Lena

Para cuando llego a la avenida Forest, se ha amortiguad el ruido de la lucha, tragado por los chillidos agudos de las alarmas. De vez en cuando veo una mano que mueve una cortina, un ojo de pecera que me mira y luego desaparece rápidamente. Todo el mundo se queda dentro de su casa, encerrado.

Mantengo la cabeza baja, me muevo lo más rápido que puedo a pesar del dolor en el tobillo, que me he lastimado al caer mal, y me mantengo alerta por si se oyen patrullas o brigadas. No hay forma de que la gente piense que soy más que una inválida: tengo un aspecto asqueroso, llevo ropa vieja y llena de barro y mi oreja sigue manchada de sangre. Curiosamente, no hay nadie por la calle. Las fuerzas de seguridad parece que han sido enviadas a otras zonas. Después de todo, esta es la parte más pobre de la ciudad. Sin duda se considera que esta gente no necesita protección.

Un sendero y un sentido para cada uno… y para algunos, un sendero que conduce directamente a la tumba.

Consigo llegar a la calle Cumberland sin problemas. En cuanto pongo el pie en lo que era mi manzana, me da la sensación por un momento de estar atrapada en una naturaleza muerta del pasado.

Parece que hace una eternidad desde que giraba en esta esquina al volver del colegio. Aquí era donde hacía los estiramientos después de correr, colocando una pierna en el banco de la parada del autobús. Aquí miraba a Jenny y a los otros chicos que jugaban a darle patadas a una lata y les abría las bombas de agua cuando hacía calor en verano.

En realidad, hace una vida de todo eso. Ahora soy una Lena distinta.

También la calle parece distinta, más hundida, como si un agujero negro invisible hiciera que toda la manzana se derrumbara lentamente sobre sí misma. Incluso antes de llegar a la cancela frente al número 237, sé que la casa va a estar vacía. La certeza se aloja como un peso pesado entre mis pulmones. Pero aun así me quedo tontamente en mitad de la acera, mirando al edificio ahora abandonado —mi hogar, mi antigua casa, el pequeño dormitorio del piso de arriba, los olores a jabón y a ropa recién lavada y a salsa de tomate—, observando la pintura que se cae, los peldaños del porche que se están pudriendo, las ventanas tapadas con tablas, la desgastada equis pintada con espray sobre la puerta, que señala que la casa está condenada.

Siento como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. La tía Carol se sentía tan orgullosa de esta casa… No dejaba pasar ni un año sin darle una mano de pintura, sin desatascar a fondo los canalones y hacer una buena limpieza en el porche.

Luego, el dolor es sustituido por el pánico. ¿Dónde habrán ido?

¿Qué le habrá pasado a Grace?

A lo lejos aúlla la sirena antiniebla, que suena como una canción funeraria. Me sobresalto, y de pronto me doy cuenta de dónde estoy: una ciudad extraña, hostil. Ya no es mi sitio, ya no soy bienvenida aquí. La sirena de niebla aúlla por segunda vez, y luego, una tercera. La señal significa que las bombas han sido colocadas con éxito. Eso nos da una hora hasta que exploten y se desencadenen todas las cóleras del infierno.

Eso me da solo una hora para encontrar a Grace, y no tengo ni idea de por dónde empezar.

Un ventana se cierra de pronto a mi espalda. Me vuelvo justo a tiempo para ver una cara redonda como una luna, preocupada; parece la señora Hendrickson, que desaparece de la vista. Una cosa está clara: tengo que irme de aquí.

Agacho la cabeza y camino apresuradamente calle abajo, dando la vuelta en cuanto veo una calleja estrecha entre dos edificios. Me muevo a ciegas, esperando que los pies me lleven en la dirección adecuada. Grace. Grace, Grace. Rezo para que ella, de algún modo, pueda oírme.

Ciegamente, cruzo la calle Mellen hacia otro callejón más, un negro agujero abierto, un lugar de sombras laterales que me oculten. Grace, ¿dónde estás? En mi mente grito, grito tan fuerte que el grito se lo traga todo y apaga el sonido del coche que se acerca.

