MIÉRCOLES 17 DE SEPTIEMBRE

Edmund dijo, cuando, viniendo de Lodge Lane, tornaron por Mozart Street:

—Dejadme que hable yo. El solo hecho de enfrentarse a vosotros tres puede que le haga decir cosas que de otra manera no diría. Es una apuesta, pero me da la impresión de que la ganaremos.

O sea, que por eso les había permitido ir. Clare estaba segura de que habría preferido que no fueran. Si no hubiera telefoneado a George el día anterior para tratar con él de una visita escolar al Newsham, ni siquiera se habría enterado de que sabían las señas de la abuela. En seguida había llamado a Edmund. Ella sabía por qué se había matado Rob; a lo mejor parte de la responsabilidad era suya. Chris también debía conocerla. Había acallado a gritos sus protestas incipientes. Ella y George.

Ambos lados de Mozart Street eran una hilera continuada de casas de dos pisos; las puertas daban a la acera. Unas pocas casas estaban pintadas de chocolate, para diferenciarlas del resto. Los ladrillos que hacían un arco por encima de las puertas y enmarcaban las ventanas, tenían en algunas pintura azul o verde musgo. Por las ventanas se filtraban vislumbres de la televisión. Algunas de las ventanas eran nuevas y con persianas. Varias tenían un relleno más pálido de ladrillos o tablas; a través de una ventana de guillotina mellada en el piso de arriba Clare vio un umbral que conducía a un rellano oscuro. Bajo los pies resbalaba y crujía la grava de la calzada.

El número 2A era el más alejado de Lodge Lane. Al extremo de la calle, unos escalones anchos y bajos bajaban hasta un callejón; allí, el crepúsculo de la calle se hacía más oscuro. Un hombre jugaba al fútbol, gritando por entre los coches aparcados; junto con los niños que estaban con él miró al grupo de Edmund. Este agarró la aldaba de una puerta que parecía parte de un árbol muerto con pintura en vez de musgo. Se quedó quieto y escuchó.

Al otro lado de la guillotina hinchada y encajada de la ventana mugrienta, dentro de la casa, oyeron una voz de mujer.

—Por mi culpa, por mi culpa —una televisión, pensó Clare, tan alta que se podía oír a través del cristal. Pero mientras miraba se fue definiendo en la mugre una figura, como en la niebla, a la que la luz de un fuego hacía vacilante. Una mujer echada hacia adelante en una silla, las manos borrosas entrelazadas, la cara desdibujada frente a frente con un umbral abierto—, por mí gravísima culpa —gritó, dándose golpes de pecho tales que le sacudían todo el cuerpo. Rezaba.

Clare vio su sobresalto cuando Edmund llamó. Se levantó y caminó hacia el umbral tan lentamente como si la mugre de la ventana la abrumara. Clare miró la habitación sombría y desierta, las sillas grasientas y sin color. Por último oyó abrirse la puerta.

La mujer andaba por los setenta. La cara delgada y angulosa, curvada sobre la barbilla puntiaguda como un dedo sobre el pulgar, atalayaba encima de un cuello cuyas arrugas colgaban fondonas. Los largos ojos azul claro tenían un ceño precavido, los labios unidos estrechamente entre sí. Las manos, manchadas como comida rancia, se aferraban al marco e impedían el paso. Un bolso usado le colgaba de un brazo. El pelo gris e irregular se le levantaba en puntas. Parecía un guardia defendiendo su posición entre sus camaradas caídos, o un mártir.

—¿La señora Mary Kelly? —dijo Edmund.

—Sí.

Remoloneaba y Clare veía el porqué. Le fascinaba la forma de vestir de la señora Kelly (rebeca verde, falda púrpura, calcetines a rayas amarillas y negras, pantuflas rosas y peludas).

—Nos gustaría charlar con usted de su nieto.

Como un jugador, le echó su tarjeta. Ella la ignoró y miró al hombre de la pelota de fútbol.

—Buenas tardes, señor Wright —exclamó.

—¿Qué hay, señora Kelly? ¿Tiene visita?

—En eso estamos. ¿Cuántos son?

—Tres hombres. Creo que son tres hombres; ya sabe cómo van hoy en día.

Y una chica.

