Las oficinas de Empire Novelty Company, Inc., estaban en el cuarto piso del edificio Kramler, en un tramo desolado de la calle Veinticinco cerca de Madison Square. El edificio Kramler, un bloque de oficinas de catorce pisos con paredes de piedra de color cuello de camisa sucio y con las ventanas tiznadas de hollín, adornado con diminutos zigzags modernistas, destacaba como el único símbolo de optimismo comercial en una manzana llena de taxpayers bajos de ladrillo (estructuras mínimas que generaban justo lo suficiente en cuestión de alquileres para pagar los impuestos sobre la propiedad de la tierra que ocupaban), locales de exposición y venta de lana con las ventanas entabladas y cuarteles apolillados de sociedades benéficas que atendían a las poblaciones menguantes y dispersas de inmigrantes de países que ya no estaban en el mapa. Se había inaugurado a finales de 1929, luego lo había reposeído el banco que detentaba el derecho de retención al lanzarse el promotor inmobiliario por la ventana de su despacho en el piso catorce. En los diez años que habían pasado desde entonces, había conseguido atraer a una pequeña pero variada población de inquilinos, entre ellos un editor de revistas pulp eróticas; un distribuidor de peluquines, barbas postizas, corsés masculinos y suelas ortopédicas, así como los agentes de reservas para la costa Este de un circo de tercera fila del Medio Oeste. Todos ellos atraídos, igual que Shelly Anapol, por los alquileres bajos y el ambiente de picaresca universitaria.
A pesar del aire de fracaso y descrédito que rodeaba el vecindario, Sheldon P. Anapol —cuyo cuñado Jack Ashkenazy era el propietario de Racy Publications, Inc., con sede en el séptimo piso del edificio Kramler— era un hombre con talento para los negocios, simpático y cruel. Había entrado a trabajar para Hyman Lazar, el fundador de Empire Novelty, en 1914, con veinte años, como viajante pobre como una rata, y quince años más tarde había ahorrado lo bastante como para comprarle la empresa a Lazar cuando este tuvo problemas con su acreedores. La combinación de cinismo adquirido con esfuerzo, gastos indirectos mínimos, una gama de productos de calidad recalcitrantemente baja y la voracidad insaciable de los chicos americanos por las radios enanas, las gafas de rayos X y los timbres de broma no solamente habían permitido a Anapol sobrevivir a la Depresión sino también mantener a sus dos hijas en una escuela privada y tal como a él le gustaba explicarlo, invocando una imaginería inconsciente de barcos de guerra y buques de pasajeros Cunard, «mantener a flote» a su enorme y carísima esposa.
Igual que todos los grandes vendedores, Anapol había vivido la tragedia y la decepción. Era el huérfano de un pogromo y del tifus y había sido criado por parientes que no lo querían. Su envergadura física, heredada de generaciones enteras de Anapoles voluminosos con mandíbulas de mármol, le había convertido durante gran parte de su infancia y juventud en objeto de chistes y de la burla de las mujeres. De joven, había tocado el violín lo bastante bien como para tener esperanzas en una carrera musical, hasta que un matrimonio apresurado y los posteriores gastos de mantenimiento de sus dos hijas acorazadas, Belle y Candace, lo habían empujado a una vida de vendedor itinerante. Todo esto lo endureció, lo aporreó, lo curtió y le hizo adicto a ganar dinero, pero milagrosamente no le agrió el carácter. Durante sus días de viajante, siempre había sido bienvenido en las tiendas solitarias de los vendedores de artículos de broma, hombres que a menudo iban por su tercera o cuarta gama de productos y que en prácticamente todos los casos habían perdido toda noción, después de años de apostar y fracasar, de qué era divertido y qué no lo era. La imagen abiertamente cómica de Anapol, con sus trajes enormes sin abotonar, sus calcetines desparejados y sus ojos tristes de violinista, enseñando una peluca rubia de pelo de caballo o haciendo una demostración de un dentífrico que ponía los dientes de la víctima negros, había sido la piedra angular de muchas grandes ventas en Wilkesbarre o Pittsfield.
