Pensaba que volveríamos al Drake, pero Tyler me sorprendió deteniéndose delante de un luminoso edificio amarillo con toldo rojo y blanco.
—¿Tienes hambre?
—Voraz —contesté y sonreí—. Por tu culpa, se me ha abierto el apetito.
—Procuraré reabastecer la nevera. Entretanto, nos servirá el local de Jim.
Me asomé por la ventanilla. Eran casi las dos de la madrugada y el sitio estaba a rebosar.
—No lo veo muy exquisito para cenar.
—Según lo que entiendas por exquisito —dijo Tyler—. Sirven perritos calientes increíbles las veinticuatro horas del día. ¿No has estado nunca?
Negué con la cabeza, salivando ya.
—¿Patatas fritas?
—¡Hasta con queso fundido, si quieres!
—Tú sí que sabes seducir a una dama.
Me dio un beso fugaz en los labios y bajó del coche. Al poco vino con una bolsa en la que había seis perritos calientes con patatas fritas, patatas fritas con queso fundido y dos Coca-Cola Light.
—¿Qué? —me preguntó al ver mi cara risueña.
—Perritos calientes en el hotel Drake —comenté—. Menudo contraste.
—Es que no vamos al Drake.
—¿Adónde vamos? —inquirí con cautela—. Porque… en fin… —Me señalé su americana, que aún tenía puesta. Una chaqueta bajo la que no llevaba bragas. Ni nada más—. No voy precisamente vestida de etiqueta.
—Interesante observación —coincidió—. Probablemente dé igual, pero nos curaremos en salud. Busca en mi bolsa del gimnasio. —Me indicó con la cabeza el asiento de atrás—. Ahí tiene que haber una camiseta y unos pantalones de chándal.
Lo miré espantada.
—Salvo que sean de tu amante, en cuyo caso vamos a tener otro problema, cualquier ropa que pueda encontrar en esa bolsa me quedará enorme.
—La camiseta te cubrirá, y puedes ajustarte los pantalones con el cordón de la cintura. Tranquila, no te va a ver ningún jurado de pasarela. Vamos de picnic.
—¿De picnic?
—Hace una noche perfecta para eso —añadió Tyler—. A fin de cuentas, tenemos luna llena. Venga, cámbiate.
—¡Qué demonios!
Me volví, busqué a tientas su bolsa de deporte y, finalmente, la cogí para ponerla frente a mí.
Como me había dicho, encontré una camiseta negra con el logo del Destiny y un par de pantalones de deporte normales de color gris. Me puse primero los pantalones, y me los ceñí todo lo que pude. Aun así, tuve que darles un par de vueltas a la altura de la cintura y hacer lo mismo con las perneras, para no tropezar cuando empezáramos a andar.
—No tengo calzado —señalé.
—Así será mayor la aventura.
Me dejó atónita.
Me quité la americana sacudiendo los hombros, y arqueé una ceja al ver que Tyler me prestaba más atención a mí que a la carretera.
Se concentró en la conducción mientras yo me pasaba su camiseta por la cabeza al tiempo que inhalaba con fuerza aquel aroma suyo a madera que tan bien conocía ya.
—Para tu información… —Tyler interrumpió el silencio, mirándome de reojo—. Hace mucho que no tengo una amante. Me he follado a muchas mujeres, pero no tengo amantes. —Volvió la cabeza y me sostuvo la mirada—. Por si sentías curiosidad.
—Ah, vale.
Bajé la vista a las bolsas de comida que llevaba a los pies y me sorprendí sonriendo sin poder evitarlo.
Me aclaré la garganta.
—Menudas sorpresas me tienes preparadas —le dije—. Primero el sitio —añadí y se echó a reír—. Ahora los perritos calientes. No había hecho un picnic con perritos desde que ayudé a mi padre a mudarse a Texas hace unos años.
—¿Son aficionados a los perritos en el estado de la Estrella Solitaria?
—Probablemente —respondí—. Pero mi padre se mudó a Galveston, que es una isla. Y allí se celebra un festival con una hoguera. Así que lo que más había eran perritos calientes y nubes de azúcar tostadas. Era divertido. Una de esas cosas que hacíamos continuamente, pero ahora…
Me interrumpí, encogiéndome de hombros.
—Texas está lejos de aquí —dijo Tyler.
