La decisión de Josef Kavalier de entrar en el exclusivo club Hofzinser tuvo su apogeo un día de 1935, a la hora del desayuno, en que se atragantó con un bocado de tortilla de albaricoque en conserva. Era una de las raras mañanas en el piso caótico de los Kavalier, en un edificio profusamente ornamentado estilo secesión junto al Graben, en que todos se sentaban a desayunar juntos. Los doctores Kavalier mantenían una rigurosa agenda de trabajo y, como muchos padres ocupados, tendían al mismo tiempo a consentir a sus hijos y a tenerlos abandonados. Herr Dr. Emil Kavalier era el autor de Grundsätzen der Endikrinologie, un texto estándar, así como el descubridor de la acromegalia de Kavalier. Frau Dr. Anna Kavalier era una neuróloga que había sido psicoanalizada por Alfred Adler y desde entonces había pasado a tratar, en su diván estampado de cachemir, a la flor y nata de las jóvenes promesas de Praga. Aquella mañana, cuando de pronto Josef se inclinó hacia adelante, asaltado por las arcadas, con los ojos inundados en lágrimas y buscando su servilleta a tientas, el padre dejó un momento de lado su Tageblatt y le dio unos golpecitos distraídos a Josef en la espalda. Su madre, sin levantar la vista del último número de Monatsschrift für Neurologie und Psychiatrie, le recordó por milésima vez que comiera más despacio. Solamente el pequeño Thomas vio, en el instante antes de que Josef se llevara la servilleta a los labios, el destello de algo extraño dentro de su boca. Se levantó de la mesa y fue hasta la silla de su hermano. Se quedó mirando la mandíbula de su hermano mientras masticaba trabajosamente el pedazo conflictivo de tortilla. Josef no le hizo caso y se metió otro trozo en la boca.
—¿Qué es eso? —dijo Thomas.
—¿Qué es el qué? —dijo Josef. Masticaba con cuidado, como si le molestara una muela en mal estado—. Lárgate.
En ese momento la señora Horne, la institutriz de Thomas, levantó la vista de su ejemplar viejo del Times de Londres y estudió la situación de los hermanos.
—¿Se te ha caído un empaste, Josef?
—Tiene algo en la boca —dijo Thomas—. Algo brillante.
—¿Qué tienes en la boca, joven? —dijo su madre, señalando con el cuchillo.
Josef se metió dos dedos entre la mejilla derecha y las encías superiores y sacó un objeto metálico alargado y plano con una muesca en el extremo: una horquilla no más grande que el meñique de Thomas.
—¿Qué es eso? —le preguntó su madre, con aspecto de estar a punto de marearse.
Josef se encogió de hombros:
—Una llave dinamométrica —dijo.
—¿Qué iba a ser si no? —le dijo su padre a su madre con un sarcasmo cuya falta de sutileza resultaba en sí misma sutil y que usaba para no parecer sorprendido por la conducta a menudo sorprendente de sus hijos—. Claro, una llave dinamométrica.
—Herr Kornblum me ha dicho que me tengo que acostumbrar a ella —explicó Josef—. Me ha dicho que cuando Houdini murió, se descubrió que se había fabricado dos bolsillos de tamaño considerable dentro de las mejillas.
Herr Kavalier volvió a su Tageblatt:
—Una aspiración admirable —dijo.
Josef se había interesado por los espectáculos de magia desde que tenía las manos lo bastante grandes como para manejar un mazo de cartas. Praga tenía una rica tradición de ilusionistas y prestidigitadores, y encontrar a un instructor competente no resultó difícil para un hijo de padres ocupados e indulgentes. Estudió un año con un checo llamado Bozic que se hacía llamar Rango y que estaba especializado en manipulación de monedas y cartas, mentalismo y carterismo. También podía cortar una mosca por la mitad lanzando un tres de diamantes. Josef no tardó en aprender la Lluvia de Plata, el Kreuzer Desaparecido, el Pase del Conde Erno y los rudimentos del Abuelo Muerto, pero cuando sus padres se enteraron de que Rango había estado encarcelado una vez por sustituir las joyas y el dinero del público con bisutería y papel, el chico fue debidamente separado de su tutor.
Los ases y reinas fantasma, las lluvias de coronas de plata y los relojes de muñeca sustraídos que habían compuesto el repertorio de Rango no eran más que pasatiempos. Para Josef, las largas horas frente al espejo del lavabo practicando las desapariciones, los pases y los juegos de manos que hacían que pareciera posible meterse una moneda en el oído derecho, hacerla atravesar la bóveda craneal y sacarla por el oído izquierdo de un amigo o un pariente, o introducir la sota de corazones en el pañuelo de una chica guapa, requerían una intensidad de conciencia masturbatoria que casi le resultaba más placentera que el truco en sí. Pero luego un paciente mencionó a su padre el nombre de Bernard Kornblum y todo cambió. Bajo la tutela de Kornblum, Josef empezó a aprender el riguroso oficio del Ausbrecher de uno de sus maestros. A los catorce años ya había decidido consagrar su vida a las evasiones prodigiosas.
