Sammy tenía trece años cuando su padre, la Poderosa Molécula, llegó a casa. El circuito de vodevil de Wertz había cerrado sus puertas aquella primavera, víctima de Hollywood, la Depresión, la mala gestión, el mal tiempo, la falta de talento, la ignorancia filistea y una lista de otros azotes y furias cuyos nombres el padre de Sammy invocaba, con furia de ensalmo, en el curso de los largos paseos que dieron juntos aquel verano. Entre la gente a quien echaba en algún momento la culpa de su repentino desempleo, sin demasiada lógica o coherencia, se contaban banqueros, sindicatos, jefes, Clark Cable, los católicos, los protestantes, los dueños de los teatros, los homosexuales, los números caninos, los números con monos, los tenores irlandeses, los canadienses anglófonos, los canadienses francófonos y el propio señor Hugo Wertz.
—Al infierno con ellos —terminaba invariablemente con un gesto de desdén que, en el crepúsculo de un día de julio, quedaba dibujado por el arco luminoso de su puro—. Un día la Molécula les dirá a todos que los follen.
El uso libre y despreocupado del lenguaje obsceno, así como los puros, la furia lírica, el gusto por los gestos ampulosos, los errores gramaticales y el hábito de hablar de sí mismo en tercera persona, todo ello le resultaba maravilloso a Sammy. Hasta aquel verano de 1935, había tenido pocos recuerdos o impresiones nítidas de su padre. Y todas las cualidades mencionadas (entre otra muchas que poseía la Molécula), constituían, en opinión de Sammy, razón suficiente para que su madre expulsara a la Molécula de su casa durante otra docena de años. Solamente venciendo grandes recelos y gracias a la intervención directa del rabino Baitz ella consintió en que el hombre volviera a casa. Y sin embargo Sammy comprendió, desde el momento en que reapareció su padre, que solamente la pura necesidad podía haber inducido al Genio de la Cultura Física a volver con su mujer y su hijo. Durante los últimos doce años había deambulado, «libre como un maldito pájaro en la maleza», por las misteriosas ciudades septentrionales del circuito de Wertz, desde Augusta en Maine, hasta Vancouver en la Columbia Británica. Un nerviosismo casi patológico, combinado con la nostalgia que empañaba su cara de simio, diminuta e inteligente, siempre que hablaba de sus años en la carretera, le mostraba con claridad a su hijo que tan pronto como se presentara la oportunidad se pondría de nuevo en marcha.
El profesor Alphonse von Clay, la Poderosa Molécula (nacido Alter Klayman en Drakop, un pueblo rural al este de Minsk) había abandonado a su mujer y su hijo poco después de nacer Sammy, aunque a partir de entonces enviaría todas las semanas un giro por valor de veinticinco dólares. Sammy llegó a conocerle únicamente por las historias furibundas de Ethel Klayman y por los extraños y falaces recortes de fotos de prensa que la Molécula enviaba, sacados de las páginas de espectáculos del Tribune de Helena, de la Gazette de Kenosha o del Bulletin de Calgary, y metidos, junto con restos de ceniza de puro, en un sobre sellado con la huella de una copa y el nombre de algún hotelucho de mala muerte. Sammy iba recopilando aquellos recortes dentro de una bolsa de terciopelo azul que colocaba debajo de su almohada antes de irse a dormir por las noches. Soñaba a menudo e intensamente con aquel hombrecillo diminuto y musculoso con bigote de gondolero que era capaz de levantar una caja fuerte de banco por encima de la cabeza y de derrotar a un percherón en el juego del tira y afloja. Las aclamaciones y honores que se describían en los recortes, y los nombres de monarcas de Europa y de Oriente Próximo que supuestamente los habían otorgado, cambiaban con el paso de los años, pero las mentiras básicas de la biografía de la Poderosa Molécula siempre eran las mismas: diez años de soledad estudiando textos de la antigua Grecia en las polvorientas bibliotecas del Viejo Mundo; horas de dolorosos ejercicios diarios desde los cinco años de edad, un régimen alimentario consistente únicamente en legumbres frescas, mariscos y fruta, todo crudo; una vida entera dedicada al cultivo meticuloso de pensamientos puros, sanos e inocentes y la abstinencia total de conductas inmorales e insalubres.
