Treinta minutos más tarde estaba en la pista de baile en brazos de Murray Donovan, un reportero que casualmente Tom sabía que había molestado a las chicas del club Destiny y cabreado a los Tres Caballeros Guardianes. Teniendo en cuenta todo lo que Kevin me había contado, eso hacía de Murray un hombre muy valiente o un imbécil integral por estar allí esa noche.
Por imbécil que pudiera ser, era perfecto para mis propósitos.
En realidad, era el segundo tío que había buscado de la lista de posibles de Tom. El primero era un corredor de bienes raíces llamado Reggie, de quien me libré después de tan solo cinco minutos. Bailaba demasiado pegado a mí en la pista y, francamente, no sabía qué era más molesto: su aliento, en el que se mezclaba la cerveza, el entrecot y los espárragos que sin duda había degustado del bufé, o que me pellizcara el culo.
Al menos Murray no era de los que pellizcaban. Pero aun esa pequeña bendición se esfumó bajo el peso de sus fatuos e inoportunos comentarios acerca de las mujeres en general y de las chicas del club Destiny en particular.
—Solo digo que para mí no tiene ningún sentido —declaró, refiriéndose a que las chicas no solo habían repelido su asedio repetido para que le concedieran entrevistas, sino que además habían implicado a los Tres Caballeros Guardianes para que pusieran fin al acoso.
—Puede que a las chicas no les interesara aparecer en un artículo de una revista.
—Menuda gilipollez. El artículo les habría reportado cierta atención. Puede que las hubiera sacado de esa mierda de vida. ¿Y qué mujer no querría salir en una revista de ámbito nacional?
—Yo misma —repuse.
Erguí la espalda al oír el comentario de Murray sobre la «mierda» de vida. En mi primer año como detective de policía encerré a un violador cuyas víctimas eran bailarinas exóticas. Fue entonces cuando conocí a Candy. Ella no era una víctima, pero había estado bailando dos de las noches en las que se habían producido los ataques; además, tenía muy buen ojo, una memoria excelente para las caras y la costumbre de escuchar con disimulo a la clientela.
Al igual que algunas otras bailarinas del club, era madre soltera joven y había dejado el instituto. Estaba criando a un hijo, estudiaba para sacarse su título de secundaria y se dejaba la piel para labrarse una buena vida.
El trabajo era estable, pagaba las facturas y aún tenía tiempo para estudiar y estar con su pequeñín. En los últimos tres años había obtenido su título, para enseguida comenzar empresariales en el centro de estudios superiores. Había pasado de la pista de baile a la gerencia, y se había prometido con un camarero a quien había echado el ojo ya el primer día en que este entró a trabajar, por no mencionar que estaba felizmente embarazada de su segundo hijo. Había ansiado labrarse una vida para sí, una buena vida, y ese trabajo había sido el centro de todo.
Claro que existían clubes que trataban a las chicas como si fueran una mierda y peor aún a los clientes, y que llevaban a cabo algunas operaciones extra, lucrativas aunque ilegales, en la trastienda. Pero no era ahí donde Candy trabajaba ni tampoco lo que quería. Era una bailarina que soñaba con tener su propio club, y ni en un millón de años habría accedido a ser el centro de un artículo que insinuara que el club era sórdido o que estaba luchando por salir del lodo. No era más que una mujer que hacía lo que podía por su hijo y por ella misma, y yo la respetaba mucho por ello. Al parecer, Murray Donovan no.
—Yo no querría tener nada que ver con un artículo como ese —repetí para dejar bien clara mi opinión.
—Joder, no, claro que no. Eso lo sé solo con mirarte. Tienes demasiada clase —agregó, cabreándome aún más—. ¿A qué te dedicas, nena?
—Tengo la costumbre de romperles la nariz a los gilipollas que me llaman «nena».
Él soltó un bufido.
—A eso me refiero. Tienes demasiadas agallas, demasiada fuerza para prostituirte de esa forma —replicó. Con toda franqueza, eso de romperle la nariz a los gilipollas me parecía cada vez mejor—. Venga, en serio. ¿A qué te dedicas?
