23

Unas manos cálidas me acariciaban la espalda y fueron despertándome con dulzura.

Empecé a volverme boca arriba, pero Tyler me susurró al oído.

—No. Cierra los ojos y duérmete. Yo debo levantarme temprano porque tengo reuniones a primera hora. Aunque resultas demasiado tentadora para dejarte aquí. Quédate como estás.

Lo hice gimoteando mientras sus manos me separaban las piernas con delicadeza y me exploraban hasta el fondo. Con caricias suaves como plumas. Besos delicados. Gestos pensados para relajar, no para provocar.

Me acarició el sexo con ternura hasta que estuve húmeda y dispuesta. Dejé escapar un gemido de placer, movía las caderas por la anticipación aunque me gustaba aquella suavidad, aquel dulce despertar.

Entonces se puso sobre mí y me separó las piernas con las manos para poder penetrarme. Sus acometidas eran rítmicas, y me pareció que estaba a punto de correrse.

Con cada penetración me desplazaba sobre la sábana y recibía suaves caricias en el clítoris, lo que me hacía estar al borde del orgasmo y me aproximaba al abismo sin llegar a caer.

Tyler se inclinó hacia delante, me agarró por los hombros al tiempo que me penetraba hasta el fondo y entonces, con un grave gruñido masculino de satisfacción, estalló dentro de mí y se desplomó sobre la cama, envolviéndome con un brazo y una pierna.

—No he podido resistirme a la tentación de poseerte —dijo cuando me volví para mirarlo y sonreírle—. Date la vuelta y deja que te toque. Te llevaré hasta el final.

Sacudí la cabeza.

—No, así está bien. Estoy somnolienta y excitada. Volveré a dormirme y soñaré contigo.

Tyler enarcó una ceja con expresión de sorpresa y se inclinó para besarme.

—En ese caso —dijo—, que tengas dulces sueños.

Me quedé dormida oyendo el ruido del agua de la ducha. Me sumí en un profundo letargo hasta que los dedos del sol se colaron por la habitación y me hicieron cosquillas en la nariz. Me incorporé poco a poco y sentí un delicioso agotamiento, luego me eché a reír al ver el bombón de chocolate que Tyler había dejado sobre la almohada del otro lado de la cama.

Sabía que tenía un día muy complicado, por esos habíamos quedado en vernos en el Destiny después de mi turno. En ese momento, y todavía acostada, me estiré y me sentí abrigada, feliz y femenina.

La noche anterior había sido buena y mala al mismo tiempo, pero, al final, no podía negar que sentía una intimidad con Tyler como no había sentido jamás con nadie. Cuando llegó la hora de acostarse yo estaba agotada, y él me llevó a la cama y me abrazó por la espalda, me sujetó con firmeza e hizo que me sintiera protegida.

Me había parecido muy romántico y sensual.

Me había parecido amor.

Alargué la mano para coger mi teléfono y mirar la hora. Me alegró saber que no debía ir con prisa. Bajé de la cama y decidí no usar el esponjoso albornoz del Drake y ponerme, en cambio, una de las camisas de Tyler. Quizá fuera una locura, pero me gustaba la sensación de que su aroma me envolviera.

Encontré gofres en el congelador y metí uno en la tostadora, luego me senté a la mesa de la cocina con el periódico que Tyler había dejado encima. Pero no logré concentrarme en las noticias. Recordaba con nitidez la noche anterior y tenía la cabeza hecha un lío.

«Estoy limpísimo».

Eso había dicho, y yo deseaba con todas mis fuerzas que fuera cierto. Esperaba que fuera cierto. Podía imaginar una vida con Tyler, aunque me obligué a no pensar en ello. Pensarlo solo me generaría frustración.

Con todo, era innegable que encajábamos en muchos aspectos. Además, como ya le había contado lo de Harvey, no tenía más secretos con él.

Eso me hacía sentir bien. Me hacía sentir honesta.

