Después de haber estado haciendo espeleología con sus linternas eléctricas en las vigas de la Vieja Nueva Sinagoga, la Altneuschul, los dos jóvenes profesores alemanes finalmente se marcharon decepcionados. Porque resultó que el altillo que había bajo el tejado escalonado de la vieja sinagoga gótica era un cenotafio. Hacia finales del siglo XIX, los padres de la ciudad de Praga habían decidido «sanear» el antiguo gueto. Durante un momento en que el destino de la Altneuschul había parecido incierto, los miembros del Círculo Secreto habían hecho las disposiciones para que su contenido fuera trasladado de su antiguo lecho, situado bajo un montón de devocionarios decomisados en el altillo de la sinagoga, a una habitación de un bloque de apartamentos cercano, construido poco tiempo antes por un miembro del Círculo que en su vida pública era un exitoso especulador en bienes inmuebles. Después de aquel momento de desacostumbrada actividad, sin embargo, el Círculo volvió a la inercia y la desorganización propias del gueto. El traslado, que se suponía que tenía que ser temporal, por alguna razón acabó siendo permanente, aun cuando había quedado claro que la Altneuschul iba a ser respetada. Unos años más tarde, el viejo yeshiva que tenía en su biblioteca el registro del traslado la palmó y el diario donde estaba el registro se perdió. Como resultado, el Círculo solamente pudo proporcionarle a Kornblum una ubicación aproximada del Gólem, ya que el número actual del apartamento en donde lo habían escondido estaba olvidado o era objeto de controversia. Lo más vergonzoso era que ninguno de los miembros actuales del Círculo recordaba haber visto al Gólem con sus ojos desde 1917.
—¿Entonces para qué trasladarlo otra vez? —le había preguntado Josef a su viejo profesor mientras ambos permanecían frente al edificio art nouveau, embadurnado con el hollín acumulado durante mucho tiempo, al que los habían remitido. Josef dio un tirón nervioso a su barba falsa, que le picaba en la barbilla. También llevaba bigote y peluca, todo de color rojo y de buena calidad, y unas gruesas gafas de concha redondas. Al mirarse aquella mañana en el espejo de Kornblum, vestido con el traje de tweed Harris comprado para su viaje a América, se había llevado la impresión de pasar muy bien por escocés. Le resultaba menos claro por qué el parecer escocés iba a hacer que pasara desapercibida la misión que él y Kornblum iban a emprender. Como muchos novatos en el arte del disfraz, se sentía exactamente igual de llamativo que si fuera desnudo o llevara un cartel con su nombre e intenciones escritos.
Miró a un lado y al otro de la Nicholasgasse, con el corazón aporreándole las costillas como un abejorro golpea una ventana. En los diez minutos que habían tardado en llegar desde la habitación de Kornblum, Josef se había cruzado tres veces con su madre, o mejor dicho se había cruzado con tres mujeres desconocidas cuyo parecido momentáneo con su madre lo había dejado sin aliento. Se acordó del verano anterior (después de uno de los episodios que él imaginaba que habían roto su joven corazón), cuando, cada vez que salía para ir a la escuela, al Club Alemán de Tenis sobre Hierba situado debajo del Puente de Carlos o a nadar en la Militärschwimmschule o la Civilschwimmschule, la posibilidad constante de encontrar a una tal fraulein Felix había convertido todas las esquinas y portales en escenarios potenciales de vergüenza y humillación. Sin embargo, ahora era él quien había traicionado las esperanzas de otros. Estaba seguro de que si llegara a cruzarse con su madre, ella sería capaz de reconocerlo a pesar de las falsas patillas.
—Si ni siquiera ellos lo encuentran, ¿quién iba a hacerlo?
—Estoy seguro de que ellos lo pueden encontrar —le dijo Kornblum. Se había recortado la barba, quitándose aquel borbotón de color rojo cobre que, como descubrió Josef con sorpresa, había llevado durante años. Llevaba gafas sin montura, se tapaba la cara con un sombrero negro de ala ancha y se apoyaba con gran realismo en un bastón de roten. Kornblum había sacado los disfraces de las profundidades de su maravilloso arcón chino, pero le aseguró que originalmente habían sido propiedad de Harry Houdini, que había sido usuario frecuente y experto de disfraces en la cruzada que mantuvo toda su vida para embaucar y desenmascarar a médiums falsos—. Supongo que lo que se teme es que tarde o temprano —sacó su pañuelo y tosió en él— van a tener que intentarlo.
Kornblum le explicó al superintendente del edificio, dando un par de nombres falsos y mostrando credenciales y referencias cuya fuente Josef nunca fue capaz de averiguar, que los enviaba el Consejo Judío (una organización pública sin relación con el Círculo Secreto del Gólem aunque en algunos casos co-constituyente con el mismo) para inspeccionar el edificio como parte de un programa para seguir el rastro de los movimientos de los judíos que entraban en Praga y que vivían en ella. De hecho, aquel programa existía, con carácter semivoluntario y emprendido con el terror que caracterizaba todos los tratos del Consejo Judío con el Reichsprotektorat. Los judíos de Bohemia, Moravia y los Sudetes estaban siendo concentrados en la ciudad, mientras que a los judíos de Praga los expulsaban de sus casas y los metían en vecindarios segregados, a menudo hacinando a dos o tres familias en un solo piso. La confusión resultante hacía que al Consejo Judío le resultara difícil proporcionar al protectorado la información precisa que exigía continuamente. De ahí la necesidad de un censo. El superintendente del edificio en donde dormía el Gólem, que el protectorado había designado para ser habitado por judíos, no encontró nada cuestionable en su historia ni en sus documentos y los dejó entrar sin sospechar nada.
Empezando por arriba y descendiendo los cinco pisos hasta la planta baja, Josef y Kornblum llamaron a todas las puertas del edificio, mostraron sus credenciales y apuntaron cuidadosamente los nombres y parentescos. Con tanta gente apiñada en cada piso, y tantos de ellos despedidos de sus empleos, había pocas puertas que no respondieran en pleno día. En algunos pisos, los habitantes habían establecido acuerdos estrictos o bien existía un tejido feliz de temperamentos que aseguraba el orden, la felicidad y la limpieza. Pero en su mayor parte, las familias no parecían haberse mudado juntas sino más bien haber colisionado, con un impacto que había arrojado en todas direcciones los libros de la escuela, revistas, medias, pipas, zapatos, periódicos, velas, quincalla, bufandas, maniquíes de sastre, vajilla y fotografías enmarcadas, esparciéndolo todo por unas habitaciones que tenían el aire provisional del almacén de una casa de subastas. En muchos apartamentos el mobiliario estaba descabelladamente duplicado y triplicado: hileras de sofás como bancos de iglesia, las suficientes sillas desiguales como para montar un café grande, un crecimiento selvático de lámparas de araña colgando de los techos, arboledas de lámparas de pie y relojes colocados unos junto a otros en la repisa de la chimenea, disputándose la hora. De forma inevitable surgían conflictos semejantes a guerras fronterizas. Para marcar las fronteras de los conflictos y las treguas se extendían cuerdas con ropa tendida. Se establecían duelos de aparatos de radio sintonizados en emisoras distintas, con los volúmenes belicosamente subidos al máximo. En aquellas circunstancias, escaldar un cazo de leche, freír un arenque ahumado u olvidarse de cambiar un pañal sucio podían tener un valor estratégico incalculable. Había historias de familias enteras sumidas en silencios hostiles que se comunicaban por medio de notas insultantes. En tres ocasiones, la simple pregunta de Kornblum por el parentesco entre los ocupantes de un piso desencadenó griteríos amargos acerca de los grados de vinculación o disputas testamentarias que en un caso estuvieron a punto de acabar con un puñetazo. En ninguno de aquellos interrogatorios circunspectos a maridos, mujeres, tíos abuelos y abuelas se mencionó a un misterioso inquilino o una puerta que nunca se abriera.
Cuando después de cuatro horas de farsa tediosa y deprimente el señor Krumm y el señor Rosenblatt, representantes del Comité de Censos del Consejo Judío de Praga, terminaron su ronda por los pisos del edificio, solamente les quedaban tres por inspeccionar, todos los cuales resultaban estar en el cuarto piso. A Josef le pareció percibir desesperanza —aunque dudaba que su profesor lo hubiera admitido nunca— en el gesto encorvado del anciano.
—Tal vez —empezó a decir Josef, vaciló un momento y luego se permitió manifestar lo que le pasaba por la cabeza—, tal vez deberíamos dejarlo.
