La primera reunión oficial de su sociedad se convocó en la puerta del edificio Kramler, en medio de un nimbo formado por las respiraciones de los chicos y el humo subterráneo que salía de una rejilla en la acera.
—Ha ido bien —dijo Joe.
—Ya lo sé.
—Ha dicho sí —recordó Joe a su primo, que estaba dándose golpecitos con una mano en la parte delantera de su abrigo y tenía una expresión de pánico en la cara, como si acabara de darse cuenta de que se había dejado algo importante en el despacho de Anapol.
—Sí, es verdad. Ha dicho que sí.
—Sammy. —Joe extendió un brazo y agarró la mano errática de Sammy, deteniendo su registro de los bolsillos, del cuello y de la corbata—. Ha ido bien.
—Sí, ha ido bien, mierda. Solamente le ruego a Dios que podamos hacerlo.
Joe soltó la mano de Sammy, asombrado por aquella repentina manifestación de duda. Le había cautivado por completo la audaz aplicación que había hecho Sammy de la ciencia del oportunismo. Toda la mañana, incluyendo el trayecto traqueteante por la oscuridad fluctuante bajo el East River, la corriente ascendente de bocinas y los bloques de oficinas elevados que los habían acompañado hasta la estación del metro, las docenas de miles de hombres y mujeres que los habían rodeado de inmediato, el ruido de teléfonos y el parloteo interrumpido por el estallido de globos de chicle de los empleados y secretarias de las oficinas de Sheldon Anapol, la mole agobiada y calculadora del propio Anapol, la conversación sobre cifras de ventas, competencia y grandes ingresos, todo esto había resultado tan parecido a las ideas sobre la vida en América que Joe se había hecho viendo películas, que si ahora un avión aterrizara en medio de la calle Veinticinco y de él desembarcara una docena de hadas de la democracia en bañador con la intención de otorgarle la presidencia de General Motors, un contrato con la Warner Bros y un ático en la Quinta Avenida con piscina en el salón, también habría dado la bienvenida a todo aquello con la misma ausencia irreal de sorpresa. Hasta ahora no se le había ocurrido pensar que el despliegue de audaz confianza empresarial de su primo pudiera haber sido un farol absoluto, que estaban a ocho grados y él no tenía sombrero ni guantes, que tenía el estómago vacío, la cartera también y que él y Sammy no eran más que una pareja de jovencitos imberbes atrapados por una promesa precipitada y cuestionable.
—Pero yo tengo fe en ti —dijo Joe—. Confío en ti.
—Me alegra oír eso.
—En serio.
—Me gustaría saber por qué.
—Porque —dijo Joe— no tengo elección.
—Ajá.
—Necesito dinero —dijo Joe, y luego intentó añadir—. Maldita sea.
—Dinero. —La palabra pareció tener un efecto regenerativo en Sammy y lo sacó de su estupor—. Vale. Muy bien. En primer lugar, necesitamos caballería.
—¿Caballería?
—Tropas. Hombres.
—Dibujantes.
—¿Por qué no los llamamos «hombres» de momento?
—¿Sabes dónde podemos encontrar a alguno?
Sammy pensó un momento.
—Creo que sí —dijo—. Ven.
Tomaron una dirección que a Joe le pareció que debía de ser al oeste. Mientras caminaban, Sammy pareció enfrascarse rápidamente en sus pensamientos. Joe intentó imaginar el tren de los pensamientos de su primo, pero no tenía nada claros los detalles de la tarea que tenían entre manos y al cabo de un momento lo dejó estar y se limitó a seguir sus pasos. El ritmo de Sammy era pausado y sinuoso, y a Joe le resultó todo un reto no adelantarse a él. Por todas partes se oía un zumbido que al principio atribuyó a la circulación de la sangre en sus propios oídos y después comprendió que era el ruido que hacía la propia calle Veinticinco, compuesto por un centenar de máquinas de coser en un taller de mala muerte por encima de sus cabezas, las rejillas de salida de humos al fondo de un almacén y los trenes que circulaban muy por debajo de la superficie negra de la calle. Joe renunció a pensar como su primo, a confiar en él o a poner en él su fe y se limitó a caminar, con la cabeza bullendo, en dirección al río Hudson, aturdido por la novedad del exilio.