—Trabajo para el gobierno.
—Bueno, ahí lo tienes —dijo, con esa voz que insinuaba que acaba de corroborar la teoría de la gravedad—. Íntegra. Respetable. Con un trabajo honrado. Tú no aceptarías un empleo en el que tuvieras que servir copas con las tetas al aire o deslizarte por una barra.
—¿No? —Mi voz era glacial. Mi mirada lo era aún más.
—¿Lo harías?
—Es mi cuerpo, y si puedo ganar más en un turno de cuatro horas bailando en una barra que trabajando ocho horas detrás de un mostrador, ¿por qué no? Sobre todo si estuviera sacándome el graduado o tuviera un crío que alimentar.
—Qué va, solo quieres llevarme la contraria. Me gusta eso en una mujer.
«¡Ay, santo Dios, que alguien me pegue un tiro ya!»
Recorrí la estancia con mirada impaciente, esperando ver a Tyler en un rincón, observándome, presto para acudir en mi auxilio. Sabía que nos había visto a Murray y a mí juntos porque le había pillado mirando en nuestra dirección cuando nos pusimos a bailar. Pero no había ni rastro de un caballero que viniera a rescatarme.
O Tyler Sharp tenía un autocontrol de cojones o simplemente le importaba una mierda.
Esperaba que fuera lo primero.
Padecí otros cinco minutos y luego me excusé para ir al aseo de señoras. No necesitaba utilizar el retrete, pero humedecí una toalla y me la apliqué sobre la nuca. Era un truco que tenía para serenarme. No puedo decir que estuviera funcionando en ese momento.
Aún de los nervios por mi desagradable rato con Murray, me dirigí afuera. Mi plan era irme a casa y reorganizarme por la mañana. En lugar de eso me tropecé con Reggie, el Pellizca Culos.
«¡Mierda!»
—Aquí estás —dijo, bañándome con el olor a cerveza rancia—. Creía que te habías escapado.
—Yo también lo creía —repliqué con una sonrisa fría y afectada.
La gente reía, bailaba y se lo pasaba bien a mi alrededor. Y ahí estaba yo, atrapada en mi propia versión del infierno.
—¿Otro baile?
—No. Gracias, pero no.
Él se acercó más. Yo retrocedí.
—Creía que habíamos congeniado.
—En realidad no.
Reggie se echó a reír como si yo acabara de decir la cosa más graciosa del mundo, luego me rodeó la cintura con un brazo.
Me zafé.
—Cuidadito con esas manos, colega.
—Joder, eres preciosa.
—Te conviene apartarte —le dije, consiguiendo hablar a pesar de que estaba apretando los dientes.
—Lo que quiero es saborearte.
Cerré el puño.
—Joder…
—Yo haría lo que dice la dama.
«Tyler».
Me libré de Pellizca Culos justo cuando Tyler lo apartaba de mí.
—Hablo en serio, Reggie —dijo Tyler. El encanto que había teñido su voz antes había desaparecido, reemplazado por una frialdad acerada.
—Yo… no sabía que estaba contigo, Tyler. En serio. Quiero decir que ella ha bailado conmigo y…
—Sloane comparte mi interés por las causas benéficas.
—¿Qué? —Reggie frunció el ceño—. Pero esto no es un evento benéfico y… —Cerró la boca de golpe; la ira y la ofensa se reflejaron en su cara—. ¿Soy yo la causa benéfica? Escucha bien, Sharp. No pienso…
—Sí —repuso con serenidad Tyler—. Te marchas. Y ahora mismo.
Reggie dirigió sus ojos hacia mí.
—Puedes conseguir algo mejor.
—¿Mejor que tú? Oh, eso sin duda.
Fue un golpe bajo, pero ese tipo era un capullo, y no sentí otra cosa que satisfacción cuando vi que un rubor furioso comenzaba a ascender por su cuello.
—Qué os den —dijo—. Sois tal para cual.
