta esta noche, Tom nunca ha visto en él —ni en su cuerpo, ni en su voz ni en su corazón— una sola huella del triunfo de la edad. Ahora se comba, medio desnudo, con la cabeza descubierta reluciendo ante el espejo iluminado como un memento mori.

—¿Cómo está el teatro? —dice.

—Solamente hay sitio de pie. ¿No los oyes?

—Sí —dice su tío—. Los oigo.

Algo en el tono del anciano irrita a Tom, un matiz cansino de autocompasión.

—No tendrías que despreciarlos —dice—. Yo daría lo que fuera por oírlos aclamarme a mí de esa forma.

El viejo se incorpora y mira a Tom. Asiente. Coge el jersey azul oscuro y se lo pone por la cabeza, luego se pone con sendos tirones las botas blandas de acróbata de color azul que le hizo especialmente para él en París el famoso diseñador de ropa de circo Claireaux.

—Tienes razón, claro —dice, dándole una palmada al chico en el hombro—. Gracias por recordármelo.

Luego se pone la máscara, una especie de pañoleta con agujeros para los ojos, que se ata en la parte trasera y le cubre la mitad superior de la cabeza.

—Nunca se sabe —le dice mientras sale del camerino—. A lo mejor algún día te llega el momento.

—No es probable —dice Tom, aunque es el más profundo de sus deseos, y aunque conoce los secretos, los mecanismos, los procedimientos y los riesgos del arte de la fuga mejor que cualquier hombre salvo uno—. No con mi pierna.

—Cosas más extrañas han sucedido —dice el anciano. Tom permanece de pie, mirando con admiración la forma en que el anciano endereza la espalda al salir, la forma en que recoloca los hombros y sus pasos recuperan el brío sin dejar de ser tranquilos y mesurados. Luego Tom recuerda el botón que ha encontrado metido en la rueda del tanque de agua y corre detrás de su tío para avisarlo. Para cuando llega a los bastidores, sin embargo, la orquesta ya ha atacado la obertura de Tannhäuser y Misterioso ya ha entrado en el escenario con los brazos extendidos.

La actuación de Misterioso no tiene pausa: desde la primera reverencia hasta la última, no abandona el escenario para cambiarse de traje ni siquiera después de quedar empapado durante el truco de la Tortura Oriental del Agua. Las entradas y salidas de escenario sugieren trampas, sustituciones y cambiazos. Igual que el traje ajustado destinado a que se vea que no hay herramientas escondidas, la presencia constante del artista garantiza supuestamente la pureza y la integridad de la actuación. Por eso en la compañía se produce una alarma considerable cuando —después de la salva de aplausos que sigue a la salida de Misterioso, sin cadenas, sin ataduras y sin grilletes, con el costado derecho primero y respirando todavía, del tanque de la Tortura Oriental del Agua— el artista se dirige dando tumbos a los bastidores, tapándose con las manos una mancha creciente, más oscura que el agua y de aspecto pegajoso, que acaba de aparecerle en el costado. Cuando un momento más tarde los cinco tramoyistas sacan rodando el tanque de agua, la mirada afilada de Omar distingue rápidamente el rastro de agua que ha dejado sobre el escenario y lo va siguiendo hasta un pequeño —y perfecto— orificio en el cristal del panel delantero. Una viruta de color rosa pálido serpentea en el agua verde del tanque.

—Dejadme —dice el anciano, tambaleándose en dirección a su camerino. Se quita de encima a Omar y al Gran Al—. Encontradlo —les dice, y ellos desaparecen en dirección al teatro. Se dirige al director de escena—. Bajad el telón. Dile a la orquesta que toque el vals. Tom, ven conmigo.

El joven sigue a su tío al camerino y observa horrorizado cómo el anciano se quita el jersey mojado. En sus costillas ha aparecido una mancha de sangre asimétrica en forma de estrella. La herida que tiene debajo del pecho izquierdo es pequeña pero borbotea como un vaso.

