UNO

Cuando el despertador sonó a las seis y media de aquel viernes, Sammy se despertó para descubrir que Sky City, una bandeja de cóctel cromada llena de botellas modernistas, cocteleras y bastoncitos para agitar, estaba sufriendo un ataque a gran escala. En el cielo que rodeaba la ciudad natal flotante de D’Artagnan Jones, el fornido héroe rubio de Los murajes de los planetas, la historieta de Sammy, aleteaban cinco demonios con alas de murciélago, cornamentas laboriosamente retorcidas en espiral como caracoles marinos y unos músculos difuminados con pinceladas finas. Una araña gigante y peluda con ojos de mujer colgaba de la superficie inferior resplandeciente de Sky City mediante un hilo del grosor de un cabello. Otros demonios con patas de cabra y caras de babuino, blandiendo sables, bajaban por escaleras de mano y colgaban mediante sogas de la cubierta de una carabela fantástica provista de un enjarciado de antenas y hélices laboriosamente dibujado. Al mando de aquellas fuerzas siniestras, inclinado sobre la mesa de dibujo, vestido solamente con unos calcetines negros con rombos rojos hasta la rodilla y enfundado en unos calzoncillos anchos checoslovacos de color hueso, estaba sentado Josef Kavalier, garabateando con una de las mejores plumas de Sammy.

Sammy se deslizó hasta el pie de su cama para mirar por encima del hombro de su primo:

—¿Qué demonios estás haciendo con mi página? —dijo.

El capitán de las fuerzas diabólicas invasoras, enfrascado en su despliegue militar y peligrosamente inclinado hacia atrás sobre el taburete alto, se llevó un buen susto. Dio un respingo y el taburete se inclinó, pero pudo agarrarse al borde de la mesa y mantener el equilibrio, luego extendió el brazo justo a tiempo para agarrar el bote de tinta antes de que se volcara también. Era rápido.

—Lo siento —dijo Josef—. He tenido mucho cuidado de no dañar tus dibujos. Mira. —Levantó una hoja superpuesta a la ambiciosa viñeta a página completa estilo El príncipe valiente en la que Sammy había estado trabajando y los cinco pestilentes demonios-murciélago desaparecieron—. He usado papeles distintos para todo —separó los cinco asaltantes demoniacos con cara de babuino y levantó la araña de papel por el extremo de su hilo. Con unos pocos movimientos de sus largos dedos, el asedio infernal a Sky City se levantó por completo.

—¡Que me aspen! —dijo Sammy. Le dio una palmada a su primo en el hombro pecoso—. ¡Joder, será posible! ¡Déjame ver eso! —Cogió la hoja con forma de riñón que Josef Kavalier había llenado de demonios babeantes con cuernos y ojos como tizones y recortado para superponerla al dibujo de Sammy. Las proporciones de los demonios musculosos eran perfectas, sus poses dinámicas y verosímiles, el entintado amanerado pero vigoroso. El estilo era mucho más sofisticado que el de Sammy, que, aunque firme y claro y ocasionalmente audaz, nunca había ido más allá de la caricatura—. Sabes dibujar de verdad.

—Estudié dos años en la Academia de Bellas Artes. En Praga.

—La Academia de Bellas Artes. —Al jefe de Sammy, Sheldon Anapol, le impresionaba la gente que tenía una educación sofisticada. El plan deslumbrante e imposible que había estado torturando la imaginación de Sammy durante meses pareció encontrar de repente la posibilidad de remontar el vuelo—. De acuerdo, sabes dibujar monstruos. Pero ¿y coches? ¿Edificios? —preguntó, fingiendo el tono desapasionado de una entrevista de trabajo e intentando ocultar su excitación.

—Pues claro.

—Tu anatomía no está nada mal.

—Es un fascinación para mí.

—¿Sabes dibujar el sonido de un pedo?

—¿Perdón?

