Conseguí mantener la espalda erguida e imprimí un pequeño contoneo a mis caderas mientras cruzaba el salón de baile en dirección al aseo de señoras. No pensaba darme la vuelta para mirar, pero supuse que Tyler me miraba, así que no podía titubear. No entonces. No después de correr el tipo de riesgo que acababa de correr.
Sin embargo, en cuanto atravesé la puerta del aseo corrí al compartimento más cercano y me encerré en él. Al igual que todo lo demás en el hotel Drake, incluso el baño era elegante, y mi pequeño cubículo distaba mucho de ser como los demás. En lugar de alojar un sencillo retrete, había en él un tocador de mármol, un lavabo y un taburete tapizado, en el que me dejé caer con agradecimiento. Apoyé los hombros en la encimera, contemplé mi reflejo y exhalé un suspiro.
—O ha sido un movimiento brillante o una completa locura —dije en voz alta, pero la chica del espejo no abrió la boca, y no puedo culparla.
Su siempre pálida piel parecía resplandecer, y el rubor fruto de la excitación que teñía sus mejillas resaltaba más las pecas. La mata de rizado cabello pelirrojo, el otro legado de su herencia irlandesa, se había soltado del enmarañado moño que se había sujetado con un par de palitos decorativos en lo alto de la cabeza y algunos mechones le enmarcaban el rostro de forma muy coqueta.
Teniendo en cuenta que el resultado de la operación seguía estando abierto, parecía demasiado confiada, demasiado excitada. Como si estuviera emprendiendo una gran aventura.
—Idiota —le dije a la chica, a mí misma, mientras echaba un vistazo a mi reloj, calculando cuánto debía esperar antes de volver al salón de baile.
Había arrojado un guante única y exclusivamente porque Tyler era la clase de tío que necesitaba un desafío, pero si estaba ausente demasiado tiempo mi plan quizá se fuera al traste. Otra mujer podría acabar en brazos de Tyler. Cabía la posibilidad de que él optara por resignarse y largarse, pensando que yo requería un esfuerzo excesivo.
Vale. Ya había dejado pasar tiempo suficiente desde que arrojara el guante. Había llegado la hora de regresar al juego.
Salí a toda prisa del cubículo, abrí la puerta del aseo de señoras y, acto seguido, me dirigí al salón de baile. Recorrí la estancia con la vista en busca de la cara de Tyler, pero no había ni rastro de él.
«Maldita sea».
Francamente, tendría que habérmelo imaginado. A fin de cuentas, nada es nunca tan fácil como debería ser.
No me van las fiestas. Tampoco la charla trivial. Y mi cálida y confortable columna estaba al fondo del salón. Me encaminaba hacia allí, cuando lo vi en medio de un pequeño enjambre de mujeres. Me estremecí cuando una rubia con unas tetas de infarto y un escote abocado a provocar un accidente de tráfico se echó a reír con ganas y deslizó el brazo alrededor de la cintura de Tyler, apoyándose contra él como si de no hacerlo fuera a verse arrollada por su ingenio.
La sonrisa de Tyler se ensanchó, y dijo algo que no pude oír. Todas las féminas de ese círculo estaban cautivadas por él y, para ser sincera, me sorprendía que todos los presentes en la habitación no se volvieran para mirarlo, atraídos por su serenidad y su sonrisa afable. En aquel momento estuve segura de que cuanto Kevin me había contado sobre estafas y timos era cierto; Tyler tenía el aspecto, el encanto… todo lo necesario para seducir, robar y embaucar mientras la víctima le entregaba de buen grado cuanto él le pidiera. No debería extrañarme. Me había desposeído de mi tranquilidad sin el menor esfuerzo.
Mientras observaba, Tyler ladeó la cabeza, como si hubiera oído algo, y sus ojos recorrieron el salón de manera pausada. Pero no fue algo casual que se toparan conmigo. De hecho, fue una colisión, y yo me tambaleé a causa de la fuerza del impacto.
Ahí estaba yo, con las piernas temblorosas, pero incapaz de apartar la mirada de él. Los ojos que solo momentos antes mostraban un tono azul turquesa, ahora centelleaban con intensidad; una violenta llama más que dispuesta a devorarme.
Pude ver que su cuerpo se ponía rígido, que sus músculos se tensaban, como si fuera un animal salvaje a punto de saltar. El hambre que reflejaba su cara era inconfundible, y se me aceleró el corazón mientras luchaba contra el repentino impulso de salir pitando.
«Vete —pensé como una tonta—. ¿No sabes que tú eres la presa?»
Quizá lo fuera, pero no podía apartar la mirada. Estaba atrapada, paralizada por una simple mirada. Y supe en aquel momento que si él hubiera querido destruirme, de buena gana le habría dejado que me aniquilara.