Estaba agotado por aquella farsa, y cuando salieron de nuevo a la calle, abarrotada por un tráfico vespertino de escolares, empleados y comerciantes, amas de casa con bolsas del mercado y paquetes de carne envueltos en papel, todos ellos con rumbo a sus casas, Josef se dio cuenta de que su miedo a ser descubierto, desenmascarado y reconocido por sus padres desencantados había sido reemplazado por un intenso deseo de verlos nuevamente. En cualquier momento esperaba —anhelaba— oír que su madre lo llamaba por su nombre, sentir la caricia húmeda del bigote de su padre en la mejilla. Quedaba un resto de verano en el azul acuoso del cielo y en el aroma floral de los cuellos desnudos de las mujeres. A lo largo del día habían aparecido carteles anunciando una nueva película protagonizada por Emil Jennings, el gran actor alemán y amigo del Reich, por quien Josef sentía una admiración teñida por la culpa. Seguramente había tiempo para reagruparse, considerar la situación en el seno de la familia y preparar una estrategia menos lunática. La idea de que su plan de escape previo, por los medios convencionales de pasaportes, visados y sobornos, podía reanudarse de alguna forma y ponerse en marcha empezó a susurrarle con aire seductor.
—Tú puedes dejarlo, por supuesto —dijo Kornblum, apoyándose en su bastón con una fatiga que parecía menos fingida que por la mañana—. Yo no tengo libertad para dejarlo. Aunque no te mande a ti, mi obligación previa es la misma.
—Solamente estaba pensando que quizás he renunciado demasiado deprisa a mi otro plan.
Kornblum asintió pero no dijo nada y el silencio se contrapuso a su asentimiento hasta el punto de cancelarlo.
—Esa alternativa no existe, ¿verdad? —dijo Josef al cabo de un momento—. Entre la manera de usted y la otra manera. Si de verdad me voy a ir, tengo que hacerlo a la manera de usted, ¿verdad? ¿Verdad?
Kornblum se encogió de hombros pero su mirada no participó en el gesto. En sus ojos demacrados había un destello de preocupación:
—Esa es mi opinión profesional —dijo.
Pocas cosas en el mundo tenían más peso para Josef que aquello.
—Entonces no hay elección —dijo—. Se gastaron todo lo que tenían. —Aceptó el cigarrillo que le ofrecía el anciano—. ¿Qué quiero decir con «si de verdad me voy a ir»? —Escupió un grumo de tabaco al suelo—. Tengo que irme.
—Lo que tienes que hacer, muchacho —dijo Kornblum—, es intentar acordarte de que ya te has ido.
Fueron al Café Eldorado, se sentaron y dieron cuenta de sendos bocadillos de mantequilla y huevo, dos vasos de agua Herbert y la mayor parte de un paquete de cigarrillos Letka. Kornblum consultaba su reloj cada quince minutos, a intervalos lo bastante precisos y regulares como para que el gesto fuera superfluo. Al cabo de dos horas pagaron la cuenta, hicieron una parada en el lavabo de hombres para vaciar las vejigas y arreglar sus atuendos, luego volvieron al 26 de Nicholasgasse. Rápidamente visitaron dos de los tres pisos misteriosos, el 40 y el 41 y descubrieron que el primero pertenecía a una señora anciana que había estado echando una cabezadita la última vez que los falsos agentes del censo la habían llamado. El segundo, de acuerdo con la anciana, pertenecía a una familia llamada Zweig o Zwang que se había ido a un funeral en Zuerau o Zilina. La confusión alfabética de la mujer parecía ser parte de una incerteza más general —salió a la puerta vestida con camisón y un solo calcetín y se dirigió a Kornblum sin razón aparente como herr Kapitan—, que afectaba, entre otras muchas cosas, al apartamento 42, el tercero de los pisos no inspeccionados, acerca de cuyo ocupante u ocupantes no pudo dar ninguna información. A pesar de que estuvieron llamando a la puerta del 42 durante la hora siguiente, no hubo respuesta. El misterio se acentuó cuando llamaron de nuevo a los vecinos del 43, la última puerta del cuarto piso. Aquella misma tarde, Kornblum y Josef habían hablado con el portavoz de la casa: en sus cuatro habitaciones vivían las familias de dos hermanos, con sus esposas respectivas y sus catorce hijos. Eran judíos practicantes. Igual que antes, el que salió a la puerta era el hermano mayor. Era un hombre corpulento con solideo, pellas y una barba enorme, negra y poblada que a Josef le pareció mucho más falsa que la que él llevaba. Solamente parecía dispuesto a hablar con ellos a través de un hueco de diez centímetros, con una cadena metálica de banda a banda, como si dejarlos pasar supusiera contaminar la casa o exponer a las mujeres y los niños a una influencia perjudicial. Pero su corpachón no pudo evitar que llegaran a ellos los chillidos y las risas de los niños, las voces de las mujeres y el olor a zanahorias cocidas y a cebollas dorándose en una sartén de manteca.
—¿Qué queréis de ese…? —dijo el hombre después de que Kornblum le preguntara por el apartamento 42. Pareció dudar sobre el sustantivo que iba a emplear y se interrumpió—. Yo no tengo nada que ver con ahí.
—¿Ahí? —dijo Josef, incapaz de refrenarse, aunque Kornblum le había ordenado que hiciera el papel de acompañante silencioso—. ¿Qué hay ahí?
—No tengo nada que decir —la cara larga del hombre, un tallador de joyas con unos ojos azules tristes y exoftálmicos, pareció contraerse de disgusto—. Por lo que a mí respecta ese apartamento está vacío. No le presto atención. No os puedo decir ni una palabra. Si me perdonáis.
Cerró de un portazo. Josef y Kornblum se miraron.
—Es el 42 —dijo Josef mientras se metían en el ascensor traqueteante.
—Lo averiguaremos —dijo Kornblum—. Me pregunto si será ahí.
De vuelta a su habitación, pasaron delante de un cubo de basura y Kornblum tiró el fajo de papeles de copia sujetos con un clip en donde él y Josef habían anotado y numerado a los ocupantes del edificio. Antes de avanzar una docena de pasos, sin embargo, Kornblum se detuvo, dio media vuelta y regresó. Con gesto hábil, se levantó la manga y metió la mano en el cubo oxidado. Su cara adoptó una expresión transida y estoica mientras palpaba la basura desconocida que llenaba el cubo. Al cabo de un momento volvió a sacar la lista, ahora manchada de una sustancia verde y asquerosa. El fajo tenía por lo menos dos centímetros de grosor. Con un tirón de sus brazos nervudos, Kornblum lo rompió limpiamente por la mitad. Juntó las dos mitades, las rompió nuevamente en cuartos y rompió los cuartos en octavos. Su semblante permaneció neutro, pero con cada división el fajo de papeles se volvía más grueso, la fuerza necesaria para romperlo aumentaba consecuentemente y Josef notaba una rabia acumulada en Kornblum mientras rompía en pedacitos el inventario con los nombres y edades de todos los judíos que vivían en el 26 de Nicholasgasse. Luego, con una sonrisa gélida de artista del espectáculo, dejó caer una lluvia de pedacitos en el cubo, como si fueran las monedas del famoso truco de prestidigitación de la Lluvia de Oro.
—Me da asco —dijo, pero a Josef no le quedó claro, ni entonces ni después, a qué o a quién se refería: a la artimaña en sí, a las fuerzas de ocupación que la hacían posible, a los judíos que se sometían a ella sin resistirse o a sí mismo por haberla perpetrado.
Ya pasada la medianoche, después de una cena a base de queso seco, eperlano enlatado y pimientos rojos, y de pasar la sobremesa escuchando a tres bandas las noticias discrepantes de la Rundesfunk, Radio Moscú y la BBC, Kornblum y Josef regresaron a la Nicholasgasse. La extravagante puerta principal, una gruesa lámina de cristal con un marco de hierro forjado en forma de lirios que caían con languidez, estaba cerrada con llave, pero naturalmente aquello no supuso ninguna dificultad para Kornblum. En menos de un minuto estuvieron dentro y subieron la escalera hasta el cuarto piso, pisando sin ruido la alfombra gastada con las suelas de goma. Las lámparas de aplique tenían temporizadores mecánicos y ya hacía rato que las habían apagado. Mientras subían, un silencio aplastante emanaba de las paredes de la escalera y de los pasillos, tan sofocante como un olor pestilente. Josef avanzó a tientas, vacilando y escuchando el susurro de los pantalones de su maestro, pero Kornblum se movía con seguridad en la oscuridad. No se detuvo hasta llegar a la puerta del 42. Prendió el encendedor, cogió el pomo de la puerta y se arrodilló, usando el pomo para mantener el equilibrio. Le pasó el encendedor a Josef. Estaba muy caliente. Se puso todavía más caliente mientras Josef lo mantenía encendido para que Kornblum pudiera abrir la valija de las ganzúas. Con la pequeña valija abierta, Kornblum levantó la vista y dirigió a Josef una mirada interrogante, una amalgama docente de inquisición y ánimo. Dio un golpecito con la yema del dedo en las ganzúas. Josef asintió y dejó que la luz se apagara. Kornblum buscó la mano de Josef con la suya. Josef se la cogió y ayudó al anciano a levantarse con un crujido audible de huesos. Luego le dio el encendedor y se arrodilló a su vez para ver si recordaba cómo forzar una puerta.