En la última década, sin embargo, no había ido más lejos de Riverdale. Y durante el último año, después del recrudecimiento de las perennes «dificultades» con su esposa, Anapol apenas había salido del edificio Kramler. Se había hecho llevar allí una cama y una mesilla de noche de los almacenes Macy’s y dormía en su despacho, detrás de un viejo cobertor de punto de hilo de estambre colgado de una cuerda de tender la ropa. Sammy había recibido su primer aumento el otoño anterior después de encontrar el perchero vacío de un vendedor ambulante abandonado en la Séptima Avenida y llevarlo rodando de una punta a otra de la ciudad para que sirviera como ropero de Anapol. Anapol, que había leído todo lo escrito sobre ventas y de hecho estaba trabajando desde hacía una eternidad en una combinación de tratado y autobiografía al que se refería a veces como La ciencia del oportunismo y en otras ocasiones más atribuladas como Tristeza en mi maletín de muestras, no solamente predicaba la iniciativa sino que la recompensaba, un espíritu en el que Sammy proyectaba ahora sus esperanzas.
—Habla, pues —dijo Anapol. Como siempre a primera hora, solamente llevaba puestos los calcetines, las ligas y unos calzoncillos largos con dibujos de colores vivos lo bastante grandes, pensaba Sammy, como para entrar en la categoría de mural. Estaba inclinado sobre un lavamanos diminuto al fondo de su despacho, afeitándose. Como todas las mañanas, se había levantado antes del amanecer para decidir los movimientos de las partidas de ajedrez que jugaba por correo con individuos de Cincinnati, Fresno y Zagreb; para escribir a otros amantes solitarios de Szymanowski a los que había organizado en forma de asociación internacional de aficionados; para escribir amenazas mal disimuladas a deudores especialmente recalcitrantes con su prosa intensa, chirriante y semigramatical en la que había huellas de la influencia de Jehová y de George Raft: y para redactar su carta diaria a Maura Zell, su amante, que era corista en la compañía itinerante de Perlas de Broadway. Siempre esperaba hasta las ocho en punto para asearse y parecía darle gran importancia al efecto que su persona imperial semidesnuda tenía en sus empleados cuando llegaban a trabajar—. ¿Qué idea es esa que tienes?
—Déjeme preguntarle primero, señor Anapol —dijo Sammy. Estaba de pie, con el portafolio en la mano, sobre el óvalo raído de la alfombra china que cubría la mayor parte del suelo de madera del despacho de Anapol, una sala grande separada mediante mamparas de madera enchapada y cristal de los escritorios de Mavis Magid, la secretaria de Anapol, y de los cinco empleados de envíos, inventario y contabilidad. Un perchero para sombreros, las sillas para invitados y un escritorio de tapa corrediza eran de segunda mano: los habían rescatado en 1933 de las oficinas de una compañía de seguros vecina que había quebrado y los habían traído en carretillas por el pasillo hasta su ubicación actual—. ¿Cuánto le cobran este mes los de la National por la contraportada de Action Comics?
—No, déjame que yo te haga una pregunta a ti —dijo Anapol. Se apartó del espejo e intentó, como todas las mañanas, obligar a unos cuantos mechones de pelos largos a extenderse sobre su calva. Todavía no le había dicho nada a Sammy de su portafolio, que hasta entonces el joven nunca había tenido el valor de enseñarle—. ¿Quién es ese chaval que está ahí sentado?
Anapol no se giró; no había apartado la mirada del espejito de afeitarse desde que Sammy había entrado en la sala, pero veía a Joe a través del espejo. Joe y Sammy estaban sentados dándose la espalda, separados por la mampara de cristal y madera que separaba el despacho de Anapol del resto de su imperio. Sammy alargó el cuello para echarle un vistazo a su primo. Joe tenía sobre el regazo un bastidor de madera de pino, un cuaderno de bocetos y varios lápices. En la silla de al lado había un portafolio barato de cartón que habían comprado en una tienda de gangas de Broadway. La idea era que Joe lo llenara a toda velocidad de excitantes bocetos de héroes musculosos mientras Sammy le vendía su idea a Anapol y hacía tiempo. «Tendrás que trabajar deprisa», le había dicho a Joe, y Joe le había asegurado que diez minutos le bastaban para reunir un panteón entero de justicieros con leotardos. Pero luego, de camino, mientras Sammy se camelaba a Mavis Magid, Joe había perdido unos minutos preciosos hurgando en el envío de Radios Enanas Maravillosas cuya llegada el día anterior por la mañana desde Japón había encolerizado a Anapol; el cargamento entero era defectuoso e invendible incluso para sus criterios relajados.
