CINCO

Durante los diez años antes de que la derribaran junto con el resto del vecindario para hacer sitio a un gigantesco bloque de apartamentos de tejado escalonado llamado Patroon Town, los dos pisos superiores de cierta antigua casa adosada roja en la zona de Chelsea fueron una célebre tumba de esperanzas de dibujantes. De las muchas docenas de jóvenes John Held y Tad Dorgan que visitaron el lugar en busca de residencia bajo sus vigas podridas, con sus flamantes portafolios regalados el día de su graduación, sus diplomas recibidos por correo de escuelas de dibujo y sus manchas orgullosas de tinta bajo las uñas desgastadas, solamente uno, un chaval de New Haven con una sola pierna llamado Alfred Caplin, había llegado a alcanzar el éxito que todos habían creído que encontrarían, y aun así el creador de los shmoo solamente había pasado allí dos noches antes de trasladarse a un alojamiento mejor al otro lado de la ciudad.

La casera, una tal señora Waczukowski, era la viuda de un humorista de la agencia Hearst que había firmado sus tiras cómicas como «Wacky» y que a su muerte le había dejado a su mujer únicamente el edificio, un desprecio manifiesto por todos los dibujantes ya fueran nuevos o veteranos y una participación considerable en su problema común con la bebida. Originalmente, en los dos pisos superiores había habido seis dormitorios separados, pero con el paso de los años estos habían sido recombinados formando una especie de dúplex ad hoc con tres dormitorios, un estudio grande, un salón donde solía haber uno o dos dibujantes extra instalados en un par de sofás descartados, y lo que la gente llamaba, generalmente sin ironía, la cocina: la antigua habitación de una criada equipada con un hornillo, una despensa fabricada con un armario para medicinas de acero robada del Polyclinic Hospital y un estante de madera sujeto con soportes a la cornisa exterior de la ventana, sobre el cual, en los meses fríos, se podía almacenar leche, huevos y beicon.

Jerry Glovsky se había trasladado allí unos seis meses antes, y desde entonces Sammy, en compañía de su amigo y vecino Julie Glovsky, el hermano menor de Jerry, habían hecho varias visitas al apartamento. Aunque no sabía apenas nada del pasado del apartamento, Sammy no era insensible al encanto con olor a humareda de puros de la camaradería masculina, de los años de trabajo duro y de sufrimiento al servicio de absurdas y gloriosas visiones en blanco y negro. En la actualidad había otros dos ocupantes «permanentes», Marty Gold y Davy O’Dowd, que al igual que el mayor de los Glovsky se dejaban la piel para Moe Shiflet, también conocido como Moe Skintlint, un «productor» de tiras originales que vendía su material, normalmente de mala calidad, a las agencias establecidas, y, más recientemente, a los editores de cómics. El sitio siempre parecía lleno de jóvenes manchados de tinta, bebiendo, fumando y tumbados con el dedo gordo del pie sobresaliendo de la punta del calcetín. En toda la ciudad de Nueva York no había un sitio más lógico para ir a contratar a la clase de trabajadores que Sammy necesitaba para poner la piedra angular de la barata y fantástica catedral que sería la obra de su vida.

No había nadie en casa, por lo menos nadie consciente. Los tres jóvenes aporrearon la puerta hasta que la señora Waczukowski, con el pelo atado con nudos de papel rosa y una bata echada sobre los hombros, subió por fin a rastras desde el primer piso y les dijo que se largaran.

—Un minuto más, señora —dijo Sammy—. Y ya no la molestaremos más.

—Traemos unas cuantas antigüedades famosas —dijo Julie, imitando el habla entre dientes de Mr. Peanut[2].

Sammy guiñó el ojo y los dos jóvenes sonrieron a la mujer enseñando todos los dientes hasta que ella se giró, los envió a todos al infierno con un gesto elocuente de la mano y se retiró escaleras abajo.

Sammy se giró hacia Julie.

—¿Dónde está Jerry entonces?

—Ni idea.

—Mierda, Julius, tenemos que entrar. ¿Dónde están todos los demás?

—A lo mejor se han ido con él.

—¿No tienes una llave?

—¿Acaso vivo aquí?

—A lo mejor podemos entrar por la ventana.

—¿De un quinto piso?

—¡Mierda! —Sammy le dio un débil puntapié a la puerta—. ¡Ya es mediodía y todavía no hemos dibujado una línea! ¡Joder! —ahora tendrían que volver al edificio Kramler y pedir que les dejaran trabajar en las mesas con surcos de las oficinas de Racy Publications, un camino que los acercaría inevitablemente al siniestro radio de acción de la mirada de George Deasey.

Joe estaba arrodillado junto a la puerta, recorriendo la hoja con los dedos una y otra vez y acariciando el pomo.

—¿Qué estás haciendo, Joe?

—Puedo meternos dentro, pero me he dejado atrás las herramientas.

—¿Qué herramientas?

—Sé forzar cerraduras —dijo—. Me enseñaron cómo hacerlo, cómo salir de cosas. De cajas. Cuerdas. Cadenas —se puso de pie y se señaló el pecho—. Ausbrecher. Escapador. No, ¿cómo se dice? Escapista.

—Te han entrenado como escapista.

Joe asintió.

—A ti.

—Como Houdini.

—¿Quieres decir que sabes salir de cosas —dijo Sammy—, así que también puedes meternos?

—Normalmente. Dentro, fuera, es lo mismo pero en la otra dirección. Pero desgraciadamente me he dejado las cosas en el Fiat Bush —se sacó una pequeña navaja del bolsillo y empezó a manipular la cerradura con su hoja.

—Espera —dijo Julie—. Espera un segundo, Houdini. Sammy. No creo que debamos entrar forzando la puerta…

—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —dijo Sammy.

