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Lo correcto y lo incorrecto.

El bien y el mal.

Lo blanco y lo negro.

Estos son los parámetros del mundo en que vivimos, y cualquiera que intente decirte lo contrario, que argumente que nada es absoluto y que siempre hay distintos matices de gris, o es un tonto o intenta engañarte.

Al menos eso es lo que yo solía creer.

Pero eso fue antes de conocerlo. Antes de mirarlo a los ojos. Antes de depositar en él mi confianza.

Puede que sea una tonta. Puede que haya perdido el equilibrio y la agudeza mentales.

No lo sé.

Lo único que sé es que desde que lo conocí todo cambió. Con una sola mirada, me temí que estaba metida en un buen lío.

Con una sola caricia, supe que debería echar a correr.

Con un solo beso, ya estaba perdida.

Ahora la única cuestión es si encontraré la forma de volver a ser quien era. Y, lo más importante, si quiero hacerlo.

Nada es nunca tan fácil como debería.

Mi padre me lo enseñó. Sirvió como agente especial en el FBI durante más de veinte años antes de dejar ese puesto para convertirse en el jefe de la Policía de Galveston, Texas, una comunidad insular con suficientes delitos para hacer que su vida resultara interesante y con un clima lo bastante soleado y cálido para que fuera feliz.

Mientras crecía, lo vi pasar horas, días, semanas e incluso meses construyendo un caso sólido contra algunos de los criminales más viles que jamás habían pisado la faz de la tierra. Miles de horas de trabajo. Cientos de pruebas. Todos esos personajes desfilaban como era debido… y no servía de nada. La defensa argumentaba algún tecnicismo, el juez tragaba y, ¡zas!, todo ese trabajo se iba por el retrete.

Como he dicho, nada es nunca tan fácil. Ese es el primer tópico sobre el que baso mi vida.

Nadie es lo que parece es el segundo, consecuencia del primero.

Eso me lo enseñó mi padrastro. Fue un joven jugador de béisbol de las ligas menores que caía bien a la prensa. Lo llamaban el chico de oro, vaticinaban que lideraría a su equipo hasta la Liga Nacional y prácticamente se arrodillaban cuando entraba en una habitación. De lo que no informaban era de que pegaba a mi madre. No decían que a mí me obligaba a mirar, amenazándome con que iba a llegar mi turno. Sus manos, sus puños, un botellín de cerveza roto. Lo que tuviera más a mano. Yo me estremecía con cada golpe, y cuando sus huesos se rompían, también lo sentía, y mis gritos se mezclaban con los de ella en una espantosa y discordante melodía.

Casualmente nunca informaron en el periódico local de ninguna de aquellas visitas al hospital, y en las escasas ocasiones en que la policía se presentaba en nuestra casa, todo quedaba en nada. Harvey Grier poseía el rostro de un príncipe y la sonrisa de un rey del baile, y si su hijastra, de catorce años, llamaba una noche a la policía contando una estúpida historia que podría arruinar su reputación y malograr sus lucrativos contratos, debía de ser porque era la típica adolescente aburrida. De ninguna forma podía tratarse de que viviera con el monstruo, un día sí y otro también, y viera con total nitidez qué había debajo de su disfraz de niño bonito.

Mi padrastro ya está muerto. Por lo que a mí respecta, eso es algo muy bueno. Ese hombre no valía nada, salvo para inculcarme esa segunda lección: hay monstruos que se ocultan bajo la apariencia más inocente, y si no mantienes la guardia alta, te muerden. Y a base de bien.

¿Moraleja? No des nada por sentado. Y no confíes en nadie.

Supongo que eso me convierte en una cínica. Pero también hace que sea una policía cojonuda.

Tomé un sorbo de champán y pensé en mi trabajo y en esos dos axiomas mientras me apoyaba contra una de las blancas columnas adornadas del restaurante Palm Court del hotel Drake, elegante hasta la náusea. No conocía ni a un alma allí, sobre todo porque me había colado en la fiesta y estaba haciendo cuanto podía para mimetizarme con esa columna y así poder quedarme sentada atrás, y observar el mundo y el paso de la gente. Estaba buscando una cara en particular porque había ido allí con un plan. Y pretendía quedarme en mi rinconcito, sujetando la columna hasta que divisara a mi objetivo.

Llevaba allí de pie una hora y empezaba a pensar que tenía una larga noche por delante. Pero había sobrevivido a vigilancias peores, y otra cosa no, pero me sobra determinación.