Tyler se volvió hacia mí, ignorando a Reggie, que se alejaba.
—Es la primera cosa que ha dicho ese tío que tiene sentido.
—Podría haberme deshecho de él yo sola.
—Te creo. —Bajó la mirada a mi mano, aún cerrada—. Pero pensé que a Angie no le habría hecho gracia que le dieras un puñetazo. Los hoteles elegantes como este cobran un extra por la limpieza cuando hay sangre de por medio.
Me eché a reír. Y también me relajé.
—Muy bien. Y supongo que debería darte las gracias por rescatarme. Aunque hayas tardado lo tuyo.
—¿Es una crítica?
Deslizó la mano alrededor de mi cintura, pero en vez de apartarme como había hecho con Reggie, tuve que esforzarme para no arrimarme más.
—Solo un comentario.
Me condujo a la pista de baile, luego comenzó a mecerse al ritmo lento de la música. Me sentí ligera, y las manos de Tyler eran lo único que me retenían.
—Me alegra saberlo —dijo—. De todas formas, imagino que he perdido parte de mi imagen de caballero.
—Un poco. —Mi voz sonó entrecortada, y tenía ganas de cerrar los ojos y derretirme a causa del calor que me generaba su palma presionada contra mi espalda desnuda.
Me había perdido en el torbellino de sensaciones y emociones, y me tambaleé a ciegas, tratando de hallar algún cabo que me devolviese a mi ser, pero fracasé estrepitosamente. No soy la clase de mujer que se deshace en los brazos de un hombre, pero en ese preciso instante me estaba deshaciendo. Y mi oscuro y aterrador secreto era que me gustaba como me sentía.
—Supongo que tendré que recuperarla.
Sus palabras, susurradas al oído, se deslizaron sobre mi piel como una corriente eléctrica. No eran más que sonidos, sin ningún significado adjunto. Solo el timbre grave y sexy de su voz.
—¿Hum? —pregunté como una tonta—. ¿Recuperar el qué?
Él rió entre dientes, como si supiera a la perfección que era la causa de mi confusión.
—La caballerosidad. Has dicho que había perdido parte de mi imagen.
—Oh. Cierto. —Conseguí recobrar la compostura, luego levanté la cabeza para mirarlo. Vi deseo tras el fuego azul de sus ojos, y me envolví en él, deleitándome con su tibieza—. Supongo que lo harás. Quiero decir que ¿qué es un caballero sin su caballerosa reputación?
—Que conste que merecía la pena con tal de dejar clara una cosa.
—¿Qué cosa?
Su expresión cambió, y una vez más me sentí atrapada en su mirada. Como si él no solo me deseara, sino que me hubiera reclamado para sí.
—No me ha gustado que te alejaras de mí. Y supongo que a ti no te ha gustado que yo me haya mantenido alejado.
—No —reconocí—. No me ha gustado.
Aparté la mirada de nuevo, pues no quería que él examinara mi cara tan de cerca. No porque estuviera mintiendo, sino porque había más verdad en mis palabras de lo que quería admitir.
Me acarició la espalda con ligereza mientras continuábamos moviéndonos por la pista de baile. Me apreté contra él y exhalé un suspiro; sentía calor y estaba casi derretida.
—Recuérdalo —señaló con suavidad—. Y no vuelvas a alejarte de mí.
La sensación de estar derritiéndome se esfumó cuando me detuve, luego me separé de él para poder mirarlo a la cara. A nuestro alrededor, otras parejas continuaron bailando, pero apenas reparé en ellas.
—¿Me estás tomando el pelo?
—No —respondió sin más—. No te tomo el pelo. —Me atrajo de nuevo hacia él, y nos confundimos otra vez con las demás parejas de baile.
—Estás muy seguro de ti mismo.
—Mucho. ¿Qué pensabas? ¿Que alejándote ibas a excitarme? ¿Que conseguirías que te deseara más? —Su voz baja y suave me provocó escalofríos—. Pues te diré un secreto, Sloane. Ya te deseo más. Te vi y supe que serías mía.
