DOS

Fue un sueño larvario —un sueño de evasión fabulosa— el que finalmente había llevado a Josef Kavalier a través de Asia y del Pacífico y hasta el camastro de su primo en Ocean Avenue.

Tan pronto como el ejército alemán ocupó Praga, en ciertos ambientes se empezó a hablar de poner a salvo el famoso Gólem de la ciudad, el autómata milagroso del rabino Loew, enviándolo al exilio. Con los nazis llegaron los rumores acerca de confiscaciones, expropiaciones y saqueos, sobre todo de objetos sagrados de los judíos. El gran miedo de sus guardianes secretos era que el Gólem fuera embalado y enviado para adornar algún Institut o colección privada de Berlín o Munich. Un par de jóvenes alemanes de mirada taimada y voz susurrante habían pasado casi dos días deambulando con cuadernos por la Vieja Nueva Sinagoga, en cuyos aleros la leyenda situaba al paladín largo tiempo aletargado del gueto. Los dos jóvenes alemanes habían asegurado que eran académicos, que estaban allí por interés personal y no tenían vínculos oficiales con el Reichsprotektorat, pero nadie los creyó. Se rumoreaba que ciertos altos cargos del partido en Berlín eran estudiantes ávidos de teosofía y de las llamadas ciencias ocultas. Parecía cuestión de tiempo que descubrieran al Gólem en su ataúd gigante de madera de pino, durmiendo su letargo sin sueños, y lo robaran.

En el círculo de sus guardianes había cierta resistencia a la idea de enviar al Gólem al extranjero, ni aunque fuera para protegerlo. Algunos decían que como se había formado originalmente con el barro del río Moldava, podía sufrir cierta degradación física si lo alejaban de su clima nativo. Los que tenían inclinaciones historicistas —y que, como todos los historiadores del mundo, se atribuían con orgullo la perspectiva más juiciosa— argumentaban que el Gólem ya había sobrevivido a muchos siglos de invasiones, calamidades, guerras y pogromos sin ser descubierto ni desplazado, y se manifestaban contrarios a reaccionar de forma precipitada ante una simple mala racha más para los judíos de Bohemia. Incluso había unos cuantos en el círculo que, cuando se les presionaba, admitían que no querían enviar lejos al Gólem porque interiormente no habían renunciado a la esperanza infantil de que el gran enemigo de quienes odiaban a los judíos y los acusaban falsamente de crímenes pudiera ser revivido en un momento de extrema necesidad para luchar de nuevo. Al final, sin embargo, la votación se decantó a favor de enviar el Gólem a un lugar seguro, preferiblemente a un país neutral que no estuviera metido en la contienda y donde hubiera población de judíos.

Fue entonces cuando un miembro del círculo secreto que tenía vínculos con la escena de los espectáculos de magia en Praga sacó a colación el nombre de Bernard Kornblum y dijo que era el hombre en quien se podía confiar para llevar a cabo la evasión del Gólem.

Bernard Kornblum era un Ausbrecher, un ilusionista especializado en trucos con camisas de fuerza y esposas, la clase de números que se habían popularizado gracias a Harry Houdini. Hacía poco tiempo que se había retirado del mundo del espectáculo (tenía setenta años por lo menos) para establecerse en Praga, su ciudad adoptiva, y esperar lo inevitable. Pero tal como dijo quien lo había propuesto, era originario de Vilna, la ciudad sagrada de la Europa judía, un lugar conocido, a pesar de su reputación de testarudez, por albergar a hombres con una buena consideración de los gólems. Asimismo, Lituania era oficialmente neutral y supuestamente Hitler había renunciado a toda ambición hacia aquel país en un protocolo secreto del pacto entre Molotov y Ribbentrop. Así pues, Kornblum fue convocado, apartado de su puesto vitalicio en una mesa de póquer de la sala de juegos del club Hofzinser y llevado al lugar secreto donde el círculo se reunía: en Monumentos Faleder, en una caseta detrás de la sala de exposición y venta de lápidas. Allí le explicaron la naturaleza de su tarea: tenía que hacer desaparecer al Gólem de su escondrijo, prepararlo bien para el trayecto y luego sacarlo del país, sin llamar la atención, y hacerlo llegar a manos de los contactos en Vilna. Los documentos oficiales necesarios —certificados de transporte, documentación para las aduanas— serían proporcionados por los miembros más influyentes del círculo o por amigos situados en lugares elevados.