—Gracias, señor Wright —al volverse ella de nuevo a ellos, Clare vio que los grandes ojos claros jamás se movían. La miraron ciegamente—. Díganme sus nombres.

—Clare Frayn —tembló cuando aquella mirada fija e inexpresiva se apartó.

—Chris Barrow.

—Edmund Hall. Soy escritor.

—Oh, ¿ese escritor, no? ¿Así que eso es lo que quiere? Eso me pareció. ¿Y quién es el otro, el que se calla?

—Soy George Pugh, señora Kelly. Encargado de un cine —añadió inseguro.

—No hace falta que lo diga tan compungido —ella sonrió irónicamente o enseñó la dentadura—. Por lo menos usted parece humano. Menos seguro de sí mismo que sus amigos. Y ustedes han venido a tratar de fastidiarme, ¿no?

—No queremos fastidiarla —dijo Edmund.

—Y no lo harán, oh, no. No se engañen. Estoy de vuelta de fastidios. No como mi amiga de la lavandería, a la que pusieron enferma. Bien, ¿todavía quieren hablar conmigo?

—Por favor. Queremos escuchar todo lo que usted pueda decirnos de su nieto. Esta gente tiene parientes a los que ha hecho daño, ¿sabe?

Chris era difícilmente pariente de su gata, pero Clare contuvo su risa.

—Así que por eso hacen falta cuatro para hablar conmigo. Porque les hizo daño a algunas personas —la señora Kelly sonrió. Luego espetó—: ¿Les hizo daño, cómo?

—¿Podríamos hablarlo dentro? —dijo Edmund—. Hay niños escuchando —y los había, se acercaban furtivos.

—Si les dejo entrar (si les dejo) tendrán que seguirme. Les mostraré dónde irán y tendrán que quedarse allí. No permitiré que me pongan pretextos y deambulen por aquí. Y no piensen que podrán tampoco escabullirse. ¿Queda claro? Bien. Señor Pugh, usted entrará el último y cerrará de un portazo.

Había un olor en la casa a ropas viejas y polvorientas en un armario podrido. La voz de la señora Kelly resonaba entre el golpeteo de los pasos en las tablas desnudas.

—Y algo más. Recuerden que mis amigos están allí fuera. Sólo tengo que chillar y ni siquiera ustedes cuatro me lo impedirán.

Clare caminó más despacio mientras miraba las escaleras sin moqueta.

Un casquillo oxidado colgaba al extremo de un flexible encima del relleno; tiras de empapelado caían hacia ella, casi incoloras entre la penumbra y la suciedad.

—Deje de mirar lo mal que está —la sobresaltó la señora Kelly—. El señor Wright me recomendó todo esto. Es mejor que enredarse con la moqueta y caer escaleras abajo. Simplemente tendrá que aguantarse, igual que yo.

—Lo siento —dijo Clare—. Por un momento no pude ver, viniendo del sol.

El vestíbulo le volvió a arrojar su voz, haciéndola tartamudear. Mientras seguía a la señora Kelly, los muebles polvorientos apagaban sus palabras como una mano puesta sobre la boca.

La habitación no tenía ya puerta. A pesar de lo caluroso de la tarde y del fuego de carbón en el hogar, hacía frío.

La habitación estaba casi vacía a no ser por algunos sillones. Aun habiendo guardafuegos, un rectángulo ennegrecido de linóleo protegía la madera del suelo de las chispas. Dos fotografías enmarcadas y borrosas por el polvo se erguían sobre una mesita en un hueco. Palomas grandes y pequeñas colgaban volando del papel rosáceo; en las uniones, quedaban atrapadas mitades de palomas. Junto al techo pendían hojas andrajosas del empapelado; en algunas, las arañas se acurrucaban en sus telas.

—Siéntense —dijo la señora Kelly—. Quiero que se sienten.

El sillón le sopló a Clare un polvo como un hongo. La señora Kelly agarró por el respaldo la silla más cercana al fuego y fue a sentarse de cara al umbral.

Puso su bolso en el suelo junto a una radio portátil de buen tamaño, un Liverpool Echo, el Catholic Pictorial y el periódico local que había informado de la investigación de Edmund.

—Bien, suéltelo.

