SÁBADO 17 DE ABRIL

Si no hubiera seguido a George por si necesitaba ayuda, a estas horas, Kelly podría andar suelto.

Pero hicimos algo más que evitar que un criminal cometiera más atrocidades. George regresó a la casa para rescatar a ese niño y George hace lo que se propone. Me agrada pensar que al emprender la búsqueda de Kelly, contribuí a salvar a aquel niño. Creo que eso hace que todo valga la pena.

FIN

Un libro de Edmund Hall

De próxima aparición: Los terribles terroristas

La centralita le hizo a Dorothy señales intermitentes.

—BBC Radio Merseyside —dijo y envió la llamada a su línea derivada. La lluvia repiqueteaba en la ventana; le recordó un túnel de lavado. Entre los tejados el Liver Building parecía un boceto al carboncillo empapado. Alguien esperaba en el mostrador de la recepción. Se dio la vuelta y vio a Clare.

Clare llegaba pronto, de improviso. Dorothy fue a ocultar rápidamente El caníbal de Satanás, pero ya era tarde.

—No importa, Dorothy —Clare esbozó una sonrisa—. Lo he leído.

—Eso está bien —le alegraba que Clare se sintiese capaz—. Ese bolso es muy bueno —recuperó la compostura.

—¿No lo habías visto antes? No, probablemente, no. Es el que me regalaron mis padres el año pasado.

El viento estrellaba la lluvia contra las ventanas.

—No nos interesa ir a comer lejos —dijo Dorothy—. ¿Qué te parece el Master Mariner’s?

Clare dijo bruscamente después de un silencio:

—Muy bien.

—Iremos a otro sitio si lo prefieres.

—No —dijo Clare—. Es mejor que vayamos allí.

Carol fue a hacerse cargo de la centralita.

—Un minuto, Clare —Dorothy fue corriendo al Estudio 2. Al abrir la puerta la voz de Bob resonó: «Y ahora os presento el auténtico sonido de la clase trabajadora. Se ve que este sabe lo que le anda por la cabeza».

—¿Querrás poner esa cinta en mi casillero cuando termines? —dijo Dorothy.

—Muy bien, guapa —dijo Billy Butler. Al volverse vio Dorothy que la puerta de Recepción no se había cerrado. Clare había oído la voz de Bob.

La puerta del ascensor se apartó ante el pie de Clare. Dorothy siguió su espalda inexpresiva.

—Bill me pidió escuchar esa cinta —explicó—. Quiere localizar un disco que Bob puso.

—¿Escuchas las cintas de Rob?

Clare nunca lo llamaría Bob. Bien, el Bob era asimismo algo suyo; si el llamarlo Rob contribuía a afianzar sus recuerdos, Dorothy no se lo iba a discutir.

—A veces. Me gustaba escuchar sus programas. Eran como si nunca hubiera permitido que nadie le impusiera lo que debía decir… Pero ahora no sé; da la impresión de que se habla sólo a sí mismo y nunca a los demás.

—Te refieres a todo el cuento de la clase trabajadora —el ascensor se paró en el piso segundo, bostezó y reinició el descenso—. Quiero decir que algunos de los padres de mis niños son ladrones. Varias de las mujeres viven con más de un hombre; los niños no saben quiénes son sus padres. Algunos no deseaban a los niños y siguen sin desearlos, y Rob trataba de idealizar todo eso. Tan sólo son personas, y no sirve de nada el hacerles borrosos para que parezcan otra cosa. Es divertido. Rob intentaba que no se le notara la conciencia de clase. Nunca se percató de que eso hacía que se le trasparentara.

La lluvia cedía, la multitud, sin embargo, buscaba refugio. Dorothy y Clare tenían el camino libre. Las últimas gotas levantaban burbujas en los charcos, como si la acera estuviese llena de peces.

