DOMINGO 21 DE SEPTIEMBRE

—¿Sabes? —dijo Clare—. No tengo ni la menor idea de lo que buscamos.

—Puede que no lo sepamos hasta no encontrarlo —dijo Chris.

—No creo que haya nada que encontrar —paró el coche junto a St. Joseph’s y observó Mulgrave Street—. Había menos casas que dos semanas antes. Si vivió aquí, a estas alturas ya habrán demolido su casa. E incluso si está aún en pie… Oh, yo qué sé. Creí que podríamos percibir cuál de ellas es, pero era una idea idiota. Aun si la encontramos, ¿de qué serviría?

—Sí, parece inútil. ¿Pero qué otra cosa podemos hacer? Pasemos otra vez, ¿de acuerdo?

Condujo lentamente por Mulgrave Street, en la otra dirección. En el yermo se erguían hileras de casas y fragmentos de estas hileras; aquí y allá una casa solitaria rodeada de escombros y tierra. Una valla de hojalata ondulada cercaba cientos de yardas en dirección a Upper Parliament Street. Algunas calles perpendiculares cruzaban Mulgrave Street, aún brotaban árboles en sus aceras, con las hojas revestidas de humo. El cielo vespertino de encima del yermo era de un azul profundo, despejado a no ser por la luna menguante, que era como la última raya de tiza en una pizarra. En uno de los cruces desolados, dos aprendices de conductores se ofrecían tímidamente el traqueteo de sus coches. Clare detuvo a Ringo en Upper Parliament Street.

—¿Damos por terminada la jornada?

—Mejor sí —la frustración lo hacía revolverse en el asiento—. Vamos a por un café —dijo bruscamente—. El Centro Artístico no está lejos.

Pero el edificio albergaba una taciturna pareja de artistas, molestos por la interrupción, y no había café…, se había agotado en un picnic.

—Volvamos a mi casa —dijo Clare.

En Blackburne Terrace los pájaros caían de los árboles y, con un rizo, volvían a las ramas, como los frutos que recuperan su sitio en una película marcha atrás. Abría ya la cerradura cuando recordó lo desordenado que estaba el piso. A lo mejor Chris no se daba cuenta.

Ni siquiera la seguía. Se había detenido en el penúltimo escalón con aire inconsolable.

—Mierda. Es como si no hubiera hecho nada hoy.

—Lo siento —la búsqueda había sido idea de ella, aunque él no se había hecho de rogar—. Hicimos lo que pudimos —se acercó a él y le puso el brazo por los hombros. Notaba lo tenso que estaba—. Por lo que a nosotros se refiere, creo que este asunto puede irse a la porra.

Le dio masaje en los hombros.

—Por lo menos, no volveremos a ver a Edmund —dijo ella. Él se relajó un poco—. Quería que escribiera a las Oficinas de Educación en papel de la escuela. Allí sabrían quizá dónde fue Kelly tras dejar el colegio. Pero me temo que hasta ahí no llego, a pesar de que dije que le ayudaría. De manera que Edmund y yo ya no somos amigos. Creo que lo superaré. Bien —se le notaba más blando—. Prepararé café.

Dios santo, qué jaleo. El amor tiene muchas armas, del que había leído seis páginas facilonas, había terminado junto a los periódicos desparramados y los libros de crucigramas, las redacciones de los niños, su libreta de notas, la funda de lona de George, medio plegada, como una versión daliniana de este, un tazón donde hormigueaban hojas de té y un párrafo acerca de Rob que había escrito y reescrito para Edmund. Deprimida, se quedó mirándolo.

—¿Qué pasa? —dijo Chris, bastante irritado.

—Nada —esto, por lo general, no importaba tanto a los hombres—. Me habría gustado ver este sitio arreglado y no esta barahúnda.

—Por Dios, no pienses en eso. Tendrías que ver mi casa.

—Espero hacerlo —no sabía que iba a decir eso. El corazón se le aceleró por la excitación. Al no contestar él, huyó a la cocina—. Haré el café.

