MARTES 23 DE SEPTIEMBRE

—Un hombre al teléfono para usted, señorita Frayn.

Otras tres de las niñas de Clare esperaban fuera de la sala de profesores para notar su reacción.

—Gracias, Debbie —vio que columbraban su ansiedad.

¿Por qué había tantas escaleras? Contó los pasos mentalmente, cuarenta y ocho fuertes y huecos golpes sobre la piedra, retrasados por el taconeo más apagado de su paso apresurado por cuatro rellenos. ¿Por qué no podrían tener un teléfono en la sala de profesores? El patio de recreo la deslumbró.

—John y Trevor se están peleando, señorita Frayn —gritó Lynn.

—Será mejor que lo hayan dejado cuando vuelva —pasó veloz por entre chillidos de alegría, pelotas de fútbol lanzadas, danzas de mayo improvisadas y espectadores taciturnos, pero sus niños se le acercaban de varias partes.

—Tome un caramelo, señorita Frayn.

—Oh, gracias, Susie —se echó el dulce a la boca y mientras casi corría (¿era Susie o Yvonne?) se lo tragó entero. Oh, no, gimió. El caramelo le abultó la garganta cuando trató de hacerlo subir; parecía gigantesco. Lo único que podía hacer era correr escaleras arriba. El caramelo se deslizó hasta el pecho, se quedó inmóvil y dolorosamente duro unos momentos, para deslizarse más abajo, donde no podía molestar. Entró tropezando en la oficina, dio las gracias sin aliento a la subdirectora y levantó el auricular con cariño. Pero no era Chris, sino George.

—Te he reservado una proyección. El mes que viene, la mañana del viernes veinticuatro. «The Amazing Mr. Blunden».

—Maravilloso. Gracias, George. Los niños estarán encantados —ojalá ella se sintiera más encantada—. ¿Has visto a Edmund últimamente? —dijo por decir algo.

—Ha estado en contacto conmigo.

—Tuvimos una discusión. De todas formas, creo que Chris y yo hemos hecho todo lo que hemos podido por colaborar. El domingo fuimos a buscar la casa del mago. La verdad es que fue un poco estúpido de nuestra parte.

—¿No la encontrasteis? Nosotros, sí, casi.

—¿Qué dices?

—Pues que se nos pasó algo. Ted se dio cuenta el domingo. La señora Kelly le dijo al doctor Miller el nombre del mago cuando llevó el niño a que lo viera. Fui ayer a preguntárselo y no le importó decírmelo. El nombre del mago era John Strong. ¡John Strong! —repitió incrédulo—. Ted busca su dirección en la biblioteca de Historia Local. Yo que tú, amiga mía, me echaría ahora a un lado. Nos ocuparemos de ello.

Se fue a su clase y no a la sala de profesores, para meditar. Ya estaban las paredes menos desnudas: historias y dibujos iban acumulándose. John Strong podría ser un motivo para dar un telefonazo a Chris.

Una clase parlanchina se apretujó para entrar y luego se tranquilizó. Yvonne lo vestía con menos arreglo que Susie Lo; Susie se arreglaba el pelo. Así que había una manera de distinguirlas: bien. Debbie y sus amigas lanzaron miradas interrogantes a Clare. John Strong. Debía de ser un nombre falso. No serviría para nada.

Hubo que esperar a que se sosegaran de nuevo cuando les anunció la película de George.

—Y ahora vamos a hacer divisiones —dijo. Ellos gimieron. Tampoco ella, a su edad, había entendido la división…, de la aritmética era lo más difícil de entender; se lo tenía que recordar continuamente. Los pobres pronto se verían cara a cara con una y larga. «John Strong» no sonaba a mago, ¿pero a qué suena un mago? No habría querido ser insignificante para todos menos para sus víctimas.

David, Trevor y Margery no habían entendido lo que llevaba explicado. Volvió a comenzar. Trevor y Margery eran por lo menos buenos lectores. Empezaba a conocer a la clase; había hecho una prueba de su capacidad de lectura y fijado un esquema de lecturas para cada uno. John y Mark se esforzaban. Sandra y Ranjit propendían a sentarse aparte y aburrirse y había que animarlos a trabajar en grupos. La mitad de ellos procedían de familias inestables.

