El sábado por la mañana hago mi visita a Deering Highland. Se está convirtiendo casi en una costumbre. Por suerte, consigo no ver a Grace: las calles están en silencio, quietan, envueltas en la neblina de la mañana temprana, y además me alegra comprobar que las baldas del cuarto subterráneo ya parecen más llenas.
De vuelta en casa, me doy una ducha con agua demasiado caliente, hasta que se me pone la piel rosa. Me froto con cuidado incluso debajo de la uñas, como si el olor a Highlands, a toda esa gente que vive ahí, se me pudiera haber pegado, Pero nunca se es demasiado cuidadoso. Si Cassie fue invalidada porque contrajo la enfermedad, o porque Fred sospechaba que era así, solo puedo imaginarme lo que nos haría a mí y a mi familia sí descubriera que la cura no ha funcionado a la perfección.
Tengo que saber con certeza qué le pasó a Cassandra.
Fred va a pasar el día jugando al golf con un grupo numeroso de simpatizantes y personas que apoyan su campaña, incluyendo a mi padre. Mi madre va a comer con la señora Hargrove en el club. Yo me despido alegremente de mis padres y después paso media hora matando el tiempo, demasiado inquieta para ver la tele o para hacer otra cosa que no sea dar vueltas.
Cuando ha transcurrido el tiempo suficiente, cojo la lista de invitados definitiva, con la distribución por mesas, y meto los papeles de cualquier manera en una carpeta. No tiene sentido que guarde el secreto sobre adonde me dirijo, así que llamo a Rick, el hermano de Tony, y espero en el porche delantero a que venga con el coche.
—A la casa de los Hargrove, por favor —digo en tono alegre, mientras me acomodo en el asiento de atrás.
Intento no moverme demasiado. No quiero que él se dé cuenta de que estoy nerviosa. No quiero que me haga preguntas. Pero no me hace ningún caso. Mantiene la vista en la carretera. Su cabeza calva, encajada en el cuello de la camisa, me recuerda un huevo rosa hinchado.
En la casa de los Hargrove no hay ninguno de los tres coches en el sendero circular. De momento, todo va bien.
—Espera aquí —le digo a Rick—. No tardaré.
Una chica que reconozco como parte del servicio de la casa abre la puerta. No tiene más que unos pocos años más que yo y muestra un aire permanente de sospecha aburrida, como un perro al que le han pegado demasiado en la cabeza.
—¡Vaya! —dice cuando me ve, y duda, claramente insegura, sobre si debe dejarme entrar.
Me pongo a hablar al instante:
—He venido todo lo rápido que he podido. ¿Puedes creer que al final a mi madre se le ha olvidado traer los planos a la comida? La señora Hargrove tiene que supervisar el reparto de asientos, por supuesto.
—¡Vaya! —dice otra vez la chica. Frunce el ceño—. Pero la señora Hargrove no está. Se ha ido al club.
Dejo escapar un gemido fingiendo una gran sorpresa.
—Cuando mi madre me ha dicho que iban a comer juntas yo simplemente he asumido…
—Están en el club —repite nerviosa. Se agarra a ese dato como si fuera un salvavidas.
—Tonta de mí —digo—. Y claro, ya no me da tiempo a ir al club. ¿Quizá puedo dejar aquí las listas para que la señora Hargrove…?
—Yo se las puedo dar, si quieres —dice.
—No, no. No hace falta —digo rápidamente. Me humedezco los labios con la lengua—. Si puedo entrar un segundo, le dejo una nota rápida. Las mesas seis y ocho puede que haya que cambiarlas, y quiero estar segura de qué hacer con el señor y la señora Kimble…
La chica se aparta para dejarme entrar.
—Claro —dice, abriendo un poco más la puerta.
Paso junto a ella. Aunque he estado muchas veces en la casa, sin los dueños parece distinta. La mayor parte de los cuartos están a oscuras y todo está tan silencioso que oigo el crujido de pasos en el piso superior y un ruido de telas a varias habitaciones de distancia. Se me pone la carne de gallina. Hace fresco en el vestíbulo, pero es también la sensación que da la vivienda, como si toda ella estuviera conteniendo el aliento, a la espera de que ocurra un desastre.