Había estado en el Palm Court en una ocasión anterior, cuando mi padre me llevó a pasar el fin de semana y decidimos vivir una aventura. Pero esa noche habían retirado la mayoría de las mesas familiares con el fin de dejar espacio a los clientes para que se relacionaran en torno a la elegante fuente y el enorme arreglo floral. Por lo que podía ver, el código de etiqueta para la velada se limitaba a cualquier cosa que se hubiera presentado durante la Semana de la Moda, y la razón por la que nadie me señalaba con el dedo y reía con disimulo era que mi vestido, salido de una tienda de saldos, era tan vulgar que me hacía invisible.

Fluidos compases de música clásica llenaban la estancia, interpretados por una orquesta situada en el rincón, pero nadie bailaba. En vez de eso se relacionaban. Charlaban, reían. Era todo muy formal. Muy elegante. Muy festivo.

Y yo estaba completamente fuera de mi elemento.

Mi hábitat natural es Indiana, donde soy una especie de celebridad dentro del cuerpo por ser la mujer más joven que ha llegado a detective en el Departamento de la Policía Metropolitana de Indianápolis. Había viajado a Chicago porque me estaba volviendo loca mientras sobrellevaba el período de baja médica, y cuando uno de mis informantes confidenciales, Candy, me pidió que localizara a su antigua compañera de cuarto, que había desaparecido, decidí investigar un poco por mi cuenta.

De acuerdo con Candy, Amy había estado trabajando como bailarina exótica en un exclusivo club de caballeros de Chicago llamado Destiny hasta hacía dos semanas.

—Hasta le caían bien las otras chicas. Y estoy segurísima de que se estaba tirando a uno de los propietarios. Así que no tenía ninguna razón para salir pitando.

A mi modo de ver, tirarse al jefe podía ser motivo suficiente, sobre todo si el jefe es quien te dice que te pires.

—Ya, pero me lo habría contado —me respondió Candy cuando le sugerí eso mismo—. Puede que cogiera otro curro o incluso que se mudara, pero me habría llamado en cuanto se hubiera instalado. Algo ha pasado.

Normalmente no me preocuparía. A fin de cuentas las bailarinas exóticas de veintidós años levantaban el campamento y desaparecían todo el tiempo. Quizá solo intentaran liberarse de la antigua vida. O puede que estuvieran siguiendo a algún tío. Amy llevaba sola desde que cumplió los quince y aprendió a valerse por sí misma. No consumía drogas, así que no esperaba que estuviera tirada en algún antro para heroinómanos en alguna parte. Además sabía que fantaseaba con ver llegar a su príncipe azul y que se la llevara al atardecer, por lo que tal vez se había dado cuenta de que tirarse al jefe no le saldría bien y había puesto rumbo a Nueva York, Las Vegas o algún otro lugar con hombres ricos y cachondos de sobra.

Pero nada de eso me convencía. Candy estaba embarazada de más de siete meses cuando Amy se mudó a Chicago, y esta le había prometido volver cargada de regalos para el bebé y, más importante aún, estar a su lado para el parto. El bebé había nacido cuando estaba previsto, así que Amy ya llevaba dos semanas de retraso.

Esperaba con toda mi alma que se hubiera entretenido con algún tío y que apareciera el día menos pensado con historias de noches de pasión y sexo salvaje. Pero trabajaba en homicidios, y temer lo peor formaba parte de mi naturaleza.

En el trayecto de Indiana a Chicago había llamado a un amigo en el Departamento de Policía de Chicago y este me había confirmado que no estaba dando descanso a sus pies en una jaula en el condado de Cook. En cierto modo me alivió saber que o bien se estaba manteniendo limpia o estaba siendo lista, pero para mis adentros tenía la esperanza de que la hubieran arrestado por mangar en tiendas y que fuera demasiado orgullosa para llamar a Candy a fin de que le pagara la fianza.

Llegué a Chicago justo después de las siete de un miércoles por la noche y el Destiny fue mi primera parada. Era un lugar limpio y elegante, las copas no estaban aguadas, las chicas no se veían agotadas y parecían contentas de estar allí, y su clientela la conformaban los profesionales del nivel más bajo. Contaba con una barra completa, incluyendo un grifo de Guinness y un menú decente en el que figuraban unas deliciosas patatas fritas con queso.

No cabía duda de que había visto sitios peores, y cuando me senté a la barra y eché un vistazo al lugar con ojo de policía, no vi nada raro.

Ahí entraba el segundo tópico: nadie es lo que parece. O, en este caso, ningún lugar es lo que parece.