Se sentía como una mema. ¿Por qué había huido? De Chris, nada más y nada menos. Lo último que tendría que experimentar con él era azoramiento; era lo último que él experimentaría. Meditó sobre la impresión que él le daba: vulnerabilidad, inocencia; había que cuidarlo a veces. Y la lealtad… en casa de los Pugh había retrasado la charla por ella.

—¿Sabes? —exclamó—. En algunas cosas te pareces mucho a mi hermano.

—¿Sí? —no, pensó ella, la verdad es que no. Él no tenía la inseguridad agresiva de Rob, la autocompasión…, las cosas que su mente desleal no había dejado de presentarle mientras trataba de escribir sus recuerdos a Edmund. Más bien, su relación con Chris le recordaba a Rob.

¿Por qué? ¿Por qué lo cuidaba, por qué él le era leal? Ese no había sido el fundamento de su relación con Rob. Se había dado cuenta a mitad de un frase destinada a Edmund, en la que su senil e incontinente «Biro» le había hecho forzar los dedos. Rob no la había necesitado ni la mitad de lo que ella lo había necesitado a él. Lo había necesitado para espantar a los demás.

Para culparlo de echar a perder sus posibilidades con los hombres. Por eso, en los años pasados, lejos de él en un colegio de instrucción para profesores, no había salido con nadie. En efecto, él sólo la había protegido de la realidad, de su propia inseguridad, de su disgusto por sí misma. Hasta se las había arreglado para echarle la culpa de su disgusto por la pobre Dorothy, de sus celos.

Ninguna de estas intuiciones había parecido una revelación. Con el Biro en la mano, se había quedado tranquilamente sentada, vigilando su interior, mientras ellas penetraban sin problemas en su conciencia. La mente lo había sabido siempre, esperaba la oportunidad de hacérselo saber.

Chris le había dado la oportunidad. Nunca se había sentido tan a gusto con nadie, ni siquiera con Rob. Chris convertía todo lo que ocurría en valioso.

Cuando ya la búsqueda tocaba a su fin, no debía perderlo.

Cargó la bandeja, y movió la cabeza. ¡Estaba tan a gusto que se escondía de él en la cocina, como antes de Edmund! Muy bien: se iba a preparar su bienestar. Preparó su mente al tiempo que el café.

Se preparó demasiado inflexiblemente; caminó con gracia por el vestíbulo y hacia el cuarto de estar. Con delicadeza. Con finura. A pasitos. Como un duende. Como un gnomo. Basta, exigió contrayendo la mente.

Chris echaba un vistazo a su párrafo revisado. De haber sido Edmund le habría importado. Mi hermano Rob Frayn era un personaje de la radio, localmente popular, por ello de todos los hombres que he conocido me caía mejor. Aunque muchos seguían su musical pocos sabían de verdad. A lo mejor es porque conozco todos sus defectos, por lo que…

—Chris —dijo desde la puerta.

—Sí —echó una última mirada y dejó la hoja a un lado.

No tendría que haberle hecho levantar los ojos. Su discurso estaba bloqueado. Se esforzaba en pensar algo nuevo cuando brotó:

—Hubo un tío con el que salí hace años —dijo rápidamente—. Me llamaba Patitas Rechonchas. ¿Te lo parezco?

—O sea, que de ahí te viene el rollo de ser deforme. ¿Tú piensas que yo te veo así?

—Sólo quería saber si lo hacías.

—¡Qué mierda!, no —dijo impaciente.

Caminando por la habitación se sintió muy ligera, muy natural. Se sentó frente a él con una sonrisa.

—No lo pensaba.

Sirvió el café.

—Oye, cuando este asunto se acabe, ¿no iremos a perder el contacto? —su instinto le decía que habían visto a Edmund por última vez. Rob y Kelly habían retrocedido en sus pensamientos a una distancia tolerable (una ocurrencia terrible y fugaz: el brazo de Rob estaba todavía en alguna parte)—. Quiero que vengas a nuestra escuela. Con el grupo, el GTT.