Había dos cerrojos, uno montado en el pestillo y el segundo más arriba: un pasador. Josef eligió una ganzúa con la punta en forma de paréntesis doblado y, con un tirón de la llave dinamométrica, terminó de inmediato con la cerradura de abajo, un chisme barato de tres patillas. Palpó y accionó las patillas, buscó sus frecuencias de resonancias como si la ganzúa fuera una antena conectada al inductor tembloroso de su mano. Pero no recibió señal. Se le habían entumecido los dedos. Primero se impacientó. Luego sintió vergüenza y se puso a resoplar y jadear entre dientes. Cuando lo dejó estar, espetando un Scheiss, Kornblum le puso una mano pesada en el hombro y volvió a prender el encendedor. Josef agachó la cabeza, se puso lentamente de pie y le dio la ganzúa a Kornblum. En el instante antes de que la llama del encendedor se apagara otra vez, se sintió humillado por la falta de simpatía en la expresión de Kornblum. Cuando estuviera encerrado en un cajón, dentro de un vagón de mercancías en el andén de Vilna, iba a tener que hacer un trabajo mejor.
Segundos después de que Josef le diera la ganzúa a su maestro, ya estaban dentro del apartamento 42. Kornblum cerró la puerta con suavidad detrás de ellos y encendió la luz. Solamente tuvieron tiempo de apreciar que alguien había llevado a cabo la decisión no muy acertada de decorar el alojamiento del Gólem con abundancia de sillas Luis XV, pieles de tigre y candelabros de ormulu antes de que una voz grave, cortante e irresistible les dijera:
—Manos arriba, caballeros.
La que había hablado era una mujer de unos cincuenta años, vestida con una bata de satén verde y unas pantuflas verdes a juego. Había dos mujeres más jóvenes de pie detrás de ella, con expresiones duras y quimonos ornamentados, pero era la mujer de verde la que llevaba la pistola. Al cabo de un momento, un anciano apareció en el pasillo detrás de las mujeres, con los pies enfundados en medias, los faldones de la camisa colgando y unas piernas blancas, nudosas y flacas como palos de escoba. Su cara aviesa y su nariz de patata le resultaron extrañamente familiares a Josef.
—Max —dijo Kornblum, con una cara y una voz que denotaban sorpresa por primera vez desde que Josef lo conocía. Fue entonces cuando Josef reconoció, en aquel viejo medio desnudo, al camarero que había hecho aparecer caramelos durante la única noche que él y Thomas habían pasado años atrás en el club Hofzinser. Descendiente directo, tal como se vería después, del constructor del Gólem, el rabino Judah Loew ben Bezalel, y del hombre que había recomendado a Kornblum al Círculo Secreto, el viejo Max Loeb escrutó la escena que tenía delante con los ojos entrecerrados, intentando ubicar a aquel tipo de barba gris y sombrero calado con su imperiosa voz adiestrada en el teatro.
—¿Kornblum? —aventuró por fin, y su expresión preocupada se convirtió rápidamente en una mueca de burla y conmiseración. Negó con la cabeza y le hizo una señal a la mujer de verde para que bajara el arma—. Te lo prometo, Kornblum, no lo vas a encontrar aquí —dijo. Luego añadió con una sonrisa amarga—. Llevo años viniendo a este apartamento.
A primera hora de la mañana siguiente, Josef y Kornblum se reunieron en la cocina del apartamento 42. Trudi, la más joven de las tres prostitutas, les sirvió café en tazas festoneadas de Herend. Era una chica poco atractiva, corpulenta e inteligente que estudiaba para ser enfermera. Después de aliviar a Josef de la carga de su inocencia la noche anterior, valiéndose de un procedimiento que le había tomado menos tiempo del que esa mañana le estaba llevando hacer una cafetera, Trudi se había puesto su quimono de color cereza y se había ido al salón a estudiar un libro sobre flebotomía, dejando a Josef arropado con su cubrecama de plumón, recostado sobre la almohada limpia que todavía conservaba el olor a lilas de su nuca y de su mejilla, en la oscuridad perfumada del dormitorio y padeciendo la vergüenza de su satisfacción.
Cuando Kornblum entró en la cocina aquella mañana, su mirada y la de Josef se buscaron y se evitaron y su conversación se volvió monosilábica. Mientras Trudi estuvo en la cocina, apenas abrieron la boca. No es que Kornblum se arrepintiera de haber corrompido a su joven alumno. Él mismo había frecuentado a prostitutas durante décadas y tenía una perspectiva liberal de la utilidad y del sentido del comercio sexual. Las camas de burdel eran más cómodas y olían mucho mejor que la habitación diminuta de Kornblum con su catre individual y sus tuberías ruidosas. Sin embargo sintió vergüenza, y del encogimiento culpable de los hombros de Josef y su mirada huidiza Kornblum dedujo que el joven se sentía igual.
La cocina del apartamento olía a café del bueno y a eau de lilas. La luz tenue del sol de octubre atravesaba la cortina de la ventana y proyectaba un entramado de sombra a través de la superficie de pino lisa de la mesa. Trudi era una chica admirable, y las articulaciones viejas y maltrechas de Kornblum parecían haber recuperado la elasticidad en brazos de su compañera de la noche anterior, madame Willi, la que los había apuntado con el arma.
—Buenos días —murmuró Kornblum.
Josef se ruborizó por completo. Abrió la boca para decir algo pero pareció acometerlo un ataque de tos y su respuesta quedó rota y dispersa en el aire. Habían pasado una noche de placer en un momento en que muchas cosas parecían depender de la prisa y de su sacrificio.
A pesar de la incomodidad moral, Josef había obtenido una información valiosa de Trudi.
—Ha oído hablar a unos niños —le dijo a Kornblum después de que la chica le plantara un beso con aroma a café en la mejilla, saliera arrastrando los pies de la cocina y enfilara el pasillo para recuperar su cama revuelta—. Hay una ventana en la que nunca se ve a nadie.
—Los niños —dijo Kornblum, con un asentimiento brusco de la cabeza—. Claro. —Parecía disgustado por sí mismo por haber pasado por alto aquella fuente obvia de información sorprendente—. ¿En qué piso está esa ventana misteriosa?
—No lo sabía.
—¿Y en qué lado del edificio?
—Tampoco lo sabía. Se me ha ocurrido que podemos buscar a un niño y preguntárselo.
Kornblum asintió con la cabeza. Le dio otra calada a su Letka, le dio unos golpecitos con el dedo, le dio la vuelta y examinó el simbolito en forma de avión que había impreso en el papel. De pronto se puso de pie y empezó a registrar los cajones de la cocina, mirando en todos los armarios hasta que encontró unas tijeras. Llevó las tijeras al salón dorado y allí empezó a abrir y cerrar armarios. Con movimientos suaves y precisos, inspeccionó los cajones de un aparador ornamentado que había en el comedor. Por fin, en una mesa del recibidor encontró una caja de papel de carta llena de gruesas hojas de papel de tela de color verdeazul pálido. Regresó a la cocina con el papel y las tijeras y se volvió a sentar.
—Le decimos a la gente que nos hemos olvidado de algo —dijo, doblando una hoja de papel de carta por la mitad y cortándolo con seguridad y con pulso firme. Con media docena de dobleces había compuesto el armazón triangular de un barquito de papel, como los que los niños hacían con papel de periódico—. Les decimos que tienen que poner uno de estos en todas las ventanas. Para indicar que los han contado.
—¿Un barquito? —dijo Josef—. ¿Un barquito?
—No es un barquito —dijo Kornblum. Dejó las tijeras, desplegó el pedazo de papel recortado por el pliegue central y mostró una pequeña estrella de David azul.
Josef sintió un escalofrío al verla, atemorizado por la plausibilidad de aquella norma inventada.