Y entonces se terminó.
Él se dio la vuelta despacio y susurró algo al oído a la rubia. Ella rió, con un sonido estridente y chirriante. Era una suerte que hubiera dejado mi arma en la guantera, porque tenía ganas de pegar unos cuantos tiros. Fuera como fuese, tuve que echar mano de toda mi autodisciplina para no acercarme con paso airado y ver si con mejor puñetazo conseguía reventarle esa frente rellena de botox.
«¡Mierda!»
Se suponía que no era yo quien tenía que estar tan cabreada. Todo lo contrario; había estado intentado provocarlo a él.
Al parecer, mi plan se me había vuelto en contra.
«¡Mierda y más mierda!»
Haciendo un gran esfuerzo conseguí mover los pies. Como no se me ocurría una opción mejor, fui a la barra, imaginando que una copa de vino me ayudaría a pensar o a calmar mi orgullo herido. Sin embargo, me distrajo el hombre alto y canoso que venía directamente hacia mí. Él abrió la boca para decirme algo, pero negué con la cabeza y proseguí mi camino hacia la barra. Aun así, aquel tipo se sentó a mi lado un momento después de que el camarero me hubiera servido una copa de merlot y se pidió una cerveza.
—Bonita fiesta —dijo—. ¿Conoces al novio?
—Un poco —respondí—. ¿Y tú?
—Podría decirse así. —Me tendió la mano para que se la estrechara—. Soy Tom Cray —se presentó, lo cual era innecesario, ya que conocía a Tom casi de toda la vida.
Había trabajado a las órdenes de mi padre en la sede del FBI en Indianápolis antes de mudarse a Chicago. Le había llamado cuando llegué a la ciudad hacía dos días, pero por lo visto había progresado y ahora se encontraba entre los peces gordos en Washington.
—Sloane O’Dell —le dije, y vi entendimiento en su mirada.
Habíamos estado moviéndonos mientras hablábamos, alejándonos con naturalidad de la barra, del resto de la gente y de oídos curiosos.
—Estás trabajando —apuntó.
Sus palabras me recordaron que no estaba en Chicago para que un tío me dejara hecha un manojo de nervios. Estaba allí para encontrar a Amy, y tenía que volver a controlar mis hormonas.
—No de forma oficial. La amiga de una de mis informadoras ha desaparecido. Como estoy de baja médica, se me ha ocurrido echarle un cable.
—¿Baja médica? —preguntó con preocupación paternal.
—No hay daños permanentes —declaré, llevándome enseguida la mano a la cadera izquierda—. Me pegaron un tiro, pero está curando bien. Me duele un poco al final de un día largo, pero puedo soportarlo.
En ese momento me dolía, y las ridículas sandalias que me había puesto para el fiestorro no ayudaban nada. Aunque no compartí esa información de moda con Tom.
—¿Y tu compañero? Hernández se llama, ¿verdad?
—No me acordaba de que os conocíais. El muy capullo me ha dejado tirada —repliqué, aunque con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Por fin se ha jubilado?
—A Meredith le dio un síncope cuando me dispararon —expliqué, refiriéndome a la esposa de mi compañero—. Dijo que yo era joven y que podía con ello, pero que a su edad, su marido estaría en cama, incapacitado o puede que incluso muerto si pillaba una de esas bacterias asesinas que, según los periódicos, infestan los hospitales. Meredith se preocupa por todo y es una hipocondríaca. Lo cual no es nada recomendable para la esposa de un poli. Pero él estaba listo. Se mudaron a Wisconsin, a una antigua casa victoriana que Meredith heredó hace unos años. Se la quedaron para alquilarla, pero creo que Hernández piensa invertir mucho tiempo en repararla. —Me encogí de hombros—. Yo me volvería loca, pero creo que él está más que contento con el plan.
—¿Y quién ocupa su lugar?
—Nadie aún. El capitán dice que me asignará a alguien cuando reciba el alta médica.
Se le formaron unas arruguitas en las comisuras de los ojos.
—Y ya veo que estás haciendo todo lo que puedes por descansar y recuperarte.
Puse los ojos en blanco.
—Puñeteros médicos. Estoy perfectamente, pero se empeñan en que siga de baja otros diez días. Así que estoy currando de manera extraoficial.
Tom echó un vistazo al atestado salón.
—¿Crees que la chica desaparecida podría estar escondiéndose entre elegantes vestidos y botellas de champán?
—Por desgracia no me lo está poniendo tan fácil. Era bailarina exótica —agregué, y cuando los ojos de Tom Cray se desviaron hacia Evan Black, comprendí que entendía la conexión.
—¿Piensas que los Tres Caballeros Guardianes podrían saber algo sobre su desaparición?
