SIETE

Tal como han hecho desde tiempos inmemoriales los jóvenes sometidos a presión, decidieron tumbarse un rato y perder el tiempo. Se sacaron los zapatos, se remangaron las camisas y se aflojaron las corbatas. Hicieron circular los ceniceros, tiraron al suelo montones de revistas, pusieron un disco y actuaron en líneas generales como si fueran los dueños del lugar. Estaban en la habitación donde los jóvenes genios tenían sus mesas de dibujo y sus taburetes, una sala a la que a lo largo de los años sus ocupantes habían dado los apelativos diversos del Calabozo, el Foso, el Nido de Ratas y los Estudios Mala Sombra. Este último era un nombre que se aplicaba a menudo a todo el apartamento, al edificio, ocasionalmente al vecindario entero, e incluso, en las mañanas lúgubres, de resaca y tos persistente en que la salida del sol por la ventana del lavabo era del color del bourbon y la ceniza, a todo el mundo de mierda. En algún momento del siglo anterior había sido un elegante dormitorio femenino. Conservaba las instalaciones de gas curvilíneas de metal y las molduras de ovas y dardos, pero la mayor parte del papel moiré de color verde musgo había sido arrancado para dibujar en él cuando se terminaba el papel de dibujo, dejando las paredes cubiertas únicamente por una red pardusca y enorme de cola agrietada. Pero a decir verdad, Sammy y Joe apenas eran conscientes del lugar en que estaban. No era más que el calvero al que habían llegado para plantar la tienda de campaña de sus imaginaciones. Sammy estaba tumbado en un sofá purpúreo y descascarillado. Joe, en el suelo, fue momentáneamente consciente de que estaba tumbado en una alfombra trenzada de forma oval y olor rancio, en un apartamento del que acababa de marcharse una chica que, en los breves instantes de su encuentro, le había parecido la chica más guapa que había visto en la vida, en un edificio cuya fachada había escalado con el objeto de poder empezar a dibujar cómics para una empresa que vendía cojines que se tiraban pedos, en Manhattan, Nueva York, adonde había llegado pasando por Lituania, Siberia y Japón. Entonces se oyó la cisterna de un retrete en otra parte del apartamento, Sammy se quitó los calcetines dejando escapar un suspiro de felicidad y de la mente de Joe se borró la conciencia de la situación vital extraña en que se encontraba, del enorme vacío y el largo e irremontable camino que lo separaban de su familia.

Todos los universos, incluyendo el nuestro, empiezan con la conversación. Todos los gólems de la historia del mundo, desde la simpática cabra del rabino Hanina hasta el Frankenstein de arcilla de río del rabino Judah Loew ben Bezalel, cobraban vida mediante el lenguaje, mediante los murmullos, recitados y parloteos de la Cábala: literalmente, nacían de una orden. Kavalier y Clay —cuyo Gólem consistiría en líneas negras y en los puntos de cuatricromía del litógrafo— se tumbaron, encendieron el primero de las cinco docenas de cigarrillos que iban a consumir aquella tarde y empezaron a hablar. Cuidadosamente, con cierto humor compungido inspirado en parte por la conciencia de su propia precariedad gramatical, Joe contó la historia de sus estudios interrumpidos con el Ausbrecher Bernard Kornblum, y describió el papel que su antiguo maestro había desempeñado en su huida de Praga. A Sammy le contó simplemente que había salido a escondidas dentro de un cargamento de artefactos no especificados que Sammy se imaginó en voz alta como voluminosos grimorios hebreos cerrados con broches de metal. Joe no lo sacó de su error. Ahora le daba vergüenza el hecho de que, cuando le habían pedido un Superman ágil y volador, él había dibujado un Gólem torpón con gorro frigio, así que ahora le parecía que cuanto menos hablara de gólems, mejor. Sammy quería conocer los detalles de la autoliberación y no paró de hacer preguntas. ¿Era cierto que hacía falta tener articulaciones dobles, que Houdini tenía los codos reversibles y las rodillas cóncavas? No y no. ¿Era cierto que Houdini podía dislocarse los hombros a voluntad? De acuerdo con Kornblum, no. ¿Qué era más importante en aquel arte, ser fuerte o hábil? Hacía falta más astucia que habilidad y más resistencia que fuerza. ¿Generalmente para salir se cortaba, se forzaban cerrojos o se hacían trucos? Las tres cosas y otras muchas: había que hacer palanca, que retorcerse, que romper y dar patadas. Joe recordaba algunas cosas que Kornblum le había contado de su carrera en el mundo del espectáculo, las condiciones precarias, los viajes interminables, la camaradería de los artistas, la transmisión laboriosa y continua entre magos e ilusionistas de la sabiduría acumulada.

—Mi padre se dedicaba al vodevil —dijo Sammy—. Al mundo del espectáculo.

—Lo sé. Una vez me hablaron de tu padre. Era forzudo, ¿sí? Era muy fuerte.

—Era el Judío más Fuerte del Mundo —dijo Sammy.

—Y ahora no…

—Está muerto.

—Lo siento.

—Era un hijo de puta —dijo Sammy.

—Oh.

—No literalmente. No es más que una expresión. Era un capullo. Se largó cuando yo era niño y ya nunca volvió.

—Ah.