Y de repente, salido de la nada, ahí está: el motor resuena y jadea, la ventanilla que refleja la luz en mis ojos, cegándome, los neumáticos que chirrían mientras el conductor intenta frenar. Luego, el dolor, la sensación del golpe. Pienso: Voy a morir. Veo el cielo que da vueltas por encima, veo la cara de Álex, que sonríe, y luego siento el mordisco duro del suelo por debajo de mí. Me quedo sin aire y giro para quedar de espaldas, con los pulmones que tartamudean, luchando por llenarse de aire.

Durante un instante de confusión, viendo el cielo azul por encima, extendido tenso y alto entre los tejados de los edificios, se me olvida dónde estoy. Siento que estoy flotando, me deslizo por una superficie de agua azul. Todo lo que sé es que no estoy muerta. Mi cuerpo sigue siendo mío: muevo las manos y flexiono los pies solo para asegurarme. Milagrosamente, he conseguido no golpearme la cabeza.

Se oye ruido de puertas. Voces que gritan. Me acuerdo de que tengo que moverme, tengo que incorporarme. Grace.

Pero antes de que pueda hacer nada, unas manos me cogen con violencia de los brazos y me ponen de pie. Todo me llega en ráfagas. Oscuros trajes negros. Armas. Caras malas.

Muy malas.

El instinto se impone y empiezo a revolverme y a dar patadas. Muerdo la mano del guardia que me tiene agarrada, pero no me suelta y otro se adelanta y me da una bofetada. El golpe me duele y envía una explosión de fuego a mis ojos. Le escupo sin ver. Otro guardia —hay tres— me apunta a la cabeza con el arma. Sus ojos son negros y tan fríos como la piedra tallada. No están llenos de odio —los curados no odian, pero tampoco hay nada que les importe—, sino de asco, como si yo fuera un tipo de insecto especialmente asqueroso, y en ese momento sé que voy a morir.

Perdóname, Álex. Y Julián, perdóname tú también.

Perdóname, Grace.

Cierro los ojos.

—¡Esperad!

Abro los ojos. Del asiento de atrás sale una chica.

Lleva el traje blanco de muselina de las novias. Su pelo está peinado de una manera muy elaborada, con rizos en tomo a la cabeza, y la cicatriz de su operación ha sido destacada con maquillaje para que parezca una pequeña estrella coloreada justo debajo de su oreja izquierda. Es hermosa, parece uno de esos cuadros de ángeles que solíamos ver en la iglesia.

Entonces sus ojos se posan en mí, y se me revuelve el estomago. El suelo se abre por debajo. Apenas puedo confiar en que podré mantenerme en pie.

—Lena —dice serenamente. Es más un anuncio que un saludo.

No consigo hablar. No puedo pronunciar su nombre, aunque reverbera en un chillido por mi cabeza.

Hana.

—¿Adonde vamos?

Hana se vuelve hacia mí. Son las primeras palabras que he conseguido decirle. Durante un instante muestra sorpresa, y también algo más. ¿Placer? Es difícil de decir. Sus expresiones son distintas, y ya no puedo leer su rostro.

—A mi casa —dice tras una breve pausa.

Podría reírme a carcajadas. Está tan ridículamente tranquila… Es como si me estuviera invitando a buscar música en BMPA, o a que veamos una película acurrucadas en su sofá.

—¿No vas a entregarme? —mi voz suena sarcástica. Sé que va a entregarme. Lo he sabido desde que he visto la cicatriz, la inexpresión tras sus ojos, como un estanque que ha perdido toda su profundidad.

Puede que no perciba el desafío, o tal vez prefiere ignorarlo.

—Lo haré —dice sencillamente—, pero aún no.

Por su cara pasa una expresión, una incertidumbre momentánea, y parece que va a decir algo más. Sin embargo, se vuelve hacia la ventanilla mordiéndose el labio inferior.

Eso me preocupa, ese morderse el labio. Es una grieta en esa superficie suya de serenidad, un pliegue que no me esperaba. Es la antigua Hana que asoma en esta nueva versión rutilante, y eso me produce otro calambre de estómago. Me abruma la necesidad urgente de abrazarla, de aspirar su olor —dos gotitas de vainilla en los codos y un poco de jazmín en el cuello— y decirle cuánto la he echado de menos.