Ahora que estoy aquí, no sé por dónde empezar. Fred debe haber conservado los documentos de su boda con Cassie, y probablemente también de su divorcio. Nunca he estado en su estudio, pero él me enseñó dónde estaba durante mi primera visita, y es bastante probable que cualquier documento que tenga esté guardado ahí. Aunque primero tengo que librarme de la chica.
—Muchas gracias —le digo cuando me conduce hasta el salón. Le lanzo mi sonrisa más rutilante—. Me sentaré aquí un minuto y le escribiré una nota. Y tú le dices a la señora Hargrove que los papeles están en la mesita del café, ¿vale?
Mi intención es que ella se tome el comentario como una indirecta para que se vaya, pero se limita a asentir y se queda ahí mirándome tontamente.
En este momento estoy ya improvisando, buscando excusas a la desesperada.
—¿Me podrías hacer un favor? Ya que estoy aquí, ¿puedes ir arriba y buscar las muestras de color que le prestamos a la señora Hargrove hace mucho? El florista las necesita de vuelta. Y la señora Hargrove comentó que me las había dejado en su dormitorio, quizá en su escritorio o por ahí.
—¿Muestras de color…?
—Sí, un libro grande —digo. Y después, como todavía no se mueve, continúo—: Yo esperaré aquí mientras las buscas.
Por fin me deja sola. Espero hasta que oigo sus pasos en el piso de arriba antes de volver al vestíbulo.
La puerta del estudio de Fred está cerrada, pero, por suerte, no con llave. Me cuelo dentro y cierro sin hacer ruido. Tengo la boca seca y el corazón me late en la garganta. Tengo que recordarme que no he hecho nada malo. Al menos, aún no. Técnicamente, esta es también mi casa, o lo será muy pronto.
Tanteo la pared buscando la luz. Es un riesgo, cualquiera podría ver el resplandor por debajo de la puerta, pero por otro lado, andar a tientas en la penumbra volcando muebles también hará que vengan corriendo.
El cuarto está presidido por un amplio escritorio y una silla de cuero de respaldo duro. Reconozco el pisapapeles de plata y uno de los trofeos de golf de Fred, colocados sobre las librerías vacías. En un rincón hay un gran archivador de metal; junto a él, en la pared, hay un enorme retrato de un hombre, presumiblemente un cazador, de pie entre varios cuerpos de animales muertos. Aparto rápidamente la vista.
Me dirijo al archivador, que tampoco está cerrado con llave. Recorro montones de documentos con información financiera: papeles de bancos, declaraciones de impuestos, recibos y resguardos de depósitos que se remontan a casi diez años atrás. Un cajón contiene toda la información sobre el personal, incluyendo copias de los carnés de identidad. La chica que me ha abierto la puerta se llama Eleanor Latterly, y tiene exactamente la misma edad que yo.
Y entonces lo encuentro, escondido en la parte de atrás del cajón de abajo: un sobre sin marcar, fino, que contiene el certificado de nacimiento de Cassie y el de matrimonio. No hay ninguna referencia a un divorcio, solo una carta, doblada en dos, escrita a máquina en papel grueso.
Leo la primera línea rápidamente: Esta carta se refiere al estado físico y mental de Cassandra Melanea Hargrove, de soltera O’Donnell, que fue admitida bajo mi supervisión…
Oigo ruido de pisadas que cruzan muy rápido en dirección al estudio. Devuelvo bruscamente la carpeta a su sitio, cierro el archivador con el pie y me guardo la carta en el bolsillo trasero, dando gracias a Dios por haberme traído los vaqueros. Cojo una pluma del escritorio. Cuando Eleanor abre la puerta, yo enarbolo con aire triunfante la pluma antes de que tenga oportunidad de hablar.