El gofré saltó y lo saqué de la tostadora haciendo pinza con dos dedos, luego busqué sirope en la nevera. Como no lo encontré, me las apañé con mantequilla de cacahuete. Me unté una capa bien gruesa, di un mordisco y recordé la mirada de Tyler cuando le confesé mi secreto sin andarme con rodeos.

Él ya lo sabía. Yo seguía sin entender cómo, aunque suponía que lo que había dicho era cierto: me veía tal como era.

Di otro mordisco, pero esa vez me costó más tragar. Escupí en una servilleta y fui hacia el fregadero. Abrí el grifo y me quedé allí plantada, mirando cómo el agua descendía hasta el desagüe.

«Él lo sabía».

Cierto, algo nos unía, era innegable.

Pero él lo sabía. Y en tan poco tiempo…

Si Tyler lo había supuesto después de muy pocos días y menos evidencias incluso, ¿cómo narices no se había dado cuenta todavía mi padre?

A menos que no fuera así.

Me desplomé sobre la mesa y me dejé caer sobre la silla; la simple idea había hecho que se me aflojaran las piernas.

¿Lo sabía mi padre?

Se me secó la boca y me humedecí los labios. Antes de convencerme a mí misma de lo contrario, cogí el teléfono.

Mi padre respondió a la primera.

—Hola, hija mía. ¿Cómo va la cadera?

—Tengo un agujero —dije—. Por lo demás, está bien.

—Qué bromista. ¿Qué pasa?

—Esto… papá, quería preguntarte algo.

—Está bien —dijo con un tono más suave—. Adelante.

—Es… es algo de cuando era niña. De cuando vivía con mamá. ¿Sabías que…? —Tragué saliva—. Papá, Grier la maltrataba.

Se quedó callado durante un rato. Cuando habló su voz sonó distante y muy triste.

—Lo descubrí más tarde.

—Debería habértelo dicho yo. Podría haber ayudado a solucionarlo.

—No, no, cariño. Eras una niña. Estabas viviendo un infierno y lo hacías lo mejor que podías. Lo hiciste de maravilla.

—Era un monstruo —dije—. Deseaba verlo muerto todos los días.

—Claro que sí.

—Y entonces… Entonces lo mataron.

—Sí, lo mataron —repitió, y lo supe, lo supe porque conocía su forma de hablar, tanto como él me conocía a mí. Mi padre también me había guardado el secreto.

—¿Sloane?

—¿Sí, papá?

—Como suelo decir, la justicia siempre gana.

—¿Ganó la justicia, papá?

—Desde luego que ganó, cariño.

Cuando colgué me di cuenta de que estaba llorando, pero también estaba sonriendo. Y por primera vez en mucho tiempo, me deshice del lastre de mi secreto.

Quería estar con Tyler, pero él había salido para asistir a sus reuniones, así que hice lo siguiente más conveniente. Me vestí, subí al coche y me dirigí al Destiny.

Era temprano, pero no me importaba. Podía hablar con los clientes, quizá averiguar si había alguien más que conociera a Amy.

Fruncí el ceño al reparar en que no había preguntado a mi padre si había averiguado algo sobre el carnet de conducir de Amy. Aunque, de todas formas, no había pasado tanto tiempo desde que le pedí el favor y sabía que me llamaría cuando tuviera algo.

Sin embargo, quería poner al corriente a Candy para comunicarle que tenía incluso más argumentos que confirmaban que Amy se había largado a Las Vegas. Puse el manos libres del teléfono y marqué su número mientras me incorporaba a la autopista para dirigirme al Destiny.

—Hoy iba a telefonearte —dijo Candy en cuanto descolgó—. Adivina quién me llamó anoche.

—Amy —dije.

—¡Sí! Dejó un mensaje en el buzón de voz. Tenía una voz horrible, aunque dijo que le iba genial, que había conocido a un chico, en eso no nos hemos equivocado. Había perdido el teléfono. Estuve a punto de borrar su llamada porque al principio supuse que era alguien que se había equivocado. Decía que no me preocupase por ella.

—¿Te pareció que estaba mal?