—¡Ajá! Les hablaré y veré qué dicen.

—¿Sabes? En cierta medida me agrada que esto vaya a terminar así. No quiero imaginarme a Edmund atrapando a Kelly. Hiciera lo que hiciera Kelly, no creo que se merezca a Edmund —se mordió la mejilla y movió la cabeza—. Pienso que ya ha tenido bastante entre ese profesor y la abuela. Si tenía que enfrentarse con ellos no es extraño que acabara como acabó. Seguro que fue ella la que le metió esta idea de Mulgrave Street a fuerza de hablarle de ello, algo psicológico, una fijación. Claro, por supuesto que hay que detenerlo. Por su propio bien, tanto como por el de los demás.

Era un topicazo, pero ella hablaba sinceramente; desde su reciente ecuanimidad podía hablar así de Kelly. Podía perdonarlo, porque, la verdad, no había sido culpa suya. Miró a Chris, deseosa de asegurarse de que él no la creyera falsa.

Lo miraba. Dios, pensó Chris. Ella lo sabe.

Para cuando llegó al piso, Chris ya no estaba seguro de nada. Dudaba incluso de por qué se había unido a la caza de Edmund.

El plan le había parecido brillantemente sencillo. Nada más leer el reportaje del periódico acerca de Edmund, había sabido qué hacer. Al telefonear al periódico para pedir las señas de Edmund todo lo que había dicho el periodista había confirmado su plan. Uniéndose a Edmund no sólo podría desviar la cacería si se acercaba demasiado; sería invisible. Estaría en el último sitio donde se les ocurriría mirar.

Un autobús vacío y de cara inexpresiva pasó por Princess Road. Cuando llegó a casa sintió el tirón implacable de Mulgrave Street. Se metió aprisa en el vestíbulo cargado de resonancias. Entonces se preguntó si se habría unido a la busca para rastrear la casa de Mulgrave Street.

Oía el golpeteo sordo de las escaleras bajo los pies. El ruido le reprochaba su confusión. No había estado tan confundido desde aquel momento de pánico al reconocer a Edmund. Se había abierto la puerta de la habitación del hotel y hete ahí al chico que los había vigilado a él y a Cyril. Se había sentido hueco por el pánico. Luego se había dado cuenta de que no lo reconocía, y de pronto le había halagado que Edmund, después de tanto tiempo, quisiera escribir un libro sobre él. Había entrado en la habitación guiado por la voz de la chica: la entrada de una estrella. Iba a divertirse.

La chica había resultado ser Clare. Esto le había duplicado el placer. A pesar del accidente estaba bien. No había necesidad de sentirse culpable. Rechinó los dientes al tiempo que hacía rechinar la llave en la cerradura de su piso. El placer que sentía con Clare era lo que lo había traicionado.

El gesto de hacerle reintegrarse en la busca lo había deslumbrado. Había llevado su actuación demasiado lejos saliendo indignado de la habitación de Edmund. Le había parecido la única forma de interpretar la escena pero, actúa que te actuarás, se había excluido de la busca. No debía haberse permitido reaccionar tan violentamente… Edmund le recordaba más que a ninguna otra cosa a un Cyril inoperante. En vano había pensado un expediente para volver a la busca. Entonces, Clare había ido por él a Church Street y le había proporcionado la respuesta. Había sentido una atracción irresistible por ella.

Ese día había disfrutado. Había derrochado alegría. Sobre todo había disfrutado del juego de la lavandería, fingir ser gay para que la señora Laird no lo reconociera, fingir que no sabía que ella y su abuela tenían el mismo médico para que Clare viera cómo lo descubría para Edmund. Había disfrutado demasiado y se había traicionado ante Clare. Luego se había traicionado doblemente pensando que ella no se había dado cuenta.

