Hana

Me despierto cuando el alba apenas baña el horizonte. En algún lugar fuera de mi ventana ulula un búho, y mi cuarto está lleno de oscuras siluetas móviles.

Dentro de dos semanas, estaré casada.

Me uno a Fred para cortar la cinta del nuevo muro fronterizo de cinco metros de altura y hecho de hormigón armado. Esta nueva muralla va a sustituir a todas las alambradas electrificadas que han rodeado siempre la ciudad.

La primera fase de construcción, completada solo dos días después de que Fred se convirtiera oficialmente en alcalde, llega desde Old Port hasta las Criptas, pasando por Tukey s Bridge. La segunda fase tardará un año más y extenderá una pared hasta el río Fore; dos años más tarde, se erigirá la última sección, que las conectará a ambas y así estará completa la modernización y reforzamiento de la frontera, justo a tiempo para la reelección de Fred.

Durante la ceremonia, Fred da un paso hacia delante con un par de tijeras grandes, sonriendo a los periodistas y a los fotógrafos agrupados en torno al muro. Es una mañana soleada y luminosa, un día de promesas y posibilidades. Alza las tijeras con aire dramático acercándolas a la ancha cinta roja tendida sobre el cemento. En el último momento se detiene, se vuelve y me hace un gesto para que me acerque.

—¡Quiero que mi futura esposa haga los honores en un día tan señalado! —grita, y se oye un aullido de aprobación cuando me adelanto, ruborizada, fingiendo sorpresa.

Todo esto ha sido ensayado, claro. Él interpreta su papel. Y yo tengo mucho cuidado de interpretar el mío.

Las tijeras, de pega, son romas y me cuesta introducir la cinta entre las cuchillas. Unos segundos después, me sudan las palmas de las manos. Noto junto a mí la impaciencia de Fred tras su sonrisa, siento el peso de la mirada de sus socios y de los miembros del comité, todos observándome desde una pequeña zona acordonada, junto al grupo de periodistas.

Clac. Por fin consigo que las tijeras corten la cinta, que cae lentamente al suelo, y todo el mundo aplaude ante la alta y lisa pared de cemento. El alambre de espino que la corona brilla al sol, como dientes de metal.

Más tarde, pasamos al sótano de una iglesia local para una pequeña recepción. La gente toma pastelitos de chocolate y taquitos de queso que sostienen en servilletas de papel, y se sientan en sillas plegables mientras mantienen vasos de plástico con refresco en el regazo.

Esto también, la informalidad, la idea de cercanía, el sótano de la iglesia con sus paredes blancas y limpias y un cierto olor a trementina, todo ha sido cuidadosamente planeado.

Fred recibe las felicitaciones y contesta a preguntas sobre medidas políticas y cambios de planes. Mi madre está radiante, más feliz de lo que la he visto en la vida, y cuando nuestras miradas se cruzan de un lado a otro de la sala, me guiña un ojo. Se me ocurre que esto es lo que ha deseado para mí, para nosotros, desde que nací.

Me paseo entre la multitud, sonriendo, charlando amablemente cuando se me necesita. Por debajo de la charla y la risa, me persigue un ruido de conversación, como un silbido de serpiente, un nombre que va detrás de mí a todas partes.

Más mona que Cassie

No tan esbelta como Cassie

Cassie, Cassie, Cassie

Al volver a casa en coche, Fred está de muy buen humor. Se afloja la corbata y se abre el cuello, se sube las mangas hasta el codo y baja las ventanillas para que entre la brisa en el coche, con lo que le cae el pelo por la cara.

Ya se parece más a su padre. Tiene la cara roja, pues en la iglesia hacía calor, y durante un instante no puedo evitar imaginarme cómo será cuando estemos casados y con qué rapidez querrá empezar a tener niños. Cierro los ojos y me imagino la bahía, dejo que la imagen de Fred tumbado encima de mí se disuelva entre las olas.

