Mary Kelly se quedó muy quieta. ¿Qué la había despertado? El calor, cercano e inmóvil, se cernía sobre ella. La casa crujía, pero eso era normal; no era lo que había oído.
El silencio no la engañaba, había oído algo.
Tenía los ojos llenos de la sensación de la luz gris. Esta permaneció cuando abrió los párpados, con una presión como la de unos pulgares. Aparte de eso no se movió.
El silencio se fingía inocente. Se oyó el corazón; parecía hambriento y débil.
Habría quizá oído un gato o a uno de esos jóvenes borrachos que montaban jaleo a todas horas, sin consideración a nadie. Era de madrugada; la televisión que los inconsiderados de sus vecinos tenían puesta hasta pasada la media noche no sonaba; no había tráfico; ningún pájaro saludaba al alba. Tal vez había oído el aullido de un coche de policía a la caza de un delincuente. Cogió el bolso y lo metió en la cama junto a ella.
Tampoco había dormido esa noche. Desde que el escritor y sus compinches la molestaran apenas había dormido. En eso habían tenido éxito, aunque ella no les permitiera darse cuenta. Desde que perdió la vista no había tenido una sola noche de sueño ininterrumpido. La noche anterior había esperado que el agotamiento la hiciera dormir. No debía poner esperanza alguna en lo de este mundo. Sólo conseguía, en cada ocasión, que Dios la probara.
El calor estaba encima de ella. El tiempo bochornoso siempre le parecía un intruso.
Recordó las semanas después de la marcha de él, del engendro de Cissy… cuando no podía estar segura de que de verdad se hubiera ido. Mientras tanteaba en medio de su reciente ceguera había sentido constantemente enfrente suyo el masivo calor y tenido la seguridad de que era él, que jugaba a un juego sádico. El calor le había cerrado el paso las noches pasadas. Sólo el calor. Si él se atreviera a asomar el rostro por allí, Dios le castigaría por lo que le hiciera a ella.
El calor hizo que algunas presencias rodearan la cama. Se inclinaron hacia ella y le metieron las caras sarcásticamente sonrientes a un pelo de la suya, esperando a que ella tuviera que tocarlas. Cerró los párpados y se puso a rezar.
Rezó en voz alta. Los vecinos se habían quejado de que no les dejaba dormir. Mejor sería que rezaran, en vez de quejarse. Ofreció el alma a Dios. Rezó por Cissy, Dios en su misericordia le conceda un asiento en el cielo. Volvió a ofrecer su propia alma, más alto, pues la voz le sonaba sofocada…, por supuesto que era el calor. Tras un silencio, rezó por Christopher. Sálvelo Dios en su infinita misericordia. Tal vez, después de todo no habría que echar a Christopher la culpa de lo que era.
Ni a ella tampoco. Una mujer sola que intentaba salir adelante con un niño. Cissy le había contado en la carta el nombre y la dirección del satanista, pero, ¿qué podría haber hecho? De haberlo hecho arrestar habría tenido que prestar declaración… y entonces ¿qué les habría hecho el demonio a ella o al niño?
No creía que Dios condenara el miedo, y la opinión de cualquier otro no le importaba. Y además no habría podido cambiar nada, el niño era ya lo que sería, el monstruo en el que se había convertido. Se estremeció y ofreció su alma por última vez.
Al volver el silencio supo que no estaba sola en la casa.
La casa se mantenía quieta y a la espera de que la engañaran. De pronto apartó las sábanas a patadas para sentir el suelo bajo los pies. No se quedaría allí como Pearl White. Después de haber registrado la casa, conseguiría tal vez dormir. Si había alguien, no podría impedir que gritara.
Se puso la bata y las pantuflas. Asida al bolso, se dirigió lentamente a la puerta.
Las piernas le crujían dolorosamente como madera algo hinchada en sus intersticios. Sus movimientos parecían extrañamente sofocados. El calor. Sus pasos estuvieron primero encerrados dentro de las paredes, luego salieron al rellano. Al menos nadie podía esconderse detrás de las puertas. Hacía más frío en la casa sin las puertas, pero ella se sentía más segura; se lo había dicho así al señor Wright cuando este se opuso.
Con el dorso de los dedos fue palpando los rollos arrugados del empapelado. Con la otra mano asió el pomo al final de la barandilla; la pintura estaba helada. Sus pasos sonaban ya abiertos y huecos, pero el calor se agolpaba todavía en torno suyo. La sensación de la luz gris le oprimía la cara en una amenaza constante. ¡Que alguien intentara amenazarla! Adelante, que la lastimaran. Ya los atraparía Dios.
La barandilla soltó un crujido audible bajo su presa. Eso asustaría a cualquier fisgón. Aunque la sangre diluida le discurría más aprisa por los oídos, sonrió amargamente. En el vestíbulo se detuvo a descansar y luego se arrastró hasta la puerta.
La cerradura y los cerrojos estaban echados. Al otro lado de la puerta se oía un perro gimoteante arañar la basura. Cruzó el vestíbulo. La grasa forrada de polvo de la cocina se le fue pegando a las uñas. La puerta trasera tenía echados asimismo la llave y los cerrojos; la llave estaba todavía en la cerradura, exactamente debajo del cerrojo. Se había clavado todas las ventanas que se podía haber abierto.
La mesa de la cocina revoloteó vagamente por entre el gris; los objetos lo hacían a menudo; la gente, rara vez. El revolotear la sobresaltó; de pronto tuvo miedo. Buscó a tientas el cajón de la mesa. Estaba cerrado y con todos los cuchillos dentro. De cualquier manera, la mayoría estaban romos. Casi había cerrado el cajón cuando metió la mano y cogió el cuchillo más afilado. En adelante lo llevaría encima.
En la habitación que daba a la fachada tuvo la impresión de moverse sobre alfombrillas; el gris parecía más espeso.
La presencia de las sillas la intimidó. No había más presencias, se había librado un poco del agobio. Los útiles de chimenea sonaron al comprobarlos. Eran las únicas armas en potencia. La seca ceniza la susurró al desmoronarse junto a su cara. No, también las fotografías. Tenían esquinas agudas. Salió de su posición acuclillada desdoblándose penosamente. Le temblaba la mano cuando agarró la repisa. Arrastrando los pies se llegó junto a la mesa del rincón.
Una de las fotografías había desaparecido.
Era la más grande, la de familia. No se encontraba en la mesa, que el polvo hacía áspera; ni en el suelo, ni en las esquinas del hueco entre las tiras de polvo. La tensión le puso en pie de un golpe; le temblaba todo el cuerpo. Con una de las manos agarró el bolso, con la otra asió el tembloroso cuchillo.
La señora Laird debía de haber movido la foto. En los últimos tiempos había estado entrometiéndose. No le bastaba con leerle los periódicos, tenía que ir al baño continuamente para ver lo mal que estaba la cocina. Si iba a entrometerse mejor que se volviera a la lavandería con su grasiento olor a jabón. Le había estado quitando el polvo a la casa a escondidas, de eso la señora Kelly estaba segura.
O quizá esa profesora metomentodo había quitado la foto…, la que había ido con el escritor. O el señor Wright. Había ido al otro día con la excusa de comprobar si el tendido era seguro. Todos se aprovechaban de ella. Pues que lo hicieran. Dios se ocuparía de ellos. La protegería.
Se daba cuenta, sin embargo, de que ninguno de ellos le habría quitado una sola foto.
El engendro de Cissy había estado allí. Debía de haber acompañado al escritor. No dejaría entrar a más extraños. Todos habían jugado con ella. Serían todos amigos suyos y le habrían ayudado.
Que le aprovechara la foto. A ver si le servía de algo. Ella tenía recuerdos de Cissy…, habían sido una familia feliz. Lo serían otra vez, en el cielo. La misericordia de Dios lo haría posible. Unas zarpas arañaron la ventana, algo le gruñó: el perro. Por mucho que lo intentara no la asustaría.
Subió dificultosamente las escaleras. El bolso le colgaba del codo. La mano que tenía en la barandilla empuñaba aún el cuchillo. Antes de volver a la cama metería el cuchillo en el bolso. El calor gris la amenazaba. Ahogó de nuevo sus pasos al entrar en la habitación.
Pero eso no lo hacía el calor.
Podía fingir ser una presencia, pero eso jamás hacía tales trucos con el sonido. Solamente una presencia real podía hacerlo: la presencia de alguien, de una persona totalmente inmóvil dentro de la habitación, que había estado inmóvil desde que ella despertara, esperándola detrás del gris. Se quedó helada; el pie había tocado algo.
Antes no había estado allí. Se agachó. A su espalda, el calor se inclinó amenazador sobre ella. Le blandió el cuchillo. El objeto del suelo era de cantos agudos, cuadrados, de vidrio. La fotografía… no, un cristal con un asidero de masilla pegado. Sólo podía proceder de la puerta de detrás. Ninguna brisa se lo había delatado.
Había puesto el cristal allí para enterarla de cómo había entrado.
—¿Qué quieres? —preguntó. No permitiría que la asustara.
La voz le llegó de más allá del gris, de junto a la pared. No hizo ningún otro ruido.