Kornblum era un judío «del Este», esquelético y con una poblada barba rojiza que se ataba con una redecilla de seda negra antes de cada espectáculo. «Eso los distrae», decía, refiriéndose a su público, a quienes veía con la mezcla de asombro y desdén que caracteriza a los artistas veteranos. Como trabajaba con un mínimo de palabrería, siempre era importante encontrar otros medios de distraer a los espectadores. «Si pudiera trabajar sin pantalones —decía— saldría desnudo». Tenía una frente inmensa y unos dedos largos y hábiles pero poco elegantes por culpa de los nudillos sarmentosos. Sus mejillas, incluso en las mañanas de mayo, tenían un aspecto irritado y despellejado, como si las azotara un viento polar. Kornblum era de los pocos judíos del Este a quienes Josef había conocido. En el círculo de sus padres había refugiados judíos de Polonia y Rusia, pero se trataba de médicos y músicos «europeizados», que procedían de grandes ciudades y hablaban francés y alemán. Kornblum, que hablaba mal el alemán y no hablaba palabra de checo, había nacido en un shtetl de las afueras de Vilna y había pasado la mayor parte de su vida viajando por las provincias de la Rusia imperial, actuando en los teatros de variedades, barracones y plazas de mercado de un millar de aldeas y pueblos. Llevaba trajes con un corte pasado de moda y estrecho de pecho a lo Valentino. Debido a que su dieta consistía básicamente en pescado enlatado —anchoas, eperlano, sardinas y atún— a menudo su aliento tenía un aroma rancio a mar. Aunque era un ateo acérrimo, mantenía un régimen kosher, no trabajaba en sábado y tenía un grabado en acero del Monte del Templo en la pared oriental de su habitación. Hasta hacía muy poco Josef, que por entonces tenía catorce años, había pensado muy poco en su condición de judío. Creía —tal como estipulaba la constitución checa— que los judíos eran una más de las numerosas minorías étnicas del joven país del que Josef estaba orgulloso de ser hijo. La llegada de Kornblum, con su aire báltico, sus buenos modales trasnochados y su yiddish le causaron a Josef una fuerte impresión.
Dos veces por semana durante aquella primavera, verano y ya entrado el otoño, Josef estuvo yendo a la habitación de Kornblum en el piso superior de una casa combada en la calle Maisel, en pleno Josefov, para ser encadenado al radiador o atado de manos y pies con una cuerda larga de grueso cáñamo. Al principio Kornblum no le hacía ni la más pequeña sugerencia acerca de cómo evadirse de aquellas ataduras.
—Así prestarás atención —le dijo la tarde de la primera lección mientras encadenaba a Josef con grilletes a una silla de madera alabeada—. Eso te lo aseguro. Y también te acostumbrarás al tacto de la cadena. Ahora la cadena es tu pijama de seda. Son los brazos cariñosos de tu madre.
Aparte de aquella silla, de un catre de hierro, un ropero y el grabado de Jerusalén en la pared oriental, la habitación estaba prácticamente vacía. El único objeto decorativo era un arcón chino tallado en alguna madera tropical, rojo como un hígado crudo, con gruesas asas metálicas y un par de cerraduras metálicas ornamentadas en forma de estilizados pavos reales. Para abrir el arcón, el mago pulsaba los catorce botones de jade en un orden determinado que parecía cambiar cada vez.
Durante las primeras sesiones, Kornblum se limitó a enseñarle a Josef distintas clases de cerrojos que iba sacando del arcón. Cerrojos de los que se usaban en esposas, buzones y diarios de señora. Cerrojos para puerta de tope y de gacheta. Candados toscos y cerrojos de combinación procedentes de cajas fuertes y puertas blindadas. Sin decir palabra, abría todos aquellos cerrojos con un destornillador y los volvía a montar. Hacia el final de la hora de clase, y todavía sin soltar a Josef, le hablaba de los rudimentos del control de la respiración. Por fin, en los últimos minutos de la lección, desencadenaba al chico y lo metía en un cajón de pino sin adornos. Luego se sentaba sobre la tapa, bebiendo té y mirándose el reloj de bolsillo hasta que la lección se terminaba.
—Si tienes claustrofobia —le explicó Kornblum—, tenemos que detectarlo ahora y no cuando estés encadenado al fondo del Moldava, metido dentro de una saca de correos y con toda tu familia y vecinos esperando que salgas nadando.
Al inicio del segundo mes le enseñó el plectro y la llave dinamométrica y empezó a aplicar aquellas herramientas prodigiosas a cada uno de los diversos cerrojos de muestra que guardaba en el arcón. Seguía teniendo las manos hábiles y el pulso firme a pesar de que pasaba de los sesenta años. Forzaba los cerrojos y, con objeto de instruir a Josef, los desarmaba y los volvía a forzar con las entrañas expuestas. Fueran nuevos o antiguos, ingleses, alemanes, chinos o americanos, los cerrojos no se resistían más que unos segundos a sus manipulaciones. Además, había reunido una pequeña biblioteca de volúmenes gruesos y polvorientos, muchos de ellos ilegales o prohibidos, algunos marcados con el sello de la temible Cheka bolchevique, en los que se detallaban, en columnas infinitas de letra minúscula, las fórmulas de las combinaciones, por números de serie, de millares de cerraduras de combinación fabricadas en Europa desde 1900.