—Sí. —Sonreí apenas—. Lo siento. Un instante de melancolía. Lo echo de menos.
—¿A tu madre no le gustan los perritos?
—Mi madre murió hace unos años.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, y me volví para mirar por la ventanilla. No me apetecía nada pensar en ella. En ese momento no.
Él alargó el brazo y me acarició la mano con dulzura.
—¿No tienes a nadie más?
Lo medité, pero en realidad no había nadie. Adoraba a mi compañero, Hernandez, pero ir de picnic con él y con su mujer no era lo mismo. Y Candy habría preferido limpiar retretes a sentarse al aire libre, salvo que fuera en un anfiteatro mientras una banda de moda tocaba en el escenario.
—Supongo que no —contesté, y me volví para mirarlo—. Qué palo, ¿no? No tener a nadie con quien ir de picnic.
Apartó la vista de la carretera lo justo para mirarme a los ojos.
—Ahora ya tienes a alguien —señaló, y logró ablandarme el corazón un poquito.
Avanzamos en silencio por la ciudad oscura salpicada de luces hasta que por fin se detuvo junto a la intersección de la avenida Michigan con Roosevelt y apagó el motor.
—¿Se puede aparcar aquí? —pregunté, pero Tyler se limitó a sonreír.
—Demos un paseo.
Había reconocido la avenida Michigan; sabía que estábamos cerca del campus del museo, e imaginé que aquello era el parque Grant. Pero no había estado allí antes, y escudriñé las formas que se alzaban a lo lejos mientras cruzábamos el césped.
—Muy bien —dije al fin, a medida que iba distinguiendo mejor aquellas formas a la luz de la luna—. ¿Por qué nos dirigimos a una multitud de hombres sin cabeza?
—No estoy del todo seguro de que sean hombres —repuso Tyler—. Son Ágora. ¿No los habías visto antes?
—Soy de Indiana, ¿recuerdas? He estado en Chicago unas cuantas veces, pero más que nada por trabajo. Cuando cumplí dieciséis años vine un día a tomar el té al Palm Court con mi padre. Y he estado de museos aquí alguna que otra vez. Pero, aparte de eso, no he hecho nada de turismo en Chicago.
—Son ciento seis cuerpos de personas sin cabeza ni brazos —me explicó Tyler—. Los trajeron aquí hace casi diez años.
Ladeé la cabeza para mirarlos. Me parecieron interesantes. Y quizá algo espeluznantes, por la luz de la luna, su altura, las sombras.
Me estremecí, y decidí centrarme en Tyler más que en aquellos seres inanimados.
—Por entonces tú tendrías… ¿cuántos, veinte años?
—Menos —replicó, recordándome lo próximos que estábamos en edad y lo joven que él era para tener ya tanto mundo—. Solía venir aquí por las noches con Cole y Evan.
—Vale. —Fruncí el ceño—. ¿Por qué?
—Primero, porque ponen los pelos de punta en la oscuridad y nos parecía divertido.
—En lo de que ponen los pelos de punta estoy completamente de acuerdo. ¿Y qué más?
—Y porque las esculturas tienen algo que nos atraía, creo. En aquel entonces resumían de algún modo nuestra visión del mundo: casi nadie piensa. Nadie usa la cabeza. Nadie hace nada, de ahí que esos seres no tengan brazos. Eso significa que los que sí pensamos, los que actuamos podemos abrirnos camino en la vida mientras el resto va desplomándose.
Me había detenido para mirarlo.
—No sé bien si eso es cinismo, astucia o sencillamente la mentalidad de un hombre que no tardará en llevar una vida un tanto turbia.
—Soy un pilar de la comunidad, detective. —Esbozó una sonrisa enorme y seductora—. Si te han dicho otra cosa, es que no has hablado con las personas adecuadas.
—Puede ser —concedí, porque no me apetecía seguir hablando del tema—. ¿Es eso lo que la artista ha querido expresar?
—No lo sé. Quizá para Cole sí; el arte es lo suyo. Pero nunca me he propuesto averiguarlo. A mi juicio, el arte es lo que cada cual quiera ver en él. Lo que a cada cual le diga.
Medité sus palabras.
—¿No resta eso valor al artista?
—No lo creo. En mi opinión lo convierte en un espejo. Esa es una de las razones por las que a menudo se habla del arte en el mismo tono y con las mismas palabras con que se habla de música, de poesía, de amor. Incluso de sexo.