Dio un portazo rencoroso. Hasta en el piso podía sentir el tirón, débil, pero implacable como un viejo que se niega a morir. Notaba que se había hecho más fuerte desde que George les contara lo de la magia negra. Apenas mencionó George las muñecas del mago, Chris había sentido que siempre supo de su existencia.

Luego Clare le había sugerido investigar en Mulgrave Street. Aquella semana, más tarde, Chris lo había intentado a solas. Pero había sido incapaz de soportar la sensación de hundirse sin remedio en sí mismo, en la oscuridad, en la tierra; había huido. A punto había estado de negarse a ir con Clare; salvo que una negativa habría tal vez parecido sospechosa. Al final, no había percibido la casa en absoluto en el coche; la presencia de Clare la había engullido.

Mientras la búsqueda decaía, había ido estando cada vez menos seguro de por qué quería encontrar la casa. Y era porque ella lo había liado a propósito. Suerte suya que no hubieran encontrado la casa y entrado. Enseñó los dientes; entonces su presencia no habría podido engullirla.

De nuevo en su piso, ella había revelado que sabía quién era. Simplemente había simulado no atender a lo que él había dicho fuera de la lavandería. Se había dado cuenta de que había mencionado a St. Joseph’s aunque ella no le había mentado la escuela.

Por unos segundos le había querido decir que tenía razón. Había estado seguro mientras ella lo miraba, de que lo estaba instigando a decírselo. Y entonces había sabido, que desde lo de la lavandería, ella había jugado con él.

Hacer que lo invitaran a casa de los Pugh, asegurarse de que se veía cara a cara con su abuela, llevarlo a Mulgrave Street…, todo había sido un juego con el propósito de obligarle a traicionarse. Quizá había sospechado de él antes; a lo mejor por eso lo había buscado en Church Street. Había mirado sin verlo, el café, le había abrasado la garganta y hecho ponerse en pie de un salto. «Tengo que irme», había dicho y huido antes de que en su rabia creciente la agrediera.

Nada era seguro entonces. La seguridad cedía bajo los pies. Ella lo había provocado. Apuñaló la mesa de la cocina. El cuchillo se quedó temblando. Clare y Maggie, la chica del GTT.

Ya ni siquiera en el GTT se sentía a salvo. El teatro, el actuar era, entre todas las cosas lo que lo había hecho sentirse más seguro. Lo había aprendido en la escuela, lo único que había creído que valía la pena aprender. Había hecho amistad con un chico de los Actores de la Vale School; se habían masturbado el uno al otro unas pocas veces. A este amigo le gustaba disfrazarse.

Había invitado a Chris a los ensayos; tal vez quería verle disfrazado, tal vez quería que pasaran más tiempo juntos. El profesor había pedido a Chris que interpretara un pequeño papel. Había hecho lo que le decían como por lo general lo hacía en la escuela, con indiferencia.

Frustrado, había luchado con el papel. Se había puesto furioso conmigo mismo, con su ineptitud, con los espectadores. «No lo fuerces», había dicho el maestro. «Te esfuerzas demasiado. Déjate hacer, relájate y déjate llevar por el papel». Al final había preguntado a Chris si quería renunciar, pero por entonces Chris estaba furiosamente decidido.

Al día siguiente de darse cuenta de que no había Dios, Chris se había dejado meter en el papel sin tan siquiera intentarlo.

No podría haberse imaginado lo fácil que era. La ligereza y el alivio que había sentido de camino a la escuela una vez libre de su culpa, comparadas con la tranquilidad que le invadía al actuar, no eran nada. Luego, siempre que se había sentido incómodo consigo mismo, le había servido; a fin de cuentas era sólo una actuación lo que le hacía a las personas; era sólo algo que él hacía y no él entero. Con la excepción del día que había regresado a St. Joseph’s con los Actores de la Vale School y el gato había distraído al público, nunca se había sentido más a gusto que actuando o con actores.