Durante semanas, Josef le estuvo suplicando a Kornblum que le permitiera tener una ganzúa. Incumpliendo sus instrucciones, había estado practicando con las cerraduras de su casa usando un alfiler de sombrero y un rayo de rueda de bicicleta, con éxito ocasional.
—Muy bien —dijo Kornblum por fin. Le dio a Josef su ganzúa y una llave dinamométrica y lo llevó hasta la puerta de su habitación, en donde había instalado un flamante nuevo cerrojo Rätsel de siete patillas. Luego se desanudó la corbata y la usó para vendarle los ojos a Josef—. Para ver el interior de la cerradura no necesitas los ojos.
Josef se arrodilló en la oscuridad y buscó a tientas el pomo enchapado en latón. Notaba la puerta fría contra la mejilla. Cuando por fin Kornblum le quitó la venda y le hizo una señal para que se metiera en el cajón, Josef había forzado el cerrojo tres veces, la última vez en menos de diez minutos.
El día antes de que Josef causara el incidente en la mesa del desayuno, después de meses de ejercicios de respiración nauseabundos que le hacían sentir un cosquilleo en la nariz y de prácticas que le dejaban las falanges de los dedos doloridas, había entrado en la habitación de Kornblum y le había ofrecido las muñecas, como de costumbre, para que se las esposara y se las atara. Kornblum lo sorprendió con una sonrisa poco habitual. Le dio a Josef una valija de cuero pequeña y negra. Josef la abrió y encontró la diminuta llave dinamométrica y un juego de ganzúas metálicas, algunas de ellas no más largas que la llave y otras el doble de largas y con mangos de madera pulimentada. Ninguna era más gruesa que una cerda de escoba. Las puntas habían sido cortadas y dobladas imitando ingeniosamente toda clase de formas de luna, diamante y tilde.
—Las he hecho yo —dijo Kornblum—. Son de confianza.
—¿Para mí? ¿Las ha hecho para mí?
—Eso es lo que hemos de decidir ahora —dijo Kornblum. Señaló la cama, en donde había dejado un par de esposas alemanas nuevas y sus mejores cerrojos americanos Yale—. Encadéname a la silla.
Kornblum se dejó encadenar a las patas de su silla con una cadena larga y pesada. Luego Josef encadenó la silla al radiador y el radiador al cuello de su profesor. También le esposó las manos, delante del cuerpo para que pudiera fumar. Sin un consejo ni una queja de Kornblum, Josef abrió todas las cadenas y todos los cerrojos menos uno durante la primera hora. Pero el último cerrojo, un Yale Dreadnought de 1927 de medio kilo con dieciséis patillas y clavijas de arrastre, frustró sus esfuerzos. Josef sudó y maldijo en voz baja, en checo, para no ofender a su maestro. Kornblum encendió otro Sobranie.
—Las patillas tienen voces —le recordó a Josef por fin—. El cerrojo es una línea de teléfono en miniatura. Las yemas de tus dedos tienen oídos.
Josef respiró hondo, metió la ganzúa que terminaba con un garabato diminuto en el agujero del cerrojo y aplicó nuevamente la llave. Fue rozando rápidamente con la punta de la ganzúa cada una de las patillas en una dirección y en otra, notando cómo cedía cada una de ellas, poniendo a prueba la resistencia de las clavijas de arrastre y los muelles. Cada cerrojo tenía su propio punto de equilibrio entre la torsión y la fricción. Si lo girabas demasiado deprisa se atascaba. Si lo hacías demasiado despacio, las patillas no quedaban bien cogidas. Con las columnas de dieciséis patillas, encontrar el punto de equilibrio era una pura cuestión de intuición y estilo. Josef cerró los ojos. Oyó el alambre de la ganzúa zumbándole en los dedos.
Con un chasquido metálico satisfactorio, el cerrojo se abrió. Kornblum asintió, se puso de pie y se desperezó.
—Puedes quedarte las herramientas —dijo.
Por lento que le pudiera resultar a Josef el avance de las clases con herr Kornblum, a Thomas Kavalier le parecía diez veces más lento. La interminable manipulación de cerrojos y nudos que Thomas presenciaba secretamente, noche tras noche, bajo la luz tenue de la lámpara del dormitorio que los chicos compartían, le resultaba mucho menos interesante que las aficiones previas de Josef a los trucos con monedas y la prestidigitación con cartas.