Me humedecí los labios, aunque permanecí en silencio. En parte porque quería ver adónde iba él, pero también porque no estaba segura de poder hablar.
Tyler se detuvo en la pista, luego dio un paso atrás para poder mirarme a la cara.
—No sé a qué estás jugando, pero no me importa.
Yo negué con la cabeza.
—No estoy jugando.
—¿No? —Su mirada se demoró en mi rostro, y tuve que reprimir las ganas de darme la vuelta, temiendo que él viera la verdad en mis ojos—. Es una pena —repuso—. Porque yo sí. Empecé a jugar en cuanto te vi.
Tragué saliva, ya que no estaba segura de si debía huir o envolverme en sus brazos.
—No lo entiendo.
—Sí —replicó—. Creo que sí lo entiendes. —Y aunque su sonrisa era cálida, vi deseo y peligro en sus ojos—. Tú eres el premio, Sloane. Y voy a ganarlo.
—¿Yo?
—Tú —repitió. Se arrimó, y el aire pareció crepitar por la intensidad de mi deseo—. ¿Eso te excita, Sloane? ¿Saber que te deseo? ¿Que vas a ser mía?
—Sí. —Mi voz era suave. Entrecortada. El corazón me latía de forma irregular, y aunque comprendía que yo había vencido, no era una sensación de triunfo lo que recorría mis venas, sino calor. Un calor descarnado, primitivo, que jamás había experimentado pero que no podía negar que me gustaba—. Dios mío, sí.
Tyler me atrajo contra él de nuevo, colocando sus manos en mi cintura para luego ascender despacio hasta rozar la elevación de mis pechos. Inspiré de manera entrecortada, y aunque deseaba cerrar los ojos sin más y dejar que la ola rompiera sobre mí, el pensamiento racional se impuso.
—Gente —susurré a modo de protesta—. Tyler, hay mucha gente.
—¿Te importa?
—Yo… Sí. Puede.
Sentí que me ardían las mejillas mientras él reía entre dientes.
—Muy bien. Ven conmigo. Dios, Sloane, ven conmigo ya. —Su voz sonaba tan descarnada como yo me sentía, y cuando me condujo al fondo de la habitación, sorteando a otros bailarines, yo lo seguí de buena gana. Deseosa. Y un poco mareada por el subidón de saber que mi plan iba a toda máquina, y que yo estaba a punto de disfrutar de los frutos de mi éxito.
Tyler me llevó a la parte trasera del restaurante y luego atravesamos una puerta oculta hacia un pasillo de servicio con paredes de hormigón, en el que vi mesas con ruedas a los lados, repletas de platos cubiertos. Caí en la cuenta de que se trataba de la zona de preparación para el bufé y el personal de servicio, aunque no tuve mucho tiempo para pensar en ello. Tyler me pegó contra la pared, empotrados entre dos mesas, y ahuecó sus manos sobre mis pechos.
Pellizcó con suavidad mis ya sensibilizados pezones, y una ráfaga de deseo se disparó desde mis pechos hasta mi sexo. Jadeé de placer justo cuando quería protestar, alegando que seguía habiendo gente alrededor. El personal de servicio. Unas cuantas camareras. Pero de alguna forma ya no me importaba. De alguna forma lo único que deseaba era su tacto.
—¿Te lo cuento? —me preguntó—. ¿Te cuento con exactitud qué es lo que deseo? ¿Qué es lo que voy a tomar de ti exactamente?
Tenía la boca pegada a mi oreja, tan cerca que podía sentir el roce de sus labios mientras sus palabras me excitaban. No quería sentirme embelesada, no quería sentir que mi cuerpo se ablandaba de anhelo. Pero, joder, me estaba subyugando y pronto me ahogaría en la marea de sus palabras.
—¿Quieres que repase con íntimo detalle cómo voy a tocarte? ¿Cómo las yemas de mis dedos excitarán tus pezones? ¿Cómo mi lengua danzará sobre la curva de tu oreja? ¿Te mojarás al saber lo dura que se me ha puesto? ¿Cuánto deseo hundirme dentro de ti?