Con el paso de los años, Sammy consiguió arrancarle a su madre gotas escasas y preciosas de información factual sobre su padre. Averiguó que la Molécula, que sacaba su nombre artístico de la circunstancia de que, calzado con unos borceguíes de lamé dorado hasta los muslos, medía poco más de metro cincuenta y cinco de altura, había sido detenido por el zar en 1911 y recluido en la misma celda que un forzudo de circo de Odessa con ideas políticas conocido como Belz el Tren de Mercancías. Sammy sabía que había sido el anarcosindicalista Belz y no los sabios de la antigua Grecia quien había entrenado físicamente a su padre y le había inculcado la abstinencia del alcohol, la carne y el juego, aunque no de las mujeres y los puros. Y sabía que había sido en 1919 en el Kurtzburg’s Saloon del Lower East Side donde su madre se había enamorado de Alter Klayman, que acababa de llegar del campo y estaba trabajando como vendedor ambulante de hielo y transportista autónomo de pianos.
La señorita Kavalier tenía casi treinta años cuando se casó. Era cuatro pulgadas más bajita que su diminuto marido, nervuda, de mandíbula prominente y con los ojos del color gris pálido del agua de lluvia encharcada en un plato olvidado en el alféizar de una ventana. Llevaba el pelo negro invariablemente recogido en un moño. A Sammy le resultaba imposible imaginar cómo debía haber sido su madre en aquel verano de 1919, una chica ya no tan joven trastornada y elevada por una repentina ráfaga de erotismo, transfigurada por los brazos surcados de venas de aquel homúnculo garboso que le guiñaba el ojo mientras metía bloques de cincuenta kilos de hielo en la penumbra de la taberna de su primo Lev Kurtzburg en Ludlow Street. No es que Ethel fuera insensible: al contrario, podía ser, a su modo, una mujer apasionada y sensible a los embates de la nostalgia lacrimógena, propensa a escandalizarse y a que las malas noticias, la mala suerte o las facturas del médico la hundieran en pozos negros y profundos de desesperación.
—Llévame contigo —le dijo Sammy a su padre una noche después de la cena, mientras paseaban por Pitkin Avenue, de camino a New Lots o Canarsie o a donde fuera que el impulso errático de la Molécula los dirigiera aquella noche. Sammy se había dado cuenta de que la Molécula, como los caballos, no se sentaba nunca. Inspeccionaba todas las habitaciones donde entraba, primero iba de arriba para abajo, luego de adelante hacia atrás, miraba detrás de las cortinas, sondeaba los rincones con la mirada o con la punta de un zapato, comprobaba los cojines de la silla o del sofá con una sentadita cautelosa y luego se ponía otra vez en pie de un salto. Si por alguna razón se veía obligado a permanecer de pie sin moverse, se balanceaba de adelante hacia atrás como cuando uno tiene que ir a orinar, haciendo tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo. Nunca dormía más de cuatro horas por noche, y aun así, de acuerdo con la madre de Sammy, dormía con inquietud, revolviéndose, respirando entrecortadamente y gimiendo. Y parecía incapaz de quedarse quieto durante más de una o dos horas. Aunque le enfurecía y le humillaba, el proceso de buscar trabajo, de cruzar una y otra vez el Lower Manhattan y Times Square y visitar las oficinas de los agentes y gerentes de circuitos, se le daba bien. Los días que se quedaba en Brooklyn deambulando por