—Solo cansada —respondió Candy—. Intenté hacer una rellamada al mismo número, pero no estaba operativo. No entiendo por qué. Quería decirle que se relajara. Y que dejara a ese tío si hacía que se sintiera tan agotada. De todas formas, son buenas noticias, ¿no?

—Estupendas.

—En el mensaje también decía que estaría aquí para cuando naciera mi bebé. Bueno, afirmaba que llegaría el mes que viene, pero estoy segura de que se refería a la semana que viene. Si no, le arrancaré el culo a mordiscos por no llegar a tiempo.

—Apuesto a que lo harás.

Colgué con una sonrisa; Candy estaba más tranquila, lo había notado en su voz. Pensé en Sapphire, en su frustración por no saber qué le había ocurrido a Emily y su impresión de que la policía no hacía lo suficiente para averiguarlo.

Yo no podía ayudar demasiado en aquella investigación. Con todo, sí estaba a mi alcance recopilar algunos hechos, así que busqué en la agenda de mi móvil el número de teléfono del detective Louis Carson, de Homicidios de Chicago, y lo llamé. Ya me había puesto en contacto con él anteriormente cuando llegué a la ciudad para preguntarle sobre Tyler y sus amigos, Evan y Cole.

—¡Hola, Watson! ¿Todavía estás en mi preciosa ciudad?

—Aquí sigo —le dije—. He de pedirte un favor, Carson.

Entonces le hablé de Emily y de mi deseo de ayudar a Sapphire, y le pregunté a continuación si se le ocurría qué podía haberle pasado a la chica.

—Sé algo sobre su caso, Watson. Puedo facilitarte alguna información, pero has de guardar el secreto. El jefe no quiere que se saque a la luz. Espera un poco antes de contar nada a tu amiga.

—Guardaré silencio hasta que me avises —le prometí.

Carson me contó que habían hallado el cuerpo de Emily en un almacén abandonado, muy conocido por lo visto, y que había sido víctima de torturas.

—No hubo agresión sexual, por lo que sabemos, pero sí sufrió palizas y privación de comida. Algún tarado se cebó con ella.

—¡Mierda!

—Te comprendo, Sloane —dijo Carson—. Tenemos la esperanza de que ese tipo no sea un asesino en serie.

—¿El forense ha hallado algo interesante?

—Restos de adhesivo y de aceite POE. Trabajamos en esa línea de investigación ahora, pero ese aceite poliéster y el adhesivo son muy comunes, ¡maldita sea!

Carson y yo hablamos hasta que llegué a mi salida de la autopista. Luego me despedí y aparqué frente al Starbucks que estaba a unos metros de distancia, al cabo de la calle. Había hecho lo mismo las dos últimas veces que había estado allí, y cuando el dependiente me puso un café con leche desnatada en un vaso grande antes de que yo lo pidiera, caí en la cuenta de que ya me consideraba una clienta habitual.

Me compré un panecillo de mantequilla para más tarde y me lo llevé al coche con el café, luego continué con el recorrido hasta el club. Estaba a punto de dirigirme hacia la parte posterior del edificio para aparcar, cuando vi la puerta trasera abierta y a Tyler salir por ella en compañía de Michelle.

Detuve el coche y me quedé mirando cómo se subían al Buick de Tyler y se ponían en marcha. Aunque sentí cierta culpabilidad por hacerlo, los seguí.

A pesar de lo que sabía sobre Michelle, no esperaba que me condujeran a un nidito de amor. Es más, gracias a lo que sabía sobre ella —incluido el comentario de Tyler de que en cuanto la vio entrar en su despacho pensó en ella para un proyecto— tuve la sensación de que estaba a punto de ver lo que en realidad no quería ver, la prueba de que Tyler Sharp no estaba en absoluto «limpísimo».

Ese presentimiento estuvo a punto de hacerme dar media vuelta.

Pero no pude. Debía seguir adelante. Debía verlo con mis propios ojos.