—En Empire Novelties tienen un montón de artículos que simulan pedos. Pedos, ¿no sabes lo que son? —Sammy se llevó la palma ahuecada de una mano a la axila del otro brazo y movió el brazo, emitiendo una batería de estallidos bruscos y húmedos. Su primo, con los ojos muy abiertos, pareció entenderlo—. Naturalmente, no podemos decirlo abiertamente en los anuncios. Tenemos que decir algo como: «La Funda Chillona para Sombreros emite un sonido más fácil de imaginar que de describir». Así que tienes que apañarte para que se entienda con un dibujo.

—Ya veo —dijo Josef. Pareció asumir el reto—. Dibujaría una ráfaga de viento —trazó cinco líneas horizontales en un trozo de papel—. Luego pondría cositas como estas. —Llenó su pentagrama de estrellas, arabescos y notas musicales quebradas.

—Me gusta —dijo Sammy—. Josef, te diré una cosa. Voy a intentar hacer algo más que conseguirte un trabajo dibujando la Armónica de Fricción Gravmonica, ¿de acuerdo? Vamos a montarnos en el dólar.

—Montarnos en el dólar. —De pronto Josef parecía hambriento y demacrado—. Eso estaría bien de tu parte, Sammy. Necesito montarme en un dólar. Ya lo creo.

A Sammy le sorprendió la avidez que vio en la cara de su primo. Luego comprendió para qué quería el dinero y aquello le dio un poco de miedo. Ya era bastante duro decepcionarse a sí mismo y a Ethel sin tener que preocuparse por un montón de judíos que se morían de hambre en Checoslovaquia. Pero se las apañó para dejar de lado aquel momento de duda y le ofreció su mano:

—Muy bien —dijo—. Chócala, Josef.

Josef le tendió la mano, luego se echó atrás. Puso lo que debía de imaginar que era acento americano, un extraño deje nasal de vaquero británico, y frunció la cara en un intento de mirada chulesca a lo James Cagney.

—Llámame Joe —dijo.

—Joe Kavalier.

—Sam Klayman.

Empezaron a estrecharse la mano otra vez y ahora fue Sammy el que retiró la suya.

—En realidad —dijo, sintiendo que se ruborizaba—, mi nombre profesional es Clay.

—¿Clay?

—Sí, emmm, opino que suena más profesional.

Joe asintió.

—Sam Clay —dijo.

—Joe Kavalier.

Se dieron la mano.

—¡Chicos! —llamó la señora Klayman desde la cocina—. El desayuno.

—No le cuentes nada de esto a mi madre —dijo Sammy—. Y no le digas que me he cambiado el apellido.

Fueron a la mesa de madera contrachapada de la cocina y se sentaron en dos de las sillas acolchadas de acerocromo. Bubbie, que nunca había conocido a su progenie checa, estaba sentada al lado de Joe ignorándolo por completo. Había conocido, para bien o para mal, a tantos seres humanos desde 1846 que parecía haber perdido las ganas, o tal vez incluso la capacidad, de reconocer caras o sucesos procedentes de cualquier momento posterior a la Gran Guerra, momento en que había llevado a cabo la gesta inimaginable de marcharse de Lamberg, su ciudad natal, con setenta años, para venirse a América con la menor de sus once hijos. Sammy nunca se había sentido nada más a los ojos de Bubbie que una especie de sombra vagamente querida en la que se proyectaban los rasgos familiares de docenas de hijos y nietos anteriores, algunos de los cuales llevaban sesenta años muertos. Era una mujer grande y blanda que se posaba como una manta vieja sobre las sillas del apartamento y con sus ojos grises contemplaba fantasmas, fantasías, recuerdos y el polvo atrapado por los haces oblicuos de luz. Tenía unos brazos surcados de estrías y marcas de viruela como mapas en relieve de planetas enormes y las pantorrillas gigantescas embutidas como relleno de carne en unas medias elásticas de color pulmón. Conservaba una vanidad quijotesca y dedicaba una hora todas las mañanas a maquillarse la cara.