el apartamento, conseguía poner nervioso a todo el mundo a base de ir de un lado para otro, balancearse y con sus viajes cada hora a la tienda en busca de puros, plumas, programas de las carreras de caballos, medio pollo asado o cualquier otra cosa. En el curso de sus paseos de después de la cena, padre e hijo llegaban muy lejos y apenas descansaban. Exploraban los distritos del Este y llegaban hasta Kew Gardens y East New York. Cogían el ferry desde la Bush Terminal hasta Staten Island, donde paseaban desde St. George hasta Todt Hill y regresaban bastante pasada la medianoche. En las escasas ocasiones en que se subían en un tranvía o cogían el tren, iban de pie, aunque el vagón estuviera vacío. En el ferry de Staten Island, la Molécula rondaba por las cubiertas como un personaje de Joseph Conrad, mirando el horizonte con inquietud. De vez en cuando en el curso de una caminata, se detenían en una tienda de puros o en un drugstore, donde la Molécula pedía un tónico de apio Cel-Ray para él y un vaso de leche para el chico y, despreciando el taburete de acerocromo con su asiento de vinilo, se tomaba su Cel-Ray de pie. Y una vez en Flatbush Avenue, habían entrado en un cine donde estaban pasando Tres lanceros bengalíes, pero solamente se habían quedado a ver el noticiario antes de volver a la calle. Los únicos lugares adonde la Molécula no quería ir eran Coney Island, en cuyas barracas más inmundas había sufrido tormentos no especificados tiempo atrás, y Manhattan. Ya se hartaba de Manhattan durante el día, decía, y lo que es más, la presencia en aquella isla del Palace Theatre, el pináculo y meca sagrada del vodevil, era como un reproche constante para la susceptible y rencorosa Molécula, que nunca había pisado los varios pisos de su escenario y nunca llegaría a hacerlo.
—No puedes dejarme con ella. No es sano para un chico de mi edad vivir con una mujer así.
La Molécula se detuvo y miró a su hijo. Iba vestido, como siempre, con uno de los tres trajes negros que tenía, planchado y gastado en los codos. Aunque todos sus trajes estaban hechos a medida, a pesar de ello amenazaban con romperse por la presión de su cuerpo. Tenía la espalda y los hombros tan anchos como la calandra de un camión, los brazos tan gruesos como los muslos de un hombre normal y sus muslos, cuando estaban juntos, rivalizaban en contorno con su pecho. Su cintura tenía un aspecto extrañamente frágil, como la garganta de un reloj de arena. Llevaba el pelo casi al rape y un anacrónico bigote de manillar. En sus fotos publicitarias, para las que a menudo posaba sin camisa o con un leotardo ajustado, aparecía liso como un lingote pulimentado, pero con ropa de calle tenía un aspecto rígido y cómico, y el pelo oscuro que le salía por los puños y el cuello le daba un aspecto como de simio con pantalones salido de una viñeta que satirizara la vanidad humana.
—Escúchame, Sam —la Molécula parecía desconcertado por la petición de su hijo, casi como si coincidiera con sus propios pensamientos o tal vez, la idea le pasó por la cabeza a Sammy, como si lo hubiera pillado a punto de largarse de la ciudad—. Nada me hace más feliz que llevar a ti conmigo —continuó, con la irritante imprecisión que le confería su falta de dominio de la gramática. Alisó el pelo de Sammy con su manaza abierta—. Pero entones uno piensa, joder, mierda, menuda idea de locos.
