Lena

Los planes continúan hasta bien avanzada la noche. El hombre rubio, que se llama Colin, sigue encerrado en una de las caravanas junto a Beast y Pippa, Raven y Tack, Max, Cap, mi madre y algunos otros que él ha elegido de su grupo. Asigna a una persona la vigilancia en la puerta y no se admite a nadie más. Sé que se prepara algo grande, tan grande como los incidentes en que volaron parte de un muro de las Criptas y pusieron una bomba en una comisaría, o incluso más. Por pequeños comentarios que se le han escapado a Max, he deducido que esta nueva rebelión no se reduce solo a Portland. Como en los anteriores incidentes, en ciudades de todo el país se están juntando inválidos y simpatizantes y canalizando su energía y su furia en manifestaciones de resistencia.

En cierto momento, Max y Raven salen de la caravana para mear en el bosque, con los rostros demacrados y serios, pero cuando le suplico a Raven que me deje asistir, me corta al momento.

—Vete a la cama, Lena —dice—. Todo está controlado.

Debe ser casi medianoche. Julián lleva horas dormido. Pero yo no soy capaz de estar tumbada. Siento como si mi sangre estuviera llena de hormigas: me recorren brazos y piernas, es un picor que me incita a moverme, a hacer algo. Camino en círculos intentando librarme de esa sensación, y al mismo tiempo me siento irritada, molesta con Julián, furiosa con Raven, pensando en todas las cosas que me gustaría decirle.

Yo fui la que sacó a Julián del subsuelo. Yo fui la que arriesgó la vida para introducirme clandestinamente en Nueva York y salvarle. Yo fui la que entró en Waterbury. Yo fui la que descubrí que Lu era una traidora. Y ahora Raven me dice que me vaya a la cama, como si fuera una niña revoltosa de cinco años.

Apunto con una piedra a una taza metálica que estaba tirada, medio enterrada en la ceniza, en el borde de un fuego apagado, y la veo rodar varios metros hasta golpear el costado de una caravana. Un hombre grita:

—¡Ya vale con el ruido!

Pero no me importa si le he despertado. No me importa si despierto a todo el campamento.

—¿No puedes dormir?

Me vuelvo, sobresaltada. Coral está sentada un poco aparte, con las rodillas contra el pecho, junto a lo que queda de otra hoguera. De vez en cuando atiza la lumbre con un palo.

—Hola —digo con cautela. Desde que Álex se fue, es casi como si fuera muda—. No te había visto.

Sus ojos buscan los míos. Sonríe débilmente.

—Yo tampoco podía dormir.

Aunque sigo nerviosa, se me hace raro estar hablando de pie cuando ella está sentada, así que me acomodo en uno de los troncos ennegrecidos por el humo que rodean el fuego.

—¿Estás preocupada por lo de mañana?

—La verdad es que no —vuelve a atizar el fuego, observa cómo se aviva la llama por un momento—. Para mí no cambia demasiado.

—¿Qué quieres decir?

La miro de cerca por primera vez en una semana. Inconscientemente he tratado de evitarla. Ahora veo en ella algo trágico y hueco: su piel cremosa y pálida parece una cáscara, vacía, seca.

Se encoge de hombros y mantiene la vista en las brasas

—Pues que a mí ya no me queda nadie.

Trago saliva. Tenía intención de hablarle de Álex, pedirle perdón de algún modo, pero no me salían las palabras. Incluso ahora crecen y se me quedan atascadas en la garganta.

—Oye, Coral —respiro hondo. Dilo, solo dilo—. Siento mucho que Álex se fuera. Sé… sé que debe haber sido muy duro para ti.

Ahí está: he admitido explícitamente que era suyo, por lo que la pérdida es suya. En cuanto las palabras abandonan mi boca, me siento extrañamente desinflada, como si todo este tiempo hubieran estado hinchadas, como un globo, en mi pecho.

Por primera vez desde que me he sentado, me mira. No puedo leer la expresión de su cara.

—No importa —dice por fin volviendo a mirar la lumbre—. De todas formas, él seguía enamorado de ti.

Es como si hubiera alargado el brazo y me hubiera pegado un puñetazo en el estómago. De repente, no puedo respirar.

—¿Qué… qué dices?

Su boca se curva en una sonrisa.

—De veras. Estaba claro. No importa. Yo le caía bien y él me caía bien a mí —mueve la cabeza—. Cuando he dicho que no me quedaba nadie, no me refería a Álex. Pensaba en Nan y en el resto del grupo. Mi gente —tira el palo y se abraza las rodillas con más fuerza—. Es raro que hasta ahora no me haya dado cuenta, ¿verdad?

Aunque sigo aturdida por lo que acaba de decir, consigo mantener el control. Alargo la mano y te toco el codo.

—Oye —digo—. Ahora nos tienes a nosotros. Ahora nosotros somos tu gente.

—Gracias —sus ojos vuelven a los míos. Fuerza una sonrisa. Inclina la cabeza hacia un lado y me observa un instante—. Entiendo por qué te amaba.

—Coral, estás equivocada —empiezo a decir.

Pero justo en ese momento se oyen pisadas detrás de nosotras y mi madre dice:

—Pensaba que te habías ido a dormir hace horas.

Coral se pone de pie limpiándose la trasera de los vaqueros. Son nervios, porque todos estamos cubiertos de polvo y de suciedad, que se nos ha metido hasta en las pestañas y entre las uñas.