—Como decía —dijo Edmund—, nos gustaría que nos hablara de su nieto.

—Seguro que sí. ¿Y por qué? ¿Es que es asunto suyo? No quiero hablar de él —apretó los ojos con fuerza y los abrió, sin cambios, en blanco—. Estoy cansada. Sólo quiero reposar. Creo que me lo he ganado.

—¿Sabe lo que anda haciendo? —preguntó Edmund.

—No —sonrió triunfalmente—. Cuénteme.

—Hizo que un hombre se matara en un choque y robó una parte del cuerpo. Además asesinó a una mujer y medio la devoró.

—¿Acaso le vio hacer esas cosas?

—Sé que fue él, señora Kelly y usted también.

—Si está usted tan seguro de sí mismo —su sonrisa en ese momento era malintencionada—, ¿por qué no se lo ha contado a la policía?

—Lo he hecho —a Clare le sonó del todo convincente, pero sabía que los ciegos podían oír una mentira allí donde los videntes veían sinceridad. Se quedó tiesa, no fuera algún movimiento de incomodidad a alarmar a la señora Kelly. El polvo flotaba lentamente y destellaba; las sombras tiritaban encima de las palomas.

—¿Y entonces por qué la policía no ha venido a verme?

—Porque todavía no les he dado su dirección. Es lo único que no saben. Voy ser totalmente franco. Escribo un libro acerca de estos asesinatos. En parte, por eso estoy aquí.

En esos momentos ella tenía la cara tan inexpresiva como los ojos.

—Pero quiero asegurarme de que su nieto recibe lo que merece. Yo lo conocí en el colegio. La policía puede tan solo arrestarlo. Pero eso no es una solución total.

Clare notó que definía sus sentimientos con medias tintas para poder estar de acuerdo con la señora Kelly. ¿Había hecho lo mismo con Clare?

—Y estos otros son parientes, ¿no? ¿Cuál de ellos envía mariquitas a que le hagan el trabajo?

La lavandería. Clare movió la boca y le señaló a Chris.

—Envié a alguien para que hablara con su amiga —dijo Edmund con el ceño fruncido.

—Ese es el tipo de personas con las que se junta. Y quiere hacerme creer que sabe lo que es mejor para mi nieto. No creo que haya nada más que decir.

Clare se mordió los dedos para parar la risa. Edmund se había quedado atrapado en su propia ambigüedad. Al mismo tiempo sentía una irremediable frustración. Había llegado tan cerca de la verdad, y él la había perdido.

—Yo, claro está, no sé lo que es mejor para él. No, no, yo soy solamente su abuela. Tendrían que tratar de vivir con él unos cuantos años antes de decirme lo que está bien. A lo mejor entonces sabrían de qué hablar.

La frustración de Clare dijo de repente:

—¡Señora Kelly!, ya que usted lo sabe, ¿por qué no nos lo cuenta?

—Quiere probar suerte ahora, ¿no? ¿Quién es usted?

—Clare Frayn. Su nieto mató a mi hermano —los ojos vacíos la miraron y el silencio la hizo añadir—: Soy profesora.

—¡Profesora! ¡Es profesora! ¿Y usted cree que en estos tiempos todos los niños son ángeles?… Pues déjeme que le liga que él no era un ángel. Era el diablo hecho carne —Edmund hacía a Clare señas con la cabeza, pero esta no necesitaba la entrada.

—Por favor, señora Kelly, los niños no son diablos. ¿En qué era un diablo?

La señora Kelly sonrió sarcásticamente.

—No, no me atraparán con esas. Conservo todos mis otros sentidos, no se confundan conmigo.

—No intento atraparla —dijo Clare ya del todo frustrada.

La señora Kelly no la había esperado. Murmuraba.

—Conozco bien a los profesores. Son los que pretenden decir a los padres cómo educar a sus hijos. Me gustaría ver a una de esas profesoras darle veinticinco años de su vida a un niño para que luego ese niño la traicionara. Entonces querría yo verla, diciéndoles a los padres qué tienen que hacer.

—¿Está hablando de su nieto? —Clare no se enfadó—. ¿La traicionó?