Hasta que Maggie había comenzado a provocarlo. La gente del GTT le dejaba sólo cuando quería estarlo, no fisgaba. Maggie había sido diferente, más agresiva. Le había hecho tomar hachís con los demás en su casa. No había estado seguro de querer tomarlo; le echaba la culpa a ella. Luego durante horas estuvo hundiéndose en sí mismo, como en un fango espeso; se había liberado con un tirón, como el del despertar; solo que en cada ocasión volvía a hundirse de inmediato; la luz no parecía alcanzarlo; los otros estaban lejos, separados de él por las brechas que se abrían en su conciencia. Parecía imposible llegar a escapar.

Por último, había huido a coger un autobús para el centro, para donde fuera, con tal de dejar atrás lo que ocurría. Del gentío del autobús surgían voces lanzadas contra él; todos sabían que había estado tomando hachís. Se había refugiado en Bonnie and Clyde, que volvían a echar, pero había tenido que irse cuando el primer disparo convirtió en sangre la cara de uno de la banda de Barrow. Para entonces lo peor de la experiencia había pasado. Después, al mudarse a ese piso, halló que por la noche sentía algo muy parecido cerca de Mulgrave Street. En otra ocasión, Maggie le había ofrecido ácido, pero el no había vuelto a tomar drogas.

Le había pedido insistentemente ir a su casa. Los del GTT iban a casa de unos y otros para beber y fumar. Chris se las había arreglado para evitar invitarlos; el lugar más seguro para él era el piso, donde siempre podía hacer que los problemas se aclarasen en su cerebro. En el piso no necesitaba ni interpretar que se sentía a gusto con los otros, sólo tenía que ser él mismo. Y Maggie había empezado: «¿Cuándo iremos al tuyo?» Uno de esos días intentaría colarse sin invitación. No podía ni estar seguro en su piso.

Estrelló el plato de ensalada de queso en la mesa; el plato se agrietó. De cuanto su abuela le había inculcado, el vegetarianismo era lo único de lo que no se había escabullido…, eso y su nombre de pila que, siempre había supuesto, le había dado su madre. El vegetarianismo demostraba que no tenía que comer ninguna otra cosa.

Nervioso por el incesante tirar, arañó las sandalias con las uñas de los pies.

Ya sabía de dónde procedía: la casa del mago, en algún lugar de Mulgrave Street.

Se metía en el piso y lo buscaba. Se quitó las gafas, pero las paredes cobraron una insustancialidad como de niebla; se las puso rápidamente.

No había dejado de retornar a aquella casa desde que abandonó Liverpool. Tras dejar a su abuela se había ido en seguida a Londres para vivir con el actor que lo había metido en el grupo de la Vale School. Después había trabajado en varios grupos de teatro, cada vez más cerca de Liverpool. De vuelta en Liverpool, las mudanzas le habían ido acercando a la casa.

Masticó. Sus ensaladas no eran tan buenas como las de Diane. Había vivido con ella cerca de un año. Ella le había hecho la mayoría de su ropa. Le había sujetado suavemente con los muslos, engullido con el coño. Había pensando que Clare podría darle aquello. Cuando su inquietud se había vuelto perentoria, había dejado a Diane. «Dime por qué. Simplemente dime por qué», había suplicado, pero era solamente una voz; desde el día en que su abuela lo había echado a gritos de casa cuando se ofreció a ayudarla a acostumbrarse a la ceguera. Las súplicas y la compasión eran cosas que no lo tocaban. De casa de Diane se había mudado allí. Se dio cuenta de que apenas recordaba nada de Diane.

Tras mudarse allí, todo fue bien hasta que conoció a Clare.

Apartó el plato y le escupió un bocado de ensalada. El tirón lo invitaba. Se sentía encerrado; se sentiría encerrado incluso si salía. Subió a sacudidas la ventana que daba a la salida de incendios y miró el patio de atrás, el crepúsculo legañoso.