—Era todo músculos. No tenía corazón. Era como Superman sin Clark Kent.

—¿Es por eso que no quieres que nuestro hombre —había adoptado la expresión de Sammy— sea fuerte?

—¡No! Lo único que quiero es que nuestro hombre no sea como todos los demás, ¿entiendes?

—Lo siento —dijo Joe. Sin embargo, sentía que tenía razón. Notaba la admiración en la voz de Sammy incluso cuando declaraba que el difunto señor Klayman era un bastardo.

—¿Cómo es tu padre? —dijo Sammy.

—Es un buen hombre. Es médico. No es el judío más fuerte del mundo, por desgracia.

—Eso es lo que necesitarían por allí —dijo Sammy—. O alguien como tú. Tú saliste. A lo mejor lo que necesitan es una especie de Super-Komblum. Eh. —Se puso de pie y empezó a golpearse la palma de la mano izquierda con el puño derecho—. Ooh. Ooh, ooh. Genial. Espera un minuto. —Ahora se apretó las bases de las manos contra las sienes. Casi se podía ver la idea abriéndose paso a codazos dentro de su mente, como Atenea en el cráneo de Zeus. Joe se sentó. Repasó mentalmente la última media hora de conversación y, como si estuviera recibiendo una transmisión directa desde el cerebro de Sammy, vio en su propia mente el perfil, el contorno oscuro, las contorsiones de ballet, de un héroe disfrazado cuyo poder sería el de la fuga perpetua e imposible[3]. Estaba imaginando, previendo o, extrañamente, rememorando a ese gallardo personaje cuando Sammy abrió los ojos. Tenía la cara contraída y ruborizada por la excitación. Para usar una de sus propias expresiones, tenía bastante pinta de que se le estaban sublevando las tripas.

—Muy bien —dijo—. Escucha esto. —Empezó a caminar entre las mesas de dibujo, mirándose los pies, declamando en un tono grave y engolado de tenor que Joe reconoció como el de los anunciantes de la radio americana—. A, emmm, a todos aquellos que, emmm, sufren el yugo de la esclavitud…

—¿Yugo?

—Sí. —Las mejillas de Sammy se ruborizaron y abandonó su voz radiofónica—. O las cadenas. Tú escucha. Es un cómic, ¿vale?

—Vale.

Siguió caminando, volvió a componer el tono de anuncio radiofónico y se puso a emitir una serie histórica de exclamaciones.

—¡A todos aquellos que sufren el yugo de la esclavitud y, emmm, los grilletes de la opresión, les ofrece la esperanza de la liberación y la promesa de la libertad! —Su discurso iba ganando confianza—. ¡Provisto de un entrenamiento físico y mental fabuloso, un equipo de ayudantes de primera y una sabiduría ancestral, recorre el mundo entero, llevando a cabo gestas prodigiosas y acudiendo en ayuda de quienes languidecen en las garras de los tiranos! Es —hizo una pausa y clavó en Joe una mirada jubilosa e incontrolable, a punto de perderse por completo dentro de su propio relato—: ¡El Escapista!

—«El Escapista» —repitió Joe. A sus oídos extranjeros sonaba magnífico: sonaba a alguien de confianza, útil y fuerte—. Es un artista de la fuga disfrazado. Que combate al crimen.

—No solamente lo combate. Libera al mundo. Libera gente, ¿lo entiendes? Sale por las noches. Vigila oculto en las sombras. Guiado solamente por la luz de… La luz de…

—Su Llave de Oro.

—¡Genial!

—Ya veo —dijo Joe. El disfraz tenía que ser oscuro, azul oscuro, del color de la medianoche, simple, funcional, adornado únicamente con el emblema de una llave maestra en el pecho. Joe fue a una de las mesas de dibujo y se subió al taburete. Cogió un lápiz y una hoja de papel y empezó a hacer un boceto rápido, cerrando su párpado interior y proyectando sobre él, por decirlo de algún modo, la imagen de un ágil acróbata recién aparecido en su mente, un hombre en el acto de posarse en el suelo, como un gimnasta descendiendo de sus anillas, con el talón derecho a punto de tocar el suelo, la pierna izquierda levantada y flexionada a la altura de la rodilla, los brazos en alto, las manos extendidas, intentando captar los movimientos físicos de un hombre, el toma y daca de los grupos de músculos y tendones, forjar, como no lo había hecho nunca un artista del cómic, los fundamentos anatómicos de la gracia y el estilo.

—Uau —dijo Sammy—. Uau, Joe. Es bueno. Es estupendo.

—Ha venido a liberar al mundo.

—Exactamente.

—Permíteme que te haga una pregunta.

—Pregunta lo que quieras. Lo tengo todo aquí. —Sammy se golpeó la cabeza de una forma chulesca que a Joe le trajo un recuerdo casi doloroso de Thomas. Un minuto después, cuando Sammy oyó la pregunta de Joe, pareció decaer de la misma forma.

—¿Cuál es el porqué?

Sammy sintió lentamente. Luego se detuvo.

—El porqué —dijo—. Mierda.

—Tú dijiste…

—Ya lo sé, ya lo sé. Ya sé lo que dije. Muy bien. —Recogió su abrigo y cogió el último paquete de cigarrillos—. Demos un paseo —dijo.