Tyler detuvo el Buick frente al Drake, y yo escogí un sitio en la acera de enfrente. El portero abrió la puerta del coche a Michelle y esta bajó; iba muy elegante con un traje rojo de chaqueta y falda tubo. Esperé a que Tyler saliera, pero él arrancó de nuevo y se incorporó al tráfico.

Fruncí el ceño. A punto estaba de seguirlo cuando vi la furgoneta blanca que tenía delante con la pegatina de BAS en la ventana trasera.

Bueno.

Al parecer me había topado con una operación de la empresa de seguridad de los Tres Caballeros Guardianes. Supuse que podía entrar y ver qué estaban tramando.

Justo iba a salir del coche cuando me sonó el teléfono, y por el número supe que se trataba de Kevin. Pensé en no contestar, pero sucumbí a la curiosidad y respondí.

—Esperaba tener noticias tuyas.

—Kevin, ya te lo dije. Sigues una pista falsa. Son buenos chicos. Confía en mí.

—No —respondió Kevin—. Traman algo. Esos tres no juegan limpio. Todo lo que tocan conduce a algo turbio. Contrabando de objetos robados, falsificación, extorsión… Hay para escoger. ¿Sabías que supuestamente dirigen una empresa de seguridad privada? Estoy casi seguro de que es una tapadera para recabar información.

Miré por la ventana hacia la furgoneta de BAS y fruncí el ceño.

—¡Por Dios, Kevin! ¿Tienes una sola prueba que no sea puramente circunstancial?

—Sé de lo que habló —respondió.

—Ya bueno, pues yo no lo sé.

Puse fin a la llamada, demasiado impaciente y distraída para seguir hablando.

Una vez más miré hacia el Drake y luego a la furgoneta que tenía delante.

Pensé en Tyler, y deseé no haber sido una tonta por dejarle derribar mis muros y permitir que se colara por las grietas. Pero aunque fuera eso lo que deseara, no lograba olvidar lo que Kevin había dicho: «Todo lo que tocan conduce a algo turbio».

No pude evitar pensar que Tyler me había tocado.

Fui sincera con Kevin: no sospechaba de aquellos hombres. Y, sin embargo, aunque era la verdad, no era toda la verdad.

Toda la verdad era que no había querido averiguar más, porque, joder, tenía miedo de lo que pudiera descubrir. Y si lo descubría, ¿habría mentido? ¿Tal como había mentido a aquel detective la noche anterior?

«Mierda». ¿En qué me había convertido?

Estaba cerrando los ojos para no descubrir recovecos que antes habría iluminado con una linterna para ver entre las sombras.

Debía poner fin a semejante actitud en ese preciso instante. Aunque solo fuera porque estaba enamorándome de Tyler. Tenía que saber si el hombre al que amaba estaba metido en algún asunto sucio.

Antes de convencerme a mí misma de no hacerlo, salí del coche y caminé con decisión hacia la furgoneta. Inspiré para tranquilizarme, apoyé la mano en el tirador de la puerta corredera y la deslicé.

Dentro estaba Cole, que se volvió de golpe en mi dirección y plantó la palma sobre una consola para apagar enseguida una hilera de cinco monitores de vídeo.

Pero no sirvió de nada, yo ya lo había visto. Era Michelle, con vestimenta y parafernalia de dominatrix, con un látigo alzado sobre un hombre cuyo rostro reconocí por los periódicos de Chicago. Era Alderman Brian Bentley con mordaza de bola y esposas.

—Sloane, espera…

Cerré la puerta de golpe y dejé a Cole con la palabra en la boca. Me dirigí corriendo hacia mi coche. Oí que se abría la puerta de la furgoneta y que él volvía a llamarme. Me dio igual. Arranqué el coche, me incorporé al tráfico y pisé el acelerador a fondo.

Puse la música a todo volumen y deseé que aquel martilleo atronador me nublara las ideas, pero no funcionó. Solo podía pensar en las acusaciones vertidas por Kevin y en las imágenes que había visto en la furgoneta. Supuse que se trataba de una extorsión. Algún soborno. ¿Cómo lo había llamado Evan? ¿Un plan de protección?