Lo más parecido al remordimiento lo había sentido con su gata. Matar al perro gordinflón de la señora Pugh había sido como una venganza; por eso lo había disfrutado más. La gata había sido una vagabunda que se había traído del Centro Artístico a casa debajo de la chaqueta. Tras el accidente se le había ocurrido que tal vez la policía interrogara a todos los de la zona. En la cama había meditado sobre cómo enfrentarse a ellos. De pronto había visto que podía despistarlos: podía convertirse en víctima. Había saltado de la cama, agarrado y arrojado la gata contra la pared del patio. No había hecho más ruido que un golpe seco y un suave chasquido. Cinco minutos más tarde había bajado al silencio para asegurarse. El enguijarrado del callejón era de relucientes forúnculos negros; la brisa agitaba débilmente negras bolsas de basura de plástico, con un frufrú. Levantó la gata quebrada a la altura de la cara.

Miró el patio. Estaba seguro de una cosa. Clare no le diría a nadie lo que había encontrado. Mostró los dientes al callejón de abajo. Tenía la esperanza incipiente de que ella encontrara la casa y lo llevara allí.

Edmund se reclinó dándose palmaditas en el estómago. La puñetera comida había estado buena. Había valido la pena demorarse en ella. El restaurante del hotel estaba casi vacío. La rubia escandinava con la que se había puesto a ligar en el ascensor pasó junto a su mesa y él le sonrió e hizo ademán de levantarse, antes de fijarse en el acompañante. Daba igual, al menos había cenado bien. Aquello probaba que si uno les demostraba que sabía de comida, ellos se tomaban molestias.

Pero cuando las patas delanteras de la silla tocaron el suelo, la alegría se desvaneció. Ya había comido, ¿qué haría?

Puso las puntas de los dedos en el mantel y galopó con ellas. Malditos camareros. Le habían hecho esperar varios minutos. Hizo una seña al maître, el cual ordenó de inmediato:

—Traigan la cuenta del señor Hall.

—Hace usted un buen trabajo. Tómese algo a mi salud luego —Edmund introdujo un billete de una libra en la mano del maître. Estaba bien ese maître. A Edmund no le habría importado, tomar algo y charlar con él, salvo que la dirección del hotel podría objetar algo.

Para. Después de todo, era sólo un camarero. Edmund no estaba tan desesperado de compañía. Podía telefonear a George Pugh. Aquel cine suyo ponía a George los nervios de punta. Le hacía falta que lo sacaran a respirar. Edmund firmó la cuenta. Estaba a mitad de camino de los teléfonos cuando se detuvo y frunció el ceño. Sin duda, la esposa de George se opondría. No le gustaba Edmund. Y George era de los que cederían ante ella. Edmund se dirigió al bar de residentes, frustrado. Odiaba a las mujeres entrometidas.

El bar estaba tan cargado de conversaciones corteses a media voz como la sala de un hospital en horas de visita. Una delgada manta de música silbada flotaba tras las conversaciones, desfilaba por el medio en ocasiones, huidiza como la neblina.

Edmund apuró su aguardiente y entregó el vaso para que lo rellenaran. Habría ido a un nightclub, pero una docena de los de Liverpool no valían uno de Londres.

Se sentía frustrado, impotente. No había estado tan tenso desde su primer año en Londres, cuando había escrito la mayor parte de Secretos de los psicópatas en el piso de dos habitaciones de Frank Baxter, con una tabla puesta encima del fregadero a modo de mesa. Frank había sido un amigo del colegio. Nunca le había pedido a Edmund que contribuyera al alquiler con más de lo que ofreció; nunca había notado cómo crecía el balance de Edmund en el banco. Claro que incluso Frank lo había distraído a veces de su trabajo; pero era un buen chico ese Frank. Edmund siempre le enviaba sus libros y él siempre respondía escribiendo que le habían gustado. Edmund esperaba que le gustase El caníbal de Satanás (antes El comedor de carne), cuando este estuviera terminado.

Si lo terminaba. Debía haber aprendido a no cimentar sus esperanzas en nada de Liverpool. Sabía lo que hacía cuando se fue; no debía haber dejado que nada le hiciera volver.