—¿A qué te refieres?
—Pasión, Sloane —dijo con un entusiasmo que no le había detectado antes—. No hay forma de experimentarlo sin descubrir algo de uno mismo también.
—Ah —fue todo lo que pude decir, porque sus palabras me impactaron más de lo que esperaba, me atravesaron con su inesperada veracidad.
—Paseemos —dijo.
Me cogió de la mano, meciendo aún la comida en la otra.
—Esto no es lo que esperaba —reconocí cuando logré recomponerme—. Filosofía, conversación refinada y un picnic en el parque. No es lo que pensaba que tendrías en mente después de nuestro… bueno…
Rió.
—¿Sí?
—Nuestro maratón de sexo —sentencié con una sonrisa pícara, y conseguí que la suya se transformara en una sonora carcajada.
—¿Decepcionada?
—¿Por los perritos? ¡Ni hablar! ¿Por pasar tiempo contigo? No. —Lo miré—. Pero eso no significa que no vaya a apuntarme a otro maratón de sexo.
—Admiro sinceramente a las mujeres que saben lo que quieren. —Su voz ronca prometía. Y, a la luz de la luna, las sombras acentuaban lo anguloso de su rostro, dándole un aire aún más sexy. Aún más peligroso—. Me alegra que, de momento, estés disfrutando de nuestro acuerdo. Me fastidiaría pensar que te ha decepcionado.
—Sabes que no —dije. Hice una pausa para ordenar mis pensamientos—. No sé qué es lo que me has hecho, Tyler Sharp. A veces tengo la sensación de que me has vuelto del revés.
—Lo único que he hecho es mirarte. —Su voz grave me produjo escalofríos—. E ir a por lo que he visto.
—No me malinterpretes. Nunca he sido ni una mojigata ni la fea del baile. Pero hasta que te he conocido…
—¿Qué?
—El sexo era un mero ráscate si te pica. Un ráscate muy agradable y satisfactorio, pero un ráscate a fin de cuentas.
—¿Y conmigo? —Paseó los dedos por mi brazo—. ¿Qué es conmigo?
—Emocionante —respondí, y vi que su rostro se iluminaba de satisfacción.
—Y a ti te va la aventura.
—Sí —confirmé, pensando en esa noche—. Supongo que sí.
También él me gustaba. Y no solo para el sexo. Su seguridad me asustaba y me atraía con dulzura a la vez.
Me pasó el brazo por la cintura y me atrajo hacia él.
—Claro que eso no es un gran descubrimiento para ti, ¿verdad? Nadie se hace policía por el papeleo.
—La emoción de investigar no es como que la emoción de la cama.
—Entiendo. Sé cómo te has metido en mi cama. ¿Cómo empezaste a investigar?
Ladeé la cabeza, confundida.
—Quiero decir, detective, que cómo te hiciste policía. Y no me digas que querías hacer honor a la verdad, a la justicia y al sueño americano. Quiero conocer la auténtica razón.
—Lo llevo en la sangre —dije, ofreciéndole una respuesta veraz, aunque no la razón verdadera—. Mi padre forma parte de los cuerpos de seguridad desde que salió del instituto. Yo también —añadí.
—Muy bien. Me lo trago. Pero ¿qué más?
—¿Qué te hace pensar que hay algo más?
—No lo pienso —repuso—. Lo sé.
—¿Y eso?
Me estrechó entre sus brazos, mirándome, y deslizó la mano por debajo de esa camiseta que era suya para acariciarme la espalda.
—Sé calar a la gente, Sloane. Es una habilidad que adquirí hace mucho. Sé cuándo me dicen la verdad. Cuándo mienten. Cuándo algo les importa o cuándo fingen. Es un arte, leer el pensamiento a las personas, un arte que se me da especialmente bien. Uno que siempre me ha dado frutos. Y si digo que alguien me oculta algo, te aseguro que es así.
—Parece la clase de aptitud que interesaría a un timador, a un artista del engaño, a un estafador.
—O a un hombre de negocios que quiere adelantarse a sus competidores. Valorar sus propuestas y tener ventaja en las negociaciones. —Esbozó una sonrisa—. ¿O acaso insinúas que todos los hombres de negocios son timadores?
—Lo que digo es que se te da bien lo que haces. Sea lo que sea.
—Me halagas. Y aún siento curiosidad.