—Saca otro traje del baúl —dice Max Mayflower, y de alguna forma el orificio de bala le confiere a sus palabras una autoridad mayor de la que habrían tenido en otro momento—. Póntelo.

Tom adivina de inmediato la increíble petición que su tío está a punto de hacerle y, lleno de miedo y de excitación y con El Danubio azul resonándole en los oídos, no se le ocurre discutir ni disculparse por no haber construido el tanque con cristal a prueba de balas y por no haberle preguntado ni siquiera a su tío quién le ha disparado. Se limita a ponerse el disfraz. Ya se lo había puesto antes, por supuesto, en secreto. Ahora se lo pone en un momento.

—Solamente tienes que hacer el ataúd —le dice su tío—. Y habrás terminado.

—Mi pierna —dice Tom—. ¿Qué se supone que debo hacer?

Entonces es cuando su tío le entrega una llavecita, dorada o bañada en oro, anticuada y recargada. Parece la llave de un diario de mujer o del cajón del escritorio de un hombre importante.

—Guárdatela —dice Max Mayflower—. No te pasará nada.

Tom coge la llave, pero no siente nada. Se queda allí, agarrando la llave con tanta fuerza que la siente latir en su mano, y observa cómo su amado tío se desangra bajo la dura luz del camerino de la estrella en la puerta. La orquesta empieza a tocar el vals por tercera vez.

—El espectáculo debe continuar —dice su tío en tono cortante, así que Tom se va, metiéndose la llave de oro en uno de los treinta y nueve bolsillos que la señorita Blossom ha escondido por todo el disfraz. No es hasta que está saliendo al escenario, en medio de los aplausos frenéticos y burlones con que la audiencia protesta por el vals, que se da cuenta no solamente de que se ha dejado la muleta en el camerino, sino que por primera vez en su vida no está cojeando.

Dos enterradores con feces lo atan con cadenas y lo ayudan a meterse en una pesada saca de correo de lona. Una señora de barrio residencial asegura la boca de la saca y fija los extremos de la cuerda con un candado del tamaño de un jamón. El Gran Al lo alza en volandas como si estuviera levantando a un niño envuelto en pañales y lo lleva cuidadosamente hasta el ataúd, que antes han inspeccionado cuidadosamente el alcalde de Empire City, el jefe de policía y el director del departamento de bomberos, y ha sido declarado sólido como una roca. Ahora esas mismas autoridades, para deleite del público, reciben martillos y una veintena de clavos enormes de veinte centavos. Luego sellan a Tom con jovialidad en el interior del ataúd. Si alguien se da cuenta de que en los últimos diez minutos Misterioso ha engordado seis kilos y ha crecido tres centímetros, se guarda ese descubrimiento para sí. ¿Qué diferencia hay, en todo caso, si no es el mismo hombre? Seguirá teniendo que luchar con cadenas, clavos y con dos pulgadas de madera de fresno. Y sin embargo, por lo menos entre las mujeres del público, se produce una reacción vagamente distinta, una profundización o un oscurecimiento de su miedo y su admiración. «Mira qué hombros tiene —le dice una mujer a otra—. Nunca me había fijado».

En el interior del ataúd meticulosamente amañado, que finalmente ha sido introducido en un elaborado sarcófago de mármol por medio de un cabrestante que luego se ha usado para hacer descender la tapa del sarcófago hasta encajarla en su sitio con un estruendo a rebato final, Tom intenta borrarse de la cabeza las imágenes de manchas de sangre en forma de estrella y de orificios de bala. Se concentra en la rutina del truco, en la serie de pasos rápidos y pacientes que tan bien conoce. Y uno tras otro, los pensamientos necesarios ahuyentan a los terribles. Se libera de ellos. Mientras abre la tapa del sarcófago con la palanca que ha sido convenientemente sujeta a su superficie inferior, su mente está en paz y vacía de todo pensamiento. Cuando sale bajo las luces, sin embargo, casi resulta arrollado por los aplausos, barrido como por una enorme marea limpiadora. Todos sus años de cojera y de falta de confianza en sí mismo han sido borrados. Cuando ve a Omar haciéndole señales desde los bastidores, con la cara más grave todavía que de costumbre, odia hacerlo pero tiene que renunciar a ese momento.

