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—Al menos sabemos que encontró otro trabajo —dijo Candy.

Eran más las diez de la mañana y la había telefoneado en cuanto llegué a mi apartamento. En ese momento lamentaba no haberlo hecho desde el coche. La cobertura en mi casa era terrible y su voz sonaba muy lejana, lo que hacía que me sintiese todavía más sola.

—Las Vegas, ¿eh? Seguro que flipa con esa ciudad. Pero me gustaría que me lo hubiera contado.

—Y a mí, pero las dos sabemos que Amy es un poco rara. Lo más seguro es que esté trabajado de sol a sol los siete días de la semana. Eso o ha dejado el curro nuevo y se la largado de fiesta con algún tío. Llamará, ya lo verás. O puede que aparezca el día del parto sin avisar.

—Eso espero —dijo Candy.

—Tranquila. Si hubiera motivos para inquietarse, te lo diría. Ahora mismo no hay nada que resulte preocupante.

Me dije que también yo debía creerme mis palabras; sin embargo, por la razón que fuera, no podía. Por el momento estaba dispuesta a creer a Tyler, pero eso no cambiaba el hecho de que Amy había desaparecido de la faz de la tierra cuando a Candy le faltaba muy poco para dar a luz. Y eso me daba mala espina.

Maldita sea, tenía que conseguir un trabajo en el Destiny. Quería hablar con el personal y con los clientes para intentar averiguar adónde había ido Amy, aunque solo fuera por la tranquilidad de mi amiga.

A primera vista, la oferta de Tyler de dejarme hablar con las chicas era generosa, pero no iba a servirme absolutamente de nada. La gente se cierra cuando es interrogada, pero cuando charla desenfadadamente la memoria fluye y los chismorreos vuelan. Charla con alguien y obtendrás la historia. Interrógalo y obtendrás hechos.

Quería conocer mejor al hombre que me había seducido. Y no lo conseguiría sentándome a charlar con un puñado de chicas escogidas por él, las cuales probablemente me dirían que era el mejor jefe del mundo.

Mierda.

Quería pasearme por el pequeño apartamento que había alquilado para aquella operación policial, pero no había espacio ni para eso. Disponía de un impresionante estudio de veinticinco metros cuadrados en el próspero barrio de Pilson. La cocina era de risa, el sofá se convertía en cama y tendría que haber exigido que pagara una parte del alquiler el moho del cuarto de baño, pues no había quien lo echara de allí.

Como paradigma de la elegancia y el buen gusto el apartamento era un cero a la izquierda. Como lugar donde aparcar mi trasero mientras trabajaba, no estaba mal.

En ese preciso momento mi trasero estaba aparcado en el borde de la cama, que no me había molestado en reconvertir en sofá.

—Gracias por todo —dijo Candy—. Sé que no debería haberme preocupado, pero la culpa la tienen estas malditas hormonas. Me están volviendo loca. Además, parezco una ballena.

Me recosté en la cama, sonriendo.

—No llevo fuera tanto tiempo. Cuando me marché parecías un elefante. Entre eso y una ballena hay una gran diferencia.

—Zorra. —Candy se echó a reír, que era justamente lo que yo pretendía—. Hablo en serio —dijo cuando la risa se apagó—. Ha sido todo un detalle por tu parte. Me refiero al tiempo que le has dedicado.

—Es mi trabajo.

—Aun así. Por otro lado, siento mucho lo ocurrido con ese tío. Menuda patada en el estómago.

Me encogí de hombros, agarré una almohada y me abracé a ella.

—Fue una putada —dije—. No esperaba que descubrieran que era poli.

—No me refería a eso —repuso Candy con suavidad.

—Condenada —dije sin malicia y con todo el cariño. Solo le había contado lo fundamental: que había emprendido la operación con el plan de seducir a Tyler. Que la parte de la seducción había ido bien, o que por lo menos eso creí hasta que me salió el tiro por la culata y resultó ser una gran estafa en la que me tocó lucir la diana fosforescente.

Lo que no le había mencionado era lo íntima que se había vuelto la seducción, lo lejos que había dejado ir a Tyler. Qué demonios, lo lejos que yo había deseado que fuera.

Y, naturalmente, tampoco le había mencionado lo mucho que me había dolido la verdad.

Tendría que haber sabido que Candy acabaría sonsacándomelo.

—No quería darte el coñazo con mis rollos personales —dije, pero mis palabras sonaron poco convincentes.

—Yo no hago otra cosa —replicó—. Me paso el día hablándote de mis rollos personales. ¿No están para eso los amigos? ¿Para celebrar lo bueno, quejarse de lo malo y compartir secretos?