—¡La he encontrado! —digo alegremente—. ¿Puedes creer que no se me había ocurrido traer algo para escribir? Hoy tengo la cabeza en las nubes.
No se fía de mí. Me doy cuenta. Pero tampoco es que pueda acusarme de nada.
—No había ningún libro de muestras —dice lentamente—. No estaba por ningún sitio, por lo que he podido ver.
—¡Qué raro! —Entre los pechos me corre un hilillo de sudor. Observo cómo sus ojos recorren en detalle toda la habitación, como buscando algo que esté fuera de su sitio—. Supongo que hoy ha sido un malentendido tras otro. Permíteme.
Tengo que apartarla para poder salir. Apenas me acuerdo de garabatear una nota rápida para la señora Hargrove: ¡Para tu aprobación!, escribo, aunque en realidad no me importa lo que piense. Eleanor permanece todo el tiempo detrás de mí merodeando, como si pensara que voy a robar algo.
Demasiado tarde.
Toda la operación no ha durado más de diez minutos. Rick todavía tiene el coche en marcha. Me siento atrás.
—A casa —le digo.
Mientras sale con el coche hacia la calle, me parece ver a Eleanor observándome desde una ventana.
Sería más seguro esperar hasta estar en casa para leer la nota pero no puedo contenerme y la desdoblo.
Echo una mirada más detenida al encabezamiento: Dr. Sean Perlin, Supervisor Jefe de Cirugía, Laboratorios Portland.
La carta es breve.
A quien pueda interesar,
Esta carta se refiere al estado físico y mental de Cassandra Melanea Hargrove, de soltera O’Donnell, que fue admitida bajo mi supervisión durante un periodo de nueve días.
En mi opinión como profesional, la señora Hargrove sufre agudos delirios provocados por una inestabilidad mental muy arraigada: tiene fijación con el mito de Barbazul y conecta esa historia con sus manías persecutorias, sufre un estado de neurosis profundo y, a mi modo de ver, es improbable que mejore.
Su condición parece ser de tipo degenerativo y puede haber sido provocada por ciertos desequilibrios químicos ocurridos como resultado de la operación, aunque resulta imposible afirmarlo de manera taxativa.
Leo la carta varias veces. Así que yo tenía razón: le pasaba algo. Se volvió majareta.
Quizá el procedimiento la trastornó, como le pasó a Willow Marks. Es raro que nadie lo notara antes de que se casara con Fred, pero supongo que a veces estas cosas suceden de manera gradual.
Con todo, el nudo que tengo en el estómago se niega a desenredarse. Bajo la pulida prosa del doctor hay un mensaje separado: un mensaje de miedo.
Me acuerdo de la historia de Barbazul: la historia de un hombre, un apuesto príncipe, que mantiene en su castillo una puerta cerrada con llave. Le dice a su nueva esposa que puede entrar en cualquier cuarto excepto en ese. Pero un día, la curiosidad de ella es demasiado grande y descubre una habitación llena de mujeres asesinadas, colgadas por los tobillos. Cuando él descubre que ella ha desobedecido sus órdenes, la añade a esa horrible y sanguinaria colección.
Cuando yo era niña, ese cuento me aterrorizaba, en especial la imagen de las mujeres acumuladas en un montón, con los brazos pálidos y los ojos sin vida, vacíos.
Doblo la carta con cuidado y la devuelvo al bolsillo trasero. Me estoy comportando como una estúpida. Cassie era defectuosa, como yo pensaba, y Fred tenía todas las razones del mundo para divorciarse de ella. Solo porque ella ya no aparezca en los registros no significa que le haya sucedido nada horrible. Quizá haya sido solo un fallo administrativo.
Pero durante todo el camino hasta casa, no puedo evitar acordarme de la extraña sonrisa de Fred y de la forma en que dijo: Cassie hacía demasiadas preguntas.
Y tampoco puedo evitar el pensamiento que me viene a la cabeza, sin querer: ¿y si Cassie tenía razón al estar asustada?