—Comed —espetó Ethel, depositando delante de Joe un montón de rectángulos negros y un charco de mucílago amarillo que se sintió obligada a identificar para su sobrino como tostadas con huevos. Él se llevó el tenedor a la boca y masticó el desayuno con una expresión circunspecta tras la cual Sammy creyó detectar un asomo de disgusto genuino.

Sammy llevó a cabo la rápida serie de operaciones —que combinaba elementos de doblar ropa mojada, recoger cenizas húmedas con una pala y tragarse un mapa secreto en el momento de ser capturado por las tropas enemigas— que en la cocina de su madre pasaban por comer. Luego se puso de pie, se secó los labios con el dorso de la mano y se puso su blazer bueno de lana.

—Vamos, Joe, tenemos que irnos —se inclinó para engastar un beso en la mejilla de cuero de Bubbie.

Joe dejó caer su cuchara y, en el gesto de recuperarla, se dio un fuerte golpe en la cabeza con la mesa. Bubbie soltó un chillido y hubo una pequeña conmoción de vajilla y chirriar de sillas. Luego Joe se levantó también y se secó los labios delicadamente con su servilleta de papel. Cuando terminó la volvió a alisar y la dejó en su plato vacío.

—Delicioso —dijo—. Gracias.

—Ten —dijo Ethel, cogiendo un traje limpio de tweed colgado con una percha del respaldo de una silla de cocina—. Te he planchado el traje y le he quitado las manchas a la camisa.

—Gracias, tía.

Ethel rodeó las caderas de Joe con el brazo y lo estrujó con orgullo.

—Este sí que sabe dibujar un lagarto, ya lo creo.

Sammy se ruborizó. Se trataba de una referencia a las peculiares dificultades que Sammy había sufrido un mes antes con un artículo llamado Camaleón Vivo («¡Llévalo en la solapa para asombrar e impresionar!») que Empire había añadido recientemente a su línea de productos. A una falta de habilidad aparentemente congénita con los reptiles se le añadió el hecho de que no tenía ni idea de qué clase de reptil se podía comprar enviando veinticinco centavos a Empire Novelty, puesto que no había existencias de Camaleones Vivos y no las habría hasta que Shelly Anapol dijera cuántas se encargaban si es que se encargaba alguna. Se había pasado dos noches estudiando minuciosamente enciclopedias y libros de la biblioteca, dibujando cientos de lagartos gordos y delgados, del Viejo Mundo y del Nuevo, con cuernos y con sombrerete, y había terminado haciendo algo parecido a una ardilla calva y aplastada. Había sido su único fracaso en el puesto de encargado de los bocetos en Empire, pero su madre, por supuesto, parecía verlo como algo señalado.

—No tendrá que dibujar lagartos ni cámaras baratas ni ninguna otra de esas porquerías que venden —dijo Sammy, y luego añadió, olvidando la advertencia que le había hecho a Joe—. No si Anapol está de acuerdo con mi plan.

—¿Qué plan? —Su madre guiñó los ojos.

—Cómics —exclamó Sammy, mirándola a la cara.

—¡Cómics! —Ella puso los ojos en blanco.

—¿Cómics? —dijo Joe—. ¿Qué es eso?

—Basura —dijo Ethel.

—¿Tú qué sabes? —dijo Sammy, agarrando a Joe del brazo. Eran casi las siete. Anapol descontaba dinero de la paga a los que llegaban más tarde de las ocho—. Los cómics dan mucho dinero. Conozco a un chaval, Jerry Glovsky… —arrastró a Joe hacia el pasillo que llevaba al vestíbulo y la puerta principal, sabiendo exactamente lo que su madre iba a decir a continuación.

—Jerry Glovsky —dijo ella—. Bonito ejemplo. Es retrasado. Sus padres son primos hermanos.

—No la escuches, Joe. Sé de qué estoy hablando.

—Joe no quiere perder el tiempo con esa idiotez de los cómics.