¡Dios! ¿En qué narices estaban metidos?

¿Y qué narices estaba haciendo yo?

¡Maldición! Un año, un mes, una semana antes habría llamado a la comisaría local. En ese momento, no estaba segura de qué hacer.

Estaba hecha un verdadero lío por amor. ¿Acaso no me convertía eso en alguien tan culpable como ellos?

No lo sabía. Lo único que sabía era que solo podía pensar en Tyler, y que ese pensamiento era más potente y persistente que la música que mi padre me había grabado.

Tyler, que me había abrazado, me había provocado, me había acariciado, me había follado. Cuyo corazón latía al mismo ritmo que el mío.

Pensé en su sentido del humor. En su compasión.

Conducía de forma mecánica, con el piloto automático, no paraba de dar vueltas a la cabeza, y a la cuarta vez que empezó a sonar de nuevo la música de mi padre, me di cuenta de dónde estaba; ya no me encontraba en Illinois. No solo había cruzado al estado de Wisconsin, sino que había llegado a las afueras de la ciudad de Kenosha.

Quizá hubiera conducido de modo automático, pero estaba claro que mi subconsciente tenía sus propios planes.

Solo había estado una vez en la casa de estilo victoriano de la calle Quinta; sin embargo, no me costó encontrarla. El jardín estaba hecho un desastre la última vez que la visité, pero en ese momento el césped estaba cortado y habían plantado coloridas flores en bonitos maceteros de cerámica. Habían rascado la pintura desconchada, al menos la de la fachada. Vi unos cubos y dos escaleras de mano en la parte lateral de la casa y supuse que estaban de reformas.

Detuve el coche justo delante, apagué el motor y me quedé sentada durante un rato, decidiendo qué hacer. Podía entrar… o podía dar media vuelta y conducir la hora y media de regreso a Chicago.

Decidí entrar.

No se oía un solo ruido, y al acceder por el jardín no vi a nadie. No sabía si sentirme molesta por haber ido hasta tan lejos para nada o si sentirme aliviada.

Toqué el timbre pero no recibí respuesta, así que insistí. Aguardé al menos tres minutos, hasta que decidí que todo lo que obtendría ese día, por lo visto, sería un relajante viaje al volante y demasiada obcecación mental.

Me volvía con intención de marcharme cuando oí una puerta que se abría a mis espaldas.

Miré hacia la entrada de la casa y vi el rostro alicaído de Oscar Hernandez.

Llevaba una camiseta interior con manchas de café y unos pantalones de pijama de franela bastante viejos. En la cara se le veían las marcas de las sábanas, arrugas que resaltaban sus ojos hinchados.

—¡Dios, teniente! —exclamé—. Estás tomándote muy en serio lo de la jubilación.

—¿Watson? —Abrió los ojos enrojecidos con la misma amplitud que la alegre sonrisa que se dibujó en su rostro—. ¡Por el amor de Dios, detective!, ¿qué narices estás haciendo aquí?

—Ando un poco perdida.

Ladeó la cabeza, y tuve un atisbo de su característica agudeza mental en el fondo de esos ojos inyectados en sangre.

—No te refieres a calles ni a mapas.

—Supongo que no. —Hice un gesto de impotencia—. Necesitaba una cerveza. Me he dicho que este sería el lugar donde encontrarla.

—¡Claro que sí, joder! —exclamó—. Al menos anoche lo era. Mi mujer está otra vez en casa de Joey —explicó refiriéndose a su hija mayor—. Y los chicos vinieron a pasar el rato.

—¿Una noche tranquila de puros y discusiones literarias?

—¡Menuda gilipollez! Nos pusimos ciegos y hablamos sobre la juventud perdida. Mete ese culito en casa —dijo al tiempo que se apartaba y me sujetaba la puerta para dejarme entrar.

Lo seguí hasta la cocina y me quedé esperando mientras él abría la nevera y echaba un vistazo al interior.