—Les ha encantado —dice Fred excitado—. Les he soltado un par de insinuaciones, aquí y allá, sobre Finch y el Ministerio de Energía, y les ha gustado más que a un tonto una tiza, estaba claro.

De repente, ya no puedo contenerme y hago la pregunta:

—¿Qué le pasó a Cassandra?

Su sonrisa flaquea.

—¿Me has estado escuchando siquiera?

—Claro que sí. Les ha encantado. La idea les ha gustado más que a un tonto una tiza —hace una mueca cuando uso esa expresión vulgar, aunque solo estoy repitiendo sus propias palabras—. Pero tú me has recordado algo que tenía ganas de preguntarte. Nunca me has contado lo que le sucedió a Cassandra.

Ahora la sonrisa ha desaparecido por completo. Se vuelve hacia la ventana. El sol de la tarde forma tiras en su cara alternando luz y sombra.

—¿Qué te hace pensar que sucedió algo?

Mantengo el tono ligero de voz.

—Solo quería… Solo quería saber por qué te divorciaste.

Se vuelve a mirarme, con los ojos entrecerrados, como esperando atrapar la mentira en mi cara. Mantengo un gesto natural. Se relaja un poco.

—Diferencias irreconciliables —recupera la sonrisa—. Debieron de meter la pata cuando la evaluaron. Al final resultó que no era la persona correcta para mí.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro, ambos sonriendo, cumpliendo con nuestro deber, guardándonos nuestros respectivos secretos.

—¿Sabes una de las cosas que más me gustan de ti? —pregunta cogiéndome el brazo.

—¿Cuál?

Bruscamente, tira de mí. Sorprendida, suelto un grito. Me pellizca la carne blanda de la parte inferior del codo, lo que envía una corriente aguda de dolor a lo largo de mi brazo. Se me llenan los ojos de lágrimas y respiro hondo, haciendo un esfuerzo por no mostrarlas.

—Que no haces demasiadas preguntas —dice, y luego me aparta violentamente de su lado—. Cassie hacía demasiadas preguntas.

Después se reclina en el asiento y hacemos el resto del trayecto en silencio.

La última hora de la tarde solía ser mi favorita, mía y de Lena. ¿Sigue siéndolo?

No lo sé. Mis sentimientos, mis antiguas preferencias, están como lejos de mi alcance, no borrados por completo, como deberían estar, pero sí como sombras que se desvanecen cuando intento centrar mi atención en ellos.

No hago preguntas.

Solo me voy.

El trayecto en bici hasta Deering Highlands se me hace cada vez más fácil. Por suerte, no me encuentro a nadie. Dejo la comida y la gasolina en la bodega subterránea que Grace me enseñó.

A continuación me dirijo a la calle Preble, donde el tío de Lena tenía su pequeña tienda de comestibles. Como sospechaba, está cerrada y clausurada. Han colocado rejillas metálicas sobre las ventanas; al otro lado de la celosía de metal, veo grafitis en el cristal, ahora indescifrables, desvaídos por la lluvia y la intemperie. El toldo, de color azul real, está rasgado y medio caído. Uno de los soportes de metal, fino como la pata de una araña, se ha desprendido de la tela y cuelga como un péndulo en el viento. Un letrero fijado sobre una de las rejillas metálicas dice: Próxima apertura. Barbería y Salón de Belleza Bee.

Sin duda, la ciudad le obligó a cerrar su negocio o los clientes dejaron de acudir, preocupados porque los culparan por asociación. La madre de Lena, el tío de Lena, William, y ahora, ella misma…

Demasiados malos genes. Demasiada enfermedad.

No es de extrañar que se hayan ocultado en Deering Highlands. No es de extrañar que Willow se haya ocultado allí también. Me pregunto si fue por elección propia o si fueron coaccionados, si los amenazaron o incluso los sobornaron para que se fueran de los barrios buenos.