—¿Quién es? —dijo Sammy por fin, mientras cruzaban una calle ancha que un letrero identificaba, de forma casi inverosímil, como la Sexta Avenida. ¡La Sexta Avenida! ¡El río Hudson!
—¿Quién es? —dijo Joe.
—¿Quién es y qué hace?
—Vuela.
Sammy negó con la cabeza.
—Superman vuela.
—¿Y el nuestro no?
—Yo había pensado…
—Ser original.
—Si podemos. Por lo menos intentar que no vuele. Que no vuele, que no tenga la fuerza de cien hombres, que no tenga la piel a prueba de balas.
—Vale —dijo Joe. El zumbido pareció amortiguarse un poco—. ¿Y qué hacen los demás?
—Bueno, Batman…
—Vuela como murciélago.
—No, no vuela.
—Pero es ciego.
—No, solamente se disfraza. No tiene ningún atributo de murciélago. Usa los puños.
—Parece aburrido.
—En realidad es muy siniestro. Te gustaría.
—Tal vez otro animal.
—Hum, bueno, vale. El Halcón. El Hombre Halcón.
—El halcón está bien. Pero tiene que volar.
—Sí, tienes razón. Tacha la familia de las aves. El, emmm, el Zorro. El Tiburón.
—Ese ha de nadar.
—Podemos hacer uno que nade. Pero mejor que no. Conozco un tipo que trabaja en el taller de Chesler y me dijo que ya estaban haciendo uno que nadaba. Para la Timely.
—¿Y un león?
—El León. El Hombre León.
—Podría ser fuerte. Y ruge muy alto.
—Tiene un super rugido.
—Que da el miedo.
—Rompe los platos.
—Los malos se quedan sordos al oírlo.
Los dos se echaron a reír. Joe dejó de reír.
—Creo que tenemos que ser serios —dijo.
—Tienes razón —dijo Sammy—. El León no tiene buena pinta. Los leones son perezosos. ¿Qué tal el Tigre? El Hombre Tigre. No, no. Los tigres matan. Mierda. Veamos.
Empezaron a registrar las filas del reino animal, concentrándose naturalmente en los depredadores: el Gato, el Lobo, el Búho, la Pantera, el Oso Negro. Consideraron a los primates: el Mono, el Hombre Gorila, el Gibón, el Simio, el Mandril con su culo multicolor maravilloso que usaba para aturdir a sus oponentes.
—Seriedad —le reprendió nuevamente Joe.
—Lo siento, lo siento. Oye, olvídate de los animales. Todo el mundo va a pensar en animales. Créeme: en dos meses, para cuando nuestro héroe llegue a los quioscos, va a haber tipos corriendo disfrazados de todos los malditos animales del zoo. Pájaros. Insectos. Héroes submarinos. Y te apuesto lo que sea a que habrá cinco tipos que serán superfuertes, invulnerables y puedan volar.
—Va tan deprisa como la luz —sugirió Joe.
—Sí, supongo que ir deprisa está bien.
—O tal vez puede hacer que las cosas ardan. Puede… ¡Escucha! Tal vez puede, ya sabes. Echar fuego con los ojos.
—Se le derretirían los globos oculares.
—Pues con los manos. ¡O por qué no se convierte en fuego!
—También lo han hecho en la Timely. Tienen a uno de fuego y a otro que va por el agua.
—Se convierte en hielo. Hace que haya hielo por todas partes.
—¿Picado o en cubitos?
—¿No es buena idea?
Sammy negó con la cabeza.
—Hielo —dijo—. No creo que el hielo dé muchas historias.