—Tengo Heineken y más Heineken. A lo mejor me queda algo de crema de licor en el congelador. A mi mujer le gusta esa con sabor a nata montada.

—Tomaré una Heineken —dije—. Y si tienes una bolsa de patatas fritas por ahí escondida, te querré hasta la muerte.

—Después de lo que hemos pasado juntos, deberías quererme de todos modos.

Hernandez cruzó la cocina en dirección a la despensa y salió con una bolsa de patatas Lays y otra de Ruffles.

—Eres un buen hombre, teniente.

—No lo olvides.

Pasados quince minutos estábamos sentados en la escalera del porche trasero, disfrutando de la brisa veraniega y mirando hacia el agua. Jamás había pensado que mi compañero fuera el típico manitas, pero debía admitir que tratándose de una casa así —grande, con anexos y un patio trasero enorme, con árboles y vistas al lago—, más le valía ser casero.

—¿Vas a contarme lo que estás pensando? Porque aunque me gusta mucho tu compañía, no creo que hayas conducido hasta aquí solo para tomar una cerveza y unas patatas fritas.

—Es una cerveza muy buena —dije, y entrechoqué mi botella contra la suya—. Pero… Para serte sincera, no estoy segura de por qué he venido. El coche me ha traído solo.

—¿Desde Indiana? La baja médica está trastocándote.

—Chicago —aclaré, y eso me sirvió de introducción. Le hice un resumen básico, dejando de lado los detalles más emocionantes. Si acabábamos llegando a ellos, necesitaría algo más que una cerveza en el cuerpo para relatarlos.

—La última vez que te vi, pequeña, tu placa de poli no era de Chicago.

Lo miré de soslayo.

—¿Y?

—Y que sea lo que sea en lo que andan metidos esos chicos, no tendrá nada que ver con lo de encontrar a tu amiga desaparecida, ¿verdad?

—Verdad.

—Y la chica es la razón por la que has ido a Chicago.

—Sí.

—Pues déjalo ya.

Parpadeé, sorprendida.

—¿Que lo deje?

—Por Dios, Watson, eres la policía más entregada a su trabajo que conozco. No tienes por qué solucionar todos los problemas, ¿sabes? Así que, a menos que esos tipos estén matando a gente en Indiana, sus delitos y faltas no son asunto tuyo.

—¿Aunque esté tirándome a uno de ellos?

Inspiró sonoramente para asimilar lo escuchado.

—¡Joder, Watson! Ahora no podré dejar de pensar en eso en todo el día.

Me incliné hacia delante, apoyé los codos sobre las rodillas y puse la cabeza entre las manos.

—Estoy hecha un lío, Oscar.

—Menuda mierda. Joder. —Empezó a frotarme la espalda con su gran manaza—. Ya te desliarás.

—¿Cómo?

—No tengo ni idea.

Me reí.

—Eres de gran ayuda.

—Está bien, prueba con esto: el corazón tiene sus razones.

Me volví en su dirección.

—Menuda cursilada de mierda para ser tuya.

—Cortesía de mi mujer. Es lo que siempre me decía cuando Joey se presentaba en casa con algún tipejo cuya pinta no me gustaba. Como aquel banquero idiota que la siguió hasta aquí un día como un cachorrito perdido.

—¿Qué quiere decir esa frase?

—Creo que quiere decir que si te enamoras, la has jodido. Así que más te vale disfrutarlo.

—¿Sabes? En realidad no es un mal consejo.

—Así soy yo, siempre repartiendo sabiduría. ¿Quieres quedarte? Meredith volverá a casa para cenar.

—No. Tengo que volver. Pero gracias. —Me levanté y pensé en lo que había dicho—. ¿Qué pasó con el banquero idiota?

—Al final resultó no ser tan idiota. Me ha dado los tres nietos más maravillosos del planeta. —Hernandez también se levantó y me acompañó hasta la entrada, donde estaba el coche—. Cuídate la cadera. Y si ese tipo insiste en seguir a tu lado, tráelo por aquí. Si existe un hombre capaz de liarte, quiero conocerlo.