Quería ponerse en contacto con Chris; quería saber por qué el domingo se había marchado tan de repente. ¿Se habría ofendido porque ella disculpó a Kelly? Era tan imprevisible. Recordó cómo cambiaron sus sentimientos por la gata. ¿Le habrían recordado sus disculpas lo que Kelly había hecho con su gata? Seguro que ya no se sentía dolorido. Podría llamarle con la excusa del GTT, pero no había parecido muy interesado cuando se lo mencionó. Sabía que le interesaba lo de la casa de John Strong. Los niños forcejeaban con la división, las lenguas apretadas entre los dientes los lápices al sesgo. No debía perder de vista a Chris.

Al terminar la tarde dijo Debbie:

—¿Habló con ese hombre, señorita Frayn?

—Sí. Debbie, sí —su propia sonrisa la pilló de sorpresa, lo que la hizo más ancha.

Cuando llegó a Ringo sabía dónde iría. Condujo hacia el centro. Nubecillas blancas y bajas se desparramaban por el cielo azul como conchas trabajadas. En el centro, los coches de regreso al hogar comenzaban a entorpecerse; por fin un conductor permitió a Clare colocarse entre sus filas. Aparcó junto a las columnas del pórtico Corintio del museo. Pasadas otras columnas y un semicírculo que partía de la rotonda de la Sala de Lectura Picton, se apresuró a entrar por la puerta de la biblioteca.

—El número —dijo un hombre uniformado desde detrás de un mostrador.

Le presentó un rectángulo de cartón.

—Gracias —dijo ella. Había dado ya varios pasos cuando él dijo:

—El bolso.

—¿Perdone?

—El bolso. No puede llevarlo consigo.

—Ah, ya. De acuerdo —a cambio del bolso le dio una etiqueta de plástico provista de un ruidoso anillo de metal, pero no quiso que le devolviera el número de cartón. Al fin libre, puso pies en polvorosa. Un cartel la envió al quinto piso a por la Historia Local. Un joven de pelo largo salía de un ascensor. Ella se deslizó por la puerta que se cerraba. La caja verde y metálica, a la que su sola presencia hacía parecer rebosante, subió crujiendo hasta el quinto piso.

La biblioteca de Historia Local era una habitación larga llena de mesas. Entraba la luz a raudales por las claraboyas del techo. Una treintañera sonriente se acercó en seguida al mostrador.

—Intento encontrar unas señas de hace unos veinte años. El nombre es John Strong. Probablemente sea de Mulgrave Street.

—Cielo Santo. ¿Es que hay un redescubrimiento de John Strong?

—No creo —dijo Clare confusa.

—Qué extraño. Es usted la segunda que pide hoy sus señas. No tardo nada —regresó con un volumen encuadernado del censo de votantes y encontró rápidamente la página—. John Strong. Amberley Street, veintiuno. Eso está justamente junto a Mulgrave Street, o estaba. Me sorprendería que estuviese aún en pie. ¿Investiga usted también acerca de su libro?

—Así es —se dio cuenta al instante de qué iba la cosa; si Edmund había leído ese libro, fuera lo que fuera, ella también lo haría—. ¿Tienen un ejemplar aquí?

—Abajo, en la Picton, hay uno. No está en la sección de préstamo, pero si lo pide se lo darán —garabateó algo en un papel—. Rellene uno de sus impresos con estos detalles y lo tendrá al minuto.

133.0924. Strong. Vislumbres del Poder absoluto.

—Sabe, venía aquí a menudo —dijo la bibliotecaria.

—¿Qué pinta tenía? —dijo Clara ansiosa.

—Pues yo no estaba aquí. El señor Carrick tiene hoy día libre; él sí estaba entonces. Si vuelve a pasarse podría preguntarle lo que él recuerda, si le interesa.

—Sí, a lo mejor. ¿Y sabe usted algo de eso?