Sammy empezó a protestar, pero su padre levantó la mano. No había terminado de hablar, y en el balance de su discurso Sammy intuyó o imaginó un leve resquicio de esperanza. Sabía que había elegido una noche particularmente propicia para hacer su ruego. Aquella noche sus padres se habían peleado en la mesa por la cena. Ethel se burlaba del régimen alimentario de la Molécula, afirmando no solamente que el consumo de verduras crudas no tenía ninguno de los efectos positivos que su marido le atribuía sino que además el hombre aprovechaba la menor oportunidad para escurrirse hasta la esquina de la calle para comer en secreto filetes, chuletas de ternera y patatas fritas. Aquella tarde, el padre de Sammy había regresado al apartamento de Sackman Street (todavía no se habían trasladado a Flatbush) después de haber pasado la tarde buscando trabajo con una bolsa llena de calabazas y calabacines italianos. Dejó caer la bolsa en la mesa de la cocina con un guiño y una sonrisa como si fuera un cargamento de material robado. Sammy nunca había visto nada parecido a aquellas verduras. Eran frías y lisas y al frotarlas entre ellas hacían un ruido como de goma. Se podía ver el sitio por donde las habían cortado de la planta. Sus tallos amputados, hexagonales y con textura de madera, sugerían una maraña verde y frondosa que parecía llenar la cocina con su vago aroma a tierra. La Molécula partió una de aquellas calabazas por la mitad y acercó su pulpa pálida y brillante a la nariz de Sammy. Luego se metió una mitad en la boca y hundió los dientes en ella, sonriendo y haciendo un guiño a Sammy mientras masticaba.
—Es bueno para las piernas —dijo, saliendo de la cocina para quitarse los sinsabores del día con una ducha.
La madre de Sammy hirvió las verduras hasta convertirlas en una masa de filamentos grises.
Cuando la Molécula vio lo que había hecho, hubo palabras duras y amargas. Luego la Molécula había agarrado con brusquedad a su hijo, como un hombre que cogiera su sombrero, y lo había arrastrado fuera de la casa hasta la noche calurosa. Llevaban caminando desde las seis. Hacía rato que el sol se había puesto y el cielo del oeste era una mancha neblinosa de púrpura, naranja y azul gris pálido. Habían estado caminando por la avenida Z, peligrosamente cerca de la zona prohibida de los viejos barracones que la Molécula asociaba con el desastre.
—No creo que tú imagines como es la vida ahí fuera para mí —dijo mientras caminaban—. Crees que es como en el circo de las fotos. Todos los payasos y el enano y la mujer gorda sentados alrededor de un buen fuego comiendo goulash y cantando canciones con un acordeón.
—Eso no es lo que creo —dijo Sammy, aunque aquella observación había sido asombrosamente precisa.
—Si te llevara conmigo —y es una simple conjetura— tendrías que trabajar muy duro —dijo la Molécula—. Solamente te aceptarán si eres capaz de trabajar.
—Soy capaz —dijo Sammy, y extendió un brazo en dirección a su padre—. Mira esto.
—Sí —dijo la Molécula. Palpó cuidadosamente los brazos robustos de su hijo por encima y por debajo, más o menos de la misma forma en que Sammy había tocado el calabacín aquella tarde—. Tus brazos no están mal. Pero tus piernas no están muy bien que digamos.
—Caramba, papá, tuve la polio. ¿Qué quieres?
—Ya sé que tuviste la polio. —La Molécula se detuvo nuevamente. Frunció el ceño y en su cara Sammy vio rabia y arrepentimiento y algo más que parecía casi nostalgia. Pisó la punta de su puro, se desperezó y se estremeció un poco, como si intentara sacudirse de encima las ataduras con que su mujer y su hijo le habían rodeado los hombros—. Menudo día de mierda he tenido. Joder.
—¿Qué pasa? —dijo Sammy—. Eh, ¿adónde vas?
—Necesito pensar —dijo su padre—. Necesito pensar sobre lo que me estás pidiendo.