El tiempo que trabajó en el periódico de Liverpool había sido el peor de su vida. Había ido allí a aprender a escribir; casi lo aparta para siempre de la escritura. Después de haberle incitado durante su niñez a escribir, sus padres (los cuales habían publicado algunas obras menores, hasta le habían llamado Edmund porque sonaba a literario) le habían rogado que no se hiciese escritor a tiempo completo. Era demasiado inseguro. El periodismo era seguro. Los profesores, el funcionario del empleo juvenil les habían apoyado. Había cedido.

Al menos aprendió con la experiencia…, aprendió a no volver a dejar que lo usaran: ni un jefe, ni los engreídos que tenía que entrevistar a cualquier hora que les conviniera. Había aprendido a despreciar… a sus colegas, la mezquindad, el rencor y el ansia patética de llegar a un acuerdo. Había aprendido a ser eficiente escribiendo; eso al menos podía agradecer a sus padres. Pero de no haber estado investigando y escribiendo a ratos libres Secretos de los psicópatas no podría haber aguantado el periódico. Nada más ver el anuncio en un periódico comercial había escrito al nuevo editor; luego se había puesto a hacer el equipaje, seguro ya entonces de que Secretos de los psicópatas era lo que necesitaba el editor.

Nunca habría vuelto a Liverpool a no ser porque sus padres se negaban a mudarse. Tenía espacio para ellos en la casa de Surrey, pero decían que tenían ahí demasiados amigos. Ni siquiera cuando los tuvo de visita se dejaron persuadir. No le cabía en la cabeza cómo podían aguantar Liverpool después de Surrey.

Si no hubiera vuelto a visitarlos tal vez no se habría enterado nunca de la reaparición de Kelly. En una de las visitas un joven escritor le había invitado a una fiesta, donde había conocido a Desmond Harris, un reportero. Desmond se había ofrecido vehemente a tenerlo bien provisto de reportajes de crímenes que pudieran serle de utilidad. En aquel momento, aquella vehemencia había resultado tan patética como el resto de la fiesta, el provincianismo, las modas de segunda mano, el risible orgullo ciudadano del que lo suponían copartícipe. Meses más tarde, cuando ya Edmund había olvidado su nombre, Desmond lo llamó para describirle el accidente y sus consecuencias. El tercer incidente cerca de Mulgrave Street le convenció de que eran dignos de un libro. El segundo lo había puesto ya a la espera, pues siempre estuvo seguro de que tenía que saber otra vez de Kelly.

Había estado seguro desde el suceso de Cyril. Lo había encadenado a Kelly, porque él, en venganza por la nariz rota, había deseado que Kelly atacase a Cyril. Aunque había vencido a Cyril, aquella nariz rota le había dolido; había creído que Cyril debía sufrir más. Pero no tenía la intención de que le hiciera más daño; no volvería a correr ese riesgo…; lo de su nariz había sido atroz.

Cuando Cyril se puso a espolear a Kelly, él había vigilado y esperado. Estaba seguro de que si Kelly perdía el control, Cyril lo sentiría. Pero cuando terminó, aún creía que había más. Había esperado a que le llegara la continuación. A lo mejor aquello había hecho que la sobreestimara cuando vino. O a lo mejor había pensado que Liverpool le debía un bestseller.

El bar estaba ya repleto; el murmullo era más alto, más molesto. Engulló su aguardiente y se fue a su cuarto. Durante un instante, mientras miraba la limpia y desolada habitación, deseó haberse alojado con sus padres. Pero necesitaba estar en un sitio céntrico y accesible; ellos no tenían ni teléfono.

Ya basta. No sirve de nada deprimirse. Todavía le quedaba un libro vendible, a pesar de que los acontecimientos hubieran impedido el que planeaba. Se había asegurado de que Desmond Harris le telefoneara nada más enterarse de que habían cazado a Kelly. Pero no sería lo mismo que asistir a la detención; no sería lo mismo que enfrentarse a Kelly. Quizá le permitiera la policía entrevistar a Kelly. A fin de cuentas, así se habían escrito libros.