—La carta que te escribió mi madre.
Reconoció entonces la voz, su frialdad, la falta de sentimientos. Tenía el mismo sonido cuando le dijo que se iba. La había disimulado cuando fue con el escritor.
—La quieres para recordar a tu madre, ¿no? Para que te recuerde tu nacimiento. Tirata de conseguirla. Vamos, inténtalo.
—Ya lo he hecho.
—Ni siquiera sabes dónde está —dijo sarcástica.
—Estaba en tu bolso.
Era sólo un palo de ciego, un intento de hacer que se traicionara. Tanteaba sin embargo en el bolso, buscaba, revolvía; se le rompió una uña. La carta había desaparecido.
—Quieres tenerla también, ¿no es así, ladrón? —chilló—. Monstruo, demonio. Dios te valga —se arrojó hacia el lugar donde había estado la voz, asestando un golpe con el cuchillo.
Él no se había movido. Sintió ella cómo el cuchillo cortaba el brazo como mantequilla, o a un gusano. Un segundo después le había hecho soltar el cuchillo de un golpe. Supo en seguida que había estado esperando a que lo atacara para tener un pretexto para matarla.
Le oyó poner la radio. Brotó música pop, desapacible y violenta. Para ahogar sus gritos. Pus no iba a ahogarlos tan fácilmente. Abrió la boca para tomar aliento, pero todavía no había producido sonido alguno cuando sintió la música lanzada hacia el rostro y el canto de la radio le destrozó la boca.
Cayó pesadamente. Los labios empezaron a hinchársele en torno al dolor nauseabundo.
La boca ya no parecía una boca; la sentía como piedra rota y herrumbrosa y sabía a lo mismo. No sentía nada más. Oyó la música elevarse alto por el aire, deformada y confusa; luego se precipitó contra ella. Dios me valga, pensó en medio del dolor.
Sabía que la muerte era sólo el principio de lo que le había preparado.
Querido Chris:
Una carta apresurada antes de la recogida.
He averiguado algo del nigromante. Su nombre era John Strong. ¡John Strong! ¿No es increíble? Suena más a luchador, pero he leído algo de su libro en la biblioteca y es realmente muy desagradable, se puede creer cualquier cosa de él. Socorro, no puedo salir de este paréntesis y vivía en el 21 de Amberley Street, justo al lado de Mulgrave. ¿Me telefonearás si vas a verlo para que pueda ir yo también? El miércoles, el día que tendrías que recibir esto, no haré nada.
Me voy corriendo a la oficina de correos. Hasta pronto.
Afectuosamente,
Clare.
Besos.
No había tenido intención de matar a Clare.
El lunes se había dado cuenta de que se estaba metiendo en una trampa. Tenía que irse de Liverpool inmediatamente. Esperar a Clare para ir a la casa de Mulgrave Street o incluso atraerla hacia ella sería sólo una pérdida de tiempo. Debía escapar mientras ella seguía sin hacer nada respecto a él.
Había metido alguna ropa en un saco y había salido apresuradamente a buscar un autobús. Cada minuto le parecía más largo. En los cruces, las luces rojas ocupaban su lugar con un chasquido. El autobús haraganeaba para que subieran los pasajeros. Las uñas habían desgarrado el asiento.
En la estación de Lime Street había descubierto que se había dejado el monedero en el piso. Habría intentado meterse en el tren de Londres con un billete de andén, pero nadie le había dado suelto para la máquina expendedora. La cola del tren se había alejado parsimoniosamente. La mitad del camino de vuelta a casa había sido una empinada cuesta arriba. El pesado calor le había marcado el paso. Le había parecido más insoportable que aquel viaje infinito con el hachís.
Estaba de nuevo en el autobús cuando se dio cuenta de que se había dejado el saco en el piso. Había vuelto corriendo. El calor y la rabia le cosquilleaban por todo el cuerpo. Había algo más que se había olvidado. Había buscado durante media hora y luego, con un gruñido de rabia, se había forzado a marcharse. Caminando por Princess Road, sin embargo, había ido parando la marcha hasta detenerse. No podía irse hasta… No podía irse. Al mirar en dirección a Mulgrave Street, supo por qué. El conocimiento había estado adormilado en su cerebro.
Y lo peor era que ya no se sentía libre…, menos incluso que en su niñez. Había dormido poco aquella noche. Estaba a la espera debajo de la casa; la tierra rebosaba de bebés reptantes. Su abuela debía de haberle contado la historia que el médico le había contado a George; la había olvidado, eso era todo.
El jueves había tenido que salir del piso. Había paseado por los parques. Se había adormecido en los bancos, pero los niños charlaban y parloteaban los pájaros. En Sefton Park la luz del lago le había atacado los ojos como si fuera de alfileres. En Otterspool Park el sendero se sumergía entre los árboles y rebosaba del ruido del tráfico en la calle principal. Había intentado alejarse de Mulgrave Street con el pretexto de darse un paseo. No llevaba más que el monedero y la ropa con que iba, pero eso no importaba: se estaba dando un simple paseo. Pero no podía simular consigo mismo, y cuanto más claro se le había aparecido su propósito, tanto más seguro había estado de que fracasaría. Se estaba dando un simple paseo y el tiempo se le echaba encima como cera espesa, más asfixiante que el calor.
Cuando por último volvió derrotado a casa, le había estado esperando la casera.
—Señor Barrow, creo que alguien ha estado en su piso. No he podido comprobarlo. ¿Ha hecho poner otro cerrojo?
—Sí, es cierto —confundido como estaba había dejado de cerrar la ventana y alguien había entrado. ¿Maggie? ¿La policía?
—Sabe usted perfectamente que tendría que habérmelo pedido. ¿Me hará el favor de comprobar ahora su piso?
Había entrado con él, obstruyendo la puerta cuando intentó dejarla fuera; le había mirado suspicazmente a los ojos… Sin duda buscaba señales de ácido. Habían removido la ropa y manipulado la cama. No se habían llevado nada…, pero alguien había roto el poster. Querían que supiera que habían entrado.
—La señorita Fraser dice que alguien preguntó por usted. Una muchacha bajita y morena. No pasaría mucho del metro cincuenta. Llegó poco antes de que yo oyera al intruso.
—Sí, la conozco. Fue ella la que se metió aquí.
—Dígale, por favor, que aunque sea amiga suya eso es allanamiento de morada. Es mejor por su propio bien que no lo repita. Mañana, por favor, deme una copia de su llave. Y, por el amor de Dios, señor Barrow —dijo desde la puerta—, ordene este piso. Llevo semanas queriendo decírselo.
Lo que quería decir que ella también había entrado. Lo había sospechado. Por eso había comprado el cerrojo. Ya no importaba. El piso había dejado de ser seguro. No estaba a salvo. Por lo visto, Clare debía de estar compinchada con Edmund.
Tenía que cogerles ventaja antes de que lo atraparan. Necesitaba la dirección de Mulgrave Street. Estaba en la carta de su madre. Su abuela se la había mostrado una vez para luego quitársela de delante y no podía recordarla. No se atrevía a dejar que aquello tirara de él hasta la casa. Saber dónde estaba le daría una ventaja. Se había apresurado a comprar un cortador de cristales y masilla. En cuanto supiese dónde estaba la casa, sabría qué hacer.
Pero matar a su abuela lo había vuelto menos libre. En la casa había sentido tirar de él través de las paredes. En ese momento aquella muerte era algo más de lo que huir, reforzaría su búsqueda. De regreso al piso había tratado de dormir, pero las sábanas le resultaban extrañas. Cada vez que rozaba el sueño se había hallado rodeado de tierra que amenazaba con derrumbarse y ahogarlo.
Sus ojos eran guijarros en ascuas. Los ruidos se arrastraban hacia él. La cuchillada superficial en el antebrazo le punzaba debajo del esparadrapo. Le daba la impresión de que no le llegaría la luz del sol. La casera pronto acudiría por la llave. Se preparaba de mala gana a ir a la casa, para descubrir por qué tenía que ir, cuando llegó la carta de Clare.
La miró. Había tratado de sumergirlo en la confusión. Esperaba con eso que se traicionara rehusando ir a la casa. O a lo mejor pensaba que él sería incapaz de seguir actuando en la casa, y entonces Edmund y George estarían prestos a saltar sobre él. Ella estaba segura de que la casa era vital para él. De pronto supo que ella tenía razón. De pronto supo qué tenía que hacer.
Algo de la casa lo tenía atrapado en Liverpool. Debía destruir la casa. Al instante, a la luz del día. Para eso había necesitado las señas, la ventaja. La casa, o lo que quedaba de su influencia desde su niñez, lo había estado confundiendo.
Se puso las ropas viejas para no ir tan llamativo. Cogió de la cocina una caja de cerillas. Podía comprar gasolina de necesitarla. Era una pena dejar toda su ropa, pero podía comprar otra; llevaba el monedero en el bolsillo. Arrojó las llaves sobre la cama. No volvería a necesitarlas.
Cruzó el arcén y se metió por una calle lateral que llevaba a Mulgrave Street.