—Lo que él haga —dijo Sammy entre dientes— no es asunto tuyo. ¿Entendido?

Tal como Sammy había sospechado, aquello la hizo callar. La cuestión de si las cosas eran o no asunto de uno ocupaba una posición central en la ética de Ethel Klayman, cuyo principio fundamental era la importancia suprema de ocuparse cada cual de sus cosas. Los chismosos, los entrometidos y los fisgones eran los demonios de su cosmología personal. Estaba universalmente peleada con los vecinos y sospechaba hasta la paranoia de todos los médicos, vendedores, empleados municipales, enviados de la sinagoga y marchantes que venían de visita.

Ethel se giró para mirar a su sobrino.

—¿Tú quieres dibujar cómics? —le preguntó.

Joe permanecía cabizbajo y con un hombro apoyado en el marco de la puerta. Mientras Sammy y Ethel discutían, había fingido que examinaba con cortesía incómoda la alfombra de pelo corto y color mostaza, pero ahora levantó la mirada y le llegó el turno a Sammy de sentirse avergonzado. Su primo lo miró de arriba abajo, con una expresión que era tanto un examen como una admonición.

—Sí, tía —dijo—. Sí que quiero. Solamente una pregunta. ¿Qué es un cómic?

Sammy abrió su portafolio, sacó un ejemplar arrugado y profusamente leído del último número de Action Comics y se lo dio a su primo.

En 1939 el cómic americano, como les ocurría a los castores y las cucarachas en la prehistoria, era más grande y, a su propio modo engorroso, más espléndido que su descendiente moderno. Aspiraba a las dimensiones de una revista elegante y al grosor de un pulp, ofreciendo sesenta y cuatro páginas de papel chillón (incluida la portada) por el precio ideal de diez magros centavos. Aunque la calidad de sus ilustraciones interiores solía ser execrable en el mejor de los casos, las portadas aspiraban en cierta medida a la pericia y el diseño de las revistas elegantes y al brío de las revistas pulp. En aquellos días lejanos, la portada del cómic era un póster que anunciaba una película soñada, con una duración de dos segundos, que cobraba vida en la mente y desplegaba su esplendor justo antes de que uno abriera aquellos fajos grapados de papel basto y las luces se encendieran. A menudo las portadas eran pintadas a mano, en lugar de simplemente entintadas y coloreadas, por hombres con reputaciones sólidas en el ramo, oficiales ilustradores que sabían dibujar con precisión ayudantes de laboratorio encadenadas, lánguidos jaguares de la jungla con todo detalle y cuerpos masculinos muscularmente correctos cuyos pies parecían realmente sustentar su peso. Al cogerlos en las manos, aquellos primeros números de Wonder Comics y Detective Comics, con sus tripulaciones multicolores de piratas, envenenadores hindúes y vengadores con sombrero de paja y con su abundante tipografía al mismo tiempo tosca y elegante, todavía hoy parecen prometer aventuras de una diversidad ligera pero verdaderamente satisfactoria. Demasiado a menudo, sin embargo, la escena descrita en la cubierta no guardaba relación con el mejunje desvaído de sus páginas. En el interior —de donde en la actualidad emana un olor de mercadillo a corrupción y nostalgia— el cómic de 1939 se encontraba, morfológica y artísticamente, en un estado mucho más primitivo. Como sucede con todas las formas mestizas de arte y con los idiomas criollos, en sus inicios atravesó un periodo necesario e intensamente fértil de confusión genética y gramatical. Hombres que durante la mayor parte de sus vidas habían leído tiras cómicas de periódicos y revistas pulp, muchos de ellos jóvenes y sin experiencia con el lápiz, el pincel de entintar y los crueles plazos de entrega del trabajo a destajo, luchaban por ver más allá de los estrictos requisitos espaciales de la tira de prensa, por un lado, y de la atronadora y exuberante elocuencia del pulp por el otro.