Se apartó de mí, y me hizo sentir frío y un repentino abandono. Luego me cogió de la mano y seguimos paseando por el parque.
—¿Qué es lo que me estás ocultando? Por favor —añadió con gentileza—. Me gustaría mucho saberlo.
Inspiré hondo. Lo cierto era que quería contárselo. Sí, sabía que al final tendría que alejarme de aquel hombre. Y también sabía que me costaría mucho más si compartía con él mis secretos, mis miedos, mis emociones.
Pero me daba igual. No era una cuestión de astucia, sino de corazón. Y yo quería que Tyler ahondara en el mío.
—¿Has oído hablar de Harvey Grier?
Lo pensó un instante, para asentir enseguida despacio con la cabeza.
—Creo que sí. Un jugador de béisbol, ¿no? Lo encontraron muerto de un disparo justo cuando su carrera profesional empezaba a despegar.
—Era mi padrastro.
—Entiendo. —Una sola palabra que, en cambio, sugería tanto. Temí a la vez que confié en que así fuera—. ¿Se llegó a averiguar quién lo había matado?
—No —contesté—. No, no lo averiguaron.
—Le pegaba a tu madre —dijo Tyler en voz baja, y vi que de pronto lo comprendía todo—. La ataba y le pegaba.
Aparté la vista; no estaba preparada para digerir su mirada de pena.
—Nos ataba a las dos —aclaré—. Pero a mí nunca me pegó. Me hacía mirar. Decía que ya llegaría mi momento.
—Te alegrarás de que haya muerto —sentenció con voz grave y severa—. De haberte conocido entonces, yo mismo lo habría matado.
Inspiré hondo, y pensé que aquello era lo más hermoso que nadie me había dicho en mi vida. Pensé también que yo no podía decir esas palabras en voz alta. No podía decirlas y seguir siendo la persona que creía ser, la policía en la que creía haberme convertido.
—Me alegro —dije en cambio—. Pero ha muerto por un error del sistema. Yo intenté detener a ese desgraciado, pero los policías fueron demasiado ilusos. —Me senté en el césped y estiré las piernas—. Habría seguido intentándolo, pero alguien se me adelantó y le voló los sesos.
—Así que te hiciste poli para arreglar el sistema.
—Me hice poli porque creo en el sistema. Harvey Grier debería estar pudriéndose en la cárcel. Muerto ya no puede.
Se sentó conmigo en el césped y me puso la mano en el muslo. Como me ocurría siempre que Tyler me tocaba, noté el calor de la conexión. Esa vez fue cálido, delicado, tierno.
—Lo siento —me dijo—. Siento que hayas tenido que pasar por eso.
—He sobrevivido a ello —señalé—. Supongo que eso ya es un triunfo.
—¿Y tu madre? La aliviaría librarse de ese capullo.
—Sí —contesté—. Eso pensaba yo. Pero se encerró en sí misma. Se aisló. Y… —Negué con la cabeza—. Se abandonó mucho. Se dejó llevar. Nunca lo superó. —Me humedecí los labios—. Luego murió. Hace dos años. De cáncer.
—Lo siento.
—Yo también. Pensé… pensé que una vez muerto él ella sería feliz, ¿sabes? Que volvería a vivir. Pero no fue así.
Me pasé los dedos por el cabello y me volví de espaldas; no quería ver su rostro a través del telón rojo de mis recuerdos.
—A veces pienso que si lo hubieran detenido, si hubiera habido un juicio, ella lo habría superado. Le habrían buscado ayuda profesional por los abusos, ¿no? A fin de cuentas, era la viuda de una celebridad. Nunca habló a nadie de los abusos, y nadie la ayudó. Yo lo intenté, pero aún no era más que una niña. Si el sistema hubiera funcionado como debía, entonces quizá…
Me interrumpí, mordiéndome el labio inferior.
—Era una buena mujer. Frágil, pero buena. No supo salir de una situación difícil, e hizo todo lo posible por protegerme de él. Pero después de que yo… después de que lo mataran, se encerró en sí misma. La perdí.
Tyler me pasó un dedo por debajo de la barbilla y me obligó a mirarlo.
—Nunca te he visto en acción, pero te he hecho las suficientes preguntas para saber que eres una buena policía. De modo que ya sabrás que el sistema no es perfecto. Ni por asomo.
—Equilibra —dije—. La justicia siempre encuentra un camino.