Bernard Kornblum aceptó de inmediato el encargo del círculo. Aunque como muchos magos era un no creyente convencido y solamente reverenciaba a la naturaleza, esa Gran Ilusionista, sin embargo era un buen judío. Más importante todavía, estaba aburrido y se sentía desgraciado ahora que estaba jubilado, e incluso había estado considerando un regreso a los escenarios quizá poco recomendable cuando lo convocaron. Aunque vivía en una miseria relativa, rechazó los generosos honorarios que el círculo le ofrecía y solamente puso dos condiciones: que no desvelaría ni un detalle de sus planes a nadie y que no aceptaría ningún consejo o ayuda no solicitados. Correría una cortina sobre todo el truco, por decirlo de algún modo, y solamente la abriría cuando la hazaña hubiera tenido éxito.

Estas condiciones no solamente hicieron gracia a los miembros del círculo sino que en cierta forma también les parecieron sensatas. Cuanto menos supiera ninguno de ellos sobre los detalles, más fácilmente podrían alegar, si el asunto salía a la luz, que no sabían nada de la fuga del Gólem.

Kornblum salió de Monumentos Faleder, que no estaba lejos de su propio alojamiento en la calle Maisel, y se dirigió a su casa con la mente ya empezando a construir el armazón de un plan sólido y elegante. Durante un breve periodo en Varsovia en la década de 1890, Kornblum se había visto obligado a delinquir, en concreto a desvalijar casas, así que la perspectiva de escamotear el Gólem de su guarida actual de forma inadvertida despertó viejos recuerdos perversos de luz de gas y joyas robadas. Pero todos sus planes cambiaron cuando entró en el vestíbulo de su edificio. La gardienne asomó la cabeza y le dijo que había un joven esperando para verlo en su habitación. Un joven atractivo, le dijo, bien vestido y con buenos modales. Por supuesto, en circunstancias normales habría hecho esperar al visitante en la escalera, pero le había parecido reconocerlo como un antiguo estudiante de herr Professor.

La gente que se gana la vida coqueteando con el desastre desarrolla un talento para la imaginación pesimista, una anticipación de lo peor, que a menudo no se distingue de la clarividencia. Kornblum supo de inmediato que su visitante inesperado tenía que ser Josef Kavalier y se le cayó el alma a los pies. Meses atrás había oído que el chico iba a abandonar la escuela de arte y que emigraba a América. Algo le había ido mal.

Josef se puso en pie al entrar su antiguo profesor y agarró su sombrero sobre el pecho. Llevaba un traje aparentemente nuevo de aromático tweed escocés. Kornblum notó por el rubor de sus mejillas y el cuidado excesivo con que evitaba darse con la cabeza contra el techo bajo e inclinado que el muchacho estaba bastante borracho. Y ya no era precisamente un muchacho. Debía de tener casi diecinueve años.

—¿Qué pasa, hijo? —dijo Kornblum—. ¿Qué haces aquí?

—No estoy aquí —respondió Josef. Era un muchacho pálido y pecoso con el pelo negro, una nariz al mismo tiempo grande y aplastada y unos ojos azules muy separados y demasiado empañados por el sarcasmo para resultar soñadores—. Estoy en un tren rumbo a Ostende. —Fingió teatralmente que consultaba su reloj de pulsera. A Kornblum le pareció que no estaba fingiendo en absoluto—. A esta hora estoy pasando por Frankfurt, ¿entiende?

—Entiendo.

—Sí. Mi familia ha gastado toda su fortuna. Han sobornado a todo el mundo a quien se podía sobornar. Han vaciado nuestras cuentas bancarias. Han vendido la póliza de seguros de mi padre. Las joyas de mi madre y su plata. Los cuadros. La mayoría de los muebles valiosos. El instrumental médico. Las acciones. Todo para asegurarse de que yo, el afortunado, pueda estar sentado en ese tren, ¿entiende? En el vagón de fumadores. —Expulsó una bocanada de humo imaginario—. Atravesando Alemania de camino a the good old U.S.A. —Terminó la frase en americano gangoso. A Kornblum su acento le pareció bastante bueno.

—Muchacho…

—Con todos los papeles en orden, yon betcha.

Kornblum suspiró:

—¿Y el visado de salida? —aventuró. Había oído historias sobre denegaciones de último minuto en las semanas pasadas.

—Dijeron que me faltaba un sello. Un sello. Les dije que no era posible. Que todo estaba en orden. Yo tenía una lista de control que me había preparado el subsecretario auxiliar de visados de salida en persona. Y se la enseñé.

—¿Pero?

—Dijeron que los requisitos habían cambiado esa misma mañana. Tenían una orden, un telegrama de Eichmann en persona. Me hicieron bajar del tren en Eger. A diez kilómetros de la frontera.

—Ah —Kornblum se sentó en la cama (sufría hemorroides) y dio unos golpecitos en la colcha a su lado. Josef se sentó. Se tapó la cara con las manos. Dejó escapar un suspiro entrecortado, se le pusieron los hombros tensos y los tendones se le marcaron en la parte de atrás del cuello. Intentaba refrenar las ganas de llorar.