Lo aprendí cuando me reuní con el agente Kevin Warner, un colega del FBI, para desayunar a la mañana siguiente y me hizo una lista detallada de todos los jodidos chanchullos que se hacían en ese club. Soltó acusaciones a puñados. Y cuando llegó a los cargos por la ley Mann —prostitución, trata de blancas y otros delitos graves— le presté mayor atención.

—Despacio, vaquero —le dije—. ¿Les han trincado por esa mierda?

—Joder, consiguieron inmunidad —respondió Kevin—. Ayudaron a desmantelar una red de trata de blancas que estaba operando en la costa Oeste y se extendía hacia nuestra preciosa ciudad.

—¿Ayudaron?

—Black, August y Sharp —aclaró. Había nombrado a los tres propietarios del club Destiny; tres célebres hombres de negocios que eran la sensación de Chicago. ¡Joder! Yo ni siquiera soy de Chicago y lo sabía todo sobre esos tipos—. Elegantes y listos, y tan peligrosos como tiburones en mar abierto. Consiguieron el pacto de inmunidad tras el que parapetarse, y eso cortó de cuajo mi investigación.

Asentí. La inmunidad era parte del juego. El propósito era proteger a un sospechoso de ser juzgado. Si no había culpabilidad en un principio, dicha protección era en realidad innecesaria. En otras palabras, era raro encontrar a un sospechoso al que le hubieran concedido inmunidad que fuera trigo limpio.

Para ser francos, la idea de conceder inmunidad a un sospechoso me cabreaba, pero sabía que era un mal necesario. Además, imaginaba que la justicia encontraría el modo de abrirse paso. Al menos eso era lo que mi padre decía siempre cuando uno de sus acusados se sacaba un tecnicismo de la manga y se burlaba de la justicia.

El karma podía ser una arpía cruel, y me preguntaba si estaba enseñándole los dientes a Black, August y Sharp. ¿Estaban tan sucios como decía Kevin? ¿Eran simplemente buenos ciudadanos que compartían sus conocimientos con los federales? ¿O se encontraban en un punto medio entre lo uno y lo otro?

No lo sabía, pero supuse que las probabilidades se decantaban por lo primero o por lo último.

—¿Hasta dónde llega la inmunidad? —le pregunté.

—Si me salgo con la mía, les parecerá poca. Estoy seguro de que están metidos hasta el cuello en todo tipo de mierda. Juego ilegal, contrabando, blanqueo de dinero. Soborno, fraude. Nombra cualquier cosa, y están metidos en ello. Pero tienen amigos poderosos, y no estoy autorizado de forma oficial a ahondar más.

Percibí la frustración en su voz. Kevin quería pillar a esos tipos; quería pillarlos a toda costa. Eso lo entendía. Eran muchas las razones por las que me hice policía, pero al final todo se reducía a proteger al inocente y a detener a los malos. A cerciorarse de que el sistema funcionaba y que aquellos que cruzaban esa línea pagaban por la transgresión.

Vivía y respiraba por mi trabajo. Era mi redención y mi salvación. Y era muy buena en lo que hacía.

—Yo no puedo insistir —me dijo Kevin—. Pero tú sí.

Tenía razón. Mi mente ya estaba revisando las opciones, tratando de dar con la mejor manera de meter mi precioso culito en el Destiny, camelarme a las chicas y conseguir una pista sobre Amy. Una vez estuviera dentro y fisgoneando en busca de información, no había razón por la que no pudiera fisgonear más cosas.

A decir verdad, sería un placer para mí. Quizá la inmunidad fuera un mal necesario en el mundo de la jurisprudencia, pero estaba más que dispuesta a dar un pequeño empujón al karma. Y si descubría que esos tipos estaban metidos en otra mierda, acabar con ellos sería un modo cojonudo de equilibrar la balanza de la justicia.

Todo lo cual explicaba que mi misión de llevar de vuelta a Indiana a una bailarina desaparecida se hubiera transformado en una operación encubierta propiamente dicha, aunque extraoficial.

Que fuera «encubierta» era mi actual escollo. Cabría pensar que sería fácil para una mujer razonablemente atractiva —esa sería yo— conseguir un empleo como camarera en un club de caballeros de Chicago, pero te estarías equivocando. A pesar de mis bonitas tetas, de tener un culo prieto, una cara mona y buenas habilidades como camarera, la solicitud que había entregado el día anterior me había sido rechazada de forma educada.

Esto ilustraba ese primer tópico del que hablaba. Nada es nunca tan fácil.

Y eso nos lleva de nuevo al segundo tópico: nadie es lo que parece.