Thomas Masaryk Kavalier era un muchacho diminuto y nervioso con una espesa mata de pelo negro. Cuando era muy pequeño, se había manifestado en él el cromosoma musical de su familia materna. A los tres años regocijaba a las visitas con arias largas y tempestuosas cantadas en italiano macarrónico. Durante unas vacaciones familiares en Lugano, cuando tenía ocho años, se descubrió que había aprendido bastante italiano de verdad con la lectura de sus libretti favoritos como para ser capaz de conversar con los camareros del hotel. Convocado constantemente para actuar en las producciones de su hermano, posar para sus dibujos y servir de coartada de sus mentiras, le había cogido gusto al teatro. En un cuaderno pautado había escrito recientemente las primeras líneas del libreto de una ópera, Houdini, ambientada en un Chicago fabuloso. Pero aquel proyecto tenía la dificultad de que nunca había visto actuar a un escapista. En su imaginación, las hazañas de Houdini eran mucho más grandiosas que nada de lo que pudiera haber imaginado el antes llamado Erich Weiss: saltos con armadura desde aeroplanos en llamas sobrevolando África y evasiones del interior de bolas huecas lanzadas desde cañones submarinos a guaridas de tiburones. La entrada de Josef, aquella mañana en el desayuno, en el territorio antaño ocupado por el gran Houdini, marcó un gran día en la infancia de Thomas.
En cuanto sus padres se marcharon —la madre a su oficina en Narodny; el padre a coger un tren para Brno, en donde lo habían llamado para tratar a la hija enferma de gigantismo del alcalde— Thomas no paró de hacerle preguntas a Josef acerca de aquella cuestión de Houdini y sus mejillas.
—¿Podía meterse una moneda de dos coronas? —preguntó. Estaba en su cama, tendido boca abajo, mirando cómo Josef devolvía la llave dinamométrica a su valija especial.
—Sí, pero cuesta imaginar por qué habría de querer hacerlo.
—¿Y una caja de cerillas?
—Supongo que sí.
—¿Cómo las habría mantenido secas?
—A lo mejor podría haberlas envuelto en hule.
Thomas se palpó la mejilla con la punta de la lengua. Experimentó un escalofrío:
—¿Qué otras cosas te dice herr Kornblum que te metas ahí?
—Me estoy entrenando para ser escapista, no para ser una bolsa de viaje —dijo Josef en tono irritado.
—¿Vas a hacer alguna fuga de verdad?
—Me falta menos cada día.
—¿Y entonces podrás entrar en el club Hofzinser?
—Ya veremos.
—¿Cuáles son los requisitos?
—Te tienen que invitar.
—¿Tienes que haber burlado a la muerte?
Josef puso los ojos en blanco y se arrepintió de haberle hablado a Thomas del Hofzinser. Era un club privado para hombres, ubicado en una antigua posada en una de las calles más retorcidas y decadentes del Stare Mesto, que combinaba las funciones de cantina, asociación benéfica, gremio artesanal y sala de ensayo para los profesionales de la magia de Bohemia. Herr Kornblum cenaba allí casi todas las noches. Josef se imaginaba que el club no solamente era la única fuente de compañerismo y charla para su taciturno profesor sino también una verdadera galería de prodigios, un depósito viviente de la sabiduría acumulada durante siglos de prestidigitación e ilusionismo en una ciudad que había dado algunos de los faquires, charlatanes y hechiceros más importantes de la historia. Josef se moría de ganas de que le invitaran a unirse. De hecho, aquel deseo había sido el objetivo secreto de todos sus pensamientos ociosos (un papel que poco después iba a ser usurpado por su institutriz, la señorita Dorothea Horne). En parte, la razón de que le irritaran tanto las preguntas insistentes de Thomas era que su hermano había adivinado la preeminencia constante del club Hofzinser en sus pensamientos. A su vez, la mente de Thomas estaba llena de visiones bizantinas y atestadas de huríes e higos confitados, en las que hombres con chaqué y pantalones de pachá deambulaban por el interior sombrío y con las vigas de madera al descubierto del hotel de Stupartskà, con la parte superior del torso separada de la inferior y haciendo aparecer leopardos y aves lira de la nada.
—Estoy seguro de que cuando llegue el momento me invitarán.
—¿Cuando tengas veintiún años?
—Tal vez.
—Pero ¿y si hicieras algo para demostrarles…?
Aquello era un eco de los propios pensamientos privados de Josef. Se balanceó en su cama, se inclinó hacia adelante y se quedó mirando a Thomas:
—¿Como por ejemplo?
—Si les enseñaras que sabes librarte de cadenas, abrir cerrojos, contener la respiración, desatar cuerdas…
—Todo eso es fácil. Esas cosas se pueden aprender en la cárcel.
—Bueno, pues si hicieras algo realmente grandioso, no sé. Algo que los dejara asombrados.
—Una fuga.