Desde el principio hubo una tendencia entre educadores, psicólogos y el público en general a contemplar el cómic como un simple descendiente degenerado de la tira cómica, entonces en el apogeo de una gloria que pronto habría de empezar a marchitarse, leída por presidentes y por chóferes de coches Pullman, un orgulloso primo americano, por su gracia y vitalidad indígenas, del béisbol y del jazz. Parte del oprobio y de la sensación de vergüenza que nunca abandonarían al formato del cómic se debía al hecho de que en su principio se resentía inevitablemente, incluso en el mejor de los casos, de la comparación con el esplendor manierista de Burne Hogarth, Alex Raymond, Hal Foster y los demás reyes del dibujo de viñetas humorísticas, con el humor sutilmente modulado y la ironía adulta de Li’l Abner, Krazy Kat y Abbie an’ Slats, con el talento narrativo sostenido y metronómico de Gould y Gray y Gasoline Alley o con el diálogo vertiginoso y nunca superado entre relato visual y relato verbal de la obra de Milton Caniff.

Al principio, y hasta muy poco antes de 1939, los cómics no habían sido en realidad nada más que compilaciones reimpresas de las tiras más populares, sacadas de sus contextos originales en la prensa y obligadas, no sin violencia ni tijeretazos, a meterse entre un par de cubiertas baratas y chabacanas. El ritmo mesurado de tres o cuatro viñetas de las tiras, con sus continuarás de los viernes y sus recapitulaciones de los lunes, se resentía de los confines más espaciosos del «libro de viñetas», y lo mismo que había sido elegante, excitante o hilarante cuando se administraba a cucharaditas en dosis diarias resultaba entrecortado, repetitivo, estático e innecesariamente prolongado en las páginas, por ejemplo, de More Fun (1937), el primer cómic que Sammy Klayman compró en su vida. En parte por esta razón, pero también para evitar pagar a las agencias existentes por los derechos de reimpresión, los primeros editores de cómics empezaron a experimentar con contenido original, contratando a artistas o equipos de artistas para que crearan sus propios personajes y tiras. Si tenían experiencia, estos artistas carecían por lo general de éxito o talento; los que tenían talento carecían de experiencia. Esta última categoría incluía en su mayor parte a inmigrantes o hijos de inmigrantes, o bien a chavales del campo recién bajados del autobús. Tenían sueños, pero sus apellidos y su falta de contactos les impedían toda posibilidad real de éxito en el mundo majestuoso de las portadas del Saturday Evening Post y los anuncios de las bombillas Mazda. Muchos de ellos, hay que decirlo, no sabían hacer un dibujo realista del apéndice corporal reconocidamente complejo con el que confiaban en ganarse la vida.

El descenso de calidad que siguió a la revolución del contenido original fue inmediato y vertiginoso. Las líneas se volvieron vacilantes, las posturas extrañas, las composiciones estáticas y los fondos inexistentes. Los pies, notoriamente difíciles de dibujar con realismo en profundidad, desaparecieron por completo de las viñetas, y las narices se redujeron a variaciones simplistas de la letra vigésimo segunda del abecedario. Los caballos parecían perros larguiruchos y fornidos, y los automóviles estaban cuidadosamente rodeados de líneas de velocidad para disimular que no tenían puertas, que nunca guardaban la escala y resultaban todos idénticos. Las chicas guapas, una flecha imprescindible en la aljaba de todo dibujante, obtenían resultados algo mejores, pero los hombres solían ir con trajes sin arrugas que parecían fabricados a base de hojalata para conductos de estufa y con sombreros que parecían pesar más que los automóviles, todos en posturas forzadas, con barbillas enormes y dándose de puñetazos entre ellos en unas narices que parecían marcas de visto bueno. Los forzudos de circo, los criados hindúes gigantes y los señores de la jungla con taparrabos exhibían invariablemente musculaturas fantásticas, quinticeps y octoceps y beltoides, y sus abdómenes parecían las quince bolas de billar metidas en el triángulo de saque. Las rodillas y los codos se doblaban en ángulos dolorosos y articulaciones dobles. El color era turbio en el mejor de los casos y en el peor apenas había colores. A veces solamente había dos tonos de rojo o dos de azul para toda la historia. Pero en la mayoría de casos, los cómics no adolecían de falta de trabajo —puesto que en ese sentido había una vitalidad considerable y un fervor colectivo nacido de la Depresión, e incluso algún dibujante ocasional con talento que estaba pasando una mala racha— sino de una tendencia gravísima a la copia. Todo eran versiones, a veces sin apenas alteraciones, de una tira de prensa o de un héroe pulp radiofónico. El Avispón Verde de la radio dio lugar a avispas, escarabajos y abejas de todos los colores. La Sombra se vio seguido como si de sombras se tratara por una legión de justicieros con traje y sombrero de fieltro y entrenados por lamas. Todas las villanas eran versiones descaradas de Dragon Lady. En consecuencia, el cómic empezó a languidecer casi en el mismo momento de inventarse, o muy poco después, carente de sentido y de distinción. No había en él nada que uno no pudiera encontrar mejor hecho, o más barato, en alguna otra parte (y en la radio se podía conseguir gratis).