—Bien…, hay un problema, que no hay ninguna fotografía suya en el libro y, aunque parezca tonto decirlo, decían que tenía una cara horriblemente hermosa. Como si alguien le hubiera puesto ojos a una estatua. El señor Carrick dice que tenía las facciones más perfectas que ha visto nunca y que parecía que no envejecía. Por supuesto que de hecho envejecía; notaron que perdía vitalidad las últimas veces que vino. Pero eso de que fuera horriblemente hermoso…; algunos de los empleados no podían soportar el mirarlo, de verdad, no soportaban estar solos en el mostrador cuando él estaba dentro, ni siquiera en un día como este. Una chica decía que verlo a la luz del día era peor. Como si hubieran obligado a una estatua a ir por ahí y a fingir que estaba viva. Sin embargo, tenía la ropa hecha casi harapos, como si eso no importara. Ojalá hubiera una fotografía, ¿no cree?

Un hombre pasó al otro lado de la ventana. En el quinto piso…, era un obrero con mono sobre un andamio.

—Le diré lo que me dijo el señor Carrick. John Strong hablaba siempre con uno en el mostrador, a no ser que escapara. Era sólo basura…, nadie podía entenderle. Como su libro. Pero al señor Carrick le daba la impresión de que las palabras no importaban; era la manera de decirlas, el sonido de su voz, las cadencias. Como una canción latente debajo de las palabras. Me acuerdo que decía que le recordaba a la música que tocan los encantadores de serpientes. Él procuraba librarse de John Strong cuanto antes y ahuyentar a cualquiera que estuviera escuchándolo. A veces, John Strong hablaba con algún lector de la biblioteca y este se iba con él. Supongo que serían amigos suyos, ¿no?

A Clare, no demasiado serena, sólo se le ocurrió que aquello parecía aún menos propio de un John Strong. Volvió corriendo a llamar al ascensor. Un sujeto nervudo salió de él.

—Montacargas para libros —soltó.

—¿Cómo?

—Montacargas para libros —golpeó con los nudillos las palabras escritas en la puerta: MONTACARGAS. SOLO LIBROS.

No llevaba ningún libro. A pesar de todo utilizó las escaleras de piedra verde con motas de un verde más oscuro y blancas, como un cuadro puntillista. La Sala de lectura Picton estaba dos pisos más abajo; en lo alto de la cúpula, por una ventana redonda, la luz se derramaba cegadora sobre el borde de piedra. Clare encontró un taco de impresos entre los catálogos que cercaban la curva. Una chica en el mostrador entregó el impreso rellenado por Clare a otra más joven, la cual se fue a sacar el libro dándole vueltas a una llave.

—Yo en su lugar estaría alerta —dijo a su lado un hombre invisible.

Le llevó un rato localizarle; le susurraba a una bibliotecaria joven, al otro lado del diámetro, a unos cien pies. La cúpula estaba llena de ilusiones acústicas. Entregó el número al recibir el libro y caminó con él debajo de la cúpula; el eco de sus pasos en la alfombra verde resonó distante, como un corazón.

Abrió el libro en una de las mesas. El clac de las tapas voló alto por la cúpula; los lectores levantaron la vista con reproche…, algunos casi no hacían otra cosa, se enfurecían con el pitido de un teléfono, el golpeteo de los pasos en los andamios de hierro que rodeaban la cúpula, llenos de estantes. Tendrían que ir a sentarse a otra parte, pensó Clare.

El mismo John Strong había publicado el libro. En la mitad de las páginas las líneas iban en diagonal; de tan gruesa, la tinta parecía pintura. Las pes, las des y otras estaban tapadas por la tinta, como si la impresión se convirtiera en ganchillo. El papel gris estaba lleno de astillas. El libro había sido un grueso panfleto más tarde encuadernado por la biblioteca. Vislumbres del poder absoluto, escrito y publicado por John Strong. Clare volvió la página.

«He emprendido este trabajo al final de mi vida, pues no formaba parte de mis proyectos. El hombre verdaderamente grande confía su sabiduría a un único discípulo y compañero; no la publica y la abandona a las zarpas de la masa».