—¿Se convierte en electricidad? —probó Joe—. ¿Se convierte en ácido?
—Se convierte en salsa de asado. Se convierte en un sombrero enorme. Escucha, déjalo. Déjalo estar, ¿vale?
Se pararon en medio de la acera, entre la Sexta y la Séptima Avenida, y entonces fue cuando Sam Clay experimentó un momento de visión global, un momento que más adelante percibiría como el único roce que le iba a ser concedido en toda su vida con el faldón diáfano y de color de dólar de la túnica del Ángel de Nueva York.
—No se trata de eso —dijo—. No se trata de que se parezca a un gato o a una araña o a un puto lobezno. Ni de que sea enorme, sea diminuto, pueda lanzar llamas o hielo o rayos letales o Vat 69. Ni de que se convierta en fuego, en agua, en piedra o en caucho. Podría ser un marciano, podría ser un fantasma, podría ser un dios o un demonio o un hechicero o un monstruo. ¿De acuerdo? No importa. Porque ahora mismo, fíjate, en este momento, todo el mundo se está subiendo al mismo carro. Te lo aseguro. Todos los chavalines como yo de Nueva York que creen que hay vida en Alfa Centauri y a quienes zurran en la escuela y que son capaces de oler un dólar están intentando subirse al carro. Todos están con un lápiz en el bolsillo de la camisa, diciendo: «Es como un halcón, no, es como un tornado, no, es como un puto perro salchicha». ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Y no importa lo que se nos ocurra ni cómo lo vistamos. Seguro que algún otro personaje con el mismo truco, con el mismo estilo de botas y el mismo dibujo en el pecho ya está en las calles o sale a la venta mañana o lo van a inventar copiándolo de nuestro héroe al cabo de una semana y media.
Joe escuchaba con paciencia, esperando la conclusión de la perorata, pero Sammy parecía haber perdido el hilo. Joe siguió la mirada de su primo por la acera pero solamente vio a una pareja de lo que parecían ser marineros británicos encendiendo sus cigarrillos con una sola cerilla que protegían con las manos.
—Así pues… —dijo Sammy—. Así pues…
—Así pues no se trata de eso —le apuntó Joe.
—Eso es lo que estoy diciendo.
—Continúa.
Siguieron caminando.
—No se trata de cómo. No se trata de qué —dijo Sammy.
—Se trata de por qué.
—Se trata de por qué.
—Por qué —repitió Joe.
—¿Por qué lo hace?
—¿Hace el qué?
—Vestirse de mono o de cubito de hielo o de una puta lata de maíz.
—Para combatir al crimen, ¿no?
—Bueno, sí, para combatir al crimen. Para combatir el mal. Pero eso es lo que hacen todos los demás. Es lo único que hacen. Se limitan… Ya sabes, es lo correcto y por eso lo hacen. ¿Tan interesante es eso?
—Ya veo.
—Solamente Batman, ya sabes… Sí, fíjate, él está bien. Por eso Batman está bien y no resulta aburrido, aunque solamente sea un tipo que se disfraza de murciélago y se lía a puñetazos.
—¿Cuál es la razón de Batman? ¿El por qué?
—A sus padres los mataron. A sangre fría. Y él lo vio con sus propios ojos, cuando era niño. Los mató un atracador.
—Es una venganza.
—Eso es interesante —dijo Sammy—. ¿Lo ves?
—Y se volvió loco.
—Bueno…
—Y por eso se pone el disfraz de murciélago.
—En realidad no llegan nunca a decir que se haya vuelto loco —dijo Sammy—. Pero supongo que está entre líneas.
—Así pues, necesitamos averiguar cuál es el porqué.
—«Cuál es el porqué» —ratificó Sammy.
—Eh, Flattop[1].
Joe levantó la vista y vio a un joven de pie delante de ellos. Era corto de talle y regordete y su cara, salvo por unas enormes gafas negras, resultaba invisible debajo de una intrincada combinación de pañuelo, gorro y orejeras.