—Escucha —dijo el viejo mago intentando adelantarse a su llanto—. Escúchame. Estoy casi seguro de que podrás salir del apuro.

Las palabras de consuelo le salieron más envaradas de lo que le habría gustado, pero empezaba a sentir una vaga aprensión. Ya era pasada la medianoche y el muchacho tenía un aire de desesperación, de estallido inminente, que ciertamente conmovía a Kornblum pero también le ponía nervioso. Cinco años antes se había visto implicado en un episodio desgraciado con aquel mismo chico insensato y desafortunado del que se había arrepentido considerablemente.

—Vamos —dijo Kornblum. Le dio al chico un golpecito torpe en el hombro—. Tus padres deben de estar preocupados. Te acompaño a casa.

Aquello fue la gota que colmó el vaso: con una exhalación brusca, como un hombre que saltara aterrorizado desde la cubierta en llamas de un barco a un mar congelado, Josef rompió a llorar.

—Ya los he dejado una vez —dijo, negando con la cabeza—. No puedo volver a hacérselo.

Toda la mañana, en el tren que lo había llevado en dirección oeste rumbo a Ostende y América, a Josef le había atormentado el recuerdo amargo de su despedida. No había llorado pero tampoco le había sentado especialmente bien el llanto de su madre y de su abuelo, que había cantado la parte de Vitek en el estreno de 1926 del Vec Makropoulos de Janácek en Brno, y, como suele pasar con los tenores, acostumbraba a demostrar abiertamente sus sentimientos. Pero Josef, como muchos chicos de diecinueve años, creía erróneamente que le habían roto muchas veces el corazón y se enorgullecía de la dureza imaginaria de dicho órgano. Su tendencia al estoicismo juvenil le había ayudado a mantenerse impávido al recibir el abrazo lacrimógeno de su abuelo aquella mañana en la Bahnhof. También se había sentido desgraciadamente contento de irse. No le alegraba dejar Praga tanto como le excitaba dirigirse a América, con destino a la casa de la hermana de su padre y de un primo suyo llamado Sam, en el inimaginable Brooklyn, con sus locales nocturnos, sus tipos duros y todo el brío de la Warner Bros. La misma insensibilidad robusta a lo James Cagney que le había permitido ocultar el dolor de abandonar a toda su familia y el único hogar que conocía también le había ayudado a decirse a sí mismo que solamente era cuestión de tiempo que todos ellos se reunieran con él en Nueva York. Además, la situación en Praga era más adversa que nunca. Por tanto, en la estación, Josef había mantenido la cabeza erguida y las mejillas secas y había estado dando caladas a un cigarrillo, fingiendo que prestaba más atención a los demás pasajeros que llenaban el andén, los soldados alemanes con sus abrigos elegantes, que a los miembros de su propia familia. Había besado la mejilla rasposa de su abuelo, había soportado el largo abrazo de su madre y estrechado las manos de su padre y de su hermano menor, Thomas, que le entregó un sobre. Josef se lo había metido en un bolsillo con indolencia estudiada, ignorando el temblor del labio de Thomas cuando el sobre desapareció. Luego, cuando Josef estaba subiendo al tren, su padre le agarró los faldones del abrigo y le hizo bajar de nuevo al andén. Se acercó a Josef por la espalda y lo rodeó con un abrazo compungido. La sensación que le había producido a Josef el bigote húmedo por las lágrimas de su padre en su mejilla fue mortificadora. Josef se separó.

See yon in the funny papers —dijo. Se obligó a mostrarse desenfadado. En mi aplomo, se dijo, reside su esperanza de salvación.

Tan pronto como el tren se alejó del andén, sin embargo, y Josef estuvo sentado en su asiento del compartimento de segunda clase, sintió la brutalidad de su conducta como un puñetazo en el estómago. Pareció al mismo tiempo hincharse, latir y arder de vergüenza, como si todo su cuerpo protagonizara una rebelión contra su conducta, como si la vergüenza pudiera producir en él la misma reacción catastrófica que la picadura de una abeja. El asiento que ahora ocupaba había costado, con el añadido de los impuestos de partida y la reciente «tasa aduanera de transbordo», lo mismo que su madre había sacado con el empeño de un broche de esmeraldas que su marido le había regalado por su décimo aniversario. Poco antes de aquel triste aniversario, frau Dr. Kavalier había tenido un aborto en el cuarto mes de embarazo, y de pronto la imagen de aquella hermana que no había llegado a nacer —tenía que ser una niña— adoptó en la mente de Josef la forma de un penacho de vapor resplandeciente y clavó en él una mirada de reproche de color esmeralda. Cuando los oficiales de emigración aparecieron en Eger para hacerle bajar del tren —su nombre estaba entre los muchos de su lista— lo encontraron entre dos vagones, con la nariz moqueando y llorando con la cara apoyada en el brazo.