—Te diré lo que me molestó —dijo Dorothy—. Edmund Hall dice cosas que yo nunca le conté. Todo ese rollo de cómo aguantaba yo el temperamento artístico de Bob es estúpido. Lo único era que Bob no quería que nadie supiera lo inseguro de sí mismo que se sentía. No le gustaba que lo supiera yo. Por eso nos peleábamos, y, sin embargo, lo amaba.

Los charcos fruncían el ceño a la brisa; fragmentos de un rompecabezas de los escaparates buceaban en el agua. En Williamsson Square, el cielo nublado se elevaba y caía. Un hombre con un puñado de panfletos se acercó a Clare, pero esta, corriendo, lo esquivó.

—Hay algo más en lo que el libro es injusto —entraron en la zona peatonal de St. John—. Es Chris.

Jamás anteriormente había nombrado a Chris.

—¿Injusto en qué? —preguntó Dorothy.

Unas sillas esperaban sentadas en un escaparate a que las compraran.

—Edmund logra que parezca que lo único que Chris perseguía era engañarnos. A Edmund nunca le gustó. En realidad, Chris no me mintió nunca, y cuando lo hizo no fue intencionado; no podía dominarse. Era aquello de la casa.

—¿Lo crees así?

—Lo sé, Dorothy —la gente contemplaba a un locutor mudo multiplicado por los televisores a través de un escaparate de vidrio cilindrado. Tenía la cara roja, verde; era gris—. Edmund menciona el muñeco de John Strong y todos los que después excavaron. Pero había uno que no llegó a ver, porque se rompió. Representaba a la madre de Chris y a él saliendo de ella. Chris lo rompió —tenía los ojos húmedos—, porque si no, le habría obligado a matarme.

Atravesaron la terraza por encima del mercado. Dorothy miró los puestos.

—Fíjate en ese vestido —pero Clare siguió adelante como si no hubiera oído y se metió en el autoservicio. Dorothy la siguió.

Eligió una ensalada. Clare tenía los ojos fijos en ella.

—Estoy a dieta —explicó Dorothy, pero Clare no apartó la vista; luego miró a otro lado. Desde luego estaba de un humor extraño. Aquel día había caminado con más naturalidad de la que Dorothy le viera jamás. En ese momento anadeaba en dirección a la caja como una vieja vagabunda que se patea las calles.

Se dirigía Dorothy a un compartimento cuando vio a Tim. De entre las cosas que cubrían su mesa (una taza con una lengua de sopa, una patata solitaria en el plato, una antología de poemas) iba metiendo guiones en la cartera.

—Ahí está Tim Forbes —le dijo a Clare—. Lleva nuestro programa de poesía. ¿Nos sentamos con él?

—No me siento con ganas de conocer a nadie en este preciso momento —dijo Clare con sequedad.

—Tengo que presentaros algún día. Hasta luego, Tim —su exclamación le hizo levantar los ojos y dejar de embutir cosas en la cartera. Echó a un lado el pelo caído con poco éxito y sonrió tan efusivamente que a ella le dio la impresión que se había olvidado de quién era.

Se metió en un compartimento con vistas a la calle. Las escaleras mecánicas conducían a la parte superior columnas siempre nuevas de clientes.

—¿Te encuentras bien, Clare?

—Sí, muy bien —pero el tono era otro. Como si creyera que Dorothy estaba haciendo de casamentera, incluso como si hubiera sabido que Tim estaría allí. Dorothy fue a decirle lo equivocada que estaba…, pero no valía las molestias. Y, la verdad, le gustaría ver casado a Tim. Parecía un hombre amable y bastante solitario.

Dorothy probó un cambio de conversación.

—Y otra cosa del libro de Edmund. Dice que Bob provocaba todas nuestras peleas. Eso no es lo que yo dije. Parte de la gente que yo invitaba y que Bob no podía aguantar… Bob tenía razón, eran terriblemente afectados. Me emperraba en invitarlos sólo porque él decía que no lo hiciera. Ya no los veo.

La expresión de Clare la hizo titubear. La miraba como si acabase de percatarse de que había perdido algo. No, aún peor…, como si percibiera que no había habido motivo alguno para que ella lo perdiera. Pareció que iba a hablar y seguidamente apretó los labios.