Dejé escapar un débil sonido. Creo que pretendía ser un sí.
Sus manos descendieron hasta mi cintura, deslizándose hacia atrás para ahuecarlas sobre mi trasero. Me pegó a él, colocando mi sexo contra su muslo y apretando con tanta fuerza que pude sentir la turgencia de su erección contra la parte baja de mi vientre. Estiré los brazos para sujetarme y encontré el borde de dos mesas de servir. Me aferré a ellas, desesperada por aguantar, pues sabía bien que si me soltaba, me derretiría y sería un charco en el suelo.
—Imagino que sabes a miel —murmuró Tyler—. Y cuando deslice mi lengua entre tus piernas, me perderé en tu dulzura. Quiero ver tu cara mientras el orgasmo crece dentro de ti. Quiero sentirte temblar debajo de mí. Y cuando por fin estalles, quiero estrecharte entre mis brazos y que mis besos te traigan de nuevo a la tierra.
Me estremecí, mi cuerpo ardía presa del deseo. Estaba excitada, sentía una dolorosa tensión en los pechos y en el sexo. Deseaba sentir su tacto, deseaba que hiciera todas aquellas cosas de las que hablaba.
Joder, simplemente deseaba.
Tomé aire. Una vez, dos veces. Tenía que recobrar la compostura, que ordenar mis pensamientos. Tenía que conservar al menos cierta ilusión de que no me había doblegado por completo sin más arma que las palabras.
—Uau. —Logré decir al fin—. No pierdes el tiempo, ¿verdad?
Él esbozó una sonrisa lenta y perezosa.
—Por lo que a mí respecta, el tiempo es demasiado valioso para malgastarlo. —Me acarició la mejilla, el cabello. Sus dedos se enredaban en mis rizos mientras jugueteaba y me acariciaba. Más y más fuerte; no tanto como para hacerme daño, pero sí lo suficiente para que ahogara un grito de sorpresa cuando tiró de mí para hacerme inclinar la cabeza hacia atrás y mirarme a los ojos. Había hielo en el azul de los suyos ahora. Una tormenta fría e invernal, cuya gelidez alcanzaba también su voz—. Dime la verdad, Sloane. ¿Estás malgastando mi tiempo?
Sentía que la sangre corría por mis venas, el subidón llenando mi cabeza. No era miedo; no, en realidad. Aquello era excitación. Desafío. Y sí, un poco de frustración porque la victoria que había reclamado para mí con avidez al parecer había sido prematura.
—Suéltame —le dije, y mi voz se hacía eco del hielo de sus ojos—. No sé de qué me hablas.
Tyler me soltó el pelo y retrocedió. Yo aproveché mientras me erguía para calmar mis nervios. A pesar de que el corazón me latía desaforado, en aquel momento se trataba de parecer tranquila. Igual que en el interrogatorio de un sospechoso, no pensaba dejar que viera que me había sorprendido.
—Yo sé cuál es mi juego —me dijo—. Intento descubrir el tuyo.
—No estoy jugando a nada.
—Todo el mundo juega a algo. —En su voz no había una sola nota de humor. No dije nada. Ya lo había negado. Repetirme no me llevaría a ningún lado—. Mucha gente quiere un trozo de mí, Sloane. ¿Qué quieres tú? ¿Una presentación? ¿Un préstamo? Quiero saber por qué estás aquí. Quiero saber qué quieres.
Negué con la cabeza, despacio.
—No busco dinero, si eso es lo que piensas. Y ya te he dicho lo que quiero. Joder, tú mismo has dicho lo que quiero. —Me acerqué un paso, luego presioné la mano sobre su polla, con fuerza contra sus impecables pantalones. Observé su cara mientras lo tocaba, sin moverme, simplemente tocándolo—. «Quiero sentirte temblar debajo de mí». Eso es lo que has dicho. Eso es lo que deseo yo también. Joder, Tyler, ¿no es evidente lo que quiero? ¿Por qué he venido aquí? Te deseo a ti.