—¿Ah, sí?
Sonreí.
—Eso es lo que mi padre suele decir. Y mi padre es un hombre muy listo. —Cogí aire y me pasé el pulgar por debajo del ojo para recoger una lágrima que se me había escapado—. Lo siento. —Esbocé una sonrisa—. Supongo que tu lema es lo contrario. Que le den a la justicia, ¿no?
Como esperaba, rió.
—Ya estás otra vez dando por sentadas cosas sobre mí.
—¿Es eso lo que hago? A lo mejor quiero saber cómo empezaste a ir por el mal camino. Vamos, señor Sharp. Yo te lo he contado todo. ¿Por qué no me cuentas cómo te hiciste delincuente?
—Eso es una pregunta capciosa, detective. ¿Qué te hace pensar que lo soy?
—Que no soy imbécil —respondí.
—Muy bonito, pero lo digo en serio. —Se inclinó hacia delante—. Reconozco que me gusta vivir peligrosamente. Me apasiona conseguir las cosas con mi talento. ¿No es ese el rasgo distintivo de todo buen empresario? Pero ¿qué delitos he cometido? ¿Qué pruebas tienes?
—Da igual. Déjalo.
—No —dijo él—. Quiero saberlo.
Suspiré. Yo también quería saberlo. Pero no podía negar que temía su respuesta. Aun así, insistí.
—Pruebas no tengo. Pero se habla mucho de ti y de tus amigos. Se especula mucho.
—A palabras necias…
—Maldita sea, solo estamos hablando. No llevo un micro oculto. Ni siquiera soy policía de Chicago. Y te aseguro que no estoy jugando. Por Dios, Tyler…
«Me estoy enamorando de ti».
Pestañeé, sacudida por la intensidad de ese pensamiento. Y no lo miré. Miré a todas partes menos a él.
—Me estoy… Me gustas —dije al fin—. Me gusta lo nuestro. Pero ni siquiera te conozco.
—¿Y si te dijera que estoy limpísimo? —Lo dijo con tanta dulzura que, en ese momento, temí que hubiera detectado el verdadero significado de mis palabras—. ¿Y si te dijera que todo lo que temes ya es historia?
Entonces me volví para mirarlo y aquellos tormentosos ojos azules me parecieron claros y cálidos.
—Eso estaría bien —reconocí, consciente, según lo decía, de lo mucho que deseaba que fuera verdad.
Procuré sonreír.
—¿Me hablarás de tu pasado, entonces? ¿De cómo conociste a Evan y a Cole? ¿De las desventuras de tu juventud? Me dijiste que tu infancia debería haber sido idílica. ¿Qué fue mal?
Se pasó los dedos por el pelo, luego se levantó y echó un vistazo al parque iluminado por la luna. Después me tendió una mano. La acepté, lo dejé que me ayudara a ponerme en pie y lo seguí. Supuse que habíamos terminado, que guardaba para sí los secretos de su infancia, y lo acepté.
No tenía futuro con Tyler. Pese a sus protestas, o quizá por ellas, sabía de sobra que no estaba limpio. Pero mientras yo estuviera de baja médica, podía ignorar eso. Fingir que no era cierto. Convencerme de que me estaba dando unas vacaciones de mí misma y lanzarme a la aventura.
No necesitaba conocer sus secretos, no necesitaba ahondar en su corazón.
A fin de cuentas, yo ya le había abierto demasiado el mío.
Llevábamos unos quince minutos caminando en silencio cuando dijo, en voz baja y sin preámbulos:
—Mis padres viven en Florida ahora. No nos hablamos. En realidad, nunca nos hemos hablado.
—Lo siento.
—Sí, bueno…
Llegamos a una colina en lo alto de la cual había una estatua de un hombre a caballo. La luna brillaba a nuestro alrededor, iluminando la zona. Era tarde, probablemente más de las dos de la madrugada, y en ese instante me sentí como si él y yo fuéramos las únicas personas del planeta.
Me senté en la ladera de la colina y me tumbé en la hierba húmeda y fría. Tyler me sonrió desde arriba, y yo le tendí la mano.
—Échate aquí conmigo.
Lo hizo. Se estiró a mi lado y me cogió la mano, y cuando habló me pareció que lo hacía tanto para las estrellas como para mí.