—Es mi primo Joe —dijo Sammy, echando otro vistazo por encima del hombro. Joe estaba encorvado sobre su trabajo, con la vista clavada en los dedos y girando lentamente la cabeza de derecha a izquierda, como si sus ojos proyectaran un haz de fuerza invisible que arrastrara la punta de lápiz sobre la página. Estaba dibujando la mole de un hombro gigantesco unido a un grueso brazo. Fuera de este brazo y una serie de pautas débiles y crípticas, no había nada más dibujado en la página—. El sobrino de mi madre.
—¿Es extranjero? ¿De dónde es?
—De Praga. ¿Cómo lo ha sabido?
—Por el corte de pelo.
Anapol fue hasta el perchero del vendedor ambulante y cogió un par de pantalones de su percha.
—Llegó anoche mismo —dijo Sammy.
—Y está buscando trabajo.
—Bueno, naturalmente…
—Espero, Sammy, que le hayas dicho que yo no tengo trabajo para nadie.
—En realidad… La información que le he dado sobre esa cuestión tal vez haya sido un poco distinta, jefe.
De nuevo Anapol asintió, como si se acabara de confirmar otro de sus infalibles juicios instantáneos. A Sammy empezó a temblarle la pierna izquierda. Era la que tenía peor de las dos y la primera que se le debilitaba cuando se ponía nervioso o estaban a punto de descubrir una de sus mentiras.
—Y todo esto tiene algo que ver —dijo Anapol— con cuánto me cobran los de National por la contraportada de Action Comics.
—O de Detective.
Anapol frunció el ceño. Levantó los brazos y desapareció en el interior de una camiseta de lino enorme que no parecía exactamente recién lavada. Sammy escrutó el trabajo de Joe. Había empezado a aparecer una silueta enorme, una cabeza cuadrada, un pecho fornido y casi tubular. Aunque dibujada con trazo firme, la figura parecía vagamente hinchada. Las piernas eran robustas y los pies estaban calzados con botas, pero eran unas botas recias de obrero, anudadas prosaicamente por la parte delantera. El temblor de la pierna de Sammy aumentó. La cabeza de Anapol resurgió de su camiseta. Se cubrió la panza peluda de morsa con ella y luego se la metió dentro de los pantalones. Seguía frunciendo el ceño. Se pasó los tirantes por encima de los hombros y se los colocó en su sitio. Luego, sin apartar la mirada del pescuezo de Joe, fue a su escritorio y golpeó un interruptor.
—Ponme con Murray —le dijo al altavoz—. Es una semana con poco trabajo —le dijo a Sammy—. Esa es la única razón por la que te permito esto.
—Lo entiendo —dijo Sammy.
—Siéntate.
Sammy se sentó y se apoyó el portafolio en las piernas, aliviado por la oportunidad de dejarlo. Estaba lleno a rebosar de sus propios bocetos, ideas, prototipos y páginas terminadas.
Mavis Magid anunció que Murray Edelman estaba al teléfono. El director comercial de Empire Novelty dijo, tal como Sammy había sabido que diría porque todas las semanas hacía horas extras voluntarias en el departamento de Edelman, absorbiendo lo que podía de la visión sesgada y exclamatoria del anciano acerca del juego de la publicidad, que la National estaba cobrando casi siete veces la tarifa vigente por el espacio de la contraportada de sus títulos más comerciales: el número de agosto de Action, el último sobre el que había cifras, había vendido casi un millón y medio de ejemplares. De acuerdo con Murray, había una razón y solamente una para que se hubieran disparado salvajemente las ventas de algunos títulos del mercado relativamente incipiente de los cómics.
—Superman —dijo Anapol cuando colgó el teléfono, con el tono de alguien que pide un plato desconocido en un restaurante estrafalario. Empezó a caminar detrás de su escritorio con las manos juntas detrás de la espalda.
—Piense en el volumen de productos que podríamos vender si tuviéramos nuestro propio Superman —se oyó decir Sammy—. Podríamos llamarlos Joy Buzzer Comics. Whoopie Cushion Comics. Piense cuánto se ahorraría en anuncios. Piense…
—Basta —dijo Anapol. Dejó de caminar y pulsó otra vez el interruptor de la consola de su teléfono. Su expresión facial se había alterado y había adoptado una mueca tensa y vagamente aprensiva que Sammy podía relacionar, después de un año como empleado, con el presentimiento cauteloso de dinero. Su voz era un susurro ronco—. Ponme con Jack —dijo.