Sentí que su polla se ponía dura contra mi mano. Él bajó la mirada, luego la clavó de nuevo en mí. Su cara era un compendio de duros planos y ángulos, como si luchara por conservar el control.
—No te muevas —me dijo—. Ni siquiera respires.
—Yo…
—No.
Me puso un dedo en los labios antes de descender. Sobre mi barbilla, por mi cuello hasta dibujar con delicadeza mi clavícula. Luego fue más abajo, excitando mi pezón con perezosos círculos mientras yo inspiraba y me mordía el labio para contener los gemidos de placer que deseaban escapar con desesperación.
Mi vestido tenía cuello halter, con dos triángulos de tela cosidos a la cintura, que ascendían para atarse al cuello. Tyler siguió la tela, deslizando el dedo bajo el lazo atado a la base de mi cuello.
—¿Lo desato? ¿Dejo que caiga? ¿Tomo con mi boca tu pecho desnudo ahora mismo, excito tu pezón entre los dientes? Dime la verdad, Sloane, ¿eso te pondría cachonda?
Yo tragué saliva. Tenía la boca más seca que la suela de un zapato. Pensé en el personal de servicio. En los teléfonos con cámara. En internet y en nuestra imagen, en su boca sobre mi pecho, mi cabeza inclinada hacia atrás y mis labios entreabiertos de placer. Pensé en ello y sentí la excitación en mis entrañas. Cómo mi sexo se contraía.
Pensé… y susurré la única respuesta que pude:
—Sí.
—Buena chica.
Su mano descendió, dejando intacto mi vestido.
Exhalé un suspiro de alivio, pero luego jadeé cuando él bajó por mi escote, deslizando la mano bajo la tela lo suficiente para que sus dedos me provocaran y el calor de su palma arrasara mi pecho.
—Tyler —gemí cuando apartó la mano; me quedé aferrada a las mesas a ambos lados de mí, porque estaba segura de que me caería si me soltaba.
—Chis —dijo, arrimándose más. Su mano me rodeó la cintura en busca de la cremallera trasera del vestido; me la bajó despacio—. No separes las piernas —me ordenó, deslizando la palma dentro de la prenda, sobre la parte baja de mi espalda, y acto seguido sobre la elevación de mi trasero.
Llevaba puesto un tanga de encaje, y Tyler acarició mi piel desnuda antes de buscar la fina y húmeda tira de tela entre mis piernas y apartarla a un lado. Oí el desesperado quejido que brotó de mí garganta mientras me excitaba, y jadeé cuando introdujo sin dificultad un dedo en mí y mi cuerpo se ciñó a su alrededor.
Tyler gimió de satisfacción.
—Joder, estás mojada —dijo con voz ronca—. No dudo que me deseas, Sloane. Y bien sabe Dios que yo también te deseo. —Acarició mi sexo una vez, dos veces. Después retiró la mano, y yo tuve que morderme el labio inferior para acallar mi protesta—. Pero hay algo más en esa bonita cabecita tuya —agregó mientras me subía la cremallera, dejándome llena de deseo, confusión y frustración—. Y voy a descubrir tu secreto.
Se apartó de mí y durante unos instantes me miró de arriba abajo. Imaginé qué era lo que veía. La ropa mal colocada. Mi piel acalorada. Pero levanté la cabeza, decidida a mantenerme firme.
Él fue hasta la puerta y la entreabrió. Los sonidos procedentes de la fiesta se colaron, reverberando en el pasillo del servicio. Sus ojos se clavaron en los míos, y durante un momento vi la verdadera profundidad y el poder de aquel hombre que tenía Chicago en sus manos.
—Te daré lo que deseas, Sloane —me dijo—. Lo que ambos deseamos. Pero piénsatelo bien antes de venir a mí. Hay cosas que me gustan. Cosas que quiero y espero de la mujer que ocupa mi cama. Y solo juego según mis reglas; las de nadie más.