Evidentemente no quería hablar de Bob.

—¿Todavía funciona el cine de George Pugh? —preguntó Dorothy.

—Sí.

—¿Y sigue poniendo películas a tus niños?

—Sí —dijo Clare aún más bruscamente y llenándose de comida la boca, de forma que cortaba toda conversación.

¿Se suponía que Dorothy no debía decir nada? Para eso podría muy bien haberse quedado en Radio Merseyside y comido en plan sandwiches…, así no se habría mojado. No era sólo que a Clare le disgustara que le recordaran a Bob. Mientras iban andando no le había importado, pero desde que llegaran al restaurante Clare se había vuelto más y más hostil. Pensó Dorothy que aquello simplemente se debía a que, en lo más hondo, ella a Clare no le gustaba mucho.

Nunca le había gustado. Siempre se había apartado de Dorothy, había sido inexplicablemente cauta con ella. Pero jamás había estado tan brusca. En aquella ocasión parecía que lo hiciera a propósito para que Dorothy lo viera…, para que Dorothy de alguna forma se sintiera culpable. Decidió que era la última vez que comía con Clare. Y si se salía con la suya, la última que concertaban una cita. Había sido amable con Clare por lo que había pasado. Pues ya había tenido su oportunidad.

Un súbito resplandor en la ventana distrajo a Dorothy de su creciente rabia. El sol había inundado la ciudad. Pasaba un autobús y en el techo temblaban gotas de lluvia; entre ellas esparció el sol un arco iris, alfilerazos de color que tiritaban al viento. Clare lo miró también y siguió mirando por la ventana cuando el autobús hubo pasado.

Dorothy le siguió la mirada. Era un antiguo cine, por entonces una capilla. El toldo decía «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré». Al poco, el reflejo de Clare en la ventana se hizo nítido. Mejillas abajo corrían dos gigantescas lágrimas.

Dorothy volvió a sentirse con el control de la situación. Aquello sí podía manejarlo.

—¿Qué te pasa, Clare? —preguntó gentilmente.

—De todo —dijo la otra sin precisar—. Viene de tan lejos.

(La cara de Clare, un silencioso retrato de la desolación, permaneció en la ventana. Los hombros echaron a temblar. La boca se abrió flojamente y Dorothy la oyó llorar. Clare se removió en el asiento tratando de ocultarlo.)

—¿De qué se trata, Clare?

Dorothy iba a replicar cuando vio el reloj.

—Mira, Clare, lo siento. Tengo que volver al trabajo dentro de un minuto. Ven a cenar esta noche y me lo cuentas todo.

Clare inspiró larga y temblorosamente, interrumpiéndose para soltar un sollozo.

—Son demasiadas cosas —se frotó los ojos frenéticamente—. No pasa nada, Dorothy. Te lo agradezco, pero estaré ocupada esta noche.

—Sea lo que sea, déjalo para mañana. Necesitas charlar y tú lo sabes. Ven esta noche, por favor. Y prométeme que me lo contarás. Por favor.

—No tienes por qué escuchar mis problemas —Clare sonrió para demostrar que ya lo había superado.

—Sí tengo. Ven, por favor —Dorothy la miró—. A veces me siento sola.

—De acuerdo —dijo Clare después de un silencio. Su voz sonaba cansada y algo indefensa.

Caían las primeras gotas de una nueva llovizna fuera de la acera cuando salieron de la zona peatonal de St. John.

—Te veo a las ocho —dijo Dorothy. Clare hizo un pequeño gesto de asentimiento sin sonreír y se fue rápidamente. Dorothy contempló su figurita que se encogía entre la multitud. Parecía ir sin rumbo, como un niño perdido. Pronto la multitud la engulló. Dorothy sólo veía las cabezas más altas. Puesto que había podido por fin llorar, esperaba Dorothy que pudiera hablar. Echó a correr para ganarle terreno a la lluvia.

FIN