Tras servirse aguardiente, buscó una emisora de música pop y destapó la máquina de escribir. Podía al menos describir a los que hasta entonces había conocido. Estaba seguro de que por esa, entre otras razones, se vendían sus libros… Comprendía a las personas.

«Si le dices a George Pugh que la familia está pasada de moda será mejor que te apartes rápido. Es un tío grande y tiene las ideas claras.

»Si estuviera pasada de moda a George no le importaría, porque él es independiente. También el cine del que es propietario y que lleva es independiente.

»En esta época de enormes organizaciones sin rostro es bueno encontrarse a alguien como George.

»Disfruta con su trabajo, quizá demasiado para relajarse con él. Pero ocurre que su trabajo es la gente, tanto como el entretenimiento. Por eso no se enrola en una cadena de cines, porque donde ahora está conoce a la clientela. Sus matinales de los sábados forman la mayor y más alegre familia que se encuentra en varias millas».

Este es George de cabo a rabo, pensó Edmund al poner punto y aparte.

«Pero ahora la familia de George es más pequeña y se ve que eso duele. Ha sido más pequeña desde la noche en que dijo adiós a su madre y cogió la bicicleta».

La madre de George. George todavía no se la había descrito. No se podía poner un plazo en un asunto de esos, pero lo necesitaba para apuntalar el capítulo. A lo mejor al final tendría que hablar de ella con George y describirla él mismo.

Los dedos mecanografiaron maldiciones invisibles en la mesa. Todo en aquel libro le salía torcido. Más que nada le frustraba la ignorancia del nombre del nigromante. Si lo supiera, seguro que podía hacer investigaciones para llenar uno o dos capítulos extra; la magia negra vendía libros. Sólo la cabezonería de la señora Kelly se lo impedía. Volvió a pensar en darle las señas a la policía. Si tuviera la seguridad que le dejarían asistir al arresto o, por lo menos, entrevistar a Kelly.

Arrancó la página del rodillo y la metió en la carpeta. Vamos. Escribe. El anticipo que le habían dado empezaría pronto a intranquilizar a los editores.

Mecanografió «Clare Frayn».

Y se paró. Ya no estaba seguro acerca de ella. Había creído que era abierta y sincera, de las que le gustaban…, no demasiada agresiva, sin intentar competir con él, ni demasiado orgullosa para mostrar que necesitaba a los hombres; en resumen, femenina. Pero había llegado a sospechar que lo usaba arteramente, que fingía querer sólo ayudarle cuando en realidad estaba ocupándose en su relación con Chris Barrow. ¿Cómo alguien de ese tipo podía gustarle? Edmund no lo sabía. Había una cosa: no aparecería en el libro de Edmund. No valía el gasto de papel.

Arrojó el papel estrujado a la papelera. Nada. No podía concentrarse. Demasiado aguardiente. Se iría temprano a la cama y por la mañana describiría a la señora Kelly. ¿Y a quién más? El doctor Miller…, no, le había servido de ayuda; se había ganado el anonimato. Pero lo que le había contado a George merecía un capítulo. Un pensamiento andaba por el fondo de la conciencia de Edmund. Bajó el botoneo de tres cuerdas de la radio.

El aguardiente cayó por el lado de la botella lavándolo; el cuello goteante colgó encima del vaso. El doctor Miller. La señora Kelly. El doctor Miller… Edmund agarró la botella apenas a tiempo para que no destrozara el vaso. Dios mío, pensó, Dios mío. Casi se le había pasado por alto. Asió el auricular del teléfono. Para, es sólo una idea, asegúrate antes de rellenar ningún cheque. Ya estaba seguro. «Póngame con el Newsham Cinema», dijo a la telefonista. De vuelta al trabajo, George obtendría para él lo que necesitaba. Finalmente tendría su magia negra.