—No querrán hacerlo —dijo, mirando cómo Kornblum pegaba la estrella al cristal de la ventana de la cocina—. No se prestarán.
—Me gustaría pensar que tienes razón, jovencito —dijo Kornblum—. Pero necesitamos acuciantemente que te equivoques.
Al cabo de dos horas, todas las casas del edificio habían tachonado sus ventanas de azul. Por medio de aquella estratagema abyecta se redescubrió la habitación que albergaba al Gólem de Praga. Estaba en el último piso del 26 de Nicholasgasse, en la parte trasera. Su única ventana daba al patio de atrás. Como pastores mirando al cielo en los campos de la antigüedad, una generación entera de niños había desarrollado mientras jugaba una historia natural de aquellas ventanas que los contemplaban a ellos como estrellas. Con su vacío perpetuo, aquella ventana, como un planetoide en fuga, había atraído su atención y había disparado su imaginación. También resultó ser la única vía simple de entrada para el anciano escapista y su protegido. Existía una puerta, o mejor dicho, había existido alguna vez, pero la habían tapiado y empapelado, sin duda en la época en que se instaló al Gólem en la habitación. Como al tejado se podía acceder fácilmente por la escalera principal, Kornblum pensó que llamarían menos la atención si se descolgaban al amparo de la oscuridad con cuerdas y entraban por la ventana que si intentaban acceder por aquella puerta.
Una vez más volvieron al edificio después de medianoche, en la tercera noche que pasaba Josef como fantasma en la ciudad. Aquella vez llegaron vestidos con trajes oscuros y sombreros de hongo y llevaron consigo unas bolsas negras de aspecto forense que les había proporcionado un miembro del Círculo Secreto que tenía un depósito de cadáveres. Con aquel atuendo funerario, Josef descendió, con una mano enguantada debajo de la otra, por una cuerda hasta la cornisa de la ventana del Gólem. Bajó mucho más deprisa de lo que había pretendido, casi hasta la altura de la ventana del piso inferior, y consiguió detener su caída con un tirón brusco que pareció arrancarle el hombro. Levantó la vista y en la oscuridad pudo distinguir el perfil de la cabeza de Kornblum, con una expresión tan inescrutable como los puños que agarraban el otro extremo de la cuerda. Josef dejó escapar un débil suspiro entre dientes y subió de nuevo a la ventana del Gólem.
Estaba cerrada con pasador, pero Kornblum le había dado un trozo de cable recio. Josef permaneció colgado con los tobillos enroscados en torno al extremo de la cuerda, agarrándose a ella con una mano mientras con la otra metía el cable por la ranura entre la hoja superior y exterior de la ventana de guillotina y la inferior e interior. La mejilla le rozaba con el ladrillo y el hombro le ardía, pero lo único que Josef tenía en mente era una oración porque esta vez no tenía que fallar. Por fin, justo cuando el dolor en la articulación del hombro estaba empezando a interrumpir la pureza de su desesperación, Josef consiguió abrir el pasador. Palpó la hoja inferior con los dedos, la subió y se balanceó hasta entrar en la habitación. Se quedó jadeando y masajeándose el hombro. Un momento más tarde hubo un crujido de cuerda o de huesos viejos, una respiración entrecortada y las piernas largas y flacas de Kornblum entraron por la ventana abierta. El mago sacó su linterna e inspeccionó la habitación hasta encontrar un portalámparas colgando de un cable retorcido en el techo. Se inclinó sobre su bolsa de empleado de pompas fúnebres, sacó una bombilla y se la dio a Josef, que se puso de puntillas para enroscarla.
El ataúd en donde habían colocado al Gólem de Praga era la caja de pino sin adornos que prescribía la ley judía, pero era tan ancho como una puerta y lo bastante largo como para que cupieran en él dos muchachos adolescentes uno a continuación del otro. Descansaba sobre dos recios caballetes en el centro de la habitación. Después de más de treinta años, el suelo de la habitación del Gólem parecía nuevo: sin polvo, liso y resplandeciente. La pintura blanca de las paredes no tenía manchas y todavía despedía un vago aroma a emulsión fresca. Hasta aquel momento, Josef se había sentido inclinado a no tener en cuenta lo extraño del plan de fuga de Kornblum, pero ahora, en presencia de aquel ataúd enorme, en aquella habitación intemporal, sintió un cosquilleo incómodo en el cuello y los hombros. Kornblum, por su parte, se acercó al ataúd con indecisión manifiesta y extendió hacia su tapa de pino sin pulir una mano que dudó un momento antes de tocarla. Dio una vuelta con cautela en torno al ataúd, palpó los clavos, los contó, inspeccionó su estado, el estado de las bisagras y el de los tornillos que sujetaban las bisagras.
—Muy bien —dijo suavemente, asintiendo e intentando claramente darse ánimos, igual que Josef—. Sigamos con el resto del plan.
El resto del plan de Kornblum, a cuyo punto medio acababan de llegar, era así:
En primer lugar, usando las cuerdas, sacarían el ataúd por la ventana, lo llevarían al tejado, y desde allí, haciéndose pasar por empleados de pompas fúnebres, lo bajarían por la escalera y lo sacarían del edificio. En la funeraria, en una habitación que se les había reservado, prepararían al Gólem para enviarlo por ferrocarril hasta Lituania. Empezarían por amañar el ataúd, lo cual requería sacar los clavos de un lado del ataúd y reemplazarlos por otros recortados, dejando solamente el trozo de clavo suficiente para que el lado amañado no se soltara del resto del ataúd. De aquella forma, cuando llegara el momento, Josef sería capaz de salir dando una patada sin mucha dificultad. Aplicando el sagrado principio del engaño, el siguiente paso sería equipar el ataúd con un «panel de inspección», es decir, cortar la tapa a una tercera parte de la distancia del extremo donde estaba la cabeza y ponerle a ese tercio superior un pasador, de forma que, igual que la parte superior de una puerta holandesa, pudiera abrirse por separado de la parte inferior. Aquello proporcionaría una buena vista de la cabeza y el torso del Gólem muerto, pero no de la parte del ataúd en la que Josef iría encogido. Después etiquetarían el ataúd, siguiendo todos los complejos procedimientos y reglas y pegándole todos los impresos necesarios para el transbordo de restos humanos. Los certificados de fallecimiento falsos y otros impresos requeridos se los habían dejado preparados y adecuadamente escondidos en el taller de la funeraria. Después de que el ataúd fuera preparado y documentado, lo cargarían en una carroza fúnebre y lo llevarían a la estación de ferrocarril. Mientras iba en la parte trasera de la carroza, Josef tenía que meterse en el ataúd junto con el Gólem y cerrar el panel amañado detrás de sí. En la estación, Kornblum comprobaría que el ataúd pareciera correctamente cerrado y lo dejaría a cargo de los mozos de maletas, que lo cargarían en el tren. Cuando el ataúd llegara a Lituania, Josef, a la primera oportunidad, tenía que darle una patada al panel amañado, salir del ataúd y descubrir qué destino le aguardaba en la orilla del mar Báltico.
Ahora que tenían delante los detalles concretos del truco, sin embargo —y tal como pasaba a menudo—, Kornblum se encontró con dos problemas.
—Es un gigante —dijo Kornblum, negando con la cabeza y murmurando en tono nervioso. Había arrancado los clavos de un lado de la parte superior del ataúd con la palanca en miniatura y había levantado la tapa haciendo crujir las bisagras de latón galvanizado. Se quedó mirando aquel bloque lastimoso de arcilla inocente y sin vida—. Y está desnudo.
—Es muy grande.
—Nunca conseguiremos sacarlo por la ventana. Y aunque lo consigamos, no podremos vestirlo.
—¿Por qué tenemos que vestirlo? Lleva esta ropa. Estos pañuelos judíos —dijo Josef, señalando los chales ceremoniales en que iba envuelto el Gólem. Estaban harapientos y manchados y sin embargo no despedían olor a descomposición. El único olor que Josef pudo detectar que emanaba de la carne cetrina del Gólem era demasiado débil para ponerle nombre, un olor acre y verde, que solamente más tarde lograría identificar con el hedor dulzón del Moldava en una tarde de verano en plena canícula—. ¿No se supone que a los judíos los entierran desnudos?