Supuse que sí, aunque tampoco tenía mucha experiencia en ese campo. Nunca había tenido una amiga íntima mientras crecía. De hecho, nunca había tenido amigos íntimos, punto. Como decía Candy, los amigos compartían sus secretos. Yo, sin embargo, no compartía los míos.

En el terreno de la amistad Candy era a buen seguro lo más parecido a una amiga íntima que tenía. Probablemente podría calificarse de patético que mi mejor amiga fuera asimismo mi informante confidencial, pero ¿cuándo disponía yo de tiempo para conocer gente, aparte de policías, abogados, víctimas y sospechosos?

Nuestra relación, no obstante, no era típicamente femenina. No nos sentábamos a hablar de hombres y a pintarnos las uñas de los pies, y aunque le había contado algunas cosas de mi vida, Candy todavía no conocía mis secretos más íntimos. Pero a veces salíamos a tomar una copa y comer pizza, y cuando le pedía que me tuviera al tanto de lo que se rumoreaba en la calle, casi siempre acabábamos compartiendo una cerveza en su escalera de incendios y hablando de la vida, la televisión y cosas así. Por lo que a mí respectaba, eso nos colocaba en algún punto del espectro de la amistad.

—¿Sloane? —preguntó con cautela—. ¿Quieres hablar de ello?

—No hay nada de que hablar —repuse.

—Y una mierda.

—Caray, Candy, ¿qué quieres que te diga? No me di cuenta de que me estaba engañando y salí escaldada, fin de la historia. Pero solo mi orgullo ha resultado herido. No estoy ahogando mis penas en helado de chocolate ni escribiéndole poéticas notas de amor en mi diario rosa. No fue de verdad. ¿Cómo demonios podía ser de verdad algo así?

—Lo siento mucho.

Fue la dulzura de su voz lo que me desarmó.

—Zorra —susurré—. Se supone que has de dejar que me regodee en mi pena.

—Ese tío te gustó de verdad, ¿eh?

Empecé a negarlo, pero me interrumpí.

—Me gustó el hombre que vi en él, y mucho, pero no tengo ni puñetera idea de si ese hombre existe realmente. —Y maldije para mis adentros mientras me incorporaba y me pasaba la mano por el pelo—. En cualquier caso, da igual. No busco liarme con nadie, y aunque lo buscara, un delincuente de Chicago no sería mi primera elección.

—Supongo que no. ¿Sabes lo que deberías hacer? Bajar a comprar medio litro de ese helado de chocolate.

Dado que las amigas raras veces se equivocan, seguí el consejo de Candy al pie de la letra. Quince minutos más tarde estaba sentada en el suelo de mi apartamento con las piernas cruzadas, la espalda apoyada en la cama y la tele delante. El medio litro de chocolate doble con trocitos crujientes que había comprado en la tienda de la esquina aún estaba congelado, y estaba arañando la superficie con la cuchara, agradeciendo cada pedacito que conseguía rebañar.

Había encendido la tele en un intento claro y contundente de dejar de pensar en Tyler, Amy y todo ese maldito asunto, pero como lo único decente que daban era Ley y orden, estaba muy lejos de conseguirlo.

Deseaba a Tyler. Por irracional, estúpido, complicado y peligroso que fuera, lo deseaba. Y por mucho que me empeñara en no pensar en Tyler, los pensamientos sobre él eran tan implacables como él mismo.

El timbre estridente del teléfono me sobresaltó, y quise darme de tortas, porque mi primer impulso fue comprobar si era Tyler.

Por lo visto, seguía siendo una quinceañera.

Miré la pantalla con el pulso acelerado. Solo un número, pero sabía que era él. Podía sentirlo. Respiré hondo para tranquilizarme antes de contestar.

Pero no fue la voz grave y sensual de Tyler la que oí. Fue la de Kevin.

—¿Tienes un minuto?

—En realidad no. —Una respuesta no precisamente afectuosa y alegre, pero es que en aquel momento Kevin no me inspiraba ni afecto ni alegría.

—He hablado con Tom —prosiguió, impasible—. Dijo que te vio en la fiesta de compromiso de Evan Black. Parece que estás haciendo progresos.

—Es difícil hacer progresos cuando no dispones de toda la información.

—¿Perdona?

—El hecho de que olvidaras mencionar que estabas saliendo con Angelina Raine antes de que se prometiera con Evan Black me tiene una pizca irritada.

—Mierda. —Apenas fue un murmullo, pero me llegó con total claridad.

—Y que lo digas. No me gusta que me utilices para tu vendetta personal.

—Maldita sea, Sloane, no…

—No ¿qué? ¿Que no eres un cabrón embustero y manipulador? Pues deja que te diga una cosa, Kevin: sí lo eres.

—No te he mentido, no soy un manipulador y no estoy utilizándote.

—No me lo trago.

—Oye, ¿por qué no nos vemos?