—Podríamos tirarte de un avión atado a una silla, con el paracaídas atado a otra silla y cayendo por el aire. Así. —Thomas se levantó de la cama y fue a su escritorio, sacó el cuaderno azul en el que estaba componiendo Houdini y lo abrió por una de las últimas páginas, en donde estaba bosquejando la escena. Ahí estaba Houdini con su esmoquin, cayendo por el aire de un avión torcido en compañía de un paracaídas, dos sillas, una mesa y un juego de té, todo ello dejando tras de sí unos garabatos que representaban la velocidad. El mago sonreía y le servía un té al paracaídas. Parecía pensar que tenía todo el tiempo del mundo.
—Menuda idiotez —dijo Josef—. ¿Qué sé yo de paracaídas? ¿Y quién me va a querer tirar desde un avión?
Thomas se ruborizó.
—He sido un crío —dijo.
—No pasa nada —dijo Josef. Se puso de pie—. ¿No estabas jugando hace un momento con los trastos viejos de papá, con sus cosas de la facultad de medicina?
—Están aquí —dijo Thomas. Se dejó caer al suelo y se metió debajo de la cama. Al cabo de un momento apareció un cajón de madera cubierto de telas de araña polvorientas y con la tapa sujeta con alambres retorcidos.
Josef se arrodilló y levantó la tapa, revelando extraños componentes de aparatos y suministros médicos que habían sobrevivido a la instrucción médica de su padre. Perdidos en una piscina de virutas de madera, había un matraz Erlenmeyer, un tubo de cristal con forma de pera y tapón de vidrio, un par de pinzas de crisol, la caja forrada de piel que contenía lo que quedaba de un microscopio Zeiss portátil (estropeado mucho tiempo atrás por Josef, que una vez había intentado usarlo para ver mejor el trasero de Pola Negri en una foto borrosa en bañador recortada de un periódico), y unos cuantos objetos extraños.
—¿Thomas?
—Estoy bien. No tengo claustrofobia. Me podría pasar semanas enteras aquí.
—¿No había…? —Josef escarbó en el montón de despojos oxidados—. ¿No teníamos antes…?
—¿El qué? —Thomas salió de debajo de la cama.
Josef encontró una vara de cristal larga y reluciente y la blandió tal como habría hecho Kornblum.
—Un termómetro —dijo.
—¿Para qué? ¿Qué temperatura vas a tomar?
—La del río —dijo Josef.
A las cuatro de la madrugada del viernes 27 de septiembre de 1935, la temperatura del agua del río Moldava, negro como una campana de iglesia y resonando contra el muro de contención en el extremo norte de la isla de Kampa, era de 22,2° C. Era una noche sin luna y sobre el río flotaba una niebla que parecía un velo extendido por la mano de un hechicero. Un viento afilado agitaba las vainas que colgaban de las ramas desnudas de las acacias de la isla. Los hermanos Kavalier habían venido preparados para el frío. Josef los había vestido de lana de los pies a la cabeza, con dos pares de calcetines cada uno. En la espalda llevaba una mochila con un trozo de cuerda, una cadena, el termómetro, media salchicha de ternera, un candado y una muda limpia con dos pares de calcetines para él. También llevaba un brasero portátil de aceite, prestado por un amigo de la escuela cuya familia practicaba el alpinismo. Aunque no planeaba pasar mucho tiempo en el agua —no más de un minuto y veintisiete segundos según sus cálculos—, había estado practicando en la bañera llena de agua fría y sabía que, incluso en la atmósfera recalentada por el vapor del baño, uno tardaba varios minutos en librarse del frío.
Thomas Kavalier no se había levantado tan temprano en toda su vida. Nunca había visto las calles de Praga tan vacías ni las fachadas tan a oscuras, como una hilera de faroles con las mechas apagadas. Las esquinas que conocía, las tiendas, los leones labrados de una balaustrada frente a la cual pasaba cada día para ir al colegio, todo resultaba extraño y misterioso. La luz flotaba en forma de vapor pálido en torno a las farolas y las esquinas estaban inundadas de sombras. No podía evitar imaginar que si se giraba vería a su padre persiguiéndolos en camisón y zapatillas. Josef caminaba deprisa y Thomas tenía que apresurarse para no perderlo de vista. El aire frío le quemaba las mejillas. Varias veces, y por razones que a Thomas no le quedaron claras, se detuvieron para ocultarse en un portal o refugiarse tras el guardabarros prominente de un Skoda aparcado. Pasaron delante de la puerta trasera abierta de una panadería y Thomas se quedó momentáneamente abrumado por tanta blancura: una pared de azulejos blanca, un hombre pálido vestido todo de blanco, una nube de harina flotando sobre una montaña de masa de pan de color blanco brillante. Para asombro de Thomas, a aquella hora había toda clase de gente: proveedores, taxistas, dos borrachos cantando e incluso una mujer cruzando el Puente de Carlos con un abrigo largo y negro, fumando y murmurando para sí misma. Y policías. Se vieron obligados a esconderse de dos de ellos en su camino a Kampa. Thomas era un niño que cumplía la ley con satisfacción y que tenía una buena opinión de la policía. También le tenía miedo. Su idea de las cárceles y los calabozos estaba muy influida por su lectura de Dumas y no le cabía ninguna duda de que los niños eran sepultados en ellas sin compasión.