No sé qué es lo que me hace dar la vuelta por detrás, hasta la calleja estrecha y la pequeña puerta azul que daba al almacén. Lena y yo solíamos pasar el rato ahí juntas, cuando ella tenía que reponer productos después de clase.

El sol cae duro sobre los tejados inclinados de los edificios de alrededor, saltando por encima de la calleja, que está oscura y fresca. Las moscas revolotean en torno a un contenedor de basura, zumbando y chocando con el metal. Me bajo de la bici y la apoyo en una de las paredes de cemento. Los sonidos de la calle —gente que grita, el ruido ocasional de un autobús— ya parecen distantes.

Me dirijo hacia la puerta azul, que está manchada de caca de paloma.

Durante un instante, el tiempo parece partirse en dos, y me imagino a Lena que me abre la puerta, como hacía siempre. Me sentaría en una de las cajas de leche en polvo o judías verdes y nos repartiríamos una bolsa de patatas y un refresco robado del inventario, y hablaríamos de…

¿De qué?

¿De qué hablábamos entonces?

De la escuela, supongo. De las otras chicas de la clase, de las competiciones deportivas, de los conciertos en el parque, de quién estaba invitada al cumpleaños de quién, y de las cosas que queríamos hacer juntas.

Nunca de chicos. Lena no hacía eso. Tenía demasiado cuidado.

Hasta que un día dejó de tenerlo.

Ese día lo recuerdo perfectamente. Yo seguía en estado de shock por las redadas de la noche anterior: la sangre y la violencia, los gritos y chillidos. Esa misma mañana, había vomitado después de desayunar.

Me acuerdo de la expresión de Lena cuando él llamó a la puerta: ojos salvajes, aterrorizados, el cuerpo tenso, y cómo la miró Álex cuando por fin le dejó entrar en el almacén. Me acuerdo exactamente de la ropa que él llevaba también, y de su pelo revuelto y las deportivas con los cordones teñidos de azul. Llevaba la zapatilla derecha desatada. El no se daba cuenta.

No se daba cuenta de nada que no fuera Lena.

Recuerdo el arrebato de calor que me recorrió como una puñalada. Celos.

Extiendo la mano hasta la manilla de la puerta, inspiro hondo y tiro. Está cerrado, claro. No sé lo que esperaba ni por qué me siento tan decepcionada. Tenía que estar cerrada con llave. En el interior, el polvo se irá depositando sobre las baldas.

Así es el pasado: se difumina, se adensa. Si no tienes cuidado, acabará por enterrarte. Esa es, en parte, la razón para la cura: hace un barrido; consigue que el pasado, con todo su dolor, se convierta en algo distante, como la más ligera huella en un cristal brillante.

Pero la cura tiene efectos distintos para cada persona y no siempre funciona a la perfección para todos.

Estoy decidida a ayudar a la familia de Lena. Les quitaron la tienda y les expropiaron la casa, y de eso yo soy responsable en parte. Yo soy la que la animó a que fuera a su primera fiesta ilegal; yo soy la que siempre la incitaba haciéndole preguntas sobre la Tierra Salvaje, hablando sobre abandonar Portland.

Y yo fui también quien ayudó a Lena a escapar. Yo llevé a Álex la nota donde le decía que la habían pillado y que habían adelantado la fecha de su operación. De no haber sido por mí, Lena habría sido curada. Puede que ahora estuviera sentada en una de sus clases en la Universidad de Portland o caminando por las calles de Old Port con su pareja. La tienda Stop-N-Save aún estaría abierta y la casa de la calle Cumberland seguiría habitada.

Pero el sentimiento de culpa es más profundo todavía. Eso, también, es polvo: se han acumulado capas y capas.

Porque, de no haber sido por mí, a Lena y a Álex no los habrían atrapado.

Yo los delaté.

Yo tenía celos.

Señor, perdóname, porque he pecado.