—¡Tengo que salir otra vez para saludar! —dice mientras Omar se lo lleva de allí. Es el segundo comentario del día del que tendrá que arrepentirse.

El hombre conocido profesionalmente como Misterioso lleva muchos años viviendo —el detalle está inspirado descaradamente en Gaston Leroux— en un apartamento secreto debajo del Empire Palace Theatre. Se trata de un lugar sombrío y suntuoso. Hay un dormitorio para todo el mundo —la señorita Blossom tiene sus propios aposentos, naturalmente, en el extremo del apartamento opuesto a los del Maestro—, pero cuando no están viajando por el mundo, la compañía prefiere quedarse en la enorme y consabida Sala del Órgano, con su Helgenblatt catedralicio de ochenta tubos, y es en ella donde muere Max Mayflower, veinte minutos después de entrar la bala en su caja torácica y alojarse junto a su corazón. Antes de morir, sin embargo, le cuenta a su pupilo, Tom Mayflower, la historia de la llave de oro, a cuyo servicio —y no al de Thalia o Mammón— él y muchos otros han dado un millar de vueltas al globo.

Cuando era joven, le dice, más o menos de la edad que ahora tiene Tom, era un gandul, un vividor y un mocoso. Un buscavidas, malcriado y libertino. Cada noche salía de la mansión de su familia en Nabob Avenue y se adentraba en los peores antros de perdición de Empire City. Perdía montones de dinero en apuestas y por ello tenía problemas con ciertos tipos muy desagradables. Cuando vieron que no podían recuperar el dinero prestado, aquellos tipos secuestraron a Max y exigieron un rescate tan desorbitado que las rentas que diera podrían sufragar su objetivo secreto, que no era otro que asumir el control de todo el crimen y todos los criminales de Estados Unidos. A su vez, razonaban ellos, aquello les permitiría controlar el país entero. Los hombres maltrataron violentamente a Max y se burlaron de sus súplicas de compasión. La policía y los federales lo buscaron por todas partes sin éxito. Mientras tanto, el padre de Max, el hombre más rico del estado del que Empire City era la capital, se fue debilitando. Amaba a aquel hijo libertino. Quería recuperarlo. El día antes de que venciera el plazo máximo para el rescate, tomó una decisión. La mañana siguiente los repartidores del Eagle salieron a las calles y levantaron al cielo sus campanillas experimentadas: «¡LA FAMILIA PAGA EL RESCATE!», gritaban.

Imagínate que en alguna parte, dice el tío Max, en uno de los lugares secretos del mundo (Tom se imagina un cruce difuso entre una bodega y una mezquita), un ejemplar del Eagle de Empire City con aquel titular escandaloso fuera arrugado violentamente por una mano iracunda unida a una manga perfectamente confeccionada de hilo blanco. El propietario de la mano y del traje de lino permanecía oculto entre las sombras. Pero sus pensamientos eran claros, su furia clamaba justicia y de la solapa de su traje blanco colgaba una llavecita dorada.

Resulta que Max estaba cautivo en una casa abandonada en las afueras de Empire City. Varias veces intentó escapar de sus ataduras pero no consiguió liberar ni un dedo. Dos veces al día lo liberaban parcialmente para poder usar el baño, y aunque en numerosas ocasiones intentó salir por la ventana, ni siquiera pudo descorrer el pestillo. Así pues, al cabo de pocos días ya había quedado sumido en el infierno gris e intemporal del prisionero. Soñaba despierto y dormía con los ojos abiertos. En uno de sus sueños, un hombre misterioso con un traje de lino blanco entraba en su celda. Simplemente atravesaba la puerta. Era un hombre agradable que lo tranquilizaba y se preocupaba por él. Los cerrojos, dijo, señalando la puerta de la celda de Max, no significan nada para nosotros. En pocos segundos, desató las cuerdas que ataban a Max a la silla y lo liberó. Tenía un bote esperando, o quizá un coche o un aeroplano: a su edad avanzada y con la muerte tan cercana, el viejo Max Mayflower ya no se acordaba. Entonces el hombre le recordó a Max, en tono grave pero elegante y experimentado, que la libertad era una deuda que solamente podía pagarse comprando la libertad de los demás. En aquel momento entró en la sala uno de los secuestradores de Max. Llevaba un ejemplar del Eagle con la noticia de la capitulación del padre de Max y parecía muy feliz hasta que vio al desconocido del traje blanco. Desenfundó su pistola y disparó al desconocido en el vientre.