—Tienes razón —dijo Joe—. Tenemos prisa. —Dejó la navaja y empezó a bajar las escaleras. Sammy y Julie lo siguieron.

En la calle, Joe se encaramó al espigón que remataba la balaustrada derecha de la escalera frontal, una bola de cemento descascarillada en la que algún inquilino huido largo tiempo atrás había dibujado a tinta una caricatura cruel de la cara lunar y quejumbrosa del difunto señor Waczukowski. Se quitó la chaqueta y se la tiró a Sammy.

—Joe, ¿qué estás haciendo?

Joe no contestó. Se apoyó un momento en el espigón de ojos saltones, rodeándolo con sus largos pies calzados con zapatos de cordones y suela de goma, y examinó la escalera de mano retráctil de hierro de la salida de incendios. Se sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y encendió una cerilla protegiéndola con la mano. Dejó escapar una nube reflexiva de humo, se colocó el cigarrillo entre los dientes y se frotó las manos. Luego saltó desde lo alto de la cabeza del señor Waczukowski con los brazos extendidos. La salida de incendios repicó cuando sus manos la alcanzaron, la escalera se combó y se deslizó hacia abajo con un chirrido oxidado, primero apenas quince centímetros, luego treinta y por fin medio metro, antes de atascarse y dejar a Joe colgado a un metro y medio de la acera. Joe flexionó los brazos, intentando que se soltara, y balanceó las piernas de atrás a adelante. Pero no lo consiguió.

—Vamos, Joe —dijo Sammy—. No va a funcionar.

—Te vas a romper el cuello —dijo Julie.

Joe soltó la mano derecha de la escalera, dio una calada a su cigarrillo y se lo volvió a colocar en la boca. Luego agarró otra vez la escalera y se balanceó, impulsando todo su cuerpo y describiendo un arco más amplio con cada balanceo. La escalera rechinó y repicó contra la salida de incendios. De pronto Joe se dobló por la mitad, soltó la escalera por completo y aprovechó el impulso para dar un salto de carpa, hacia arriba y hacia fuera, hasta el rellano inferior de la salida de incendios, donde aterrizó de pie. Fue una actuación completamente gratuita, hecha puramente por efectismo o por el placer de hacerla; podría haber subido fácilmente por la escalera. Y podría haberse roto fácilmente el cuello. Se detuvo un momento en el rellano, con ceniza volando de la punta del cigarrillo.

En aquel instante, el viento del norte que llevaba todo el día acosando a las nubes sobre la ciudad de Nueva York consiguió por fin dispersarlas y despejó una sección de cielo azul tenue encima de Chelsea. Un haz de luz de sol amarilla se proyectó en sentido oblicuo, engalanado de volutas de humo y vapor, como un chorro de miel derramándose, como un rayo de cuarzo amarillo veteando el granito gris y liso de la tarde. Las ventanas de la vieja casa adosada roja se llenaron de luz, luego la luz las desbordó. Iluminado desde atrás por el resplandor de una ventana, la figura de Josef Kavalier se volvió incandescente.

—Míralo —dijo Sammy—. Mira lo que puede hacer.

Muchos años después, rememorando los viejos tiempos delante de amigos, periodistas o, más adelante todavía, para los editores reverentes de revistas de fans, Sammy inventaría y contaría toda clase de historias fundacionales, fantasiosas y mundanas y a veces contradictorias, pero lo cierto es que el Escapista nació de la conjunción del deseo, del recuerdo enterrado de su padre y de la iluminación aleatoria de la ventana de una casa adosada. Mientras observaba a Joe de pie, resplandeciente, en la escalera de incendios, Sammy sintió un dolor en el pecho que se convertiría, como ocurre tan a menudo cuando la memoria y el deseo se conjugan con un efecto pasajero del clima, en la punzada de la creación. El deseo que sintió, viendo a Joe, era inequívocamente físico, pero en el sentido de que Sammy sintió el impulso de ocupar el cuerpo de su primo, no de poseerlo. Era, en parte, un ansia —bastante común entre los inventores de héroes— de ser otra persona. De ser más que el resultado de doscientos regímenes y situaciones y campañas de autoayuda que siempre incurrían en una incapacidad permanente para encontrar el yo al que debían ayudar. Joe Kavalier tenía un aura de competencia, de fe en sus propias capacidades, que Sammy, mediante un esfuerzo constante realizado durante toda su vida, únicamente había aprendido a fingir.

Al mismo tiempo, mientras contemplaba el ejercicio temerario que Joe llevaba a cabo con su cuerpo largo y displicente, aquel despliegue de fuerza sin objeto y por el puro placer de exhibirse, el despertar de la pasión quedó inevitablemente eclipsado, o alimentado, o complementado por el recuerdo de su padre. Tenemos la idea de que nuestros corazones, una vez rotos, cicatrizan con un tejido indestructible que evita que vuelvan a romperse nunca por el mismo sitio. Pero mientras Sammy observaba a Joe, sintió el mismo dolor en el corazón que aquel día de 1935 en que la Poderosa Molécula se había marchado para siempre.

—Notable —dijo Julie en tono seco, con una voz que sugería que había algo gracioso, y no precisamente en la acepción de «dotado de sentido del humor», en la expresión facial de su viejo amigo—. Ahora solamente le falta saber dibujar.

—Sabe dibujar —dijo Sammy.

Joe subió a toda prisa la escalera de la salida de incendios, arrancando un ruido metálico de los peldaños, hasta la ventana del cuarto piso. Levantó la hoja y se metió de cabeza en la habitación. Un momento más tarde salió del apartamento un chillido imposiblemente musical a lo Fay Wray.

—Hum —dijo Julie—. Este tipo podría ganarse la vida en el negocio de las viñetas humorísticas.