—De eso se trata precisamente —dijo Kornblum. Explicó que, de acuerdo con una normativa reciente, era ilegal transportar a un judío aunque estuviera muerto fuera del país sin autorización directa del Reichsprotektor Von Neurath—. Tenemos que utilizar los trucos de nuestro oficio —sonrió sin mucha convicción y señaló con la cabeza las bolsas negras de la funeraria—. Maquillarle los labios y las mejillas. Taparle la calva con una peluca. Alguien va a mirar dentro del ataúd y cuando lo haga queremos que vea un gigante goyische muerto —cerró los ojos como imaginando lo que quería que vieran las autoridades, en caso de que ordenaran abrir el ataúd—. Preferiblemente con un buen traje.
—Los trajes más bonitos que he visto nunca —dijo Josef— los llevaba un gigante muerto.
Kornblum se lo quedó mirando, percibiendo en aquellas palabras una sugerencia que todavía no entendía.
—Alois Hora. Medía más de dos metros.
—¿El del Circo Zeletny? —dijo Kornblum—. ¿La Montaña?
—Llevaba trajes hechos en Inglaterra, en Savile Row. Unos trajes inmensos.
—Sí, sí, me acuerdo —dijo Kornblum, asintiendo—. Solía verlo bastante a menudo en el Café Continental. Unos trajes preciosos —asintió.
—Creo… —empezó Josef. Vaciló. Luego siguió— que sé dónde encontrar uno.
No era poco habitual en aquella época que un médico que trataba a pacientes glandulares guardara un ropero lleno de prodigios, con ropa interior femenina del tamaño de mantas para caballo, sombreros de fieltro no mayores que cuencos de bayas y toda clase de prodigios diversos en materia de ropa para caballeros y lo último en zapatería. Aquellos objetos, que el padre de Josef había adquirido o bien se los habían dado a lo largo de los años, habían estado guardados en un armario de su despacho en el hospital, con el propósito loable pero errado de evitar que se convirtieran en objetos de curiosidad morbosa para sus hijos. Ninguna visita al lugar de trabajo de su padre estaba completa sin que los niños hicieran por lo menos un intento de convencer al doctor Kavalier de que les dejara ver el cinturón, grueso y retorcido como una anaconda, del gigante Vaclav Sroubek, o las zapatillas como flores de digital de la diminuta señorita Petra Frantisek. Pero después de que el doctor fuera despedido de su puesto en el hospital, junto con el resto de médicos judíos, el ropero de los prodigios había ido a parar a su casa, y su contenido, dentro de cajas selladas, había sido guardado en un armario en su estudio. Josef estaba seguro de que encontraría en ellas algunos trajes de Alois Hora.
Y así, después de vivir en Praga durante tres días como un fantasma, finalmente volvió a casa como fantasma. Ya era pasado el toque de queda y las calles estaban desiertas salvo por unos pocos sedanes largos con banderas en los guardabarros y ventanillas negras impenetrables, y, en una ocasión, un camión cargado de muchachos con abrigos grises y armas de fuego. Josef caminaba despacio y con cuidado, introduciéndose en los portales, agachándose detrás de los coches aparcados y los bancos cada vez que oía el ruido metálico de los engranajes, o cuando la horquilla de los faros de un coche pasaba barriendo las fachadas, los toldos y los adoquines de la calle. En el bolsillo del abrigo llevaba las ganzúas que Kornblum había pensado que necesitaría para la tarea, pero cuando Josef llegó a la puerta de servicio del edificio del Graben descubrió que, como era frecuente, alguien la había dejado entreabierta y calzada con una lata, probablemente alguna ama de llaves que había salido sin permiso o algún marido aficionado a las incursiones nocturnas.
Josef no se encontró con nadie en el pasillo trasero ni en la escalera. No había ningún bebé llorando para que le dieran su biberón ni la música lejana de Weber procedente de una radio encendida a altas horas, ni tampoco ningún fumador anciano empeñado en toser hasta machacarse los pulmones. Aunque las lámparas del techo y los apliques de las paredes estaban encendidos, el letargo colectivo del edificio parecía más profundo que el del 26 de la Nicholasgasse. A Josef aquella calma le resultaba inquietante. Sentía el mismo cosquilleo en la nuca y la misma carne de gallina que al entrar en la habitación vacía del Gólem.
Mientras avanzaba a hurtadillas por el pasillo se dio cuenta de que alguien había tirado un montón de ropa en la alfombra frente a la puerta de su familia. Durante un instante preconsciente el corazón le dio un vuelco al imaginar que, en virtud de alguna lógica onírica, alguien había abandonado allí uno de los trajes que buscaba. Luego vio que no era un simple montón de ropa sino que estaba habitado por un cuerpo: alguien borracho, desmayado o fallecido en el pasillo. Una chica, pensó, alguna de las pacientes de su madre. Era raro, pero había sucedido alguna vez, que algún paciente de psicoanálisis, arrojado por las mareas de la transferencia y la desublimación, buscara cobijarse en el umbral de la doctora Kavalier. O bien que, inflamado por el odio característico de la contratransferencia, se quedara allí en un estado precario, a modo de broma cruel, como quien deja una bolsa de papel ardiendo llena de excrementos de perro.
Pero la ropa pertenecía a Josef y el que estaba vestido con ella era Thomas. El muchacho estaba tendido de lado, con las rodillas en el pecho y la cabeza apoyada en un brazo que casi tocaba la puerta, con los dedos abiertos en un gesto paralizado, como si se hubiera quedado dormido con una mano en el pomo y se hubiera caído al suelo. Llevaba unos pantalones de pana negra, con las rodillas gastadas, y un grueso jersey de lana trenzada con un agujero grande debajo del brazo y una mancha permanente de grasa de bicicleta con forma de mapa de Checoslovaquia en el canesú que Josef sabía que a su hermano le gustaba ponerse siempre que se sentía solo o enfermo. Por debajo del cuello del jersey le sobresalían las solapas ribeteadas de la parte superior del pijama. Las vueltas de las perneras del pijama le descollaban por debajo de los pantalones prestados. Tenía la mejilla derecha apoyada en el brazo extendido y la respiración le vibraba, regular y ruidosa, a través de la nariz perpetuamente acatarrada. Josef sonrió y se arrodilló junto a Thomas para despertarlo, luego se acordó de que no podía —no podía permitirse— revelar su presencia. No le podía pedir a Thomas que mintiera a sus padres y tampoco confiaba en él a largo plazo. Retrocedió e intentó pensar qué podía haber pasado y qué era lo mejor que podía hacer. ¿Cómo se había quedado Thomas encerrado fuera? ¿Era él quien había dejado la puerta de servicio entreabierta? ¿Qué podría haberle impulsado a arriesgarse a salir tan tarde cuando todo el mundo sabía que una chica de Vinorhady, no mucho mayor que Thomas, se había aventurado una semanas atrás en busca de su perro perdido y le habían disparado en un callejón oscuro por violar el toque de queda? Von Neurath se había disculpado públicamente por el accidente pero no había prometido que aquello no volvería a suceder. Si Josef pudiera de alguna forma despertar a su hermano sin ser visto —por ejemplo tirándole una moneda de cinco haleru desde la esquina del pasillo—, ¿acaso Thomas llamaría a la puerta para que lo dejaran entrar? ¿O estaría demasiado avergonzado y preferiría pasar el resto de la noche en el suelo de aquel pasillo oscuro y helado? ¿Y cómo podía Josef llegar hasta la ropa del gigante con su hermano dormido en el umbral, o bien con toda la familia despierta y trastornada por el comportamiento insensato del muchacho?
Aquellas especulaciones quedaron interrumpidas cuando Josef pisó algo al mismo tiempo blando y rígido que crujió debajo de su tacón. El corazón le dio un salto y bajó la vista, retrocediendo con disgusto, pero lo que vio no fue un ratón aplastado sino la valija de cuero llena de ganzúas que Bernard Kornblum le había regalado años atrás como recompensa. Thomas parpadeó, dio un soplido y Josef esperó, estremecido, que se sumiera nuevamente en su letargo. Pero Thomas se sentó de golpe. Con el dorso del brazo se secó la saliva de los labios, parpadeó y dejó escapar un suspiro.
—Oh, Dios mío —dijo, mirando con aire soñoliento y sin dar muestras de sorpresa al ver a su hermano que debería de estar rumbo a Brooklyn inclinado a su lado, tres días después de su supuesta partida, en el pasillo de su edificio en el corazón de Praga. Thomas abrió la boca para hablar de nuevo, pero Josef se la tapó con la palma de la mano y se llevó un dedo a los labios. Negó con la cabeza y señaló la puerta.