—¿Te refieres a Black, Sharp y August? Sí, puede. Ellos o alguien que trabaja en el club Destiny. Como mínimo es un punto de partida. —Miré a Tyler, al fondo del salón—. ¿Los has llamado los Tres Caballeros Guardianes?
Tom se metió las manos en los bolsillos.
—Según tengo entendido, Howard Jahn les puso ese apodo y se les ha quedado. Supongo que estás familiarizada con Jahn, ¿no?
—Claro.
No era ningún secreto que el difunto Howard Jahn, uno de los empresarios más venerados de Chicago, había sido el mentor de Tyler Sharp, Cole August y Evan Black. De hecho, esa relación era otra de las cosas que me habían hecho albergar dudas sobre las sospechas de Kevin concernientes a aquellos tres hombres. Había hecho mis pesquisas y Howard Jahn tenía un historial inmaculado y había dejado un impresionante legado, que incluía una fundación benéfica y una cátedra patrocinada en la facultad de Administración de Empresas de Northwestern. Si Sharp, August y Black estaban tan sucios como decía Kevin, ¿de verdad Jahn se habría relacionado con ellos?
No lo sabía. Pero tenía intención de averiguarlo.
—Así que por eso estoy aquí —dije a Tom—. ¿Cuál es tu historia? ¿Está pasando algo que yo debería saber?
—Estoy aquí de manera totalmente extraoficial. Conozco al padre de Angelina, el senador, desde hace años, y la traté un poco cuando salía con Kevin. Incluso conozco al novio. Lo conocí hace unos meses a través de un asunto del cuerpo especial.
—Espera, retrocede. ¿Te refieres a Kevin Warner? ¿Salió con Angelina? ¿Por qué no está aquí?
—No fue una ruptura amistosa. Creo que a Angelina no le sentó bien que tratara de pillar a su prometido por infringir la ley Mann.
—Ya me imagino —repuse mientras la ira crecía en mis entrañas. Me esforcé cuanto pude para mantener una expresión serena y un tono despreocupado—. Tengo una pregunta para ti; a lo mejor no puedes decirme mucho, pero ¿hasta qué punto crees que están sucios esos tres hombres? Sé que les concedieron inmunidad para las infracciones de la ley Mann cuando esa operación encubierta del cuerpo especial se fue al garete, pero…
—¿Mi teoría? Normalmente soy de los que creen que cuando hay humo es porque hay fuego —me dijo, dando voz a mis pensamientos sobre la culpabilidad y los tratos de inmunidad—. Pero hay algo que me plantea dudas sobre esos tres, y es el senador Raine.
—¿Qué quieres decir?
—Fue quien supervisó el cuerpo especial de la ley Mann, así que imagino que sabe más que nadie sobre esos hombres, al menos en lo que respecta a las acusaciones por trata de blancas. Me parece que debe de pensar que están limpios. De lo contrario —agregó, gesticulando con la cabeza en dirección a Angelina—, dudo mucho que este matrimonio se llevara a cabo.
Tom tenía razón.
—Kevin parece convencido de que se están librando de todo tipo de mierda.
Mi colega frunció los labios.
—Puede que Kevin tenga sus propios intereses —adujo—. De todas formas creo que es justo pensar que esos chicos pueden haber jugado en el lado oscuro una o dos veces. Pero yo no te he dicho nada.
—¿No me has dicho qué? —pregunté con inocencia mientras trataba de ordenar mis pensamientos. No sabía cuál era el plan oculto de Kevin, pero estaba segura de que lo tenía, y no pensaba dejar que me utilizara a mí como herramienta.
—Voy a saludar a la novia —dijo Tom—. Solo estaré hoy en la ciudad, pero si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamar a mi despacho en Washington.
—Te lo agradezco —le dije, aunque he de reconocer que un poco distraída. Por el repentino ataque de ira contra Kevin y por mi ineptitud a la hora de aprovechar ese deseo que había visto arder en los ojos de Tyler.
Lo que quería hacer era apartar a esa tía buena sin cerebro de un empujón y ocupar su lugar al lado de Tyler. Pero aunque pudiera conseguirlo sin que me arañara la cara en una pelea de gatas, ese no era el camino que me convenía tomar. En ese preciso instante tenía el control. Si sucumbía al deseo e iba a él perdería esa ventaja.
No, quería que él viniera a mí. Solo que no estaba segura de cómo seducirlo para que lo hiciera.
Y entonces se me ocurrió.
—¡Tom! —exclamé—. ¡Señor Cray! —Él solo se había alejado unos pasos, y se dio la vuelta, con el ceño fruncido de forma inquisitiva—. Ya que lo mencionas, sí hay una cosa que puedes hacer por mí ahora mismo.