Tomemos a Evan Black, por ejemplo. La fiesta donde me había colado era la suya. Un acto formal para celebrar su compromiso con Angelina Raine, la hija del senador Thomas Raine, aspirante a la vicepresidencia.

Vi a Black de pie al otro lado del salón; un hombre tan guapo como una estrella de cine, rodeando con el brazo a una morena igual de impresionante, que tenía que ser Angelina. Ella se apoyaba en él y parecía rebosante de felicidad mientras hablaban con otras dos parejas. Todos acicalados y elegantes. Pero Kevin tenía razón, Black no era el hombre que aparentaba ser.

¿Y qué decir de Cole August? Socio empresarial de Black, recibía la adulación de la prensa y del público porque había logrado salir del fango, dejando atrás su legado del South Side de Chicago para convertirse en uno de los hombres de negocios más respetados e influyentes de la ciudad. Sin duda estaba para comérselo a lametones mientras se paseaba al fondo de la habitación, con el teléfono móvil pegado a la oreja; la viva estampa del empresario de éxito.

Pero resulta que sé que August no había dejado ese turbio legado tan atrás como le gustaba aparentar.

Y también estaba Tyler Sharp.

—Ese es —me había dicho Candy cuando mencioné el nombre—. Amy estaba coladita por ese tío.

—¿Sentía él lo mismo?

—Yo que sé.

—Pero ¿se lo estaba follando?

—Sí. Al menos eso creo. A ver, no es que subiera fotos a Facebook. Pero no habría dejado todo eso, y por lo que estás diciendo…

Tal vez estuviéramos hablando por teléfono, pero podía imaginarme a Candy encogiéndose de hombros mientras su voz se iba apagando. Sabía qué quería decir. Había hecho deberes extra sobre Tyler Sharp y la mayor parte de la información se la había relatado a Candy. Para resumir, tenía debilidad por las mujeres, y yo pretendía aprovecharme de su lado mujeriego. Si no conseguía entrar en el club Destiny gracias a mis estelares dotes como camarera, obtendría acceso a través de aquel hombre.

Vamos, que estaba planeando seducirlo.

En definitiva, esa era una opción mejor que mi primer plan. Trabajar de camarera solo me daba acceso al club. Pero el sexo abría todo tipo de puertas. Charlas de almohada. Acceso a ordenadores. Quién sabía cuántas cosas más. Si jugaba bien mis cartas, tendría un palco para el mejor espectáculo de la ciudad, fuera juego, contrabando o algo mucho más atroz.

Y si resultaba que Tyler había involucrado a Amy en algo sospechoso, castraría a ese hijo de puta.

Antes tenía que encontrarlo.

Había estado fuera de la ciudad durante las últimas semanas, así que aún no lo había visto en persona, aunque estaba segura de que lo reconocería en cuanto entrara en aquella habitación. Como he dicho, había hecho mis deberes, y ver fotografías de Tyler Sharp no era precisamente un incordio. El tío estaba cañón.

Medía algo más de un metro ochenta, era de complexión atlética y tenía el cabello rubio oscuro, con reflejos dorados en verano. Sabía que sus intereses comerciales eran amplios y variados, y no siempre legales. Y sabía que llevaba encima una tarjeta negra de American Express. Poseía al menos una docena de coches, pero raras veces los conducía, pues prefería su moto Ducati.

—Pareces perdida.

Había estado mirando hacia la entrada, pero volví con brusquedad la cabeza a la izquierda y me encontré con una rubia de ojos castaños y largas piernas, con un cabello tan abundante y brillante que podría hacer anuncios de champú. Me tendió una mano y yo la estreché sin pensármelo dos veces.

—Soy Katrina Laron… Kat —dijo, luego señaló a Angelina Raine con el pulgar—. Soy la mejor amiga de la novia, lo que me convierte en la pseudoanfitriona. ¿Y quién eres tú?

Su sonrisa era educada, pero traslucía cierta perspicacia, y estaba segura de que sabía perfectamente que me había colado en la fiesta.

Genial.

—Sloane O’Dell —respondí, utilizando el apellido de soltera de mi madre y no el mío, Watson.

—¿Con quién has venido? Creó que conozco a todos los invitados de Lina, así que debes de ser amiga de Evan, ¿no? —Una vez más aquella sonrisa educada. Una vez más aquel tono protector.

—En realidad busco a Tyler —expliqué, y me enorgullecí de mi habilidad para decir la verdad y mentir al mismo tiempo.

—¿Ah, sí? —Enarcó las cejas—. ¿Amiga o enemiga?

—¿Cómo dices? —Mantuve la expresión despreocupada y esperé que mi tez clara por naturaleza no mostrara sonrojo alguno.