Cuando Thomas miró en dirección a la puerta de su piso pareció despertarse por fin. Frunció la boca como si notara algo amargo en la lengua. Las cejas negras y pobladas se le juntaron encima de la nariz. Negó con la cabeza, otra vez intentó decir algo y de nuevo Josef le tapó la boca, esta vez con menos gentileza. Josef recogió su vieja valija de las ganzúas, que no había visto en meses, tal vez en años, y que las pocas veces que había pensado en ella había imaginado perdida. La cerradura de la puerta de los Kavalier era de un tipo que en otra época Josef habría forzado con éxito tantas veces como se lo propusiera. Ahora consiguió abrirla con cierta dificultad y entraron en el recibidor, grato por su olor familiar a humo de pipa y a narcisos de interior, por el zumbido distante de la nevera eléctrica. Luego entró en la sala de estar y vio que el sofá y el piano estaban cubiertos con edredones. La pecera no tenía peces y la habían vaciado. El arbolito de naranjas chinas y su maceta de terracota adornada con angelotes habían desaparecido. Había un montón de cajas en el centro de la sala.
—¿Se han mudado? —dijo con el susurro más débil que pudo emitir.
—Al once de Dlouha —dijo Thomas en tono normal—. Esta mañana.
—Se han mudado —dijo Josef, incapaz de levantar la voz, aunque no había nadie que los pudiera oír, nadie a quien alertar o despertar.
—Es un sitio asqueroso. Los Katz son una gente asquerosa.
—¿Los Katz? —Eran unos primos de su madre a quienes ella nunca había apreciado mucho y que se apellidaban así—. ¿Viktor y Renata?
Thomas asintió:
—Y los gemelos Moco. —Puso los ojos en blanco—. Y su asqueroso periquito. Le han enseñado a decir «A tomar por el culo, Thomas». —Resopló, se rió por lo bajo cuando lo hizo su hermano y luego, volviendo a juntar lentamente las cejas, se deshizo en una serie de sollozos mezclados con toses, cautelosos y asfixiados, como si le produjeran dolor físico. Josef le dio un abrazo un poco rígido y de pronto descubrió que hacía mucho tiempo que no oía el llanto de su hermano, un sonido que antaño había sido tan frecuente en la casa como el silbido de la tetera o el chasquido de las cerillas de su padre. El peso de Josef resultaba considerable; su cuerpo, extraño y difícil de abrazar. Parecía haber dejado de ser un niño y haberse convertido en un joven en los últimos tres días.
—Tienen una tía brutal —dijo Thomas— y un cuñado imbécil que han de venir mañana de Frydlant. Yo quería venirme aquí. Solamente esta noche. Pero no he podido abrir la cerradura.
—Lo entiendo —dijo Josef, aunque lo único que entendía era que hasta entonces, hasta aquel preciso momento, nunca le habían roto el corazón—. Tú naciste en este piso.
Thomas asintió.
—Menudo día fue aquel —dijo Josef para intentar animar al muchacho—. No he sentido una decepción tan grande en mi vida.
Thomas sonrió con educación.
—Se ha mudado casi todo el edificio —dijo, apartándose de Josef—. Solamente han permitido quedarse a los Kravnik, los Policek y los Zlatny. —Se secó la mejilla con el antebrazo.
—No me dejes el jersey lleno de mocos —dijo Josef, devolviendo el brazo de su hermano al costado.
—Te lo dejaste.
—A lo mejor mando a buscarlo.
—¿Por qué no te has ido? —dijo Thomas—. ¿Qué ha pasado con tu barco?
—Ha habido dificultades. Pero me tengo que ir esta noche. No puedes decirle a mamá ni a papá que me has visto.
—¿No vas a ir a verlos?
La pregunta, la aspereza lastimera de la voz con que la había formulado Thomas, dolió a Josef. Negó con la cabeza:
—Solamente he tenido que volver a toda prisa a buscar una cosa.
—¿Volver de dónde?
Josef no hizo caso de la pregunta.
—¿Todavía está todo aquí?
—Excepto algo de ropa y los cacharros de la cocina. Y mi raqueta de tenis. Y mis mariposas. Y tu radio —se trataba de un aparato de veinte tubos, con el armazón en forma de pesada maleta de pino barnizado, que Josef había construido a base de componentes, puesto que la radiofonía aficionada había reemplazado al ilusionismo antes de dar paso al arte moderno en el ciclo de las aficiones de Josef, igual que Houdini y luego Marconi habían cedido su puesto a Paul Klee y la inscripción de Josef en la Academia de Bellas Artes—. Mamá la llevaba en su regazo en el tranvía. Decía que escucharla era como escuchar tu voz y que prefería tener tu voz para recordarte que tu fotografía.
—Y luego dijo que nunca salgo bien en las fotos, ¿no?
—Pues sí, la verdad es que lo dijo. El carromato viene mañana por la mañana a por el resto de cosas. Yo voy a ir sentado con el conductor. Voy a llevar las riendas. ¿Qué es lo que necesitas? ¿Qué has venido a buscar?
—Espera aquí —dijo Josef. Ya le había revelado demasiado. Kornblum se iba a disgustar con él.
Fue por el pasillo hasta el estudio de su padre, asegurándose de que Thomas no lo seguía y haciendo lo posible para no fijarse en las cajas amontonadas, las puertas abiertas que aquella hora ya tendrían que llevar rato cerradas, las alfombras enrolladas y el triste traqueteo de sus tacones en los tablones desnudos del suelo. En el despacho de su padre, el escritorio y las estanterías habían sido envueltas con mantas y atadas con correas de cuero y los cuadros y las cortinas habían sido descolgados. Las cajas que contenían la ropa grotesca de los monstruos endocrinos habían sido sacadas del armario y amontonadas convenientemente junto a la puerta. Cada caja llevaba una etiqueta pegada y cuidadosamente escrita con el pulso firme y regular de su padre, que daba una descripción precisa de los contenidos de las cajas.
VESTIDOS (5) - MARTINKA
SOMBRERO (DE PAJA) - ROTHMAN
VESTIDO DE BAUTIZO - SROUBEK
Por alguna razón, a Josef le conmovió ver aquellas etiquetas. La escritura era tan legible como si fuera de imprenta: las letras bien calzadas y con los pies perfectamente trazados, los paréntesis perfectamente curvados y los guiones ondulados como relámpagos estilizados. Aquellas etiquetas habían sido escritas con amor. Su padre siempre había expresado mejor aquella emoción mediante la preocupación por los detalles. Aquella preocupación paterna —aquella testarudez, persistencia, orden, paciencia y tranquilidad— siempre había reconfortado a Josef. En aquellas cajas de extraños recuerdos, el doctor Kavalier parecía haber escrito una serie de mensajes con el alfabeto de la imperturbabilidad. Las etiquetas parecían demostrar todas las cualidades que su padre y su familia iban a requerir para sobrevivir a la situación desesperada en la que Josef los estaba abandonando. Con su padre a cargo, los Kavalier y los Katz sin duda se las arreglarían para formar uno de los escasos hogares en los que prevalecían la decencia y el orden. Con paciencia y con calma, persistencia y estoicismo, buena letra y un etiquetado cuidadoso, darían la cara a la persecución, la indignidad y la penuria.
Pero luego, al ver la etiqueta de una de las cajas que ponía:
ESPADA-BASTÓN - DLUBEK
HORMA DE ZAPATO - HORA
TRAJES (3) - HORA
PAÑUELOS SURTIDOS (6) - HORA
Josef sintió un nudo de terror en el estómago, y de pronto se convenció de que iba a importar un rábano cómo se comportaran su padre o los demás. Ordenados o caóticos, bien inventariados y corteses o apiñados y riñendo, los judíos de Praga no eran más que polvo en las botas de los alemanes, y estos se los iban a sacudir con un manotazo indiscriminado. El estoicismo y el talento para los detalles no les servirían de nada. En los años por venir, cuando se acordara de aquel momento, Josef sentiría la tentación de pensar que había tenido una premonición, mirando aquellas etiquetas embadurnadas de mucílago, del horror que estaba a punto de llegar. Por entonces era una cuestión más simple. Una descarga irritante de estática le erizó el pelo de la nuca. El corazón le latió en la garganta como si alguien le estuviera presionando con el pulgar. Y durante un instante, sintió que estaba observando la caligrafía de una persona muerta.
—¿Qué es eso? —dijo Thomas cuando Josef regresó al salón con una de las bolsas para trajes extragrandes de Hora—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que va mal?
—Nada —dijo Josef—. Mira, Thomas, me tengo que ir. Lo siento.
—Ya lo sé. —Thomas sonaba casi irritado. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas—. Me voy a quedar a pasar aquí la noche.
—No, Thomas, no creo que…
—No tienes nada que decir —dijo Thomas—. Ya no estás aquí, ¿te acuerdas?