Mavis pasó la llamada a las oficinas de Racy Publications, Inc., en el piso de arriba, los editores de Racy Police Stories, Racy Western y Racy Romance. Jack Ashkenazy se puso al teléfono. Confirmó lo que ya había dicho Murray Edelman. Todos los editores de revistas y pulps de Nueva York estaban al corriente de las ventas explosivas de la publicación de la National Action Comics y de su estrella con capa y botas.
—¿Sí? —dijo Anapol—. ¿Sí? ¿De veras? ¿Y ha habido suerte?
Se apartó el auricular de la oreja y se lo puso debajo de la axila izquierda.
—Arriba ya están buscando un Superman propio —le dijo a Sammy.
Sammy saltó de su silla.
—Podemos conseguirle uno, jefe —dijo—. Podemos darle un nuevo Superman para el lunes por la mañana. Pero entre usted y yo —añadió, intentando sonar como su gran héroe, John Garfield, duro y fino al mismo tiempo, como un chico de la calle dispuesto a llevar trajes elegantes e ir a donde estuviera el dinero—. Le aconsejo que se quede una tajada de esto para usted.
Anapol se rió.
—Eso es lo que tú harías, ¿no? —dijo. Negó con la cabeza—. Lo tendré en cuenta. —Mantuvo el auricular debajo del brazo y sacó un cigarrillo de la pitillera de su escritorio. Lo encendió e inhaló, mientras rumiaba la cuestión, con su enorme mandíbula tensa y protuberante. Luego recuperó el auricular y expulsó el humo en el micrófono—. Tal vez será mejor que bajes, Jack —dijo. Colgó y señaló con la barbilla en dirección a Joe Kavalier—. ¿Ese es tu dibujante?
—Los dos —dijo Sammy—. Quiero decir que dibujamos los dos —decidió contrarrestar la indecisión de Anapol obligándose a experimentar un rápido estallido de confianza. Fue hasta la mampara y golpeó el cristal haciendo una floritura. Joe levantó la mirada de su trabajo, sobresaltado. Como no quería poner en peligro su propio despliegue de confianza, Sammy evitó mirar de cerca lo que Joe había hecho. Al menos parecía que había llenado toda la página.
—¿Puedo…? —le dijo a Anapol, señalando en dirección a la puerta.
—¿Por qué no le haces entrar?
Sammy hizo una señal a Joe para que entrara, como un maestro de ceremonias dando la bienvenida a un trapecista famoso bajo los focos. Joe se puso de pie, recogió el portafolio y sus lápices y entró sigilosamente en el despacho de Anapol, sujetando el cuaderno contra el pecho, con su traje ancho de tweed, con su cara famélica y su corbata, con una expresión al mismo tiempo cautelosa y conmovedoramente ansiosa por complacer. Miró al propietario de Empire Novelty como si todo el dinero que Sammy había prometido estuviera embutido en el caparazón hinchado de Sheldon Anapol y al más pequeño pinchazo o fuga pudiera brotar en forma de un torrente incontrolable de color verde.
—Hola, joven —dijo Anapol—. Me han dicho que sabes dibujar.
—¡Sí, señor! —dijo Joe, con una voz que sonó vagamente estrangulada y que los sorprendió a todos.
—Dame eso. —Sammy intentó coger el cuaderno y, sorprendido, se encontró con que Joe no lo soltaba. Durante un instante temió que su primo hubiera hecho algo tan abominable que ahora no se atrevía a enseñarlo. Luego vislumbró la esquina superior izquierda del dibujo de Joe, donde una luna hinchada asomaba detrás de una torre retorcida y un murciélago retorcido revoloteaba delante de la misma. Comprendió que lo que pasaba era, simplemente, que su primo no lo soltaba.
—Joe —dijo en voz baja.
—Necesito un poco más de tiempo —dijo Joe, dándole el cuaderno a Sammy.
Anapol salió de detrás de su escritorio, se colocó el cigarrillo encendido en la comisura de la boca, y le cogió el cuaderno a Sammy.
—¡Caramba! —dijo.