Empezaba a arrepentirse de haber ido. Deseaba que nunca se le hubiera ocurrido la idea de que Josef demostrara su valía a la gente del club Hofzinser. No es que dudara de la capacidad de su hermano. Aquello nunca se le habría ocurrido. Simplemente tenía miedo: de la noche, de las sombras, de la oscuridad, de la policía, de la ira de su padre, de las arañas, de los atracadores, de los borrachos, de las mujeres con abrigo y, sobre todo, aquella mañana, del río, más negro que ninguna otra cosa en Praga.
Por su parte, Josef solamente tenía miedo de que lo detuvieran. No de que lo cogieran: no podía haber nada ilegal, consideró, en atarse a uno mismo y luego intentar salir nadando de un saco para la colada. No creía que ni la policía ni sus padres vieran la idea con simpatía —sospechaba que incluso lo podían denunciar por nadar en el río fuera de temporada— pero no temía el castigo. Simplemente no quería que nada le impidiera realizar su fuga. Tenía muy poco tiempo. Ayer le había enviado por correo una invitación al presidente del club Hofzinser:
Los honorables miembros del club Hofzinser
están cordialmente invitados
a presenciar una nueva hazaña de autoliberación
de ese prodigio del escapismo
CAVALIERI
en el Puente de Carlos,
el domingo 29 de septiembre de 1935
a las cuatro y media de la madrugada
El texto le gustaba, pero solamente le quedaban dos días para prepararse. Durante las dos semanas anteriores había estado forzando cerrojos con las manos metidas en el lavabo lleno de agua fría y soltándose de sogas y abriendo cadenas en la bañera. Aquella noche intentaría su «hazaña de autoliberación» en la orilla de la isla de Kampa. Dos días más tarde, haría que Thomas lo empujara por encima de la reja del Puente de Carlos. No le cabía ninguna duda de que sería capaz de realizar el truco con éxito. Aguantar la respiración durante un minuto y medio no le suponía ninguna dificultad. Gracias al entrenamiento de Kornblum podía pasar casi el doble de tiempo sin aire. Veintidós grados centígrados era una temperatura inferior a la del agua de las tuberías de su casa, pero no planeaba pasar mucho tiempo sumergido. Llevaba una cuchilla para cortar el saco escondida entre dos capas de la suela del zapato izquierdo. La llave dinamométrica de Kornblum y una ganzúa en miniatura que Josef había fabricado con el filamento de alambre de la escoba de un barrendero permanecían tan bien acomodadas en el interior de sus mejillas que apenas era consciente de su presencia. Consideraciones como el impacto de su cabeza en el agua o en uno de los pilares de piedra del puente, su miedo escénico paralizante delante un público tan eminente o hundirse irremisiblemente no interferían con su idea fija.
—Estoy listo —dijo, dándole el termómetro a su hermano. Estaba como un carámbano cuando Thomas lo cogió—. Vamos a meterme en el saco.
Cogió el saco para la colada que había robado del armario de su ama de llaves, lo abrió y metió las piernas en la boca del mismo como haría con unos pantalones. Luego cogió la cadena que Thomas le ofrecía y se la enrolló varias veces alrededor de los tobillos y entre los mismos antes de unir los extremos con un pesado candado Rätsel que le había comprado a un ferretero. Luego le tendió las muñecas a Thomas, que, siguiendo sus órdenes, las unió con la cuerda y luego las ató fuertemente con un nudo y un par de lazos. Josef se puso en cuclillas y Thomas le cinchó el saco por encima de la cabeza.
—El domingo tendrás que poner cadenas y cerrojos en el cierre del saco —dijo Josef, con una voz amortiguada que angustió a su hermano.
—Pero ¿entonces cómo saldrás? —Al chico le temblaron las manos. Se volvió a poner sus guantes de lana.
—Son para impresionar. No voy a salir por ahí. —El saco se infló de repente y Thomas dio un paso atrás. Dentro del saco, Josef estaba inclinado hacia adelante, con los brazos extendidos y palpando el suelo. El saco se volcó—. ¡Oh!
—¿Qué ha pasado?
—Estoy bien. Llévame hasta el agua.
Thomas miró el bulto amorfo que tenía en los pies. Parecía demasiado pequeño para ser su hermano.
—No —dijo él, sorprendiéndose a sí mismo.
—Thomas, por favor. Eres mi ayudante.
—No lo soy. Ni siquiera salgo en la invitación.
—Lo siento —dijo Josef—. Me he olvidado. —Esperó—. Thomas, me disculpo sinceramente y de todo corazón por mi descuido.
—Vale.
—Ahora llévame al agua.
—Tengo miedo. —Thomas se arrodilló y empezó a abrir el saco. Era consciente de estar traicionando la confianza de su hermano y el espíritu de la misión, y le dolía, pero no podía evitarlo—. Tienes que salir de ahí ahora mismo.