Las palabras eran un eco del consejo de Kornblum, pero de alguna forma atemorizaron a Josef. No podía quitarse de encima la sensación —supuestamente común entre los fantasmas— de que no era su vida la que carecía de materia, sentido y futuro, sino las vidas de los vivos a los que rondaba.
—A lo mejor tienes razón —dijo al cabo de un momento—. De todos modos no tendrías que estar en las calles de noche. Es demasiado peligroso.
Josef puso las manos en los hombros de Thomas y lo llevó de vuelta a la habitación que habían compartido en los últimos once años. Con algunas mantas y una almohada sin funda que encontró en un baúl, montó una cama en el suelo. Luego rebuscó en las demás cajas hasta que encontró un despertador para niños —la cara de un oso con un par de timbres de hojalata por orejas—, le dio cuerda y lo puso a las cinco y media.
—Tienes que estar de vuelta a las seis —le dijo—. O verán que no estás.
Thomas asintió y se metió entre las mantas de la cama improvisada.
—Ojalá pudiera irme contigo —dijo.
—Ya lo sé —dijo Josef. Le apartó el pelo de la frente a Thomas—. A mí también me encantaría. Pero pronto vas a venir conmigo.
—¿Me lo prometes?
—Me aseguraré de ello —dijo Josef—. No descansaré hasta que vea llegar tu barco al puerto de Nueva York.
—A esa isla que tienen —dijo Thomas, parpadeando—. Con la Estatua de la Liberación.
—Lo prometo —dijo Josef.
—Júralo.
—Lo juro.
—Júralo por el río Estigio.
—Lo juro —dijo Josef— por el río Estigio.
Luego se inclinó y, para sorpresa de ambos, le dio un beso a su hermano en los labios. Era el primero de aquellos besos que se daban desde que el hermano menor era un bebé y el mayor un niño con pantalones cortos.
—Adiós, Josef —dijo Thomas.
Cuando Josef regresó a la Nicholasgasse, se encontró con que Kornblum había resuelto, con su típica sagacidad, el problema de cómo sacar al Gólem. En el delgado tabique de yeso con que se había tapiado la puerta en la época en que el Gólem fue instalado allí, Kornblum, empleando algún instrumento insospechado del oficio funerario, había cortado un rectángulo al nivel del suelo lo bastante grande como para hacer pasar el ataúd de punta. El otro lado del tabique de yeso, en el pasillo, estaba tapado con el mismo papel Jugendstil descolorido, estampado con largas amapolas entrelazadas, que decoraba todos los pasillos del edificio. Kornblum se había cuidado de cortar aquella delgada pantalla externa solamente por tres de los lados del rectángulo, dejando el papel intacto en el lado de arriba. De aquella forma había construido una trampilla.
—¿Y si alguien lo ve? —dijo Josef cuando terminó de inspeccionar el trabajo de Kornblum.
Aquello provocó otro de los impromptus de Kornblum, seguido de una de sus máximas irónicas:
—La gente solamente ve lo que tú les dices que vean —dijo— y solamente si se lo recuerdas.
Vistieron al Gólem con el traje que había pertenecido al gigante Alois Hora. Fue un trabajo duro, porque el Gólem era bastante inflexible. No era tan rígido como uno podría haber imaginado, dada su naturaleza y composición. Su carne fría de arcilla parecía ceder un poco bajo la presión de los dedos y un vestigio de movimiento, tal vez el tenue recuerdo de una articulación, persistía en el codo del brazo derecho, el mismo brazo que habría usado, de acuerdo con la leyenda, para tocar la mezuzah de la puerta de su creador todas las noches cuando regresaba de su trabajo, llevándose a los labios los dedos besados por las Escrituras. Las rodillas y tobillos del Gólem, sin embargo, estaban más o menos petrificados. Asimismo, tenía las manos y pies muy mal proporcionados, como suele pasar con la obra de los artistas aficionados, y demasiado grandes en comparación con el cuerpo. Los pies enormes se enganchaban en las perneras del pantalón, de forma que resultaba particularmente difícil ponerle los pantalones. Al final, Josef tuvo que meter los brazos en el ataúd y coger al Gólem por la cintura, levantando varios centímetros la mitad inferior de su cuerpo, a fin de que Kornblum pudiera pasarle los pantalones por los pies, por las piernas y enfundárselos en torno a sus nalgas enormes. Habían decidido no preocuparse por el tema de la ropa interior, pero para darle cierta verosimilitud anatómica —en una muestra de la meticulosidad que había caracterizado su carrera artística— Kornblum rompió en dos mitades uno de los dos chales ceremoniales (besándolo primero), dobló varias veces una de las dos mitades y metió el artilugio resultante entre las caderas del Gólem, en la entrepierna, donde solamente había una superficie lisa de arcilla.
—A lo mejor se supone que era una mujer —sugirió Josef mientras miraba cómo Kornblum le abrochaba la bragueta al Gólem.
—Ni siquiera el Maharal podría hacer una mujer de arcilla —dijo Kornblum—. Para eso se necesita una costilla. —Retrocedió y admiró el aspecto del Gólem. Dio un tirón a una de la solapas de la chaqueta y alisó los pliegues inflados de la parte delantera de los pantalones—. Es un traje muy bonito.
Era uno de los últimos trajes que Alois Hara había encargado antes de su muerte, cuando su cuerpo ya estaba devastado por el síndrome de Marfan, y por tanto le quedaba perfecto al Gólem, que no era tan grande como la Montaña en su mejor momento. Fabricado con excelente estambre inglés, gris y habano, entretejido con hilo de color burdeos, podría haberse dividido fácilmente en un traje para Josef y otro para Kornblum y todavía habría quedado tela, tal como señaló el mago, para los dos chalecos respectivos. La camisa era de sarga blanca de calidad, con botones de madreperla y la corbata de seda color burdeos, con un repujado de rosas de mayo, ligeramente ampuloso, tal como a Hora le gustaban las corbatas. No había zapatos —Josef se había olvidado de buscar un par y de todos modos habrían sido demasiado pequeños— pero si en algún momento inspeccionaban la parte inferior del ataúd el truco se iba a ir al garete, con o sin zapatos.
Una vez estuvo vestido, con las mejillas maquilladas, una peluca en la cabeza reluciente y la frente y los párpados decorados con las diminutas pestañas y cejas postizas que usaban los empleados de la funeraria en caso de quemaduras faciales o enfermedades capilares, el Gólem tenía un aspecto indisputablemente muerto y aceptablemente humano, con la tez de un color gris mortecino como de carne de oveja hervida. Solamente había una huella tenue de caligrafía humana en su frente, de la cual el nombre de Dios había sido borrado hacía siglos. Ahora solamente tenían que sacarlo por la trampilla y salir de la habitación detrás de él.
Aquello resultó bastante fácil. Tal como había comentado Josef cuando lo había levantado para ponerle los pantalones, el Gólem pesaba mucho menos de lo que parecía a la vista de su volumen y su naturaleza. A Josef le dio la impresión de que estaban cargando, por el pasillo, las escaleras y la puerta principal del 26 de la Nicholasgasse, con una caja de madera de pino de tamaño considerable, un montón de ropa y poco más.
—Mach’ bida lo nafsho —dijo Kornblum, citando el Midrash, cuando Josef comentó acerca de lo ligera que era su carga—. «Su alma es una carga para él». Lo que llevamos aquí no es nada. —Señaló con la cabeza la tapa del ataúd—. Solamente un recipiente vacío. Si no fueras a ir tú dentro, me habría visto obligado a rellenar el ataúd con sacos de arena.
La salida del edificio y el viaje de vuelta al depósito de cadáveres en el coche fúnebre Skoda que les habían prestado —Kornblum había aprendido a conducir en 1908, explicó, y había tenido como maestro al gran alumno de Franz Hofzinser, Hans Kreutzler— tuvo lugar sin incidentes ni encuentros con las autoridades. A la única persona que los vio sacar el ataúd del edificio, un ingeniero sin trabajo y con insomnio llamado Pilzen, le dijeron que el viejo señor Lazarus del 42 había muerto por fin después de una larga enfermedad. Cuando la señora Pilzen fue al apartamento la tarde siguiente con una bandeja de galletas de huevo en la mano, se encontró a un anciano caballero arrugado y a tres mujeres encantadoras aunque un poco indecorosas con sus quimonos negros, sentados en taburetes bajos y con crespones en la ropa y los espejos tapados, condiciones que hicieron gracia a la clientela del establecimiento de madame Willi durante los siete días siguientes. A algunos les puso nerviosos la blasfemia de hacer el amor en la casa de los muertos pero hubo otros a quienes les excitó.