Justo a tiempo, me pilla mirándola fijamente y aprieta los labios en una línea firme. Yo me recuerdo a mí misma que la antigua Hana ya no existe. Probablemente, ya ni huele igual. No me ha hecho ni una sola pregunta sobre lo que me ha pasado, dónde he estado, cómo es que estoy en Portland, manchada de sangre y con ropa sucia de tierra. Apenas no me ha mirado en absoluto y, cuando me mira, lo hace con una curiosidad vaga, distante, como si yo fuera una extraña especie animal en un zoo.

Espero que giremos hacia el West End, pero lo que hacemos es dirigirnos hacia el exterior de la península. Hana debe haberse trasladado. Las casas por esta zona son aún más amplias y señoriales que en su antiguo barrio. No sé por qué me sorprende. Esa es una de las cosas que he aprendido durante mi periodo en la Resistencia. La cura tiene que ver con el control. Tiene que ver con el sistema. Y los ricos se hacen cada vez más ricos, mientras se exprime a los pobres para que vivan en callejas estrechas y espacios diminutos, y se les dice que se les está protegiendo, y se les promete que se les premiará por su obediencia en el cielo. La servidumbre se llama seguridad.

Entramos en una calle bordeada de arces que parecen muy viejos, árboles cuyas ramas se entrelazan para formar un pasillo cubierto. Atisbo al pasar un letrero con el nombre de la calle: Essex Street. Mi estómago pega otro violento revolcón. En el número 88 de esta calle es donde Pippa ha colocado la bomba. ¿Cuánto hace que ha sonado la sirena antiniebla? ¿Diez minutos? ¿Quince?

Se me acumula el sudor bajo los brazos. Compruebo los buzones al pasar. Una de estas casas, una de estas gloriosas mansiones blancas, coronadas como pasteles con cúpulas y celosías, rodeadas de amplios porches blancos y alejadas de la calle por extensiones de césped de intenso color verde, va a volar por los aires en menos de una hora.

El coche frena hasta detenerse ante una cancela de hierro muy ornamentada. El conductor se inclina por la ventanilla para introducir un código en un teclado y las puertas se abren suavemente. Eso me recuerda a la antigua casa de Julián en Nueva York, y sigue asombrándome: toda esta energía, toda esta electricidad que fluye y bombea bajo el control de unos pocos.

Hana sigue mirando impasible por la ventanilla y me entran de repente ganas de extender el brazo y darle un puñetazo a esa imagen tal como se refleja en el cristal. Ella no tiene ni idea de cómo es el resto del mundo. No ha visto nunca la adversidad ni ha pasado hambre, o vivido sin calefacción ni comodidades. Me asombra incluso que en el pasado fuera mi mejor amiga. Siempre vivimos en mundos separados, solo que yo era tan tonta que pensaba que no importaba.

Altos setos flanquean el coche por ambos lados, delimitando un corto sendero que lleva a otra casa monstruosa. Es más amplia que todas las que hemos visto antes. En la puerta delantera hay un número metálico clavado.

88.

Durante un instante no veo nada. Luego parpadeo. Pero el número sigue ahí.

El número 88 de la calle Essex. Aquí está la bomba. Me corre el sudor por la parte baja de la espalda. No tiene ningún sentido: las otras bombas están colocadas en el centro, en edificios municipales, como las del año pasado.

—¿Tú vives aquí? —le pregunto a Hana. Está bajando del coche, aún mantiene esa misma calma irritante, como si estuviéramos en una visita de cortesía.

De nuevo duda.

—Es la casa de Fred —dice—. Supongo que en realidad ahora la compartimos —como me la quedo mirando, corrige—: Fred Hargrove. Es el alcalde.

Se me había olvidado por completo que Hana estaba emparejada con Fred Hargrove. Habíamos oído el rumor por medio de la Resistencia de que Hargrove padre murió durante los incidentes. Fred debe haber ocupado su lugar. Ahora empieza a tener sentido que hayan puesto una bomba en este lugar; nada resulta más simbólico que golpear directamente al líder. Pero nos hemos equivocado: no es Fred quien va a estar en casa, es Hana.

Se me seca la boca y me pica. Uno de los matones intenta agarrarme y obligarme a bajar del coche, y me zafo de él con un tirón.