«Pero el hombre verdaderamente grande está siempre acosado. A lo mejor la masa publicará una mezquina victoria sobre mí al haberme arrebatado mi discípulo; aunque habrá de ocurrir que mi poder haga nulo ese robo. Daré, sin embargo, a la escritura mis conocimientos, con la certeza de que únicamente se dirigen a aquel que osará probarlos. Quizá entre la masa que hojee estas páginas, me lea alguien que, vislumbrando vagamente mi camino, se apreste a seguirme».

«Mi edad cubre muchas generaciones. La garrula incredulidad de mis espectadores no puede acallar esa sencilla verdad. Nada diré de mi nacimiento. ¿Acaso rememora el hombre con agrado los monos cubiertos de estiércol que fueron sus antepasados?»

¡Dios! ¿Y era todo así? Volvió las páginas impaciente. Y pensar que había escrito esto en la década de 1950. Increíble. «La habilidad artística le es dada con presteza al hombre cuya meta es el poder absoluto». El dedo volaba por encima de términos esotéricos. La auténtica relación de todas las cosas del universo… Eso la interesó, pero por la lectura del contexto parecía palabrería. «A veces, en el curso de su evolución, el universo crea una mente que aprehende y manipula su unidad; tal mente es la mía». Clare chasqueó la lengua y la cúpula dijo: tut, tut, tut. Algunas páginas más adelante, su vista se prendió en lo que parecía una narración.

«Una vez, por capricho, permití a unos pocos enfrentarse a mi poder. Me mostré ante ellos con el cuerpo compacto y tieso como una maza y los desafié a que me movieran. Algunos apartaron medrosamente los ojos y se arrugaron cuando les di permiso para tocarme. Pero al final habían todos empleado sus fuerzas contra mí, contra ellos mismos y contra los otros, y sucumbieron agotados, mientras yo, riendo, continuaba inmóvil. Algunos parecían abatidos y se vieron quizá como yo los había visto, revolcándose por el suelo con el ansia de complacerme. Todos me comprendieron cuando les hablé de la vara de mi poder».

Así que de eso se trataba; qué cosa. Clare no veía de qué forma sus fantasías (seguro que no eran otra cosa) se relacionaban con Christopher Kelly. No había nada de terrorífico; el libro era tan sólo pesado y repugnante. Una tos, seca como un puñetazo, retumbó en la bóveda.

«Antes de apagar la vida que portaba…»

La metáfora llamó la atención a Clare; se volvió. Crujió el papel, ruidosa y secamente, como un insecto. Crujieron los ecos al intentar silenciarlos. Crujió.

«Antes de apagar la vida que portaba, se me antojó verla bailar. De verdad que incluso sus compañeros debieron divertirse, a modo de patanes. Con ese vientre hinchado era lo más parecido a un forúnculo que se lanzara a bailar un vals».

Para librarse del libro, Clare miró a su alrededor. La biblioteca parecía lejana y preternaturalmente brillante; no le proporcionaba ninguna clase de apoyo. Cerca de ella flotaban los susurros. Una tos aplaudió como unas manos. Los ruidos, insistentes y de una nitidez insoportable, la irritaban como si tuviera fiebre. Si lo que acababa de leer era sólo una fantasía, se la había contagiado a otros; el doctor Miller se lo había contado a George. Por lo visto el tipo había tenido el poder de imponer a los demás sus indecencias. Con una mirada cuidadosa fue pasando las páginas. Estas se agitaban duras y crujían. Sólo investigaba alusiones a Kelly, pero las metáforas surgían del estilo amazacotado como burbujas de un pantano y arrastraban su mirada.

«Al principio apretó los labios, se atragantó y sollozó. Poco después hacía una imitación perfecta de la muñeca y disfrutaba del dulce como si hubiera estado drogado.

»Una de sus compañeras gimoteaba y me observaba con miedo, sabedora de que su reacción la había señalado como la próxima».