—De acuerdo —dijo Sammy. Su padre había empezado a caminar de nuevo, girando a la derecha por la avenida Nostrand, dando zancadas con sus piernas cortas y gruesas mientras Sammy intentaba seguir sus pasos. Así llegó a un edificio en concreto, de estilo árabe, o tal vez simplemente se suponía que tenía que parecer marroquí. Estaba allí en medio de la manzana, entre el tenderete de un cerrajero y un patio lleno de maleza donde había lápidas amontonadas sin inscribir. Dos torretas finas, rematadas con churretes puntiagudos de yeso descascarillado, señalaban al cielo de Brooklyn en cada esquina del tejado. No tenía ventanas y su amplia fachada estaba recubierta con un mosaico exageradamente elaborado de baldosines cuadrados, de color azul como la panza de una mosca y de un gris jabonoso que alguna vez debió de haber sido blanco. Muchos de los baldosines faltaban, estaban rotos, se los habían llevado o se habían caído. Se entraba por un arco amplio de baldosines azules. A pesar de su aspecto abandonado y de su aire efectista de oriente Misterioso estilo Coney Island, tenía algo cautivador. A Sammy le hizo acordarse de la ciudad de cúpulas y minaretes que se podía vislumbrar, lejana e ilusoria, al fondo de las letras de un paquete de Chesterfield. Junto al arco de la entrada, en letras de azulejos blancos bordeados de azul, había la inscripción GRAN HAMMAM DE BRIGHTON.
—¿Qué es un hammam? —dijo Sammy cuando entraron. De inmediato le asaltó la nariz un aroma acre a pino, el olor a chamusquina de la ropa planchada, a ropa mojada y a algo más penetrante por encima de todo, un olor humano, salado y rancio.
—Son unos baños —dijo la Molécula—. ¿Sabes lo que son unos baños?
Sammy asintió.
—Cuando es hora de pensar —dijo la Molécula—, me gusta tomar unos baños.
—Oh.
—Odio pensar.
—Sí —dijo Sammy—. Yo también.
Dejaron sus ropas en el vestuario, en una casilla negra y alta que chirrió y se cerró con el estrépito metálico de un instrumento de tortura. Luego chapotearon por un largo pasillo embaldosado hasta la sala de vapor principal de los baños de Brighton. Sus pasos arrancaban eco del suelo como si estuvieran en una sala muy grande. El calor era atroz y Sammy sintió que no podía hacer llegar bastante aire a sus pulmones. Quería volver corriendo al fresco de la noche de Brooklyn, pero continuó caminando lentamente, avanzando a tientas entre los penachos de vapor, con una mano en la espalda desnuda de su padre. Se encaramaron a un banco bajo revestido de azulejos, se sentaron y Sammy sintió cada azulejo como un cuadrado de fuego en su piel. Había muy poca visibilidad, pero de vez en cuando una corriente perdida de aire, o bien los caprichos de la maquinaria invisible y zumbante que producía el vapor, abrían una brecha en la neblina y le permitían ver que ciertamente estaban dentro de un espacio enorme, atravesado por bóvedas de porcelana, con incrustaciones de cerámica vidriada blanca y azul, ocasionalmente agrietadas, húmedas y amarillentas por culpa del paso del tiempo. A juzgar por lo que él podía ver, no había más hombres ni muchachos en la sala, pero no podía estar seguro y le daba un poco de miedo que surgieran repentinamente de la oscuridad una cara desconocida o un miembro desnudo.
Estuvieron mucho rato sentados, sin decir nada, y en un momento dado Sammy se dio cuenta, en primer lugar, de que su cuerpo estaba sudando a mares como nunca lo había hecho en la vida, y en segundo lugar, que todo el rato que llevaba allí había estado imaginando su existencia en el vodevil: llevando en brazos un montón de vestidos de lentejuelas por un pasillo oscuro y largo del Royal Theatre de Racine, Wisconsin, pasando por delante de una sala de ensayos de donde salían unas notas de piano y saliendo por la puerta trasera en dirección al furgón que esperaba, la noche de sábado estival en el Medio Oeste llena de abejones de mayo y cargada del olor a gasolina y rosas, cargando con aquellas ropas que olían a cerrado pero también al sudor y al maquillaje de las coristas que acababan de quitárselas. Todo esto lo había estado viendo, oliendo y oyendo con la nitidez de un sueño, aunque si no andaba errado, estaba totalmente despierto.