—No me voy a escapar —digo prácticamente escupiendo las palabras, y me bajo del coche por mis propios medios. Sé que no podría dar más de tres pasos antes de que abrieran fuego sobre mí. Tendré que tener mucho cuidado, y pensar, y buscar una oportunidad de escapar. Para nada voy a quedarme por aquí cerca cuando la bomba estalle.

Hana nos ha precedido subiendo las escaleras del porche. Espera, de espaldas a mí, hasta que uno de los guardias se adelanta y abre la puerta. Siento un ramalazo de odio por esta niña malcriada y de aire frágil, con su vestido blanco inmaculado y su casa de amplios salones.

El interior, curiosamente, está oscuro, decorado con mucho roble oscuro y cuero. Casi todas las ventanas están medio cubiertas por elaboradas colgaduras y cortinas de terciopelo. Hana hace ademán de llevarme a la sala de estar, pero luego se lo piensa mejor. Sigue por el pasillo sin preocuparse de encender la luz, solo se vuelve una vez a mirarme con una expresión que no consigo descifrar, y por fin pasamos unas puertas batientes y accedemos a la cocina.

Este cuarto, por contraste con el resto de la casa, es muy luminoso. Amplios ventanales dan a un enorme patio trasero. Aquí la madera es pino o fresno visto, suave y casi blanco, y las encimeras son de mármol blanco inmaculado.

Los guardias nos siguen y entran en la cocina. Hana se vuelve hacia ellos.

—Dejadnos —dice. Iluminada por la luz del sol, que la hace aparecer como si brillara ligeramente, parece una vez más un ángel. Me sorprende su inmovilidad y el silencio de la casa, lo limpia que está y lo bella que es.

Y en alguna parte de sus entrañas, bien enterrado, crece un tumor que hace tic-tac mientras se acerca a la explosión final.

El guardia que conducía, el que me ha amenazado con una llave, intenta protestar, pero Hana le hace callar rápidamente.

—He dicho que nos dejéis —durante un segundo, resurge la antigua Hana; veo el desafío en sus ojos, el ángulo imperial de su barbilla—. Y cerrad la puerta al salir.

Los guardias se van de mala gana. Siento el peso de sus miradas y sé que si Hana no estuviera aquí, yo ya estaría muerta. Pero me niego a sentir agradecimiento hacia ella. Para nada.

Cuando nos quedamos a solas, Hana me mira fijamente durante un minuto en silencio. Su gesto es indescifrable. Por fin dice:

—Estás demasiado flaca.

Casi me echo a reír.

—Bueno, ya sabes. Los restaurantes en la Tierra Salvaje están casi todos cerrados. La verdad es que la mayor parte han sido bombardeados.

No intento suavizar el tono de mi voz.

Ella no reacciona. Se limita a seguir mirándome. Pasa otro minuto en silencio. Luego señala la mesa.

—Siéntate.

—Prefiero quedarme de pie, gracias.

Hana frunce el ceño.

—Considéralo una orden.

La verdad es que no creo que vaya a llamar a los guardias si me niego a sentarme, pero no tiene sentido arriesgarse. Me siento en una silla, sin dejar de mirarla fijamente todo el rato. Pero no puedo relajarme. Han pasado por lo menos veinte minutos desde que sonó la sirena de la niebla. Eso quiere decir que me quedan menos de cuarenta para salir de aquí.

En cuanto me siento, Hana se da la vuelta y desaparece en la parte de atrás de la cocina, donde un hueco oscuro más allá del frigorífico indica que hay una despensa. Antes de que pueda pensar en huir, vuelve a salir con una hogaza de pan envuelta en un trapo de cocina. Llega a la encimera y corta gruesas rebanadas, untándolas de mantequilla y apilándolas en un plato. Luego se acerca al fregadero y humedece el trapo de cocina.

Viéndola girar el grifo, observando el agua caliente que aparece al instante, me siento llena de envidia. Ha pasado muchísimo tiempo desde que me di una ducha en condiciones o desde que me pude lavar, excepto en ríos helados.

—Toma —me pasa la toalla caliente—. Estás hecha un desastre.