La mayoría de las ventanas en aquella hilera de casas estaban llenas de tablas o de puertas, como una infección. Unas pocas casas habían aguantado; los ocres estaban fuera. Los árboles iban clavados en las aceras; un bolso en descomposición colgaba de una rama, una llanta de bicicleta pendía de otra. Un trapero pasó a su lado haciendo rodar una carretilla y soltando un grito espeso, quejumbroso, incomprensible. En una de las casas habitadas habían tapado una ventana rota con un cartón. El marco erizado de cristales puntiagudos decía HUEVOS. La carretilla se fue con su traqueteo.
El hombre gritaba a las casas con voz espesa.
Chris salió a Mulgrave Street. Se le abrió un profundo cielo azul; a su alrededor, una maraña de nubes blancas en el horizonte como huesos enroscados. La luz del sol se le apiñó en el cogote; el paisaje se agitó inquieto durante un segundo. Echó una mirada longitudinal a Mulgrave Street y a los cruces de calles en el yermo. St. Joseph’s School se erguía solitaria y cercada de rejas. Un profesor conducía con sus gestos a los niños dentro del edificio. Chris le reconoció la cara.
Era el que le había agarrado aquel día que fue allí con los Actores de la Vale School. Las manos se le engarfiaron. Si tan sólo pudiera atraer a aquel hombre a la casa. Un gato negro de piel andrajosa y enlucida huyó de él tras echarle una furtiva mirada temerosa. No importaba: su rabia liquidaría a Clare si se atrevía a acercarse a la casa. Era culpa de ella si había matado a su abuela. Disfrutaría tomándose la venganza de aquello, como había hecho en aquel perro por la muerte de su gata.
Ninguna de las calles que iban a la escuela era Amberley. Caminó con rumbo a Upper Parliament Street. Los postes de la luz inclinaban los largos cuellos de cemento sobre la calzada; los árboles brotaban de las aceras sembradas de cascotes en las calles arrasadas. Detrás de una valla de hojalata ondulada, una excavadora mecánica rugía y escupía ladrillos. Un camión cargado de palas y picos se hallaba junto a la valla.
El tirón era menos imperioso, demasiado generalizado para localizarlo. Se acercó a una fila de casas. Esa debía de ser, pero no lo era. Un solitario buzón decía CHIFLADO y JODETE. Debía de ser la siguiente hilera…, era la única que quedaba en pie. Pasó de un tropezón de la acera, que estaba agrietada como el hielo, al yermo. El armazón de madera de un sillón aparecía a través del hendido tapizado de plástico.
Las casas no eran Amberley Street. Miró atónito la hojalata que llenaba las ventanas. Detrás de las casas había una muñeca con la boca agrietada y repleta de barro, sentada en una cuna sin ruedas. Más allá vio una casa con la tapia del jardín aún intacta. Fuera había una farola; había hasta un letrero en el muro de la casa. Echó a correr. AMBERLEY STREET. Sus sandalias levantaron el polvo caliente.
Era una casa gris de tres pisos. Las ventanas estaban cubiertas de agujeros y las cortinas de dentro jadeaban con débil anhelo, descoloridas como plantas aplastadas debajo de una piedra. Una de las guillotinas estaba casi cegada por tablas. Tras un cristal se agitaba una cortina. Las ventanitas del ático, cubiertas por cortinas grises, sobresalían del empizarrado.
El jardín delantero estaba muy embutido junto a la casa. Manojos de hierbas y yerbajos brotaban entre el cristal y la pizarra diseminados. Las ventanas del sótano estaban casi enterradas. La parte superior de las guillotinas aparecía hueca sobre la superficie del suelo.
Tres escalones conducían a la puerta principal, la cual era de un marrón mate, en partes chamuscado e hinchado. La solapa del buzón de la puerta colgaba torcida junto al pomo grande y oxidado. Al acercarse, Chris miró los escalones contiguos. Encima de ellos la puerta se exhibía intacta en un marco astillado de ladrillos. Tras de ella, un vestíbulo empapelado con flores conducía a un yermo encascotado.
Agarró el pomo, que tenía el tacto de una piedra cubierta de guijarros y entró en la casa.
El vestíbulo parecía estar tapizado de polvo; la mayor parte de este era luz.
Grandes lamparones húmedos abultaban el empapelado; un tumor preñado sobresalía cubierto de pálidos manchones verdes, como el pan rancio.
Cruzó sigilosamente el vestíbulo. A su derecha, una puerta cerrada daba a la habitación de la ventana casi condenada. Una de las tablas del suelo fue a moverse debajo de él, pero Chris redistribuyó el peso antes de que crujiera. Encima de él, los barrotes de la barandilla se desvanecían en una incolora indistinción. Alguien se movía arriba. Se deslizó por el vestíbulo pegado a la pared, aunque apenas tenía motivos. Estaba en la casa en la que no había por qué temer a nadie.
Encontró una puerta en la pared de debajo de las escaleras. Giró el pomo, que se quejó reacio, y tiró. Era evidente que aquella puerta no se había abierto en mucho tiempo. La madera se salía del marco, el cerrojo húmedo tenía escamas de óxido.
Apoyó un pie en la pared y tiró del pomo con ambas manos. Algo crujió suavemente y el pie se le resbaló en una mancha de moho. Volvió a usar el pie como cuña y tiró.
La cuchillada del brazo le daba punzadas. Sintió un movimiento. Podría ser el pomo soltándose de su encaje.
Descansó. Sabía que debía llegar al sótano. Allí era donde John Strong había empleado su poder contra sus víctimas.
Lo que fuera que había utilizado para controlarlos, lo había guardado seguramente allí abajo, a salvo de ellos. Jamás se habrían atrevido con el sótano. La fuente del poder de John Strong estaba allí.
Chris aplicó ambas manos al pomo. Era oscuro y resbaladizo. Echó los pies contra la pared y haló del pomo hasta que le dolieron los hombros. El dolor le trituraba el brazo. La puerta crujía. Cedía. Se abrió de pronto con un sonoro estallido, echándole una densa vaharada de olor a tierra.
A fuerza de escrutar el interior, distinguió una amplia sala. Rendijas de luz pasaban a través de las ahogadas hendiduras en lo alto de las ventanas y se quedaban varadas y brillantes. No había muebles. Sólo el suelo con su fosforescencia apagada. Parecía un pantano al atardecer.
No quería bajar. Aquello era demasiado igual a algo que él había temido, la oscuridad. Pero tenía que hacerlo. No podía ir a ningún otro sitio. Encendió con torpeza una cerilla y se arriesgó a pisar los escalones de piedra.
Aunque el sótano era grande, se sentía enjaulado. La vacilante oscuridad se movía a su lado. Bajó a la tierra desmoronadiza. Las sandalias resonaron apagadas en los escalones. Se detuvo en el último buscando a tientas otra cerilla. Aquella consumida exhaló un breve silbido en la oscuridad. Penetró en el sótano. Sus pasos se convirtieron en un susurro húmedo.
No había suelo, sino sólo tierra. Se le cerraba sobre las sandalias como unos labios; se exprimía el jugo encima de ellas y le lamía los pies. La oscuridad se le desmoronó encima. No había más que tierra y unas cuantas piedras desparramadas junto a las paredes. Encima se cernía revoloteando el techo, indistinto y enorme; una gota de humedad parpadeó y cayó seguidamente.
La llama se le escurrió por los dedos. Tuvo que permitir entrar la oscuridad antes de poder encender otra cerilla. Dejó caer la cerilla antes de que lo quemara; la tierra silbó al extinguir la llama. La oscuridad se derrumbó en torno a él. Hurgó en la caja y el cajoncito cayó echando todas las cerillas por la tierra húmeda. Mientras los pies se le movían presos del pánico, la tierra pareció agitarse alerta debajo de él. La oscuridad le llenó triunfalmente los ojos y la boca y ahogó su grito. La llenó.
Y no pasó nada. No era una amenaza. Casi ni era oscuridad. Los ojos se le acostumbraron a la luz que se filtraba a través de las hendiduras de las ventanas. La tierra relucía hormigueante de una luz difusa. Lo que necesitaba se hallaba bajo tierra. No había otro lugar donde John Strong pudiera haberlo escondido. Tenía que cavar. Se agachó con las manos prestas, pero la cuchillada del brazo comenzó a pincharlo y se acordó de una cosa.
En el exterior de la casa le hirió los ojos la luz del día. Aumentó su prisa por volver al sótano. Se fue rápidamente a la valla de hojalata donde rugía la excavadora mecánica. No había moros en la costa. Agarró una de las palas del camión y volvió corriendo a la casa.
Casi había alcanzado la casa cuando vio el coche que se metía por Mulgrave Street.
No pintaba nada en aquel sitio, parecía demasiado caro. Trepó a los escombros de cerca de la casa y escuchó. Cuando oyó que el coche se paraba en la esquina de Amberley Street, se escabulló metiéndose en un cuarto de la casa de al lado, la cual había permanecido casi intacta…, sólo una de las cuatro paredes estaba desparramada por el suelo.
Oyó decir a Edmund:
—Es esta.
—¿Es que no podían derribarla? —dijo George—. ¿Tenían que dejar precisamente esta?