Diecisiete horas después de meterse en el ataúd para yacer con aquel recipiente vacío que una vez había sido animado con las esperanzas de la Praga judía, el tren de Josef llegó a la ciudad de Oshmyany, en la frontera entre Polonia y Lituania. Las dos redes nacionales de ferrocarril usaban distintos anchos de vía, y se iba a producir un retraso de una hora mientras pasajeros y cargamento hacían el transbordo del resplandeciente expreso negro de construcción soviética y usufructo polaco al tren local jadeante de la era zarista que representaba la tenue promesa báltica de libertad. La enorme locomotora modelo Iosef Stalin se adentró prácticamente en silencio en sus cocheras y dejó escapar un suspiro sorprendentemente sensible, incluso compungido. Lentamente en su mayor parte, como si no quisieran llamar la atención con un nerviosismo indecoroso, los pasajeros, muchos de ellos jóvenes de la edad de Josef Kavalier, vestidos con abrigos plisados, calzones y sombreros de Chasidim, bajaron al andén y avanzaron ordenadamente hacia los funcionarios de emigración y aduanas que esperaban, junto a un representante de la Gestapo local, en una habitación recalentada por una estufa panzuda y ronroneante. Los maleteros de la estación, una pandilla triste de viejos maltrechos y lisiados, pocos de los cuales parecían capaces de transportar una sombrerera, no digamos ya el ataúd de un gigante, abrieron las portezuelas del vagón donde viajaban el Gólem y su compañero polizón y miraron con los ojos guiñados en expresión dubitativa la carga que supuestamente debían bajar y transportar durante veinticinco metros hasta un vagón de carga lituano.
Dentro del ataúd, Josef permanecía inconsciente. Se había desmayado con una lentitud atroz y a ratos casi placentera durante un periodo de unas ocho o diez horas, a medida que el balanceo del tren, la ausencia de oxígeno, la falta de sueño y el exceso de nerviosismo que había acumulado durante la última semana, así como la circulación reducida de su sangre y una emanación extraña y soporífera procedente del mismo Gólem que parecía relacionada con su olor fétido a río en pleno verano, a medida que todo aquello conspiraba para vencer el fuerte dolor en sus piernas y espalda, los calambres en los músculos de sus brazos y piernas, la práctica imposibilidad de orinar, la insensibilidad hormigueante y a veces casi electrizante de sus pies y piernas y el ronroneo de su estómago, además del terror, el asombro y la incerteza del viaje en que se había embarcado. Aunque no se despertó cuando levantaron el ataúd del tren, su sueño adquirió un matiz de peligro apremiante pero inconcluyente. No recobró la conciencia hasta que un hermoso chorro de aire fresco con olor a abeto le chamuscó los orificios nasales, inflamando su sueño con una intensidad únicamente igualada por el pálido haz de luz solar que penetró en su prisión cuando se abrió de repente el «panel de inspección».
Una vez más fueron las instrucciones de Kornblum las que salvaron a Josef de perder el control en el primer instante. En el primer momento de pánico deslumbrante que siguió a la apertura del panel, momento en que Josef quiso gritar de dolor, éxtasis y miedo a la vez, la palabra «Oshmyany» pareció colocarse fría y racional entre sus dedos, como una ganzúa que iba a liberarlo finalmente. Kornblum, cuyo conocimiento enciclopédico de las líneas férreas de esta parte de Europa iba a recibir un apéndice doloroso unos años más tarde, le había instruido prolijamente, mientras trabajaban para amañar el ataúd, sobre las etapas y detalles de su viaje. Sintió el tirón de unos brazos, el balanceo de las caderas de los hombres que cargaban con el ataúd, y aquello, junto con el olor a bosque septentrional y un fragmento susurrante de conversación en polaco, le infundió en el último momento el conocimiento de dónde se encontraba y qué le estaba ocurriendo. Eran los propios maleteros quienes habían abierto el ataúd mientras lo transportaban del tren polaco al lituano. Pudo oír y entender vagamente que se estaban maravillando tanto de la enormidad de su carga como de su falta de vida. Luego dejaron caer el ataúd y los dientes de Josef chocaron con un chirrido repentino de porcelana. Josef guardó silencio y rezó porque el impacto no hiciera saltar los clavos amañados y lo hiciera salir dando tumbos. Confiaba en que ya lo hubieran metido en el segundo vagón, pero se temía que únicamente fuera el impacto con el suelo de la estación lo que le había llenado la boca de sangre de su lengua mordida. La luz se oscureció y se ocluyó y él suspiró, a salvo en la oscuridad sin aire y eterna. Luego la luz volvió a brillar.
—¿Qué pasa? ¿Quién es este? —dijo una voz en alemán.
—Un gigante, herr teniente. Un gigante muerto.
—Un gigante lituano muerto. —Josef oyó un susurro de papeles. El oficial alemán estaba hojeando el fajo de documentos falsificados que Kornblum había pegado en el costado del ataúd—. Se llamaba Kervelis Hailonidas. Murió en Praga hace dos noches. Un cabrón feo de cuidado.
—Los gigantes siempre son feos, teniente —dijo uno de los maleteros en alemán. Los demás maleteros manifestaron su acuerdo de forma general, y algunos ofrecieron ejemplos a modo de demostración.
—Buen Dios —dijo el oficial alemán—, es un crimen enterrar un traje como ese bajo tierra. Tú. Coge una palanca. Abre ese ataúd.
Kornblum le había proporcionado a Josef una botella vacía de Mosel, en la que tenía que introducir de forma esporádica la punta del pene y aliviar su vejiga con moderación. Pero cuando los maleteros empezaron a golpear y arañar las junturas del ataúd gigante no tuvo tiempo de colocarla en su lugar. La costura de los pantalones de Josef ardió y se enfrió al instante.
—No hay palanca, Herr teniente —dijo uno de los maleteros—. Lo tenemos que abrir con un hacha.
Josef forcejeó contra un ataque de pánico que le arañaba la caja torácica como un animal.
—Ah, no —dijo el oficial alemán, riendo—. Olvidadlo. Soy alto, pero no tanto. —Un momento después la oscuridad regresó al ataúd—. Continuad.
Hubo una pausa y luego, con una sacudida, Josef y el Gólem fueron alzados de nuevo.
—Y también es feo —dijo uno de los hombres, con una voz que solamente Josef pudo oír—, pero no tan feo.
Unas veintisiete horas más tarde, Josef caminaba dando tumbos, deslumbrado, parpadeando, cojeando, inclinado, asfixiado y oliendo a orina rancia, bajo la luz gris veteada por el sol de una mañana de otoño en Lituania. Miró desde detrás de una columna manchada de hollín de la estación de Vilna cómo dos miembros de aspecto adusto del Círculo Secreto recogían el peculiar ataúd gigante procedente de Praga. Luego fue renqueando hasta la casa del cuñado de Kornblum, en la calle Pylimo, donde fue amablemente acogido con comida, un baño caliente y un catre estrecho en la cocina. Fue mientras estaba allí, intentando conseguir un billete desde Priekule hasta Nueva York, cuando oyó hablar por primera vez de un cónsul holandés en Kovno que estaba emitiendo temerariamente visados para Curaçao, confabulado con un oficial japonés que concedía permisos de tránsito a través del imperio japonés a todos los judíos que se dirigieran a la colonia holandesa. Dos días más tarde cogió el Expreso Transiberiano; una semana más tarde llegó a Vladivostok y de ahí partió en barco hacia Kobe. Desde Kobe navegó hasta San Francisco, donde envió un telegrama a su tía de Brooklyn pidiendo dinero para el autobús a Nueva York. Fue en el vapor que lo llevó de un lado a otro del Golden Gate cuando metió la mano por el agujero del forro del bolsillo derecho de su abrigo y descubrió el sobre que su hermano le había entregado solemnemente casi un mes antes. Contenía una sola hoja de papel, que Thomas había introducido a toda prisa en el sobre aquella mañana mientras la familia salía de casa, juntos por última vez, a modo de expresión de los sentimientos de amor, miedo y esperanza que le inspiraba la huida de su hermano o como sustituto de los mismos. Era el dibujo de Harry Houdini tomando una plácida taza de té en medio del cielo que Thomas había hecho en su cuaderno durante su carrera abortada como libretista. Josef lo examinó y mientras navegaba rumbo a la libertad se sintió completamente ingrávido, como si hubiera sido desposeído de todo lo que había en él de valor.