Entonces su padre dijo:
—Ya sé que tuviste la polio. —Aquello sorprendió a Sammy. Su padre parecía extremadamente enfadado, como si se avergonzara de haber estado sentado allí todo aquel tiempo alimentando su rabia cuando se suponía que tenía que haber estado relajándose—. Yo estuve allí. Yo te encontré en las escaleras del edificio. Habías perdido el conocimiento.
—¿Tú estuviste allí? ¿Cuando yo tuve la polio?
—Sí que estuve.
—No me acuerdo.
—Eras muy pequeño.
—Tenía cuatro años.
—Sí, tenías cuatro años. No te acuerdas.
—De eso sí que me habría acordado.
—Yo estaba allí. Te metí en aquella habitación que teníamos.
—En Brownsville. —Sammy no podía contener el escepticismo de su voz.
—Yo estaba allí, maldita sea.
Como empujada por una ráfaga de furia, la cortina de humo que separaba a Sammy de su padre se abrió de repente y Sammy pudo ver, por primera vez realmente, el enorme espectáculo pardusco de su padre desnudo. Ninguna de las fotos de estudio cuidadosamente preparadas le habían preparado para aquella visión. Su padre brillaba, enorme, salvajemente cubierto de pelo. La musculatura de sus brazos y hombros era como muescas y surcos de ruedas en una extensión de tierra oscura y densa. Las raíces de un árbol anciano parecían bifurcarse y recorrer la superficie de sus muslos, y donde su piel no estaba cubierta de pelo oscuro, la recorrían extrañas telarañas desordenadas de una especie de tejido subcutáneo. Su pene descansaba a la sombra de sus muslos como un cabo de soga gruesa y retorcida. Sammy se lo quedó mirando y luego se dio cuenta de que lo estaba mirando. Desvió la mirada y el corazón le dio un vuelco. Había un hombre con ellos. Estaba sentado con una toalla amarilla alrededor de la cintura al otro lado de la sala. Era un joven moreno y de pelo oscuro con una sola ceja y el pecho perfectamente liso. Su mirada se encontró con la de Sammy durante un instante, luego se apartó y luego volvió a encontrarse con ella. Sammy volvió a mirar a su padre, con un mejunje de vergüenza, confusión y excitación en el estómago. Por alguna razón su cuerpo hirsuto y magnífico era más de lo que podía soportar. De forma que bajó la vista hacia la toalla que envolvía sus propias piernas finas como palos de escoba.
—Pesabas un montón —dijo su padre—. Yo pensaba que tú eras muerto. Y sin embargo, te notaba muy caliente con las manos. Vino el médico y te pusimos hielo y cuando despertaste ya no podías caminar. Y luego cuando volviste del hospital empecé a cogerte y a llevarte a pasear. Te cogía y te llevaba conmigo y te obligaba a caminar. Te hacía caminar hasta que se te llenaban las rodillas de arañazos y magulladuras. Hasta que llorabas. Primero te apoyabas en mí, luego en las muletas y por fin sin muletas. Tú solo.
—Caramba —dijo Sammy—. O sea, buf. Mamá nunca me contó nada de todo eso.
—Qué sorpresa.
—De verdad que no me acuerdo.
—Dios es piadoso —dijo la Molécula en tono cortante. No creía en Dios, tal como su hijo bien sabía—. Lo pasaste realmente fatal. Y me odiaste a muerte.
—Pero mamá mintió.
—Estoy horrorizado.
—Siempre me dijo que te habías ido cuando yo era un bebé.
—Y me fui. Pero volví. Me quedé y te enseñé hasta que pudiste caminar.
—Y luego te marchaste otra vez.
Aparentemente, la Molécula decidió no hacer caso de aquella observación.