Clare no iba con ellos. Chris les oyó acercarse pisando cristales rotos. Iban derechos adentro. Había dejado la puerta abierta. No tenían motivos para dar la vuelta por donde él estaba. Mejor para ellos si no lo hacían. Alzó la pala. Destelló el canto afilado.
Las moscas se apelotonaban junto a él. Las ahuyentó a golpes de pala. El enjambre se alejó y retomó seguidamente. Él no las atraía. Algo que había entre los escombros las atraía. Bajó los ojos.
Huía del lugar del coche estrellado con las manos llenas. Aquel hombre lo perseguía. Se metió corriendo por Mulgrave Street. Oía las pisadas de aquel, que caían como mazazos en una calle lateral. Echó una mirada a las calles laterales en busca de un escondrijo. Con el ruido podrían asomarse los de las casas… Le echó el ojo a una casa aislada, probablemente abandonada. Le dio la vuelta corriendo y arrojó su cargamento a los escombros, y le echó encima algunos trozos de ladrillo. Luego corrió hacia Princess Avenue.
Chris miró los bulliciosos escombros. La emoción brotó en su interior. Que viniera. No debía forcejear mientras sus perseguidores le pudieran oír. Esbozó una lenta sonrisa. Por fin estaba en casa. Lo había estado antes y no se había enterado. Se sentía por fin completamente a salvo, libre y tranquilo. No había lucha en su interior. Pasara lo que pasara, sería bueno para él.
Se apoyó en la pared sonriendo. Había escuchado cómo George y Edmund llegaban a la casa. Quizá, después de todo, Clare no colaboraba con ellos. Esperaba que fuera a la casa por su cuenta mientras él estuviera allí, ya que le gustaba jugar con él. Se le acababa de ocurrir un juego al que le gustaría jugar.
George pensó que seguramente nadie podría vivir allí. En el vestíbulo reinaba un frío húmedo; olía a tierra, a piedra mojada y a papel…, olía como una casa ruinosa que se hunde en un pantano. No había lugar allí para la vida. Se asfixiaría.
—Empezaremos por arriba —dijo Edmund.
Debajo de las escaleras había una puerta. George había supuesto que empezarían por el sótano, pero lo siguió. La escalera era aún más fría que el vestíbulo. Cada escalón soltaba un crujido sonoro y particular. Una tira del empapelado se había desplomado en medio de las escaleras. Pálidos gusanillos se retorcían por la parte de abajo. Algunos estaban pisoteados. George se imaginó subir de noche a ciegas aquellas escaleras.
El primer piso apestaba a orina. Un flexible idéntico a una cola de rata pendía sobre el rellano. George no acertó a ver en la penumbra que la madera del suelo tenía aquí y allá yeso; resbaló…, «el infierno es tenebroso»…, pero Shakespeare, por una vez, no podía resumir la situación. La panza del techo colgaba sudorosa y gris.
Un goteo de forzada luz solar cruzaba la sala. Había una puerta entreabierta. La pared contigua se había resquebrajado y convertido en granos pálidos de goma de mascar. La parte inferior de la puerta estaba cubierta de rastros de orina. Edmund se acercó con mucho tiento y abrió la puerta de un empujón.
Las cortinas estaban echadas y mantenían a raya casi toda la luz. En la habitación había una joven sentada en una cama derruida. George estaba seguro de que era joven, pero el pecho que el bebé tenía en la boca estaba marchito. Los miró con indiferencia.
Cuando George, asustado y espantado, dio unos pasos adelante, la mujer se lanzó hacia la puerta y la cerró de una patada. George vio que tenía las pupilas dilatadas y húmedas, pero sin vida. La oyó arrastrar algo contra la puerta.
—Yonqui —explicó Edmund con un movimiento de cabeza.
A punto estaba George de preguntar qué harían respecto al bebé, cuando se percató de que los vigilaban.
Se giró agarrado a la pared; el yeso caído se movió en su cuna del empapelado. El hombre se encontraba en lo alto de la escalera del desván. El cuerpecito se agachó para mirar a George con un ojo. La otra cuenca era de un rosa brillante. Usaba un impermeable del color de la luz difusa. Faltaba una manga. El brazo desnudo colgaba flojamente casi hasta el suelo. Babeaba. Nada más mirarlo Edmund, el tipo se deshizo en lágrimas y corrió al desván.
—Dios santo —dijo Edmund. George tenía los ojos en el sitio donde había estado el otro. Vislumbró por el rabillo del ojo una luz que se arrastraba detrás de ellos hacia el vestíbulo. La otra puerta del primer piso se estaba abriendo.
En ella se vio a un hombre corpulento. Tenía el babero de su viejo mono repleto de comida pasada. Blandió una barra de hierro encima de la cabeza mientras avanzaba hacia ellos. La cara era lisa y suave como la de un niño, pero los ojos eran los de un hombre acorralado en un rincón y que lo defiende, aunque apenas sabe por qué. A su espalda podía ver George la habitación que defendía. Estaba totalmente vacía a no ser por una pila de periódicos apoyados en la pared.
—Todo está en orden —intentó tranquilizarle Edmund—. Tenemos permiso para mirar.
Él siguió avanzando. George pensó con desprecio que aquella no era manera de manejarlo. Se mantuvo firme.
—Tú, deja eso —le ordenó. Entre los dos podrían manejarlo. Le alegraba tener por fin algo a lo que enfrentarse, algo más sólido que aquella asfixiante atmósfera de depresión.
Pero Edmund le tiraba del brazo.
—Está bien. Déjalo, George. Hablaremos fuera.
De pronto supo George por qué Edmund le había pedido que fuera: no para ayudarle en la investigación, sino para darse valor. Edmund era un cobarde; ni siquiera sabía previamente que alguien vivía allí. George se dejó sacar de la casa.
El otro los siguió a la distancia de la barra, que mantenía alzada encima de la cabeza. Esperó en los escalones de la entrada a que Edmund y George se metieran en el coche, luego se retiró dentro de la casa. George columbró su cara al cerrarse la puerta. Parecía más atrapado que antes.
—Bueno, eso es todo —dijo George.
Edmund meditaba.
—Tal vez no. No miramos bien. Nosotros no podríamos vivir en un lugar así. ¿Pero sabes quién no se sentiría un intruso? Chris Barrow —puso el coche en marcha—. Hay un centro artístico por aquí cerca. Allí sabrán dónde vive.
Todos tenían pareja, menos Ranjit.
—Y ahora —dijo Clare—, tú haces una cosa y yo tengo que copiarla exactamente. —Alrededor de ellos en el salón, los chicos se servían mutuamente de espejos. Ranjit levantó tímidamente la mano derecha; lo mismo hizo Clare. El levantó la pierna derecha; ella también. Él parecía sentirse ridículo y patoso; ella, probablemente también.
Cuando había un niño de más en los ejercicios de precalentamiento, Clare se emparejaba con él. Siempre se trataba del retraído con quien nadie quería jugar. A Clare se le daba bien ayudar a los desparejados porque ella tenía que perder también su timidez. Pero ese día se sentía igual de ridícula. Había estado ridícula, increíblemente ridícula en el piso de Chris.
No se había atrevido a volver para explicarse. Después de cenar había decidido escribirle, pero no se le ocurrían palabras para explicar su comportamiento. La escuela y la aventura la habían agotado. Había hecho pedacitos la carta y garabateado una nota en la que le pedía que la telefoneara. Cuando lo viera podría explicarse.
Ranjit hizo una mueca; ella también, y él se rio. Se iba soltando.
—Ahora me copias tú —nada más despertarse aquella mañana había recordado todo lo que hizo. Casi no podía creer haber sido tan cretina. ¿Qué habría pensado el pobre Chris al encontrarse el piso allanado y el poster roto?
Sonrió animosamente a Ranjit cuando este se unió a los demás. Eran árboles que se morían por la contaminación; su propia idea. La contaminación era el trabajo del trimestre. Contenta de reposar un ratito, los vigiló. Había visto por la noche una persona tapada por una sábana. Al acercarse ella, los pies (o lo que había creído eran los pies) se movieron y salieron disparados de debajo de la sábana, dejando en el extremo de las piernas una mancha que se extendía.
Los chicos improvisaban en grupos, tiraban basura, se daban lecciones. John intentaba desencadenar una pelea en su grupo. Previamente había estado gimoteando. «Se han llevado a su abuela», le había dicho Hilary. Clare se unió al grupo y se puso a echar basura, de manera que John tuviera que gritarle y desfogar parte de sus sentimientos.
Su único deseo era que Chris telefonease y poder decirle lo mucho que lo sentía. Por teléfono, no. Ya fijaría un encuentro. El grupo de Margery improvisó y a continuación lo hizo el de Tommy.
—Los ingleses siempre recogemos los desperdicios —le dijo Tommy a Ranjit.
Sonó un teléfono.
Clare miró con inquietud a Ranjit, el cual replicó:
—Más basura tenéis que recoger.
Sonrió cuando todos los otros rieron. El teléfono había parado. Alguien se acercaba deprisa a la sala. Clare miró la puerta, pero la subdirectora había pasado corriendo ¿Por qué no telefoneaba Chris? ¿Acaso su allanamiento le había hecho sentirse tan vulnerable que ya no confiaba en nadie? ¿Estaría sentado meditabundo en el piso?