—Me crié en Rogers Park —dijo—. En el norte, donde la avenida Lake Shore se convierte en la calle Sheridan. Cerca del lago. En la línea roja del metro. Pura clase media. Una casa decente. Vecinos decentes. Mi padre era gerente de una estación de servicio. Mi madre se quedaba en casa.
—Suena bien.
Hizo un ruidito que podría haber sido un resoplido.
—Bebía. Él jugaba. No solo a las cartas ni en escapadas de fin de semana a Las Vegas, sino a todo. Cualquier forma de hacer dinero fácil que se te pueda ocurrir. Y se le daba de pena. Ni una sola vez consiguió salir airoso, al menos no en mi presencia. Y presencié de todo.
—¿Te habló de ello?
—Qué va, joder. Ninguno de los dos hablaba conmigo. Vivíamos los tres en aquella casa y era como si fuéramos tres extraños. De niño, me inventaba historias para justificarlo. Pensaba que quizá yo tenía un hermano mayor al que habían secuestrado y la pena los tenía tan hundidos que no podían ni mirarme, o que, en realidad, no eran mis padres. Me decía que los míos eran espías y que vendrían a buscarme en cuanto estuvieran a salvo. Luego dejé de inventarme historias y supuse que la culpa era mía.
—No, Tyler —dije, con el corazón deshecho por el niño que había sido.
—No —coincidió él—. No tardé en darme cuenta de que no era yo, sino ellos. Mis padres eran, son, dos personas destrozadas. Y les importaba una mierda destrozarme a mí también.
—Cuánto lo siento.
—Pagaban las facturas, mantenían un techo bajo el que cobijarnos. Pero nunca había nada que cenar; yo vivía de cereales fríos y huevos revueltos. Y jamás había conversación.
—Cielos —exclamé, aunque no estoy segura de si lo dije en voz alta.
—Empecé a hacer tonterías para llamar su atención, pero nunca repararon en mí. Así que pasé a hacer tonterías aún mayores. Robé un coche a los trece años. A los catorce, ya entraba a robar en casas ajenas; solía llevarme comida de ellas, y eso era un plus, y prácticamente mi única posibilidad de echarme al estómago algo en condiciones. A los quince años robé otro coche. Lo estrellé. Me detuvieron. Mi padre pagó la fianza y ni siquiera me castigó. Solo me dijo que dejara de hacer gilipolleces y no fuera un capullo. —Me miró con gesto grave—. Con esas mismas palabras, por cierto.
—¿Y qué hiciste?
—Como supondrás, no seguí el sabio consejo de mi querido padre. No dejé de hacer gilipolleces. Al contrario, podría decirse que fui de mal en peor. Empecé a vender drogas, una estupidez, pero se ganaba bastante dinero, y el dinero me proporcionaba libertad y comida.
—Pero no has seguido traficando —dije, tensa. Dios, que no fuera traficante; yo conocía bien las consecuencias, y era algo que sabía que no iba a poder tolerar.
—No. —Lo dijo con rapidez y crudeza—. En cuanto me metí en eso, supe que era un gran error. Pero me juntaba con aquel grupo de chicos de mi colegio porque quería tener una familia. La necesitaba, incluso. Así que seguí adelante.
Se pasó los dedos por el pelo.
—El caso es que tenía novia. Amanda. Un amor de instituto, ya sabes. Lista, guapa, muy tierna, y completamente limpia. Cuando se enteró de lo que estaba haciendo, me dijo que tenía que dejarlo. Que, si no, llamaría a la policía.
—¿Y lo hizo?
Me había apoyado sobre los codos; él ladeó la cabeza.
—Le pedí que no lo hiciera. Le dije que debía confiar en mí. Tenía una escapatoria, pero necesitaba cerrar un trato que me traía entre manos. Habíamos conseguido medio kilo de coca a un precio de ganga y habíamos acordado vendérselo a unos chavales del South Side, ¡qué tontería! Si no seguíamos adelante, mis colegas y yo sabíamos que nos zurrarían. O algo peor.
—Continúa.
—Así que acudimos al encuentro. —Cerró los ojos e inspiró hondo—. Y apareció Amanda, ¡maldita sea! —prosiguió, angustiado y emocionado por el recuerdo—. Se plantó allí y me dijo que me largara, pero, claro, yo no podía. Así que me quedé, y ella también, y entonces…
Apretó el puño, luego dio un puñetazo al aire.