—Resulta que sé que Tyler no ha traído a ningún ligue, y si no eres uno de los invitados de Angie ni de Evan…

«¡Joder! ¡Joder, joder, joder!»

—Me he arriesgado —aduje, confiando una vez más en una sinceridad absoluta—. Creo que querrá verme.

Vale, no estaba nada segura de esa parte.

—Mira, no pretendo parecer una cabrona, pero Tyler es un hombre muy reservado que atrae muchísima atención femenina. —Katrina se encogió de hombros—. ¿Quieres contarme por qué piensas que él querrá verte?

—En realidad no.

Me miró con dureza, sin duda tomándome la medida. Luego cogió una copa de vino de la bandeja de un camarero que pasaba y dio un buen trago.

—De acuerdo. Vamos a buscarlo.

—Llevo toda la velada intentando hacer eso mismo —repliqué con sequedad.

—Llegó justo antes de que yo me acercara para interesarme amablemente por tus intenciones. Aguarda —me dijo mientras se ponía de puntillas y echaba un vistazo a la habitación—. Lo veo.

Estiré el cuello, pero Kat me sacaba bastante más de siete centímetros de altura; no tenía ni idea de si ella había conseguido llamar la atención de Tyler.

El tiempo pasaba y yo comenzaba a pensar que o bien no la había visto o había optado por ignorarla, cuando vi el reflejo dorado que la luz arrancaba a su cabello al incidir en él. Vestía un traje gris carbón, y el elegante corte y la suntuosa tela contrastaban con su cabello un tanto despeinado, que llevaba demasiado largo según el manual del empresario ideal. Claro que se lo había recogido de un modo que resaltaba los marcados ángulos de sus pómulos y su mandíbula.

El contraste perfecto entre sus ojos de color cobalto y su pelo rubio oscuro hacían pensar en sol y arena, en días locos y noches de pecado. Con todo, tenía un aspecto despreocupado, y su barba incipiente lo acentuaba aún más. Mis dedos se crisparon, y para mí espanto, me asaltó el deseo de acercar la mano a su mejilla para acariciársela, dejando que su aspereza suavizara mi lado severo.

Él rodeó la fuente y atravesó la multitud con esa clase de confianza en uno mismo que da el saber que la gente se apartará de tu camino porque eres así de guay.

—¡Tyler! —Kat lo llamó de nuevo, y sentí el irracional impuso de taparme la boca con la mano. Estaba allí para acercarme a ese tío, pero en ese preciso instante no me sentía preparada.

Antes de aquella noche sabía que Tyler Sharp se encontraba entre los mejores especímenes masculinos, pero ni en un millón de años habría previsto mi electrizante y visceral reacción ante él.

Tuve ganas de esconderme detrás de la columna. Tuve ganas de salir pitando. Tuve ganas de buscar un escondite hasta que pudiera reordenar mis pensamientos y recobrar la compostura. Pero nada de eso era una opción. Tyler nos había visto, y aunque saludó a Kat con la cabeza, era yo quien captaba su atención. Sus ojos se enfrentaron a los míos, y el impacto de aquella simple mirada me recorrió de un modo que me dejó débil y confusa. Nunca había visto a Tyler Sharp en persona; lo había visto solo en fotografías, y había averiguado cosas sobre él gracias a los artículos y a camelarme a policías. Pero en aquel momento tuve la impresión de que lo conocía de toda la vida.

No estaba del todo segura de que me agradara tal sensación… o tal vez lo que pasaba era que me gustaba demasiado.

Él se detuvo delante de nosotras, y yo me dije que tenía que mantener la compostura. No era el tipo de mujer que se ponía nerviosa en presencia de un hombre guapísimo. O al menos no lo había sido hasta hacía un par de minutos.

Mientras me miraba, su sensual boca esbozó la sonrisa típica de un hombre a punto de probar algo delicioso… y ese algo era yo. Me estremecí, pues el cosquilleo que invadió mi cuerpo a causa del inesperado pensamiento me pilló por sorpresa, aunque no podía negar que me gustaba.

Me supuso un esfuerzo enorme, pero erguí los hombros y lo miré a los ojos con serenidad, decidida a recuperar al menos un mínimo de control.

—Sloane te estaba buscando —lo informó Kat—. Dice que querrás hablar con ella.

—¿En serio? —Su atención se mantuvo fija en mi cara, y por un momento pensé que si me acercaba me ahogaría en aquellos ojos líquidos—. Qué curioso —repuso—. Es justo la mujer que andaba buscando.