—No he tenido tiempo de maquillarme —contesto con retintín Pero igualmente acepto la toalla y me la llevo con cuidado a la oreja. Ha dejado de sangrar, por lo menos, aunque la toalla se queda manchada de sangre seca. Mantengo los ojos en Hana mientras me limpio la cara y las manos. Me pregunto qué estará pensando.

Me pone el plato de pan delante cuando acabo con la toalla, y me llena un vaso de agua con cubitos de verdad, cinco que golpean alegremente al chocar unos con otros.

—Come —dice—. Bebe.

—No tengo hambre —digo mintiendo.

Pone los ojos en blanco, y veo de nuevo a la antigua Hana que se cuela en esta nueva impostora.

—No seas tonta. Claro que tienes hambre, estás que te mueres de hambre. Probablemente, también de sed.

—¿Por qué haces esto? —le pregunto.

Hana abre la boca y la vuelve a cerrar.

—Éramos amigas —dice.

—Lo éramos —digo con firmeza—. Ahora somos enemigas.

—¿De verdad?

Parece sobresaltada, como si la idea no se le hubiera ocurrido nunca. Una vez más, siento un aleteo de incomodidad, un sentimiento de culpa y vergüenza. Hay algo que no está bien. Me obligo a pasar de esa sensación.

—Por supuesto —digo.

Hana me observa durante un segundo más. Luego, abruptamente, se levanta de la mesa y se acerca a los ventanales. Cuando está de espaldas a mí, cojo rápidamente un trozo de pan y me lo meto en la boca, y lo como tan rápido como puedo sin ahogarme. Lo paso con un largo trago de agua, tan fresca que me produce un dolor de cabeza ardiente, delicioso.

Durante largo rato, Hana no dice nada. Yo como otro trozo de pan. Sin duda ella me oye masticar, pero no hace comentarios ni se da la vuelta. Me permite mantener la pose de que no estoy comiendo y a mí me asalta un breve estallido de gratitud.

—Siento lo de Álex —dice por fin, sin darse la vuelta.

Mi estómago da un vuelco incómodo. Demasiada comida, demasiado deprisa.

—No murió.

Mi voz suena demasiado fuerte. No sé por qué siento la necesidad de contárselo. Pero necesito que ella sepa que su lado, su gente, no se salió con la suya; al menos, no en este caso. Aunque, por supuesto, en cierto modo sí se salieron con la suya.

Se vuelve.

—¿Qué?

—Que no murió —repito—. Lo llevaron a las Criptas.

Hana hace un gesto de dolor, como si la hubiera abofeteado. Se mete el labio inferior hacia dentro y empieza a mordérselo.

—Yo… —se interrumpe frunciendo un poco el ceño.

—¿Qué? —conozco ese gesto, lo reconozco. Sabe algo—. ¿Qué pasa?

—Nada. Yo… —mueve la cabeza como para quitarse una idea que tiene—. Me pareció verle.

El estómago se me sube a la garganta.

—¿Dónde?

—Aquí —me mira con otra de sus expresiones inescrutables La nueva Hana es mucho más difícil de interpretar que la antigua—. Anoche. Pero si está en las Criptas…

—Ya no. Se escapó.

Hana, la luz, la cocina, hasta la bomba que hace tic-tac silenciosamente por debajo, acercándonos a la destrucción, todo eso parece lejano de repente. En cuanto Hana lo sugiere, me doy cuenta de que tiene sentido. Álex estaba totalmente solo. Habría vuelto a territorio conocido.

Álex podría estar aquí, en algún lugar de Portland. Cerca. Quizá haya esperanza, después de todo.

Si pudiera salir de aquí…

—Entonces, ¿qué? —me levanto de la silla—. ¿Vas a llamar a los reguladores o qué?

Incluso mientras hablo, no dejo de hacer planes. Probablemente podría con ella, si la cosa llega a eso, pero la idea de atacarla me produce incomodidad. Y seguro que ella lucha. Para cuando consiguiera dominarla, los guardias se nos habrían echado encima.

Pero si puedo hacer que salga de la cocina, aunque sea durante unos pocos segundos, tiraré la silla por la ventana, saldré por el jardín, intentaré despistar a los guardias en los árboles. El jardín probablemente lleva a otra calle; si no, tendré que dar la vuelta para volver a Essex. Es una posibilidad remota, pero es una posibilidad.