—Entonces llegó la policía y se montó la de Dios. Alguien sacó un arma, hubo disparos y, cuando quise mirar, Amanda estaba tirada en el suelo con la blusa blanca empapada de sangre. Murió antes de que pudiera llegar hasta ella.
Cerró los ojos, el dolor de aquel recuerdo era casi palpable.
Cuando los abrió, los vi llenos de rabia y de pena.
—Le dispararon y murió. ¡Maldita sea!, si hubiera confiado en mí y no me hubiera delatado, aún estaría viva. Probablemente casada con un tío aburrido y cargada de críos, pero viva.
—No fue culpa tuya —dije con ternura, porque eso es lo que se dice cuando alguien lo está pasando mal.
Fijó en mí los ojos. Su mirada era inexpresiva.
—Sabes bien que sí. Yo no llevaba pistola, no apreté el gatillo, pero la ley dice que fue culpa mía. Y la ley tiene razón.
—Cómplice de asesinato —susurré, refiriéndome al supuesto legal por el cual todos los que participan en un delito son culpables—. Lo siento.
—También yo —repuso. Echó la cabeza hacia atrás para dar una bocanada de aire—. Así que me mandaron a un reformatorio. Allí conocí a Evan y a Cole, que fueron casi lo único bueno de aquella reclusión. En aquel centro, hallé a la única familia que he tenido nunca.
—Deduzco que no te reformaste.
—No —contestó, e inspiró hondo, visiblemente más tranquilo—. Pero me di cuenta de que prefería plantearme otras aventuras menos arriesgadas. Me gustan los rompecabezas y servirme de mi ingenio. Y, como creo que ya he dicho —añadió, sin dejar de mirarme—, me gusta tener cosas que otros codician.
—Te fue bien saltándote las normas.
—Una definición perfecta. —Sonrió, encantador—. Probablemente debería aclarar que todo esto que te estoy revelando ya prescribió hace años.
—No me cabe duda —dije con sequedad.
—En cualquier caso, jugamos a ese juego, los tres. Combinando lo legítimo con lo menos legítimo durante un tiempo. Aún éramos muy jóvenes; luego, cuando Evan empezó a estudiar en la Universidad de Northwestern, conoció a Howard Jahn.
—El empresario.
Tyler asintió con la cabeza.
—Un hombre asombroso. Brillante, un empresario excepcional. Nos acogió bajo sus alas. Fue nuestro mentor, de hecho. Y le dio la vuelta a nuestras vidas.
—¿Insinúas que ahora estás limpio?
Tyler sonrió sin ganas.
—Eso es lo que he pretendido hacerte entender todo el rato.
Lo miré, segura de que decía la verdad… pese a que me ocultaba cosas. Aun así, le agradecí el esbozo que me había hecho de su infancia, por lo mucho que decía del hombre en que se había convertido.
Me incliné y le di un beso en la mejilla.
—Gracias por contármelo —dije—. Cuando te miro, me parece que te conozco de toda la vida, y apenas sé nada de ti.
—Te equivocas —replicó—. Sí nos conocemos. Sabemos lo importante.
—¿Ah, sí?
Pensé en los secretos que yo aún le ocultaba. En aquellos a los que estaba convencida de que él todavía se aferraba. Al mismo tiempo, esos secretos me resultaban insignificantes en comparación con lo que sentía por él, mucho más que atracción sexual. Me pareció tan reconfortante como aterrador pensar así.
—Vamos demasiado deprisa.
—No —susurró—. Vamos a nuestro ritmo.
Sus palabras me ablandaron, más aún cuando me cogió una mano y se le acercó al corazón, presionando su palma sobre la mía. Detecté voracidad en sus ojos, pero la contenía una ternura tan intensa que casi me dieron ganas de llorar.
—Me conmueves, Sloane. Como no lo había hecho ninguna mujer.
—Tyler…
—No hables —me pidió—. Solo bésame.
Lo hice, y fue un beso lento, apasionado y tierno, y cuando él se apartó, tardé un momento en recuperar el equilibrio.
—Nuestra comida se va a convertir en un amasijo de grasa congelada —le susurré.
—Podríamos comer —señaló, pero su voz prometía algo más delicioso—. O podríamos seguir con el… ¿Cómo lo has llamado? El maratón de sexo. Tú eliges, detective.