Abrió la boca. El grupo de Sandra la vio y se detuvo titubeante.
—No, no pasa nada —dijo aturdida—. Seguid —acababa de percatarse de lo tonta que era.
Chris sabía que ella había sido la intrusa. La chica del caftán se la debía de haber descrito. La carta debía de haber olido a engaño, a truco. Por eso no telefoneaba.
Sandra se había convertido espontáneamente en un desperdicio y rodaba por el suelo. Si Chris no llamaba, tendría que llamar ella e insistir en verlo. No debía pensar que ella trataba de engañarlo. Sandra se hacía notar rodando por entre las piernas de los demás.
—Sandra —dijo Clare—, eso era bueno. No lo estropees. —Deprisa, son las doce, deprisa.
La señora Allen, la subdirectora, estaba en el despacho.
—Claro que puede utilizar el teléfono, querida. ¿Va todo bien?
—Sí, creo que sí —pero Chris no estaba en el centro artístico—. No, hacía días que no iba. Gracias —dijo Clare cortando bruscamente. No tenía mucho tiempo—. Si alguien pregunta por mí, volveré después de comer.
—De acuerdo, ¿va a ver a su novio?
A pesar de todo, Clare se vio sonriendo.
—Sí, así es.
No pudieron encontrar el nombre de Chris en el portero automático. Un cable brotaba de un hueco sin nombre.
—A ver si está arriba —Edmund abrió la puerta un poco más con el codo.
George se tiró impaciente de la manga para descubrir el reloj. Casi la una menos cuarto. Habían tenido que esperar una hora a que alguien llegara al centro artístico. Quería volver al Newsham. Los carteles de la semana siguiente eran esperados aquel miércoles para que pudiera corregirlos. Pero no quería que Edmund se aprovechara de la buena disposición del chico. Lo siguió.
En el primer piso había una puerta entornada. Al mirar en su interior, George vio un poster roto de Bonnie and Clyde.
—Podría ser suyo. Le gustaba esta película.
Edmund se metió dentro.
—Quizá sólo haya salido un momento. Esperaremos.
Se puso a dar vueltas.
—Esto es robado —dio una patada a la señal de PELIGRO—. No entiendo a los de su calaña. Pasan. Son delincuentes —señaló unos pantalones a retazos encima de un montón de ropa—. Muy propio de él. Dios mío, fíjate en esto, ¿podrías vivir así?
Al parecer el desorden lo enfurecía. A George también le disgustaba, pero no tan violentamente; a fin de cuentas, esa forma de vivir era cosa de Chris.
—Por el amor de Dios, si tiene un jodido armario —dijo Edmund—, ¿por qué coño no lo usa?
Tiró de la puerta del armario; algo rodó, algo sonó.
—Apostaría a que está casi vacío. Venga, George, écheme una mano.
—No, prefiero no hacerlo. Deja en paz su armario.
—Este desbarajuste me molesta. Se lo diré cuando lo vea. Es típico de él —pegó un tirón a la puerta; el armario se bamboleó y esta se abrió. Algo rodó por el suelo. Una barra de metal para colgar perchas.
George esperaba que aquello compensara a Edmund por las molestias. Edmund se agachó a mirar en el armario.
—Dios mío —sonó la voz apagada.
El tono de la voz atravesó la madera. George, preocupado, se volvió a ver lo que sacaba. Era una foto con marco. Dos de las caras quedaban borradas por dos estrellas de cristal resquebrajado; entre ellas, sin embargo, aparecía la cara de la madre de Christopher Kelly.
Edmund se puso en cuclillas sobre los pies doblados, como si no sintiera el dolor. Miraba el poster del armario.
—Barrow. Chris Barrow. Dios mío. Si le quitamos la grasa…, sí, tendría que haberlo sabido. Además necesitaba gafas. Es un buen actor, eso se lo concedo. Casi me embauca.
Señaló la fotografía. Hablaba ahora con George.
—Se ve si se mira, ¿no? Aquí, en la cara de ella.
Todavía con la esperanza de no haber entendido a Edmund George empezó a ver a Chris oculto entre los rasgos de la cara femenina, Dios.
—Tengo que llamar a mi mujer —barbotó.
—Ve. Yo me quedo aquí —Edmund hurgaba en un montón de ropa: su creciente ansiedad parecía casi histérica—. Dios mío. Te das cuenta, podríamos haber perdido el tiempo en Mulgrave Street —se estaba riendo.
George tuvo un momento de vértigo en el teléfono creyendo que no tenía cambio. Alice respondió tras un largo tiempo.
—Justo cuando estoy haciendo la comida —lo regañó—. ¿Fuisteis a la casa?
—Fue horrible. Había una chica tratando de alimentar a su bebé. Pero hay algo peor. Hemos descubierto quién mató a mi madre. Fue Chris Barrow, el muchacho que estuvo en casa.
—Oh, George —dijo ella tras una pausa, con una voz que podía expresar tristeza o incredulidad.
—Fue él —el asombro le quebró la voz—. Hemos encontrado una foto que le robó a su abuela.
—Tranquilo, George. Al menos ahora lo cogerán. Vente a casa en seguida, George. Por favor, no te quedes allí.
—Debo ver lo que hace Edmund —ella no parecía entender por qué la había llamado—. ¿Es que no te das cuenta? —gritó—. Sabe dónde vivimos.
—Sí, es cierto. Pero no creo que nos haga daño. Estoy seguro de que no lo haría.
Hubo un largo silencio por parte de ella.
—Hay algo bueno.
—¡Bueno! —gritó furioso—. ¿Qué es lo que es tan bueno?
—Pues se me acaba de ocurrir. Clare estará en la escuela. Ella por lo menos quedará al margen.
Las doce y veinte. Era una pérdida de tiempo estar sentada allí. Clare salió del coche. No se atrevía a entrar en la casa, pero no podía quedarse todo el día esperando a que Chris echara un vistazo al exterior y la viera. Cogió un puñado de grava del arcén y, tras arriesgarse a entrar en el jardín, lo arrojó a su ventana. Le alegró que no hubiera respuesta. Se apresuró a retirarse al coche.
Había otro sitio en el cual podía estar. Condujo hasta un paso en el arcén y dio la vuelta hacia Mulgrave Street. Unos niños jugaban junto a St. Joseph’s. Las pelotas botaban en la piedra con un ruido mayor que el alto ronroneo del coche.
La casa gris de John Strong ofrecía un agudo contraste con el cielo azul. Chris y ella debían de haber pasado a su lado varias veces. Era increíble que no la hubiesen visto.
Bien era cierto que había más casas aislado por el arrasamiento… Dejó a Ringo junto a la casa. Los ecos del motor se difuminaron a lo largo y ancho del yermo. El sol parpadeaba sin fuerza sobre las ventanas condenadas del desván.
Sacó la linterna de emergencia de su hueco debajo del tablero de instrumentos. ¿Estaba habitada la casa? Las cortinas pendían detrás de los cristales puercos o de las tablas. Si Chris no estaba dentro, saldría de inmediato. Menos mal que la puerta estaba entreabierta. La pintura ampollada se le deshizo bajo los dedos cuando empujó la puerta.
La luz del sol desapareció casi nada más entrar en la casa. La penumbra le vino al encuentro. Tropezó con algo. La insalubridad que antes la rodeara no se fue cuando encendió la linterna.
A sus pies, apoyada en la pared, había una barra de hierro. Era estúpido y peligroso. Podría haberle hecho daño a alguien. La sacó y la dejó caer ruidosamente en el canalón junto al coche.
Tanteó su camino por el vestíbulo con la linterna. A no ser por la posibilidad de que la casa estuviera ocupada le habría dado una voz a Chris. Las sombras surgían de los bultos del empapelado; unas manchas verdes relucían. Salieron sombras de las barras de la barandilla, las cuales bajaron ordenadamente por la húmeda pared de encima de las escaleras. Bajo las escaleras, una sombra hizo que se abriera un poco más una puerta.
El sótano. Allí había llevado a sus víctimas John Strong. Estaba oscuro. Chris no se encontraba abajo. Dirigió la linterna más allá del umbral. El yeso desnudo brillaba sobre las amplias paredes. Una pala, una pala nueva estaba clavada en la tierra del suelo. Del mango colgaba por los cordones el monedero con el que Chris le había pagado la comida. Seguramente habría dejado el monedero como señal de que pronto estaría de vuelta. Le esperaría fuera.
Se paró junto a Ringo. ¿Cómo podía Chris haberle dejado una señal si no sabía que iba a ir a la casa? A lo mejor era para George y Edmund. Si estaban allí, debía asegurarse de ver a Chris a solas.
Miró alrededor. Un tipo corpulento con un mono desvaído se alejaba penosamente por el yermo. Los coches pasaban rápidos por las calles desoladas, pero por lo demás no había nadie. Con movimientos débiles pendía de la pared descubierta de una casa desnuda el empapelado. Las ventanas de los sótanos de las calles próximas estaban tapadas por los escombros. La pizarra rota se apiñaba en los escalones de la entrada. El sol dominaba brillante sobre el yermo. Los niños gritaban en el patio de recreo de la escuela. Volvió la vista hacia ellos.