—Ya me iba —dice—. Buenas noches, Lena. Y… gracias.

Antes de que pueda reaccionar, se da la vuelta y se dirige al extremo sur del claro, donde se ha juntado la mayor parte de nuestro grupo.

—Parece una muchacha muy dulce —dice mi madre sentándose en el tronco que ha dejado vacío Coral—. Demasiado dulce para la Tierra Salvaje.

—Lleva aquí casi toda su vida —no puedo evitar la tensión en mi voz—. Y es una gran luchadora.

Mi madre se me queda mirando.

—¿Pasa algo?

—Lo que pasa es que no me gusta quedarme al margen. Quiero saber cuál es el plan para mañana.

Mi corazón late a toda velocidad. Sé que no estoy siendo justa con mi madre: no ha sido culpa suya que no me admitieran en la reunión de planificación, pero tengo ganas de gritar. Las palabras de Coral han removido algo en mi interior, lo noto vibrando dentro de mí, chocando dolorosamente con mis pulmones: Él seguía enamorado de ti.

No. Es imposible; ella no ha entendido nada. Él nunca me amó. Él me lo dijo.

Mi madre se pone seria.

—Lena, tienes que prometerme que te quedarás aquí, en el campamento, mañana. Tienes que prometerme que no vas a luchar.

Ahora me toca a mí quedarme mirándola.

—¿Qué?

Se pasa una mano por el pelo. Parece que se lo ha peinado con una corriente eléctrica.

—Nadie tiene una idea muy clara sobre lo que encontraremos al otro lado de ese muro. Los números que tenemos de las fuerzas de seguridad son solo aproximados, y no estamos seguros de cuánto apoyo habrán conseguido nuestros amigos de Portland. Yo era partidaria de un retraso, pero ha ganado la otra opción —mueve la cabeza—. Es peligroso, Lena. No quiero que participes en ello.

Eso que vibra en mi pecho —la furia y la tristeza por haber perdido a Álex, y también por esta vida que vamos construyendo a base de restos y harapos, de medias palabras y promesas incumplidas— estalla de repente.

—Sigues sin entenderlo, ¿no? —estoy casi temblando—. Ya no soy una niña. He crecido. He crecido sin ti. Y tú no puedes decirme lo que tengo que hacer.

Casi espero que me responda con la misma moneda, pero se limita a suspirar y se queda mirando el resplandor anaranjado que aún brilla entre las brasas, como un ocaso enterrado. Luego dice de pronto:

—¿Te acuerdas de la historia de Salomón?

Sus palabras me resultan tan inesperadas que por un instante no puedo hablar. Solo puedo asentir con la cabeza.

—Cuéntamela —dice—. Cuéntame lo que recuerdas.

La nota de Álex, aún guardada en el bolsito que llevo al cuello, también parece arder, me quema junto al pecho.

—Dos madres se pelean por un bebé —digo con cautela—. Deciden cortarlo en dos. El rey así lo decreta.

Mi madre niega con la cabeza.

—No. Esa es la versión corregida; esa es la historia tal como aparece en el Manual de FSS. En la historia real, las madres no cortan al bebé en dos.

Me quedo muy quieta, casi me da miedo hasta respirar. Me parece que estoy tambaleándome al borde de un precipicio, a punto de comprender algo, y no estoy segura de si quiero avanzar.

Mi madre continúa:

—En la historia de verdad, el rey Salomón decide que el bebé debería ser cortado en dos. Pero solo es una prueba. Una de las madres acepta, la otra dice que renunciará al bebé para siempre. No quiere que se haga daño al niño. —Mi madre vuelve los ojos hacia mí. Incluso en la oscuridad, veo su brillo, esa claridad que nunca ha desaparecido—. Así es como el rey identifica a la madre verdadera. Está dispuesta a sacrificar su derecho a su hijo, a sacrificar su felicidad, con tal de mantenerlo a salvo.

Cierro los ojos y veo las brasas que arden tras mis párpados: el alba rojo sangre, humo y fuego, Álex detrás de las cenizas. De repente, lo sé. Comprendo el significado de su nota.

—No estoy intentando controlarte, Lena —dice mi madre en voz baja—. Solo quiero que estés a salvo. Eso es lo que siempre he querido.

Abro los ojos. El recuerdo de Álex de pie tras la valla mientras te rodeaba un enjambre negro, retrocede.

—Es demasiado tarde —mi voz suena hueca, no se parece a mi voz—. He visto cosas… He perdido cosas que no puedes comprender.

Es lo más cerca que he estado de hablarle de Álex. Por fortuna, no insiste. Simplemente, asiente con la cabeza.

—Estoy cansada.

Me pongo de pie. Siento algo extraño en mi cuerpo, como si fuera una marioneta a la que han empezado a abrírsele las costuras. Álex se sacrificó una vez para que yo pudiera vivir y ser feliz. Ahora ha vuelto a hacerlo.

He sido tan tonta… Y ahora él ya no está y no puedo encontrarte y decirle que lo sé y que lo entiendo.

No puedo confesarle que sigo enamorada de él.

—Voy a dormir un poco —te digo a mi madre evitando su mirada.

—Creo que esa es una buena idea —dice.

Ya me he dado la vuelta para alejarme cuando me llama. Me vuelvo. El fuego se ha apagado por completo y su cara está sumida en la oscuridad.

—Salimos hacia el muro al amanecer —dice.