Max montó en cólera. Sin reflexionar ni pensar en su propia seguridad, se abalanzó encima del gángster e intentó quitarle el arma. Hubo un disparo que le retumbó en los huesos y el gángster cayó al suelo. Max volvió con el desconocido, le cogió la cabeza y se la puso en el regazo. Le preguntó su nombre:

—Me gustaría poder decírtelo —dijo el desconocido—. Pero tenemos normas. Oh —se estremeció de dolor—. Escucha, me han liquidado. —Tenía un acento peculiar, refinado y británico, con un extraño deje del Oeste—. Coge la llave. Cógela.

—¿Yo? ¿Que coja yo tu llave?

—Sí, es verdad que no pareces la persona apropiada, pero no tengo elección.

Max abrió el broche de la solapa del hombre. De él colgaba una llavecita dorada, idéntica a la que Max le había dado a Tom media hora antes.

—Deja de malgastar tu vida —fueron las últimas palabras del desconocido—. Ahora tienes la llave.

Max pasó los diez años siguientes buscando infructuosamente la cerradura que se abría con aquella llave. Consultó a los mejores cerrajeros y ferreteros del mundo. Se sumergió en el arte de las fugas y los faquires, de los nudos marineros y de los rituales de cautiverio de los indios Arapaho. Estudió las obras de Joseph Bramah, el cerrajero más grande de todos los tiempos. Buscó el consejo de los espiritistas que se escapaban de cuerdas y que fueron los pioneros del arte de la fuga e incluso estudió, durante una época, con el propio Houdini. Entretanto, Max Mayflower se convirtió en un maestro de la autoliberación, pero el proceso fue arduo. Gastó la fortuna de su padre pero no consiguió averiguar ni remotamente cómo usar el regalo del desconocido. A pesar de todo siguió insistiendo, apoyado sin saberlo por los poderes de la llave. Al final, sin embargo, su pobreza lo obligó a buscar trabajo. Entró en el mundo del espectáculo, abriendo cerraduras por dinero, y así fue como nació Misterioso.

Fue mientras viajaba por Canadá con un cabaret roñoso cuando conoció al profesor Alois Berg. Por aquella época el profesor vivía en una jaula llena de desperdicios, encadenado a los barrotes, vestido con harapos y royendo huesos. Tenía pústulas y apestaba. Gruñía al público, sobre todo a los niños, y en un lado de su jaula, en letras grandes y rojas, había pintada la inscripción: «¡ENTREN Y VEAN AL OGRO!». Como todo el mundo en el espectáculo, Max evitaba al ogro, considerándolo el más tosco de los fenómenos de feria. Sin embargo, una noche profética su insomnio se vio aliviado por una inesperada melodía de Mendelssohn que flotaba en el aire de la templada noche estival de Manitoba. Fue en busca del origen de aquella música y llegó, para su asombro, a la miserable carreta de hierro situada al fondo de los terrenos de la feria. Bajo la luz de la luna leyó las cuatro palabras «¡ENTREN Y VEAN AL OGRO!». Fue entonces cuando Max, que en todo aquel tiempo nunca había considerado la cuestión, se dio cuenta de que todos los hombres, sin importar su patrimonio, poseían resplandecientes almas inmortales. En aquel mismo momento decidió comprar al propietario del espectáculo la libertad del Ogro, y lo hizo con la única posesión valiosa que le quedaba.

—La llave —dice Tom—. La llave de oro.

Max Mayflower asiente.

—Yo mismo le solté los grilletes de la pierna.