¡Dios! Rodeó con dificultad la casa. Tenía razón, no la había visto. Tendría que esconderse mientras esperaba a Chris. El profesor al que había engañado estaba al cargo del recreo. Pasaría allí la hora de comer.
Examinó las cercanías de la casa. La tierra a su alrededor era una red de surcos de bulldozers. Si alguien vivía en la casa debía de haberse plantado en ella para evitar la demolición. ¿Para qué querría nadie defenderla? Supuso que porque no tendría otro sitio adonde ir.
Los escombros raspaban bajo sus pies. En los restos de una habitación de una casa contigua y sobre un montón de ladrillos se reunían las moscas. Tocó los ladrillos con el pie y luego se retiró. Miró el lateral de la casa de John Strong.
Algunas ruinas se aferraban a él: puntales oxidados que habían soportado una bañera, una fila de tejas encima de estos, un hogar con sombrerete metálico, collages de tiras de papel en la pared. Losas caídas del suelo la rodeaban. A la altura del primer piso una gruesa viga oxidada sobresalía varias yardas. Había cuerda enrollada en torno a la viga. Ladrillos puntiagudos se apilaban sobre ella, encima de la cuerda. Había algo debajo de los ladrillos. Ojos. Una cara. Un gato atado a la viga y muerto a pedradas.
Clare retrocedió. Aquel acechar detrás de la casa era estúpido. La una menos veinticinco. Allí estaba perdiendo el tiempo. Pero tal vez Chris volviera pronto. No le importaba esperar, pero habría querido tener algo que hacer.
Una camioneta de helados iba tocando por las calles laterales, como una gigantesca caja de música oxidada. Aquello la determinó. Estaba a plena luz del día. ¿Por qué se escamoteaba medrosamente mientras podría estar ayudando a Chris? Tal vez pudiera completar la excavación antes de que él volviera y encontrar cualquier indicio acerca de John Strong que él buscara. Ayudarlo le facilitaría hablar luego del allanamiento. Se sujetó la linterna al cinturón por medio de la lengüeta de hierro y se metió en la casa.
Titubeó en lo alto de la escalera del sótano. Las paredes y la tierra se movían cuando las tocaba la linterna. Un frío húmedo le llegó por el aire. La camioneta de helados retumbaba anticuada e imprecisa. Recordaba a un viejo y familiar juguete oxidado por el uso. Vamos allá. Descendió por los escalones. Por lo menos el fango no le estropearía las sandalias; había atravesado sitios peores con los niños. La linterna le daba golpecitos amistosos en el estómago. El fango frío fue a por sus pies desnudos.
El sótano temblaba a su alrededor. Las paredes se adelantaban hacia la luz para retroceder de nuevo. El haz de la linterna sacaba el barro a la luz y lo volvía a dejar caer en las tinieblas. Aquello no servía de nada. La linterna se estaría menos quieta aún mientras cavaba.
¿Dónde apoyarla? La funda de goma era en teoría impermeable, pero no quería arriesgarse con el barro. Podría dejarla en una piedra; las había planas, esparcidas por el barro junto a las paredes. ¿Y qué eran esas piedras? Se metió el monedero de Chris en el bolsillo del vestido; este se le arrebujó junto al pecho. Desprendió la pala del hoyo superficial y se acercó a las piedras.
¿Serían baldosas? ¿Habrían caído de las paredes? No veía ningún hueco del que pudieran haber caído. Las habían pulimentado con esmero. Piedras cuadradas, lisas y grises de unas nueve pulgadas de lado y tal vez un cuarto de pulgada de grueso. Pero por debajo no eran lisas. Se levantaban en las sombras un poquito del barro. Metió la pala por debajo de la más cercana y la puso en pie.
Los primero que le llamó la atención fue la centella que huyó serpeando de la parte inferior de la piedra y se ocultó en la tierra. Un gordo gusano verde-rosa. Una cosa fosforescente de numerosas piernas se metió velozmente detrás de la piedra. Clare sin embargo tenía la vista fija en la cara que había levantado del barro.
La frente ancha y abombada era lisa: ni arrugas ni cejas. El barro supuraba por los ojos hondos y por la boca y los marcaba. Las mejillas eran largas cavidades lisas. La nariz, larga y roma, era totalmente recta. Los labios delgados dibujaban una sonrisa fría y distante.
En cierta forma le parecía a Clare como si la cara intentara fingir que no se la había encontrado en el barro. Volvió la siguiente piedra. La linterna y ella se acercaron más a examinarla. La negra pared se cernía sobre ella.
La piedra mostraba un cuadro. Una mujer arrodillada con la boca abierta. Junto a ella, de pie, un hombre sujetaba un bullicioso puñado de insectos. Una convulsión hizo que Clare retirara la pala. La luz provocó un gesto de la pared. Tras recobrarse, removió la siguiente piedra, desafiándola a que la alborotara. Apareció la misma cara lisa con su delgada sonrisa despectiva.
Algo se movió sobre el barro junto a ella: una sombra. Encaró las rendijas de las ventanas. Quedaba algo todavía: cascotes. Debía de haber sido una nube que pasara delante del sol. Adelante, imbécil.
Cuando hubo terminado de volcar las piedras se sintió un poco mareada. La mayoría representaba hombres, o, más a menudo, mujeres, utilizados para fines diversos, muchas veces por animales. Al volverse acrecentaban el denso olor a tierra de la habitación. Algunos fragmentos de los cuadros regresaban al suelo. Cada pocas piedras volvía a aparecer la cara perfecta y sonriente, como en un juego de manos con cartas.
Aún debajo del fango rezumante el cuidado por los detalles de los relieves era asombroso. Su valor artístico los hacía mucho más turbadores…, eso y el hecho de que parecían no guardar relación con el sexo. Tal cosa habría podido comprender Clare, pero daba la impresión de que el artista había odiado todo lo que, aún de lejos, fuera humano.
Algo asomó por las rendijas de las ventanas. Imbécil, son escombros. El último escalón de los que llevaban al sótano constaba en realidad de dos piedras. Las puso boca arriba. Una mujer arrodillada a la que le incrustaban a martillazos un ladrillo en la boca y la cara sonriente. Se levantó, contenta de haber acabado.
Se había estado doblando demasiado rápidamente y a menudo. La oscuridad se llenó de una luz naranja. Atrapada por el vértigo se fue tambaleando al hoyo que Chris se había puesto a cavar. Cerró los ojos y se apoyó en la pala. Al abrir los ojos vio que las piedras vueltas la cercaban. Tendría que pasar por encima de ellas para salir del sótano y la idea no le gustaba en absoluto.
¿Y por qué demonios no? Sólo eran piedras. John Strong las había esculpido para atemorizar a sus víctimas, pero a ella no la atemorizaban…, únicamente le repugnaban. ¿Y para qué quería ella en ese momento pasar por encima de ellas? Podía hacerlo si quería, pero se suponía que estaba cavando. Tan sólo la una menos diez. Chris volvería en breve. Esperaba que se diera prisa.
Un perro perseguía a la camioneta de helados, la cual continuaba con su música sin hacer caso; trataba el perro de acallarla. Clare sonrió. La luz del día estaba a unas pocas yardas; entre el hoyo y las piedras se astillaba la luz del sol. Colocó la linterna en el borde del hoyo, en el punto más próximo a los escalones y apuntando al lugar donde quería cavar. No quería dejarla en una de las piedras. Mejor para ella si era a prueba de agua y se acabó.
El hoyo le robó algunas pulgadas de altura. Para Chris estaría bien, pero a ella la hacía sentirse como una niña perdida en un enorme cuarto oscuro. Qué tonta. Mientras los laterales del hoyo no se desmoronaran sobre sus queridas sandalias. Por los lados caían los frágiles bordes.
El hoyo tenía varios pies de lado y sería de una hondura de hasta seis pulgadas. La tierra era más dura de lo que el barro hacía esperar. ¿Debería ensanchar el hoyo? Pero tal vez Chris había tenido una razón para cavar en ese punto. Resultaba tan tentador como cualquier otro del sótano.
Cavó. La linterna resplandecía sobre el ir y venir de la pala. El oscuro rectángulo de la puerta quedaba encima de la linterna, sobre las escaleras. Arrojó paladas de tierra a las piedras…, la mayoría de las cuales habían adquirido la vertical cuando las volvió, en lugar de caer de espaldas. John Strong debía de haberlas dispuesto para eso. Cavó con energía. Le enseñaría a Chris. Con demasiada energía; sintió a la vez el agotamiento y la falta de comida…; un calor punzante se le echó encima en medio del helor del sótano. Latía en la tiniebla un pulso naranja. Tuvo que apoyarse en la pala. Después de eso cavó más lentamente. La una menos cinco. Venga, Chris.
La tierra húmeda se removía en la pala. Tenía la esperanza de que no serpenteara, de que no mudara la terrosa piel desmoronadiza. Aquella tierra, sin embargo, aparecía libre de seres reptantes y se mostraba bajo los pies reconfortantemente firme. Sus paladas se hicieron anchas y salpicaron las piedras. Mejor si las iba enterrando. Que las sacara Edmund si las quería. Eran sin duda el tipo de cosas que le interesarían.