Las palabras se pegaban agresivamente a ella, como el calor de la fiebre. Fue a ver la página anterior para conocer de qué iba el párrafo; le dio un escalofrío y siguió pasando. El hierro resonaba, los pasos golpeaban apagados, silbaban los susurros.

«Ella sabía, sin embargo, que nada, ni siquiera la muerte, podía eximirla de la promesa».

Clare se sobresaltó. Volvió a la mortecina habitación naranja. La señora Kelly decía casi las mismas palabras. El corazón le retumbó en los oídos, aislados ya de los ecos. Termina de una vez. Leyó.

«… eximirla de la promesa. Sabía que en caso de quitarse la vida, sentiría por debajo del retirarse de su espíritu el movimiento del niño prometido en su interior, listo para hacer trampa a su trampa y abrirse camino hacia mí». Clare miró enfrente suyo. La brillante luz del sol y los ecos. Vio a la mujer moribunda en la cueva, sintió su terror sobrecogedor mientras recordaba las palabras de John Strong. En un mundo en el que un hombre podía creer estar alcanzando tal horror, todo era posible. Vio a la mujer mirarse a sí misma con una débil e indefensa incredulidad.

Empujó bruscamente la silla. Toda una suite retumbó bajo la cúpula. Con rápidas zancadas, que llenaron la cúpula de pasos, cruzó la alfombra y tiró el libro en el mostrador.

—Tendrían que quemar eso —dijo. Tuvo, ya en las escaleras verdes, que cerrar un rato los ojos, pues los lunares de color se arrastraban sobre la piedra.

El portero le devolvió el bolso a cambio de la lengüeta de plástico, pero había dejado el número en la Picton.

—No puede irse sin entregar su número.

—Mire cómo lo hago —se paró al llegar junto a Ringo y apoyó una mano en la capota caliente. ¿Debía abandonar la busca? No quería saber más de John Strong. Pero, pensándolo bien, sus palabras eran él. La casa era sólo el sitio donde vivió; no era como si estuviese encantada; había muerto en la cama. Además, era un pretexto para ver a Chris. Mema, pensó. No había razones para tener miedo de la casa. A fin de cuentas, estaría con Chris.

En el Centro artístico Clare encontró a la actriz que había querido que se la invitara a casa de Chris. Hacía un monstruo verde de colmillos grandes y el tamaño de un hombre. Al ver a Clare, sus ojos la ignoraron. Sus pasos sobre las tablas del suelo eran fuertes y las reclamaban para sí como escenario.

No, Chris no había ido aquel día. No, no sabía dónde estaba. Sí, sabía sus señas. Clare tuvo que preguntárselas para que las soltara.

Clare condujo por Mulgrave Street. No valía la pena guardar resentimiento. La chica había sentido celos, nada más. Clare y los niños podrían haber hecho un monstruo mejor. Al llegar a Princess Avenue se dio cuenta de que había pasado de largo la casa de John Strong, si es que aún estaba en pie. No importaba, lo reservaría para cuando fuera con Chris.

Se metió por un hueco en el arcén y aparcó en North Hill Street, al final del callejón detrás de Princess Road. Las lámparas encima de la carretera eran en la noche garfios tristes. Más allá de las filas de árboles Cristo parecía avejentado.

Chris vivía en una de esas casas georgianas de tres pisos. El césped de la fachada era desigual; trozos de ladrillo aplastaban la hierba. Una chica con un caftán salía de la casa cuando Clare llegó.

—¿El rubio? No creo que esté. Primer piso a la izquierda, si está —Clare buscó el interruptor del timbre que no estaba en su soporte de plástico.

Junto al teléfono de monedas de la pared del vestíbulo habían clavado un enorme anuncio de una casa de taxis…, sin duda amigos de la casera. Un pedazo membranoso de una gruesa moqueta verde bajaba desde la mitad dé las escaleras. Cuando los pies de Clare lo dejaron, golpearon madera. Por lo demás la casa estaba en silencio.

Llamó a la puerta de Chris. Llamó otra vez. En el rellano había un tocador con uno de los cajones salidos y astillado como el ataúd en esa película televisada que no había podido apagar a tiempo.