La vergüenza de Josef por su partida, sin embargo, no fue nada comparada con la ignominia insoportable de su regreso. En el viaje de vuelta a Praga, hacinado en el vagón de tercera clase de un tren local sin aire, en compañía de un grupo de robustas y ruidosas familias de granjeros de los Sudetes que se dirigían a la capital para alguna clase de celebración religiosa, pasó la primera hora disfrutando de una sensación de justo castigo por su insensibilidad, su ingratitud y por haber abandonado a su familia. Pero cuando el tren pasó por Kladno, el inevitable regreso a casa empezó a abrumarlo. Ahora le parecía que su regreso por sorpresa, en vez de ofrecerle la oportunidad de reparar su conducta imperdonable, solamente serviría para llevar más tristeza a su familia. Durante los seis meses transcurridos desde que empezara la ocupación, el objetivo de los esfuerzos de la familia Kavalier, de su existencia colectiva, había sido enviar a Josef a América. De hecho, aquel esfuerzo había llegado a representar un contrapeso necesario al esfuerzo diario de sobrevivir y una inyección de esperanza contra sus efectos devastadores. En cuanto los Kavalier decidieron que Josef, nacido durante una breve estancia de la familia en Ucrania durante 1920, reunía gracias a un capricho de la política los requisitos para emigrar a Estados Unidos, el complejo y costoso proceso de enviarlo allí había devuelto a sus vidas un componente de orden y sentido. ¡Cómo los iba a devastar verlo aparecer en el umbral a menos de once horas de su partida! Cuando a última hora de la tarde el tren entró arrastrándose en la estación de Praga, Josef se quedó en su asiento, incapaz de moverse, hasta que un revisor que pasó a su lado le sugirió, con amabilidad, que el joven caballero debía apearse.

Josef deambuló por el bar de la estación, se bebió un litro y medio de cerveza y no tardó en quedarse dormido en un reservado al fondo del local. Al cabo de un periodo indeterminado, un camarero lo zarandeó y Josef se despertó borracho. Cargó con su bolsa de viaje por las calles de la ciudad que aquella misma mañana había imaginado realmente que nunca volvería a ver. Vagabundeó por la calle de Jerusalén, llegó al Josefov y, de forma casi inevitable, sus pasos lo llevaron a la calle Maisel, donde estaba el piso de su antiguo profesor. No podía destrozar las esperanzas de su familia permitiendo que lo vieran de nuevo; de ninguna forma podía permitirlo, al menos a aquel lado del Atlántico. Si Bernard Kornblum no podía ayudarlo a escapar, por lo menos podría ayudarlo a esconderse.

Kornblum le dio un cigarrillo a Josef y se lo encendió. Luego fue a su sillón, se acomodó con cuidado y se encendió otro. Ni Josef Kavalier ni los guardianes del Gólem eran los primeros que acudían a Kornblum con la expectativa desesperada de que su experiencia con las celdas, las camisas de fuerza y los cofres de hierro pudiera ampliarse de alguna forma a franquear las fronteras de las naciones soberanas. Hasta aquella noche había declinado aquellas peticiones no solamente por poco prácticas o por estar fuera de sus posibilidades, sino también por considerarlas radicales y prematuras. Ahora, sin embargo, sentado en su sillón, y viendo cómo su antiguo estudiante rebuscaba infructuosamente entre los pedazos arrugados de documentos triplicados, billetes de tren y cartillas selladas de inmigración que llevaba en la cartera de viaje, los oídos aguzados de Kornblum detectaron el ruido, inconfundible para él, de los pasadores de una enorme cerradura de hierro afianzándose en su sitio. La oficina de emigración, dirigida por Adolf Eichmann, había pasado de la simple extorsión cínica al robo descarado y ahora se dedicaba a quitarles a los solicitantes todo lo que tenían a cambio de nada. Gran Bretaña y América prácticamente habían cerrado sus puertas: solamente gracias a la insistencia de una tía americana y a la chiripa geográfica que suponía su nacimiento en la Unión Soviética había sido Josef capaz de obtener un visado de entrada en Estados Unidos. Mientras tanto, en Praga, ni siquiera el último terrón inservible de barro del río estaba a salvo del hocico ávido del invasor.

—Te puedo hacer llegar a Vilna, en Lituania —dijo Kornblum por fin—. Desde allí te las tendrás que apañar solo. Memel está ahora en manos de los alemanes, pero a lo mejor puedes encontrar un pasaje desde Priekule.

—¿Lituania?

—Eso me temo.

Al cabo de un momento el chico asintió, se encogió de hombros y aplastó el cigarrillo en un cenicero que tenía dibujados el kreuzer y la espada del símbolo del club Hofzinser.

—Olvídate del sitio del que te escapas —dijo, citando una de sus viejas máximas—. Reserva tu preocupación para el sitio al que te diriges.