Alguien andaba arriba. Alzó los ojos al techo, que se cernía oscuro. Por la parte inferior había movimiento, corría a lo largo en la oscuridad, caía cerca de ella: humedad. Pero había oído a alguien arriba. Sentía la pala que reposaba en la tierra suave y suelta de un lado del hoyo mientras ella escuchaba.
Un bebé. Un bebé que lloraba. No podía ser; en aquella casa, no. Y, sin embargo, el ruido se oía claramente sobre su cabeza. Tenía que ser una gata, desde luego. Cuando el pulso se le hizo menos perentorio, reemprendió la excavación. Por el amor de Dios, ¿es que Chris no iba a llegar nunca?
Arrojó más tierra. La habitación le resultaba menos oscura, pues los ojos se le iban adaptando. Descubrió que habría preferido la oscuridad. Muy lentamente se acumulaba la luz gris sobre las piedras. La imprecisa cara idéntica y sonriente llenaba el sótano observándola desde todos los puntos, observando cómo su propio cavar la hundía más y más en la tierra. Le tiró una palada de tierra a una de las caras. Ten, a tomar por el saco. Su libro la había afectado. No volvería a hacerlo.
La luz difusa se concentró en las paredes, el techo y las desasosegadas gotas de humedad. Convertía la habitación en algo más cercano y difícil de ignorar. Ella era una niñita acostada en la cama rodeada por seis, siete, ocho caras sonrientes, casi tan imprecisas como la oscuridad y que esperaban a que gritara. No lo haría. Les tiró tierra. La siguiente paletada dio con algo.
Miró la superficie iluminada. A lo mejor era sólo una piedra. Apretó cuidadosa y tímidamente con la pala. No quería romper su hallazgo por si valía la pena. No tenía miedo de lo que pudiera salir, no lo tenía. Hundió la pala debajo del objeto. Ya termina. Tiró para arriba.
La tierra, fosforescente a la luz de la linterna, se agrietó… El hueco volvió a llenarse. Alzó la pala derramando la tierra. Se veía en el puñado de tierra de la pala una forma pálida y diminuta. Se veía la calva cabecita blancuzca.
No podía tocarla. Sacudió suavemente la pala para que la tierra descubriera la figura. La tierra se desprendió de la cabeza. Vio a la luz de la linterna la carita perfecta que le sonreía con desprecio. Había sabido desde el mismo momento de darle la vuelta que se trataba de John Strong.
Estaba desnudo. Gris pálido y suave como un bebé. El pene erecto le llegaba más allá del vientre. Yacía sonriendo en su palada de tierra. ¿Habría tenido que enterrar aquel muñeco para conservarse? Clare, ya indiferente, le dio un empujoncito con los dedos. Al darle la vuelta, una babosa se le arrastró por entre las piernas.
Tiró el muñeco. Voló desde la pala y fue a romperse a la linterna. Los miembros de arcilla se disgregaron en el barro. La cabeza sonriente aterrizó del revés. La apartó algo más con la pala. Después alejó la linterna poniéndola más cerca de ella misma.
Pues eso era todo. Si John Strong había dejado allí parte de su poder, ella lo había destruido. De buena se habían librado. Cogió la linterna y dirigió la luz a las caras. En seguida estas, todavía sonrientes, se adelantaron; llenos de sombras la miraron los ojos; las bocas se movían. La luz se apartó de ellas y fue hacia los escalones.
En el vestíbulo, más allá de las escaleras, zumbaba una mosca. Por lo demás, la casa estaba en silencio; la camioneta de helados se había ido. El fresco del sótano se sedimentó sobre Clare. Encima se agitaban las gotas de humedad con destellos apagados y sin terminar de caer.
Pensándolo bien, esperaría fuera. Pronto tendría que volver a la escuela. Si no tenía cuidado cogería un catarro. Ya tenía los pies fríos. Arriba de los escalones se balanceaba interminablemente el marco. Desvió el haz de la linterna hacia el hoyo, para demostrarse que nada reptaba por la pala.
Aparte del muñeco de John Strong había desenterrado algo más.
Era de un gris pálido, una hinchazón en el suelo. Una piedra. Pero tenía el mismísimo color del muñeco. La pala pendía sobre ello. Había visto lo peor y lo había roto. Fuese lo que fuese no podía ser tan malo, aunque podría tener importancia. La protuberancia gris se hinchó, recogiendo la luz y balanceándose débilmente.
Tenía que irse o llegaría tarde a la escuela. Las caras la escudriñaron desde la penumbra; los granos de la oscuridad bullían. Zumbaban las moscas en el vestíbulo, el cual sonaba como si estuviese lleno… Bueno, bien. Se limitaría a echar un rápido vistazo al objeto, sin desenterrarlo. Se puso a raspar la tierra para apartarla.
Era una muñeca. La cara grande, los labios gordezuelos. Clare reconoció la cara por las fotos de la señora Kelly. Dudó. La cara miraba con pánico retenido, atrapado en medio de la luz… Las moscas bordoneaban en el vestíbulo. Clare terminó de descubrir la muñeca.
La mujer estaba embarazada. El vientre se hinchaba entre las manos que se clavaban en el suelo. Eso era todo. No se veía nada más, a no ser un pegote de tierra pegado a la muñeca, y que, sin embargo, impulsó a Clare a mirar más de cerca para asegurarse. No era un pegote. La tierra se había acumulado en un agujero en el vientre de la muñeca. Una boca.
Clare se alzó demasiado rápido. El sótano se meció inestable y naranja en torno suyo. Cerró los ojos y esperó a que el naranja se fuese. Tenía perfecta consciencia de que la muñeca estaba a sus pies. Se convenció, por fin, del poder de John Strong. Seguramente había sido capaz de hacer todo lo que decía que podía hacer. La muñeca preñada la hacía sentir su poder todavía presente.
Siguió con los ojos cerrados. Debía conservar la calma, no huir presa del pánico; podría caerse. El naranja se desvaneció. Recoge la linterna, la pala. El monedero de Chris lo tenía seguro en el bolsillo. El ruido de las moscas la distrajo. Parecía llenarle los oídos.
No estaba en el vestíbulo, sino más cerca. En lo alto de la escalera. El zumbido estaba bajando al sótano. Se dirigía a ella cubierto de moscas para tomarse la venganza de lo que había hecho en el sótano. Le llevó mucho, aún después de enfocar la linterna sobre los escalones, abrir los ojos.
—¡Chris! ¡Qué idiota!
Pobre Chris. Ella había ido a explicarse y a pedir disculpas. Bonita manera de empezar. El caso era que sintió tanto alivio que no había podido contener la exclamación.
—Lo siento, Chris —rio reconfortada—. Ven a ver lo que he encontrado.
Él no se movió. Se quedó con los escalones a medio bajar. El pelo le colgaba lacio por las mejillas; las gafas reflejaban la luz de la linterna. Llevaba puesta ropa vieja para cavar…, la ropa que había visto ella extendida en la cama. Las moscas le rodeaban. Alargó rígidamente un brazo.
—No me vengas ahora con juegos, Chris. Por favor, resulta desagradable aquí abajo. Me tengo que ir dentro de un minuto.
En silencio, con lentitud, bajaba los escalones. Fingía ser John Strong o algún otro. A lo mejor quería realmente asustarla por haber irrumpido en su piso. La larga cara puntiaguda estaba más pálida de lo que ella nunca hubiera visto, absorta, inmóvil.
—¡Chris! —chilló.
Había llegado al último escalón, todavía con el brazo rígidamente extendido hacia ella. Este parecía más pálido que la cara. «No», dijo ella. Bajó el haz hasta el brazo rígido. Lo estaba sujetando con ambas manos. No era suyo ni por asomo.
Era una de esas cosas que vendían en las tiendas de bromas, de goma. Lo había comprado para garantizarle un buen susto. Veía, sin embargo, las moscas. Veía la ropa que llevaba Chris y, por fin, la reconoció.
Vio por fin a Bob, con el hombro sanguinolento apretado contra la puerta. Vio a Chris que lo miraba, la miraba. Vio su cara naranja en la ventanilla. Vio cómo se metía corriendo en el retrovisor, se agachaba junto al estallido de sangre sobre la grava, se levantaba triunfalmente con las manos llenas. No era lo peor lo que había hecho Chris, sino el ver a Chris. Chris.
Dejó los escalones y se acercó a ella tras tirar despreocupadamente su cargamento a un rincón. Al estar sus gafas libres de la luz, veía ella los ojos que la fijaban. Estaban tan muertos como los de un muñeco.
Tenía que quitarse de en medio, pero él se interponía entre los escalones y ella. Tenía que defenderse con la pala, pero era como si ambas estuviesen clavadas en un pantano. ¿Por qué no podía moverse? ¿Por qué no podía levantar la pala?
Porque si lo hacía se desplomaría. La pala la sostenía. Tenía la misma sensación que en el hospital antes de desmayarse.