Hana me observa fijamente. El reloj que está sobre la cocina parece moverse a una velocidad récord, y me imagino que el temporizador de la bomba también lo hace.

—Quería pedirte perdón —dice con calma.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

No tengo tiempo para esto. No tenemos tiempo para esto. Hago a un lado pensamientos de lo que le pasará a Hana incluso si consigo escapar. Ella se quedará aquí, en la casa…

Mi estómago se tensa y se destensa. No quiero acabar vomitando el pan. Tengo que centrarme. Lo que le pase a Hana no es cosa mía, ni es culpa mía tampoco.

—Por hablarles a los reguladores de la casa del número 37 de Brooks —dice—. Por contarles lo de Álex contigo.

Y así, de repente, se me funde el cerebro.

—¿Cómo?

—Yo se lo conté —suelta una pequeña exhalación, como si pronunciar las palabras le hubiera proporcionado alivio—. Lo siento. Estaba celosa.

No puedo hablar. Nado entre la niebla.

—¿Celosa? —consigo decir escupiendo las palabras.

—Yo… yo quería lo que tú tenías con Álex. Me sentía confusa. No comprendía lo que estaba haciendo.

Vuelve a mover la cabeza.

Me siento mareada, como si estuviera en un columpio o en un barco. No tiene ningún sentido. Hana, la chica dorada, mi mejor amiga, impulsiva y temeraria. Yo confiaba en ella. La amaba.

—Eras mi mejor amiga.

—Lo sé.

Una vez más tiene un aire preocupado, como si estuviera intentando recordar lo que significan las palabras.

—Tú lo tenías todo —no puedo evitar alzar la voz. Mi cólera vibra, me recorre como una corriente eléctrica—. Una vida perfecta. Notas perfectas. Todo —señalo la cocina inmaculada el sol que entra y reluce sobre las encimeras de mármol como mantequilla fundida—. Yo no tenía nada. Él era todo lo que tenía. Mi único… —la náusea sube y doy un paso adelante apretando los puños, ciega de rabia—. ¿Por qué no pudiste dejar que lo disfrutara? ¿Por qué tuviste que arrebatármelo? ¿Por qué siempre tenías que quedarte con todo?

—Te he dicho que lo sentía —dice de nuevo mecánicamente.

Podría aullar de risa. Podría gritar, o sacarle los ojos. Lo que hago es alargar el brazo y darle un bofetón. La corriente eléctrica fluye hasta mi brazo, llega hasta mi mano antes de que me dé cuenta de lo que estoy haciendo. El sonido es inesperadamente agudo y durante un instante estoy segura de que los guardias van a aparecer por la puerta. Pero no viene nadie.

Al momento, la cara de Hana comienza a ponerse roja. Pero no grita. No emite ningún sonido.

En el silencio, puedo oír mi propia respiración, agitada y desesperada. Siento las lágrimas que hacen presión en el fondo de mis ojos. Me siento avergonzada, furiosa y enferma, todo a la vez.

Hana se vuelve lentamente hacia mí. Tiene un aire casi triste.

—Eso me lo merecía —dice.

De pronto me siento agotada. Estoy cansada de luchar, de golpear y ser golpeada. Es lo extraño del mundo: las personas que sencillamente desean amar, por el contrario, deben convertirse en guerreros. Es la naturaleza contra natura de la vida. Hago todo lo que puedo por no caer de nuevo en la silla.

—Después me sentí fatal —dice Hana con una voz que es poco más que un suspiro—. Tienes que saber eso. Por eso es por lo que te ayudé a escapar. Sentí —Hana busca la palabra adecuada— arrepentimiento.

—¿Y ahora? —le pregunto.

Hana se encoge de hombros.

—Ahora estoy curada —dice—. Ahora es distinto.

—¿Distinto? ¿Cómo? —durante una fracción de segundo, deseo más que nada, más que respirar, haberme quedado aquí con ella, haber dejado que el cuchillo cayera sobre mi nuca.

—Me siento más libre —dice. Sea lo que fuere lo que yo esperaba que dijera, no era esto. Debe notar que estoy sorprendida, porque continúa—: Todo está como… amortiguado. Es como oír las cosas debajo del agua. No tengo que sentir cosas por otra gente con tanta intensidad —un lado de su boca se curva en una sonrisa—. Quizá, como tú decías, nunca lo sentí.