—Por eso ahora intento que pasees mucho —dijo—. Para que se te pongan fuertes las piernas.
Aquella posible motivación secundaria para sus paseos —además del talante inherentemente infatigable de su padre— ya se le había ocurrido antes a Sammy. Se sintió halagado. Creyó en su padre y en el poder de los paseos largos.
—Así pues, ¿me vas a llevar contigo? —dijo—. ¿Cuando te vayas?
La Molécula vaciló.
—¿Y qué pasa con tu madre?
—¿Estás de broma? Está loca por librarse de mí. Odia tenerme en casa tanto como odia tenerte a ti.
La Molécula sonrió al oír aquello. A juzgar por todas las apariencias externas, el regreso de su marido a casa no era más que una molestia para Ethel, o peor: una traición a sus principios. Ella criticaba sus costumbres, su ropa, su dieta, las cosas que leía y su forma de hablar. Siempre que intentaba escapar de los grilletes de su inglés torpe y obsceno y le hablaba a su mujer en el yiddish que los dos dominaban, ella no le hacía caso, fingía que no lo oía o simplemente decía en tono cortante: «Estás en América. Habla americano». Tanto delante de él como a su espalda, lo reprendía por su tosquedad, sus historias interminables sobre su carrera en el vodevil y su infancia bajo el Reglamento para Judíos del zar Nicolás II. Le decía que roncaba demasiado fuerte, que se reía demasiado fuerte y que simplemente vivía de una forma demasiado ruidosa, más allá del límite de lo tolerable por seres civilizados. Todo su discurso hacia él parecía consistir únicamente en animadversión e invectivas. Y sin embargo la noche anterior, y todas las noches desde su regreso, ella lo había invitado a su cama, con la voz temblorosa de vergüenza adolescente, y le había permitido disfrutar de ella. Con cuarenta y cinco años, no era muy distinta de como había sido con treinta: enjuta, fibrada y lisa, con la piel del color de cáscaras de almendra y una maraña suave y cuidada de pelo negro como el carbón entre las piernas, que a él le gustaba agarrar y tironear hasta hacerla gritar. Era una mujer carnal que había carecido durante una década de la compañía de un hombre, y al regresar su marido inesperadamente, ella le había dado acceso incluso a aquellas partes y usos de su cuerpo que en su antigua vida ella había tendido a guardarse para sí misma. Cuando terminaban, ella se acostaba a su lado en la oscuridad del cuartucho que habían separado de la cocina mediante una cortina de cuentas, le acariciaba el pecho enorme y velludo y le volvía a repetir al oído en tono susurrante todas las viejas ternezas y manifestaciones del cariño que le profesaba. De noche, en la oscuridad, ella ya no lo odiaba tanto. Fue pensar en esto lo que le había hecho sonreír.
—No estés tan seguro —dijo.
—No me importa, papá. Quiero irme —dijo Sammy—. Maldita sea, lo único que quiero es largarme.
—Muy bien —dijo su padre—. Te prometo que te llevaré cuando me vaya.
A la mañana siguiente, cuando Sammy se despertó, su padre ya se había marchado. Había encontrado trabajo en el viejo circuito de Carlos, en el sudoeste, según decía su nota, y allí pasaría el resto de su carrera actuando en teatros calurosos y polvorientos desde Kingman hasta Monterrey. Aunque Sammy continuó recibiendo postales y recortes, la Poderosa Molécula nunca volvió a acercarse a menos de mil quinientos quilómetros de Nueva York. Una noche, aproximadamente un año antes de que llegara Joe Kavalier, llegó un telegrama diciendo que Alter Klayman había muerto aplastado bajo las ruedas traseras de un tractor Deere que estaba intentando poner vertical en una feria a las afueras de Galveston. Con él moría la esperanza más vana de Sammy en el plan para escapar de su vida: la de trabajar con un socio.