No debía desmayarse. En ese caso estaría a su merced. A pesar de todo la pala resbalaba y ella se iba a caer de lado. Se venció de espaldas y se tiró por el borde del hoyo. Lo oía a su espalda acercarse quedo por el fango. El ruido que hacía se volvió más quedo, se alejaba de ella, se había perdido a lo lejos y la había dejado sin ningún apoyo, haciendo equilibrios al borde mismo de la oscuridad. Ella cayó.
Chris arrojó su juguete a una esquina. Las moscas lo siguieron. El juego había acabado. Se aproximó a Clare con la cara libre de la luz; la confortable luz gris del sótano se depositó a su alrededor.
Ella sabía lo que le iba a hacer. Ya no intentaba persuadirle, hacerle creer que la conocía. No era más que una que le miraba como solía hacerlo su abuela. Ella abrió la boca como su abuela cuando intentó gritar. El lo evitaría. Tenía el filo agudo de la pala.
Ella se dio la vuelta. Había tirado la pala. Dio un giro en el hoyo y se lanzó hacia el otro lado, como si no pudiera parar. Observó cómo se caía a un lado con el sonido de un chapoteo. A su lado la linterna derramaba luz por el barro.
Se quedó inmóvil. Al mirarla, sintió él su primera emoción desde hacía bastante tiempo. Se iba a divertir. Se lo había puesto más fácil. Se dirigió a ella sin prisas.
Estaba casi junto al hoyo cuando le resbaló el pie. Se deslizó sobre un objeto redondo y como una piedra que estaba al borde. Estaba resbalando hacia el hoyo.
La tierra se abrió ante él y sus labios brillantes se desmoronaron. Vio una muñeca en el fondo. Una mujer con el vientre hinchado del cual salía una boca. Supo al momento que lo representaba a él dentro de su madre.
No podía mantenerse en equilibrio en el borde, y caía encima de la muñeca. Consiguió que el pie izquierdo absorbiera la mayor parte de la fuerza de la caída; el derecho, no obstante, aterrizó en la muñeca. Sintió cómo la muñeca se hundía en el suelo bajo su peso. Y le arrastraba tras ella. Tiraba de él hacia su sueño, quedaría cubierto de tierra. Oyó la tierra que caía detrás de él en el hoyo. Pronto no podría ver la penumbra, sino tan sólo la tierra apelmazada sobre los ojos. Tendría la nariz y la boca llenas de tierra; los oídos tapados con ella. Preso repentinamente del pánico levantó el pie de un tirón y destrozó la muñeca de una patada.
Estaba en el hoyo. La tierra había dejado de caer. Miró los pedazos grises junto a sus pies. Habían sido él y su madre. Había estado bajo tierra; se había hecho pedazos. No alcanzaba a entender el significado de aquello. Bajó los ojos.
La luz de la linterna atrajo finalmente su atención. Clare estaba al lado. Aquello lo confundió más. ¿Qué haría con ella? Los otros (su hermano, la señora Pugh) habían muerto antes de que él hiciera nada. Su abuela había luchado por defenderse y eso le había divertido. Clare, sin embargo, respiraba y se estaba quieta. Eso le desconcertaba.
Esperaría a que se moviera para así poder detenerla. Salió del hoyo y volvió la linterna de forma que iluminaba la cara en el barro y el busto agitado por la respiración. Luego dio unos pasos atrás y se puso a esperar el movimiento.
Esperaba todavía cuando oyó que alguien caminaba por el vestíbulo.
Se volvió hacia los escalones. La luz de una rendija de la ventana le cruzó la cara. Observó el rectángulo gris del vestíbulo. Apareció una figura que intentó ver en el sótano. La figura avanzó hasta el marco y se detuvo arriba de los escalones con la vista puesta en él. Era Alice, la mujer de George Pugh.
El sol le ceñía la cara mientras ella le examinaba. Temblaba e intentaba ocultarlo. Que bajara si quería. No tenía nada en su contra.
Bajó por fin las escaleras como si fuera lo único que podía hacer. Tenía la cara rígida, parecía a punto de romperse y dejarse desbordar por una riada de emociones. Alejaba frenéticamente a las moscas cada vez que se acercaba a ella. Le sorteó por el otro lado del hoyo sin quitarle los ojos de encima, y fue junto a Clare.
Él se volvió a observar. Ella apuntaba a Clare con la linterna. Esta, al respirar, echaba salivilla en el barro junto a la boca. Alice la abofeteó, pero ella no se levantó del barro. Alice se inclinó más e intentó ponerla en pie. Después del esfuerzo la dejó caer y se quedó jadeante.
Nunca lo conseguiría ella sola. Podía ayudarla. Pero al adelantarse, Alice le señaló con la linterna, machacándole la cara con su luz.
—No te acerques —se agazapó junto a Clare como una gata que protege a sus gatitos.
No había hecho nada. No había tocado a Clare y no iba a hacerle daño entonces. Se lo demostraría a Alice.
—Te ayudaré —la voz sonó lejana. Se agachó junto a Clare sin dejar de mirar a Alice.
Ella le alumbró la cara con la linterna. Él sólo veía el resplandor que le lastimaba los ojos. Por último la oyó decir:
—De acuerdo, llévala —parecía cansada e indefensa.
Le siguió con la linterna mientras él levantaba el cuerpecito de Clare y lo llevaba sin esfuerzo hacia los escalones. Le dolía la cuchillada. Al pasar por el hoyo echó tierra con el pie sobre los pedazos grises. Al otro lado del hoyo, una carita gris y vuelta del revés le sonrió desde el barro.
Clare sentía la cabeza rebosante de líquido, un líquido que hacía oleaje. El cuero le quemaba la espalda; el hombro descansaba sobre algo metálico. Se sentía débil por el calor. Su única esperanza era no marearse. Abrió los ojos.
Estaba fuera de la casa sentada dentro de Ringo, en el asiento delantero del acompañante. Vio por el parabrisas a Alice y Chris, de pie en la acera y de espaldas. Al ver a Chris cerró más herméticamente las lunas y echó el seguro a la puerta. Algo, el monedero, le rozó el pecho. Arrojó el monedero entre los escombros y volvió a sellar las ventanillas. Con la precipitación se había rasgado el bolsillo. Luego se derrumbó sobre el cuero caliente. Se sentía débil. Sólo quería descansar.
Alice y Chris no sabían qué hacer. Miraron, sin verla, la caída del monedero. La bicicleta de Alice descansaba en la tapia. Clare oyó la conversación de Chris y Alice a través del cristal.
—Llamé a Clare a la escuela. Quería verla para contarle una cosa. Pensé que sería mejor que se enterara por mí. Ahora ya no importa. Me dijeron que te estaba buscando. Se me ocurrió que probablemente vendría aquí —Clare adivinó que hablaba para no pensar.
Alice se quedó callada. Por fin dijo:
—Chris, ¿vas a venir conmigo?
—¿Dónde? —preguntó sin emoción.
—A la comisaría.
Con una voz totalmente desprovista de vida dijo él:
—Bueno.
Un camión en el que destellaba el sol dejó la valla ondulada. El sol pendía cerca de la casa gris. En ese momento en que estaba al cargo de Chris, Alice no se decidía. Algo se movía al final de Mulgrave Street, en Princess Avenue. Un George diminuto había aparecido por allí.
Se acercaba deprisa a la casa. Edmund, pequeño como un muñeco, apareció a su espalda. Parecía que con sus gestos intentase hacer volver a George. Clare vio a Edmund; Edmund vio a Chris.
Se paró y echó seguidamente a correr. Adelantó a George y fue hacia Clare mientras iba creciendo más y más deprisa. Le vio crecer. Se preguntaba si le vería Chris.
—Mierda, no —dijo Chris. Su voz había recobrado algo de vida.
Alice siguió su mirada.
—No pasa nada, Chris. Yo hablaré con él —gritó. Pero él había cogido la bicicleta y se había montado encima. Se apartó de la tapia de un empujón. La bicicleta pasó tambaleándose junto Clare. Se dio la vuelta para mirarlo, lenta, muy lentamente, con la cabeza firme en cima del cuello. Al llegar a Mulgrave Street, Chris había logrado un equilibrio y pedaleaba.
Edmund se acercó corriendo al coche. Echó una mirada exasperada a Clare y luego a los cascotes. Se le iluminó la cara. Se agachó junto al canalón al lado del coche. Ella oyó el roce del metal. Luego Edmund corrió detrás de Chris. Alice fue tras él gritando «¡No!», pero el otro ya había lanzado la barra de hierro.
Esta golpeó la rueda trasera de la bicicleta y se trabó entre los radios. En su caída la bicicleta arrojó a Chris en medio de la calzada. Las cuatro ruedas del camión le pasaron por encima.
Al llegar junto a Edmund, Alice le abofeteó todo lo fuerte que pudo.
Aplaudieron a su alrededor las casas vacías. El camionero bajó de la cabina con expresión de incredulidad. George se había unido a Alice y Edmund. Les miraba estupefacto. Estaban muy cerca los unos de los otros, pero sin mirarse. George volvió la cabeza cuando en la casa echó a llorar un niño. Luego todos se dirigieron hacia Chris.