—Julius —dijo Sammy—. Este es Joe. Joe, este es un amigo del vecindario, Julie Glovsky.
Joe le ofreció la mano. Julie la examinó un momento, luego le ofreció su propia mano diminuta. Llevaba un sobretodo de lana negra, un gorro de cuero con forro de pelo, unas orejeras enormes y unos pantalones de pana verde demasiado cortos.
—El hermano de este tipo es el que te dije —le dijo Sammy a Joe—. El que gana tanto dinero con los cómics. ¿Qué estás haciendo aquí?
Julie Glovsky se encogió de hombros desde las profundidades de su ropa de abrigo.
—Necesito ver a mi hermano.
—Qué coincidencia. Nosotros también necesitamos verle.
—¿Sí? ¿Y por qué? —Julie Glovsky tembló—. Pero cuéntamelo deprisa porque se me van a caer las pelotas.
—¿Se te van a caer por el frío o, ya sabes, por la atrofia?
—Qué gracioso.
—Soy gracioso.
—Por desgracia no lo eres en la acepción de «dotado de sentido del humor».
—Qué gracioso.
—Soy gracioso. ¿Qué te ronda por la cabeza?
—¿Por qué no vienes a trabajar para mí?
—¿Para ti? ¿Haciendo qué? ¿Vendiendo cordones de zapato? En casa todavía tenemos una caja. Mi madre los usa para coser los pollos.
—Nada de cordones. ¿Conoces a mi jefe, Sheldon Anapol?
—¿Por qué lo iba a conocer?
—Pues bueno, es mi jefe. Va a asociarse con su cuñado, Jack Ashkenazy, a quien tampoco conoces, pero es el editor de Racy Science, Racy Combat, etcétera. Van a editar cómics y están buscando nuevos talentos.
—¿Qué? —La cara de tortuga de Julie pareció asomar desde las sombras de su caparazón de lana—. ¿Y crees que me contratarían a mí?
—Lo harán si yo se lo digo —dijo Sammy—. Porque resulta que soy el director artístico en jefe.
Joe miró a Sammy y levantó una ceja. Sammy se encogió de hombros.
—Joe y yo estamos planeando el primer título. Todo serán aventuras de héroes. Todos con disfraces —dijo, improvisando—. Ya sabes, como Superman. Batman. Blue Beetle. Cosas de esas.
—Leotardos.
—Exactamente. Leotardos. Máscaras. Grandes musculaturas. Se va a llamar Masked Man Comics —continuó—. Joe y yo ya nos estamos encargando de la serie principal, pero necesitamos apoyo. ¿Te parece que puedes hacer algo para nosotros?
—Joder, sí, Flattop. Cuenta con ello.
—¿Y tu hermano?
—Claro, siempre está buscando más trabajo. Lo tienen haciendo El Conejo Romeo por treinta dólares a la semana.
—Muy bien, pues, también estás contratado. Los dos estáis contratados. Con una condición.
—¿Qué condición?
—Necesitamos un sitio donde trabajar —dijo Sammy.
—Entonces hecho —dijo Julie—. Supongo que podemos trabajar en el Nido de Ratas. —Se acercó a Sammy mientras empezaban a alejarse y bajó la voz. El chaval alto y flaco de la narizota se había quedado unos pasos rezagado para encender un cigarrillo—. ¿Quién demonios es ese tipo?
—¿Este? —dijo Sammy. Cogió a su primo del codo y tiró de él hacia delante como si lo estuviera arrastrando al centro del escenario para recibir una merecida ovación. Le agarró un mechón de pelo y le dio un tironcito, meneándole la cabeza de un lado a otro sin soltarle el pelo y al mismo tiempo sonriéndole. Si Joe fuera una chica, Julie Glovsky casi habría pensado que Sammy estaba tirándole los trastos—. Este es mi socio.