Podía apenas verse en el espejo ovalado cómo forcejeaba débilmente bajo la mugre. Al llamar ella, algo se movió en la habitación…, sólo el fantasma de la llamada. Por fin, desanimada, bajó las escaleras. Bien, lo había intentado.

Limpiaba la ventanilla derecha de Ringo cuando levantó los ojos y vio el umbral del callejón.

El umbral del patio trasero de la casa que daba al callejón estaba vacío. La puerta, podrida y hecha pedazos, yacía a un lado. La mirada de Clare fue del umbral a la escalera de incendios que trepaba por la parte de detrás de la casa hasta la ventana de Chris. Volvió a meter las llaves en el bolso y corrió al callejón. Se paró junto al umbral, al lado de una multitud de obesas bolsas de basura. En realidad no iba a hacerlo; era una tontería. Pero sólo quería mirar por la ventana. E imagina que te pillan con las manos en la masa. En ese caso Chris tendría que rescatarla, decirles quién era. Imbecilidades románticas. Lo único que quería era ver el piso. Le agradaba que él no hubiera intentado atraerla allí; formaba parte de su atractivo. Pero en ese momento quería ver. Recordó cómo la había mirado la actriz. Entró de inmediato en el patio.

Estaba lleno de cubos de basura rebosantes de desperdicios; resbaló con un resto de pescado y casi se la da contra los cubos. El calor de la noche la anegaba, golpeándola. Tenía que tener cuidado, aunque estaba segura de que la casa estaba vacía. Las ventanas desiertas amenazaron con poblarse mientras ella se llegaba cautelosamente a la escalera de incendios.

Subió de puntillas. El hierro crujió. El suelo desapareció entre el revoltijo. Por lo menos la única ventana a la que se asomaría era la de Chris. Los ladrillos de la casa descendían escalonadamente cerca de su cara. Llegó a la ventana de Chris y se quedó con la boca abierta.

Había pensado que era por cortesía por lo que él había insinuado que su piso estaba más desaseado que el de ella. Parecía una boutique saqueada. La ropa se amontonaba en el suelo; un tazón volcado había dejado gotear el café sobre las maderas del suelo; un trozo de periódico asomaba de debajo de la ropa; unos rollos de alfombrilla se desenrollaban junto a las paredes. Oh, Chris, pensó. Sí que necesitaba que lo cuidasen. ¡Hombres!

HALLADA MUTILADA. Era lo único del periódico que podía leer. Frunció el ceño mientras esforzaba la vista y se agarraba al alféizar por el hueco de debajo de la guillotina. El periódico amarilleaba. ¿Por qué lo había guardado? ¿Qué decía?

Lo meditaba cuando se dio cuenta de a qué se sujetaba. La ventana estaba entreabierta. Miró rápidamente alrededor. En el patio relucían los cubos de basura enfrente de ella y por encima del patio las ventanas estaban vacías. Sólo quería saber lo que decía el periódico. A Chris no le importaría; sólo que nunca había tenido la oportunidad de invitarla. Levantó la guillotina y se alzó por encima del alféizar.

GATA HALLADA MUTILADA. Tendría que haberlo sabido. No era extraño que lo hubiera molestado. Pues sí le dolía lo de su gata. Había intentado ocultarlo. Pero lo de conservar el periódico era enfermizo. Necesitaba una nueva compañera, pensó, alguien en quien pudiera confiar.

Echó un vistazo a la amplia habitación. Vaya lío. Una pila de discos junto a un viejo plato se había desplomado y los discos salido de las fundas. Varios periódicos amarillentos reposaban bajo la ventana de la fachada al lado de una señal de PELIGRO robada. La cama (no pudo contener una risa nerviosa), las sábanas parecían una conejera de la que Chris tuviera que salir arrastrándose por las mañanas, un túnel hacia la oscuridad.