—No me va a pasar nada —dijo Josef—. Thomas. —Tumbado de espaldas y mirando por la boca reabierta del saco, Josef negó con la cabeza—. Estás actuando de forma ridícula. Vamos, ciérralo otra vez. ¿Qué pasa con el club Hofzinser, eh? ¿No quieres que te lleve a cenar allí?
—Pero…
—Pero ¿qué?
—El saco es demasiado pequeño.
—¿Qué?
—Está muy oscuro. Está demasiado oscuro, Josef.
—Thomas, ¿de qué estás hablando? Come on, Tommy boy —añadió en inglés. Así era como lo llamaba la señorita Horne—. Cenar en el club Hofzinser. Danza del vientre. Delicias turcas. Los dos solos, sin papá ni mamá.
—Sí, pero…
—Hazlo.
—¡Josef! ¿Te está sangrando la boca?
—¡Mierda, Thomas, cierra el puñetero saco!
Thomas retrocedió. Rápidamente se inclinó, cerró el saco y arrastró a su hermano hasta el río. El ruido del saco al caer en el agua lo asustó y rompió a llorar. Por la superficie del agua se extendió un óvalo enorme de ondas concéntricas. Durante un instante frenético, Thomas caminó de un lado a otro del muro de contención, oyendo todavía el estruendo del agua. Tenía los bajos de los pantalones empapados y le entraba agua fría por las lengüetas de los zapatos. Acababa de tirar a su propio hermano al río, de ahogarlo como a una camada de gatos.
Lo siguiente que supo Thomas es que estaba en el Puente de Carlos, corriendo entre las estatuas, rumbo a casa, a la comisaría y a la celda en la que ahora él mismo tenía ganas de meterse. Pero cuando pasaba por delante de San Cristóbal le pareció oír algo. Corrió al parapeto del puente y se asomó. Distinguió la mochila de alpinista sobre el muro de contención y el resplandor tenue del brasero. La superficie del río permanecía intacta.
Thomas bajó corriendo hasta la escalera que llevaba a la isla. Al pasar por el bolardo redondo que remataba la escalera, el ruido de la palma de su mano contra el mármol pareció exhortarlo a que se enfrentara con el agua negra. Bajó los escalones de piedra de dos en dos, cruzó la plaza vacía a toda velocidad, se deslizó por el muro de contención y se hundió de cabeza en el Moldava.
—¡Josef! —gritó antes de que se le llenara la boca de agua.
Todo aquel tiempo, Josef, ciego, amarrado y atontado por el frío, intentaba exasperado aguantar la respiración mientras, uno tras otro, los distintos pasos de su truco iban saliendo mal. Al tenderle las manos a Thomas, había cruzado las muñecas a la altura de la articulación y después de ser atado había acomodado la parte blanda de ambas manos, pero la cuerda parecía haberse contraído en el agua, consumiendo la media pulgada necesaria para la maniobra. Presa de un pánico que nunca habría imaginado, sintió que se esfumaba casi un minuto antes de liberarse las manos. Aquel triunfo lo tranquilizó un poco. Se sacó de la boca la llave y la ganzúa y, cogiéndolos con cuidado, buscó a tientas la cadena que le ataba las piernas. Kornblum ya le había avisado acerca de lo duro que iba aquel cerrojo casero, pero ahora se quedó perplejo al ver que la llave dinamométrica se doblaba como el tallo de una hoja y se le escapaba de los dedos. Tenía las yemas de los dedos entumecidas por el frío y solamente gracias a una vibración afortunada del alambre logró acertar en las patillas, accionar las clavijas de arrastre y hacer girar el cerrojo. El mismo entumecimiento le fue de mucha más utilidad cuando, al buscarse la cuchilla en el zapato, se hizo un corte en la yema del índice de la mano derecha. Aunque no veía nada, notó un hilo de sangre en la sustancia oscura y resonante que lo rodeaba.
Tres minutos y medio después de tirarse al río, pataleando con sus zapatones y sus dos pares de calcetines, salió a la superficie. Solamente los ejercicios de respiración de Kornblum y un milagro de aclimatación le habían impedido soltar hasta la última gota de aire de sus pulmones en el momento de caer al agua. Jadeando, trepó por el muro de contención y gateó hacia el brasero susurrante. El olor a petróleo era como el olor a pan caliente y a pavimento en un verano templado. Tragó aire a carretadas. El mundo entero parecía entrarle por los pulmones: los árboles retorcidos, la niebla, las farolas que parpadeaban a lo largo del puente, una luz encendida en la vieja torre de Kepler del Klementinum. De pronto se sintió enfermo y escupió algo amargo, repulsivo y caliente. Se secó los labios en la manga empapada de la camisa de lana y se sintió un poco mejor. Luego se dio cuenta de que su hermano había desaparecido. Temblando, se puso de pie, con las ropas pesándole como cadenas, y vio a Thomas a la sombra del puente, debajo de la figura esculpida de Bruncvik, dando manotazos torpes al agua, intentando dar brazadas, jadeando y ahogándose.