—Gracias —dice ahora el Ogro, en la sala de debajo del escenario del Palace, con las mejillas surcadas de lágrimas.

—Has pagado tu deuda muchas veces, viejo amigo —le dice Max Mayflower, dándole unos golpecitos en la mano enorme y callosa. Luego reanuda su historia—. Mientras yo le estaba quitando el grillete de hierro de su pobre tobillo inflamado, un hombre salió de las sombras. De entre los carromatos —dice mientras su respiración se vuelve entrecortada—. Iba vestido con un traje blanco y al principio pensé que era él. El mismo tipo. Por mucho que supiera… Que ya estaba donde… Yo voy a ir ahora.

El hombre le explicó a Max que por fin había encontrado sin buscarlo la cerradura que se abría con la llavecita de oro. Le explicó muchas cosas. Dijo que tanto él como el hombre que había salvado a Max de sus secuestradores pertenecían a la antigua sociedad secreta conocida como la Liga de la Llave de Oro. Eran hombres que iban por el mundo actuando, siempre de forma anónima, para procurar la libertad ajena, ya fuera física o metafísica, emocional o económica. Su trabajo era obstaculizado sin tregua por los agentes de la Cadena de Hierro, cuyas metas eran contrarias y siniestras. Habían sido agentes de la Cadena de Hierro los que años atrás habían secuestrado a Max.

—Y los de esta noche —dice Tom.

—Sí, hijo mío. Esta noche han sido ellos de nuevo. Se han vuelto fuertes. Su antiguo sueño de gobernar un país entero se ha hecho realidad.

—Alemania.

Max asiente débilmente y cierra los ojos. Los demás se agolpan a su alrededor, sombríos, con las cabezas inclinadas, para oírle contar el resto de la historia.

El hombre, dice Max, le dio una segunda llave de oro, y luego, antes de regresar a las sombras, les encomendó a él y al Ogro la tarea de continuar con su trabajo de liberación.

—Y lo hemos hecho, ¿no es cierto? —dice Max.

El Gran Al asiente, y, mirando a su alrededor a las caras angustiadas de la compañía, Tom se da cuenta de que todos están aquí porque fueron liberados por el Gran Misterioso. Omar había sido esclavo de un sultán de África; la señorita Plum Blossom había sufrido muchos años en los talleres de mala muerte oscuros y abarrotados de Macao.

—¿Y qué hay de mí? —dice, casi para sí mismo. Pero el anciano abre los ojos.

—Te encontramos en un orfanato de Europa Central. Era un sitio muy cruel. Solamente me arrepiento de que entonces pudimos salvar a muy pocos de vosotros. —Tose y su esputo está lleno de sangre—. Lo siento —dice—. Tenía intención de contártelo todo. Cuando cumplieras veintiún años. Pero ahora… Te encomiendo la tarea que me fue encomendada. No malgastes tu vida. No permitas que las debilidades de tu cuerpo sean las debilidades de tu espíritu. Paga tu deuda de libertad. Ahora tienes la llave.

Esas son las últimas palabras del Maestro. Omar cierra los ojos. Tom se tapa la cara con las manos y llora un momento, y cuando vuelve a levantar la vista ve que todos lo están mirando.

Tom llama al Gran Al, a Omar y a la señorita Blossom para que se reúnan a su alrededor, luego sostiene la llave en alto y hace el juramento sagrado de que se dedicará a luchar en secreto a las fuerzas malignas de la Cadena de Hierro, en Alemania o donde sea que levanten sus puños perversos, y trabajará para la liberación de todos los que sufran cautiverio: será el Escapista. El sonido de sus voces se eleva por el intrincado y antiguo sistema de ventilación del antiguo gran teatro, sube y va produciendo ecos por los conductos hasta emerger por una rejilla en la acera, donde pueden oírlo claramente un par de jóvenes que pasan andando, con los cuellos de los abrigos levantados para protegerse del frío de la noche de octubre, soñando su elaborado sueño, formulando su deseo, haciendo cobrar vida a su Gólem.