Amordazó las risitas con la mano. Estaba segura de haber oído abrirse una puerta abajo. Se representó a una persona en el vestíbulo que miraba en la dirección de la risita que había oído. Por la nariz, que tenía sujeta con la mano, salió un doloroso estornudo. Silencio. A lo mejor estaban cerrando la puerta sigilosamente para engañarla. Una vez tranquila se destapó la cara y vio lo que había mirado durante varios minutos: A los pies de la cama había un jersey y unos pantalones grises cuidadosamente puestos. Arrugó el ceño. Había visto a Chris con ellos. ¿Mientras actuaba? No, esos habían sido los de retazos. Debía de estar equivocada. Pero tenían un aspecto extraño, dejados con tanto cuidado en medio de la ropa desperdigada.

Ahogó una risita. Probablemente los usaría en casa para estar cómodo; por eso los atesoraba. Muy masculino.

Estaba claro para ella que el armario y las dos butacas venían incluidos en el piso; todo el lugar tenía aire de ser de segunda mano. Las flores verdes del empapelado no tenían nada que ver con Chris. Un cartel anunciador de Bonnie and Clyde estaba pegado con celofán en una de las puertas del armario. ¿No guardaba nada en el armario? Había una segunda cerradura en la puerta y una cadena. Aunque se había olido su vulnerabilidad, no se había dado cuenta de que se sintiera tan inseguro.

Detrás de un tabique estaba la parte de la cocina. Lo primero que vio fue el plato de la gata hecho pedazos contra la pared. Se imaginaba su rabia contenida. Si por lo menos no hubiese escondido sus sentimientos ella nunca le habría hecho daño. Con el tiempo tal vez la dejaría penetrar en sus sentimientos. En la mesa, una ensalada rancia en y alrededor de un plato roto. Miró la cocina.

Oh, Chris. Arrugó la nariz. Era el más incapaz de cuantos hombres había conocido. ¿Cómo podía soportarlo él? Pues ella no podía. Necesitaba que lo cuidaran y ella iba a comenzar en ese instante. La cocina, por su aspecto, requeriría una jornada de trabajo, pero al menos podía recoger algo.

Cogió la ropa y la puso encima de la cama, aplastando la conejera de las sábanas. Mientras manipulaba los pantalones a retazos sintió una punzada de celos. A lo mejor ella no podría haberlos hecho, pero se preguntaba hasta qué punto la chica que vivió con él lo había cuidado bien. Tal vez demasiado bien. Bueno, a lo mejor la impresión de encontrarse el piso arreglado le hacía mejorar. Se echó algo de ropa al brazo y se acercó al armario.

La puerta no se movía. Tiró de ella; las patas rechonchas del armario percutieron en el suelo. Dentro rodó algo, pero la puerta seguía firme. Volvió a dejar la ropa en la cama y tiró con las dos manos. El armario se inclinó hacia delante y tuvo que dejarlo caer con un golpe seco. Su contenido rodó y dio contra la parte trasera. Puso una mano en el poster y con la otra giró el pomo. La madera hinchada continuó impertérrita en su armazón; la mano, en cambio, se le resbaló en el poster y desgarró la cara de Clyde Barrow.

Oh, no, pensó Clare. ¿Dónde estaría el cello? ¿Podría pegarlo por el dorso? Miraba a su alrededor cuando oyó dar un portazo abajo.

—¿Señor Barrow? —una mujer corría escaleras arriba—. Señor Barrow, ¿es usted? —el rellano tronó; una llave forcejeó con la cerradura. Clare se obligó a moverse, a saltar por el alféizar, a cerrar de un golpe la guillotina y bajar la ruidosa escalera de incendios, a volar por entre los cubos de basura, hasta llegar al callejón y salir de él. No se atrevió a echar un último vistazo a la ventana.

Conduciendo hacia su casa por calles laterales ocupadas por filas de edificios, lanzada en un principio durante unos pocos cientos de yardas y luego lentamente, se sintió mareada. Muchachos gritones corrían por las calles. Pobrecito Chris. Al día siguiente le buscaría un poster. A mitad de camino tuvo que parar el coche, porque le entró la risa. Se le ocurrió pensar en lo que haría él cuando viera lo que le había pasado a su piso.