Josef volvió al agua. Estaba tan fría como antes pero esta vez no pareció notarlo. Mientras nadaba sintió algo que le agarraba, que se aferraba a sus piernas y trataba de hundirlo. No era más que la fuerza de la gravedad o la corriente del Moldava pero en aquellos momentos Josef tuvo la impresión de que lo estaba agarrando la misma sustancia repugnante que había escupido sobre la arena.
Cuando Thomas vio que Josef se le acercaba chapoteando rompió a llorar.
—Sigue llorando —dijo Josef, pensando que lo esencial era respirar y que llorar no dejaba de ser una forma de respiración—. Eso es bueno.
Josef pasó un brazo por la cintura de su hermano, luego intentó arrastrar a ambos, a Thomas y a sí mismo con todo su peso, de vuelta al muro de contención de Kampa. Mientras chapoteaban y forcejeaban en medio del río, no dejaron de hablar, aunque más tarde ninguno de los dos recordaría sobre qué habían estado conversando. Fuera lo que fuera, después a los dos les parecería que había sido algo tranquilo y ocioso, como cuando hablaban en cuchicheos antes de quedarse dormidos. En un momento dado Josef se dio cuenta de que notaba los brazos y las piernas templados, incluso calientes, y de que se estaba ahogando. Lo último que percibió de forma consciente fue a Bernard Kornblum avanzando por el agua en dirección a ellos, con la barba poblada atada en una redecilla para el pelo.
Josef se despertó una hora más tarde en su cama. Thomas necesitó dos días más para revivir. Durante la mayor parte de ese tiempo nadie, y menos todavía sus padres médicos, creyeron que fuera a despertar. Nunca volvió a ser el mismo. No soportaba el agua fría y le quedó un catarro perpetuo. Asimismo, tal vez debido al daño sufrido en los oídos, perdió el gusto por la música. El libreto de Houdini quedó abandonado.
Las lecciones de magia quedaron interrumpidas a petición de Bernard Kornblum. Durante las difíciles semanas que siguieron a aquella aventura, Kornblum se comportó con corrección y preocupación modélicas, llevó juguetes y pasatiempos a Thomas, intercedió en favor de Josef ante los Kavalier y cargó con toda la culpa. Los doctores Kavalier creyeron la versión de sus hijos de que Kornblum no había tenido nada que ver con el incidente, y como había salvado a los chicos de ahogarse, se mostraron más que dispuestos a perdonarlo. Josef se sentía tan arrepentido y mortificado que sus padres incluso se manifestaron dispuestos a permitirle que continuara sus estudios con el viejo y menesteroso mago, que ciertamente no podía permitirse perder un alumno. Pero Kornblum les dijo que ya no tenía nada más que hacer con Josef. Nunca había tenido un discípulo con tanto talento, pero no había conseguido transmitirle su disciplina, que en realidad constituía la única posesión de un escapista. No les contó lo que ahora creía privadamente: que Josef era uno de aquellos muchachos desafortunados que se convierten en escapistas para demostrar la capacidad asombrosa de sus cuerpos enfrentados a artimañas descabelladas y a las leyes de la física, pero por razones peligrosamente metafóricas. Personas que se sienten aprisionadas por cadenas invisibles: emparedados, envueltos en telas de lona. Nunca había una hazaña de autoliberación que ellos consideraran la última.
Kornblum no pudo, sin embargo, resistir la tentación de hacerle una última crítica a su antiguo alumno acerca de su actuación de aquella noche:
—Nunca te preocupes del sitio del que te escapas —le dijo—. Reserva tu preocupación para el sitio al que te escapas.
Dos semanas después del desastre de Josef, y con Thomas ya recuperado, Kornblum se presentó en el piso del Graben para llevar a los hermanos Kavalier a cenar en el club Hofzinser. Resultó ser un lugar bastante normal, con un comedor apretado y mal iluminado que olía a hígado y a cebolla. Había una pequeña biblioteca llena de tomos apolillados acerca de engaños y falsificaciones. En el salón, una chimenea eléctrica proyectaba un brillo nimio sobre una serie de sillones desperdigados, tapizados con velvetón gastado, unas cuantas macetas con palmeras y árboles de plástico polvorientos. Un anciano camarero llamado Max hizo que un puñado de golosinas viejas cayeran desde su pañuelo al regazo de Thomas. Sabían a café quemado. Los magos, por su parte, apenas levantaron la mirada de sus tableros de ajedrez y de sus partidas silenciosas de bridge. Si les faltaban caballos o torres empleaban cartuchos de escopeta usados y montoncitos de kreuzers de antes de la guerra. Sus naipes estaban ajados por los años de pliegues, muescas y ocultamientos que les habían infligido los tahúres. Como ni Kornblum ni Josef tenían talento para la conversación, recayó en Thomas la responsabilidad de hablar en la mesa, que él asumió obedientemente hasta que uno de los miembros del club, un viejo nigromante que cenaba solo en la mesa de al lado, le dijo que se callara. A las nueve en punto, tal como había prometido, Kornblum llevó a los chicos a su casa.