—No hay punto de comparación —protesté, con el pulso ya acelerado—. ¿Adónde me vas a llevar ahora?
—Me gusta este sitio —respondió—. La luna, la estatua… El mundo abierto a nuestro alrededor.
—Lo que te gusta es la idea de que puedan pillarnos —repuse.
—No, lo que me gusta es que no nos pillen. Además, ya ha quedado claro que a ti, detective, te van las emociones fuertes.
—Apuesto a que lo que se te está pasando por la cabeza es ilegal.
—Probablemente. Pero en el mundo que formamos tú y yo, durante los próximos días, yo soy la ley.
—¡No me digas!
—Yo dicto las normas, ¿recuerdas? A mi manera.
Se arrimó a mí e hizo que ese cosquilleo que se había estado ocultando bajo la superficie cobrara vida.
—Podría pasar alguien por aquí.
—Podría —repitió él—. Lo veo poco probable, teniendo en cuenta la hora que es, pero desde luego podría ocurrir.
Cogió del bajo la camiseta que me había prestado y me la sacó por la cabeza como si nada. La tiró al suelo. Luego le dio un tirón rápido al cordón del pantalón de deporte, con lo que me resbaló de inmediato por las caderas.
Me humedecí los labios, saqué los pies de los pantalones, completamente desnuda delante de él.
—Estaría bien que viniera alguien —dijo con voz grave y desenfadada—. Imagina lo que vería.
—Tyler…
—A ti, desnuda. Debajo de mí, procurando no gritar y rodeada de estrellas… ¿A que te gusta?
—Sí —contesté.
Ya estaba excitada. Tenía los pezones erectos. Ansiaba sus caricias.
—Me lo imaginaba. —Tyler se acercó a mí y deslizó los dedos entre las piernas. Arqueó una ceja al comprobar lo caliente y húmeda que estaba—. Dime, detective, ¿no es agradable que te lleven a la cama?
—Sí —susurré—. Dios, sí.
—Quiero metértela ahora.
—Tyler… —Sus palabras eran seductoras, prometedoras, tentadoras—. No podemos. No debemos.
Pero el cuerpo entero me vibraba ya, y no pude resistir la tentación de frotarme contra su mano.
—Podemos —replicó—. Y probablemente no deberíamos. Pero lo haremos de todas formas.
—¿Por qué me haces esto? —susurré—. Jamás he sentido… Nunca he hecho…
—Porque te veo —dijo, alargando la mano para juguetear con mis pechos—. Y porque ya te he dicho lo que he visto en ti. Túmbate, Sloane.
Obedecí, apoyando la cabeza y los hombros en la ropa que me había quitado. El corazón me latía con fuerza, y veía el brillo de mi piel pálida a la luz de la luna. Miré alrededor, temiendo descubrir que alguien nos espiaba desde las sombras.
Pero no había nadie, solo Tyler, mirándome con un deseo tan intenso que mi cuerpo se encendió aún más, mis pechos se endurecieron y mi sexo palpitó, ansiando sus caricias.
—Cielos —dijo—, que dura me la pones.
—Pues fóllame. —Tiré de él, y se arrodilló a horcajadas sobre mí. Me apresuré a buscarle la bragueta para bajarle la cremallera. Metí la mano por ella y me hice con su polla, tan dura, tan dispuesta—. Te quiero vestido. Te quiero así. Aquí. Ahora.
Tyler ladeó la cabeza, en una postura desenfadada, pero el ardor de su mirada lo delataba.
—¿Ah, sí?
—Fóllame —le supliqué, y pegué mi boca a la suya para besarlo apasionadamente.
Me tenía embrujada, pero me daba igual. Yo deseaba aquello. Lo deseaba a él. Deseaba que el cielo nocturno nos arropara.
—¡Fóllame! —repetí, tirándole de la mano y haciendo que se derrumbara sobre mi cuerpo—. ¡Fóllame! —grité mientras me penetraba, cada vez más y más fuerte, arrebatándome todo lo que podía darle y mucho más.
Mi cuerpo estaba completamente abierto para él. Jamás había experimentado nada igual. Libertad mezclada con temor, desenfreno unido a deseo, la lujuria personificada en un solo hombre.
—Tyler —gemí al tiempo que me sacudía el orgasmo, alzándome, sacándome de mí ser y arrojándome finalmente a la noche, a las estrellas que caían como una tormenta de fuego sobre nosotros.