El dibujo mostraba un callejón a medianoche, adoquinado y surcado de sombras amenazantes. Se entreveían tejados inclinados, ventanas emplomadas y charcos helados en el suelo. Un hombre alto y musculoso acababa de salir de las sombras y ahora caminaba bajo la luz de la luna surcada de murciélagos. Su cuerpo era tan robusto y macizo como sus botas con tachuelas. Iba vestido con una túnica de pliegues amplios, un grueso cinturón y un enorme y amorfo gorro de tela que parecía salido de un cuadro de Rembrandt. Aunque regulares y armoniosos, los rasgos del hombre parecían congelados y su mirada intrépida estaba vacía. Llevaba cuatro caracteres hebreos grabados en la frente.
—¿Es el Gólem? —dijo Anapol—. ¿Mi nuevo Superman es el Gólem?
—Yo no… Es un concepto nuevo para mí —dijo Joe, encallándose un poco con el inglés—. He dibujado la primera cosa que yo pienso que se parece… Para mí, ese Superman es… Quizá… Solamente un Gólem americano —miró a Sammy en busca de apoyo—. ¿No es verdad?
—¿Eh? —dijo Sammy, pugnando por disimular su consternación—. Sí, claro, Joe, pero… El Gólem es… Bueno… Judío.
Anapol se frotó la robusta barbilla, mirando el dibujo. Señaló el portafolio:
—Déjame ver qué más llevas ahí.
—Tuvo que dejar toda su obra en Praga —se apresuró a decir Sammy mientras Joe desataba la cinta del portafolio—. Ha empezado a reunir algo de material nuevo esta misma mañana.
—Bueno, no trabaja muy rápido —dijo Anapol cuando vio que el portafolio de Joe estaba vacío—. Tiene talento, eso salta a la vista, pero… —La mirada dubitativa volvió a su cara.
—Joe —exclamó Sammy—. ¡Dile dónde estudiaste!
—En la Academia de Bellas Artes de Praga —dijo Joe.
Anapol dejó de frotarse la barbilla.
—¿La Academia de Bellas Artes?
—¿Qué es eso? ¿Quiénes son estos dos? ¿Qué está pasando aquí? —Jack Ashkenazy entró a saco en el despacho sin avisar ni llamar a la puerta. Todavía no se le había empezado a caer el pelo y vestía con mucha más elegancia que su cuñado, con una marcada preferencia por los chalecos a cuadros y los zapatos de dos tonos. Debido a que había prosperado con más rapidez que Anapol, al menos para los criterios del edificio Kremler, no se había visto obligado a desarrollar el encanto acartonado de vendedor de su pariente, pero sí que compartía la ansiedad de Anapol por aligerar a la juventud americana del opresivo manto nacional de aburrimiento, vendiéndoles dosis de remedio a diez centavos. Se sacó el puro de la boca y le quitó el cuaderno de las manos a Anapol.
—Precioso —dijo—. Pero tiene la cabeza demasiado grande.
—¿La cabeza demasiado grande? —dijo Anapol—. ¿Eso es lo único que sabes decir?
—Y el cuerpo demasiado pesado. Parece hecho de piedra.
—Está hecho de piedra, idiota. Es un Gólem.
—De arcilla —dijo Joe. Tosió—. Puedo hacer algo más ligero.
—Puede hacer lo que ustedes quieran —dijo Sammy.
—Lo que sea —corroboró Joe. Entonces la inspiración pareció asaltarlo, abrió mucho los ojos y se volvió hacia Sammy—. A lo mejor tendría que enseñarles mi pedo.
—Solamente ha leído un cómic —dijo Sammy, ignorando su sugerencia—. Pero yo los he leído todos, jefe. He leído todos los números de Action. He estudiado el tema. Sé cómo se hace. Miren —cogió su portafolio y desató los cordeles. Era un portafolio barato de cartón comprado en Woolworth’s, como el de Joe, pero ajado, arañado y cuidadosamente mellado. No se podía aparecer en la sala de espera de un director artístico con un portafolio que pareciera nuevo. Todo el mundo se daría cuenta de que uno era principiante. El otoño pasado, Sammy se había pasado una tarde entera golpeando el suyo con un martillo, pisándolo con un par de zapatos de tacón de su madre y derramando café encima. Por desgracia, después de comprarlo solamente había sido capaz de alimentarlo con dos historietas, una de ellas en una revista completamente carente de humor llamada Jajá y la otra en Belle-Views, la revista corporativa del hospital psiquiátrico donde trabajaba su madre.