Ha empezado a dolerme la cabeza. Se ha terminado. Se ha terminado todo. Solo quiero hacerme una bola y dormir.

—No lo decía en serio. Claro que sentías. Tenías sentimientos. Quiero decir, por los demás. Los tenías.

No estoy segura de que me escuche. Dice, casi como si acabara de ocurrírsele:

—Ya no tengo que hacer caso a nadie nunca más.

Algo en su tono me suena raro, casi triunfante. Cuando la miro sonríe. Me pregunto si estará pensando en alguien en concreto.

Se oye una puerta que se abre y se cierra y la voz de un hombre, como un ladrido. Toda su expresión cambia. En un instante se vuelve a poner seria.

—Es Fred —dice. Cruza rápidamente hasta las puertas batientes a mi espalda y asoma la cabeza tímidamente por el pasillo Luego se vuelve para mirarme, de pronto sin aliento.

—Vamos —dice—. Rápido, mientras él está en el estudio.

—¿Vamos? ¿Adonde? —pregunto.

Hana tiene un aire irritado por un momento.

—La puerta trasera da al porche. Por ahí puedes atajar por el jardín y salir a la calle Dennett, que te llevará de vuelta a Brighton. Rápido —añade—. Si te ve, te matará.

Me sorprende tanto que por un instante me quedo ahí mirándola, con la boca abierta.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por qué me estás ayudando?

Hana vuelve a sonreír, pero sus ojos siguen estando turbios e indescifrables.

—Tú lo has dicho. Yo era tu mejor amiga.

De repente me vuelve la energía. Va a dejar que me marche. Antes de que cambie de opinión, me acerco a ella. Empuja con la espalda uno de los batientes, manteniéndolo abierto para mí, asomando la cabeza al pasillo cada pocos segundos para asegurarse de que no hay moros en la costa. Justo cuando estoy a punto de pasar junto a ella, me detengo.

Jazmín y vainilla. Después de todo sigue usándolos. De verdad, huele igual.

—Hana —digo. Estoy muy cerca de ella. Puedo ver el oro entremezclado con el azul de sus ojos. Me paso la lengua por los labios—. Hay una bomba.

Se echa un poco para atrás.

—¿Qué?

No me da tiempo a arrepentirme de lo que estoy diciendo.

—Aquí. En alguna parte de la casa. Sal de aquí, ¿vale? Sálvate.

Se llevará a Fred también y el atentado será un fracaso, pero no me importa. Amé a Hana antaño y ella me está ayudando ahora. Se lo debo.

De nuevo, su expresión es inescrutable.

—¿Cuánto tiempo? —pregunta de repente.

Muevo la cabeza.

—Diez, máximo quince minutos.

Asiente con la cabeza para indicar que ha comprendido. Paso junto a ella hacia la oscuridad del pasillo. Ella permanece donde está, apoyada contra las puertas, rígida como una estatua. Alza la barbilla señalando la puerta trasera.

Justo cuando voy a tocar el pomo de la puerta, me llama en un susurro.

—Casi se me olvida —se acerca a mí, su traje cruje y durante un instante me da la impresión de que es un fantasma—. Grace está en Highlands. En el número 31 de la calle Wynnewood Road. Viven allí ahora.

Me la quedo mirando. En alguna parte, en el fondo de esta desconocida, está enterrada mi mejor amiga.

—Hana —comienzo a decir.

Me interrumpe.

—No me lo agradezcas —dice en voz baja—. Solo vete.

Impulsivamente, sin pensar en lo que estoy haciendo, extiendo el brazo y tomo su mano. Dos apretones largos, dos cortos. Nuestro antiguo código.

Hana se queda perpleja; luego, lentamente, su cara se relaja Apenas por un instante resplandece como si estuviera iluminada por dentro con una antorcha.

—Me acuerdo… —susurra.

Una puerta se cierra de un portazo. Hana se separa bruscamente, de repente asustada. Me da la vuelta y me empuja hacia la puerta trasera.

—Vete —dice, y yo me voy. No miro atrás.