—Olvídalo, Kevin. Siento mucho que tu chica te dejara, pero yo no soy tu vengadora personal. ¿Tienes una batalla entre manos? Líbrala tú solito.

—Joder, no me estás…

—¿Escuchando? Tienes toda la razón. Adiós, Kevin —dije, y colgué.

No obstante, aunque me sentía bien por haber colgado y recuperado el control, seguía inquieta. Agitada. Las alegaciones de Kevin sobre los Tres Caballeros Guardianes me rondaban la cabeza y se entremezclaban con mis pensamientos sobre Amy, los cuales, a su vez, estaban bailando un tango con el batiburrillo de emociones que me producía el mero hecho de pronunciar el nombre de Tyler.

—Maldita sea —farfullé, y con un gesto brusco tapé el tarro del helado.

La llamada de Kevin había multiplicado por cien mi crispación. Necesitaba hacer algo. Necesitaba despejarme la cabeza. Necesitaba encontrar la forma de colarme en el Destiny porque, para bien o para mal, a esas alturas me picaba la curiosidad. Tyler Sharp me había mostrado el hombre que quería que yo viera. Pero yo deseaba ver qué había al otro lado de la cortina.

Solo tenía que encontrar una manera de entrar.

Sin darme cuenta me había trasladado hasta el pequeño armario, el cual contenía una barra, dos cajones de plástico y el termo de agua. Mi ropa de correr —pantalón corto, sujetador y camiseta— pendía de una percha que había colgado del termo. Me quité el pantalón de pijama y la camiseta de Dr. Who que me había puesto al llegar a casa y los eché en el cajón superior. Seguidamente me enfundé la ropa de correr, di con el último par de calcetines limpios y me calcé las zapatillas.

Me hice una coleta, agarré el móvil, me puse los auriculares y salí a correr.

Habría preferido ir al gimnasio y hacer algunos asaltos con un saco de arena. O, mejor aún, con otro agente. Cavanaugh siempre estaba dispuesta a entrenar y estábamos bastante igualadas. No obstante, si me pillaba de mala leche podía molerla a palos, y las dos lo sabíamos.

No, quería al teniente Barrone. Con él en el ring no tenía tiempo de pensar en nada salvo en esquivar sus cortos e impedir que me marcara la cara. «Sería genial —me dije—. No pensar, solo actuar».

No tenía tal opción ese día.

Mi estudio se hallaba sobre una panadería mexicana, de modo que aspiré el delicioso aroma que salía de ella mientras hacía estiramientos en el estrecho callejón que había entre mi edificio y el de al lado. Llevaba los auriculares puestos con atronadora música de mi padre, una banda de rockabilly de Texas que representaba lo último en su empeño por ser un tejano integrado ahora que se había mudado al estado de la Estrella Solitaria.

Me gustaba el ritmo —era rápido, marcado, adecuado para correr con él—, y dejé que mi mente se perdiera en la música y el entorno, en los restaurantes y las panaderías, los apartamentos y los supermercados que iba dejando atrás. Ya había encontrado un circuito, y corrí despacio hasta llegar a la zona comercial de la calle Dieciocho, luego regresé a un ritmo más rápido, tomando algunos desvíos para poder pasar junto a los murales del barrio.

Lo veía todo, como hacen los policías. Pero no estaba mirando. Estaba dentro de mi cabeza. Dentro de mi música. Concentrada únicamente en la cadencia de mis pies y el contacto de las suelas de mis zapatillas sobre la acera, hasta que solo existimos yo y el movimiento. Yo y la maravillosa sensación de estar viva, de respirar, de hacer trabajar los músculos y saber que era fuerte. Lo era, joder. Era lo bastante fuerte para pasar de Tyler Sharp. Lo bastante fuerte para mantener a raya el dolor.

Lo bastante fuerte para, quizá, creerme esa mentira.

Doblé la esquina para regresar a mi apartamento sin saber muy bien si había logrado algo con la carrera aparte de quedar agotada. Necesitaba persuadir a Tyler de que me dejara trabajar en el Destiny, pero no se me ocurría cómo. Si fingir se me hubiera dado tan bien como a él, podría haber ideado la manera de suplicar, sobornar o robar. Pero no tenía nada con lo que negociar, nadie que pudiera ayudarme, ni forma alguna de colarme en ese club.

¿O sí?

Me detuve en seco delante de mi edificio, olvidándolo todo sobre aflojar el paso poco a poco. Olvidándolo todo salvo esa pequeña, remota posibilidad.

«Tal vez exista una manera».

Arriesgada, pero era cuanto tenía en esos momentos. Con una nueva inyección de entusiasmo, subí corriendo hasta mi apartamento y confié en que todas las piezas que me hacían falta acabaran encajando.