—Yo puedo hacer de todo —se jactó, sacando un puñado de páginas de muestra y repartiéndolas. Lo que quería decir, con mayor exactitud, era que él podía robar de todo.
—No están del todo mal —dijo Anapol.
—Pero no son preciosas —dijo Ashkenazy.
Sammy fulminó a Ashkenazy con la mirada, no porque hubiera insultado su trabajo —nadie era más consciente de sus limitaciones artísticas que el mismo Sam Clay— sino porque Sammy sentía que estaba a las puertas de algo maravilloso, de una tierra donde las cataratas furiosas de dinero y el río desbocado de su propia imaginación podrían, por fin, arrastrar su pequeña balsa de fabricación propia y llevarla hasta la libertad sin límites del mar abierto. Jack Ashkenazy, cuyos ojos llorosos Sammy imaginaba que se podrían apuñalar fácilmente con el abrecartas del escritorio de Anapol, amenazaba con interponerse en su camino. Anapol vio la mirada de intenciones asesinas de Sammy y se arriesgó a valerse de ella.
—¿Qué te parece si dejamos que estos chavales se vayan a casa el fin de semana e intenten traernos un Superman? —Clavó una mirada afilada en Sammy—. Un Superman a nuestro estilo, claro.
—Por supuesto.
—¿Cómo de larga es una historia de Superman?
—Probablemente doce páginas.
—Quiero un personaje y una historia de doce páginas para el lunes.
—Vamos a necesitar más que eso —dijo Ashkenazy—. Esos cómics suelen tener cinco o seis personajes por revista. Ya sabes, un espía. Un detective privado. Un vengador secreto de los indefensos. Un chino malvado. Estos dos no pueden inventarse todo eso y además dibujarlo. Yo tengo artistas, Shelly. Tengo a George Deasey.
—¡No! —dijo Sammy. George Deasey era el director editorial de Racy Publications. Se trataba de un viejo periodista malhumorado y tiránico que inundaba los ascensores del edificio Kremler con su olor brutal a whisky de centeno—. Es mío. Nuestro, mío y de Joe. Jefe, yo puedo hacerme cargo de todo.
—Absolutamente, jefe —dijo Joe.
Anapol sonrió.
—No te pierdas a este chaval —dijo—. Tú limítate a traerme un Superman —continuó, poniendo una mano a modo de placaje en el hombro de Sammy—. Luego ya veremos de qué te puedes hacer cargo y de qué no. ¿De acuerdo, tío?
—Los radios —dijo Joe—. Los radios pequeños de ahí fuera.
—Oh, olvídate de las malditas radios, Joe, ¿quieres? —dijo Sammy.
—¿Las radios enanas? —dijo Anapol.
Joe asintió.
—Todos tienen problema de cables. Todos de la misma manera. Un cablecito no está, emmm. Así. —Juntó la yema de un índice con la del otro—. Pegado al resistidor.
—¿Quieres decir a la resistencia?
—¿Entiendes de radios? —Anapol frunció los ojos con gesto de duda—. ¿Estás diciendo que podrías arreglarlas?
—Oh, seguro, jefe. Fácil para mí.
—¿Cuánto me costaría?
—Nada. Unos centavos para el… No conozco la palabra —puso los dedos en forma de pistola—. Wcichlöte. Hay que derretirlo.
—¿Un soldador? ¿Una pistola de soldar?
—Eso es. Pero quizá puedo pedirlo prestado.
—Solamente unos centavos, ¿eh?
—Tal vez un centavo por radio, cada uno.
—Eso me deja casi en precio de coste.
—Pero no pasa nada, no cobro por el trabajo.
Sammy miró a su primo, asombrado y solamente un poco molesto porque hubiera secuestrado la negociación. Vio que Anapol miraba a su primo con una ceja levantada y una expresión que podía resultar prometedora o amenazante.
Por fin Jack Ashkenazy asintió.
—Solamente una cosa —dijo. Cogió a Joe del brazo, sujetándolo antes de que pudiera escurrirse fuera del despacho, con su Gólem de ojos vidriosos y su portafolio vacío—. Estamos hablando de un cómic, ¿de acuerdo? Tal vez «no del todo mal» sea preferible a «precioso».