Luego, en junio de 1938, apareció Superman. Lo habían enviado por correo desde Cleveland a las oficinas del National Periodical Publications un par de jóvenes judíos que le habían otorgado el poder de un centenar de hombres, de un mundo lejano y de toda su esperanza y su angustia de adolescentes con gafas. El dibujante, Joe Shuster, aunque técnicamente no era nada del otro mundo, pareció entender desde el principio que la enorme página rectangular del cómic ofrecía posibilidades para narrar y componer que no existían en los periódicos. Para representar todo el brío parabólico de uno de los saltos patentados de Superman desde un rascacielos unió tres viñetas verticalmente (en aquel punto de su carrera, el Hombre de Acero no sabía volar propiamente), y elegía los ángulos y disponía las figuras con cierto gusto cinematográfico. El guionista, Jerome Siegel, había forjado, gracias al potencial combinatorio de su amor fanático y su conocimiento enciclopédico de los pulps y sus antecedentes, una magnífica aleación de diversos arquetipos y personajes previos desde Sansón hasta el Hombre de Bronce, dotada de una elasticidad, una dureza y un lustre irrepetibles. Aunque lo habían concebido originariamente como a un héroe de tira de prensa, Superman nació en las páginas de un cómic; allí prosperó y, después de su nacimiento milagroso, empezó a tomar forma, dejó atrás su timidez transitoria y se construyó una meta en el mercado de los sueños de diez centavos: transmitir el ansia de poder y el gusto por la indumentaria chillona de una raza de gente desprovista de poder y sin permiso para elegir su ropa. Los cómics eran cosas de niños, pura y ciertamente, y llegaron precisamente en el momento en que los niños de América empezaban, después de diez años de terribles penurias, a ver cómo alguna moneda de diez centavos superflua llegaba a sus bolsillos.

—Esto es un cómic —dijo Sammy.

—Y dices que se montan en el dólar —dijo Joe, con pinta de tener más dudas ahora que en toda la mañana.

—Cincuenta dólares por semana. Tal vez más.

—¡Cincuenta dólares! —dijo Ethel, con su tono usual de incredulidad modificado, o eso le pareció a Sammy, por un matiz de incerteza, como si la naturaleza obviamente aberrante de la afirmación pudiera ser garantía de su veracidad.

—Cuarenta por lo menos.

Ethel se cruzó de brazos y se quedó allí, mordiéndose el labio inferior. Luego asintió.

—Te tengo que encontrar una corbata mejor —le dijo a Joe. Se volvió y entró de nuevo en el apartamento.

—Eh, Sam Clay —susurró Joe, sacando el pequeño fardo, envuelto en una servilleta de papel, donde había escondido su desayuno sin comer. Se lo mostró con una leve sonrisa—. ¿Dónde puedo tirar esto?