—No, no hablo de él —añadió furiosa, como si el silencio la hubiese contradicho—. Hablo de su madre. Mi hija, Cissy, Cecilia.

—Parece que no ha tenido mucha suerte criando niños, ¿no es así? —dijo Chris.

—He tenido una mala suerte infernal. Seguro que el diablo busca vengarse en mí. No sé por qué Dios se lo permite. Tiene que haber un lugar especial en el cielo para mí. El demonio hizo que Cissy me traicionara, lo sé. Luego ella le pidió ayuda. A su propia madre, no.

Chris y Clare abrieron la boca, pero Edmund hizo un gesto como si fuera un director de orquesta imponiendo silencio. En medio del silencio las brasas resplandecientes crepitaban como papel de estaño. La señora Kelly dijo:

—Sólo tienen que mirarla. ¿Les parece mal criada? Señor Pugh, échele un vistazo en las fotografías.

Clare vio cómo George frotaba la mugre para poder ver la cara. La chica de debajo del cristal tendría unos once años; ojos grandes que miraban desde una cara ancha, labios gordezuelos apretados con gazmoñería.

—¿Es la foto de cuando era pequeña? —dijo la señora Kelly—. Con su vestido de confirmación. Costó tanto hacerlo que nos quedamos asombrados, pero lo compramos. Así se fuera con él al infierno.

En la otra fotografía la chica tenía más edad. Una cuarentona (la señora Kelly) y un tipo corpulento estaban a uno y otro lado, con los brazos por los hombros de ella. Los labios de la chica estaban entonces más gordezuelos. Parecía huraña…, atrapada, pensó Clare.

—¿Pueden verlas los otros? —dijo George.

—Sí, sí. Que las vean todos —la señora Kelly movió la cabeza—. Esa con nosotros tres, la hice sacar porque nos hacía parecer una familia unida, para que Cissy pudiera recordarnos por algo. No debí haber tirado el dinero.

Se sujetó el brazo del sillón y se agachó a colocar más carbón encima de las brasas con unas pinzas. George fue a ayudar, pero ella dijo:

—Siéntese, siéntese. Todavía no soy una inútil —echó una paletada de cisco…, llamas oscuras, en su mayor parte humo, se desovillaron.

—A veces me pregunto qué tendría Dios en contra mía —dijo desde el sillón—. Sé que a lo largo de mi vida me ha enviado algunas pruebas. Cissy jamás tuvo mucho seso, pero estoy segura de que los profesores la hicieron peor. La crie como me criaron, lo que jamás me hizo mal. Le encontramos trabajo en una fábrica, pero no lo conservó mucho tiempo. Pero bueno, estábamos acostumbrados a vivir sin eso. Sólo mi marido trabajaba en la oficina de correos. La cuidamos sin quejarnos nunca. Todo lo que exigíamos era que estuviese en casa todas las noches a las nueve y que nos contara todo lo que había hecho durante el día, y lo que haría al siguiente. A veces metía la pata; se contradecía. Alguien debía de haberle enseñado a mentir, ya que estuvo seis meses en otra fábrica antes de que nos enteráramos de que salía con un hombre.

Parecía que fuera a vomitar.

—Hacían lo que hacían a plena luz del día, en la fábrica. Un día los descubrió su supervisor. Como animales, apoyados en la pared. Aunque tenía veinticinco años, su padre le dio una como para que la recordara. ¿Sabéis lo que hizo luego? Escapó. Ella, que ni siquiera sabía atarse bien los zapatos. No se habría escapado, de estar bien su padre. Pero tenía cáncer de pulmón y por eso a ella le resultó fácil.

En la calle que se sumergía en tinieblas, habían desaparecido los gritos de los niños.

—Sabíamos que volvería. Su hombre no la quiso, al menos mucho tiempo. Durante un par de meses lo acompañó a todos sitios, luego volvió. ¿Sabe por qué? Iba a tener un niño. Con toda la caradura del mundo, lo trajo aquí —tenía los labios blancos de la gazmoñería.

—Bueno, sí —dijo Chris—. Así es la vida, ¿no?

—¿Llama a eso vida? Quizá no pensaría así si escucharan lo que hizo esa cosa. Parezco cruel, ¿no? Una madre cruel, incapaz de criar niños. Oh, en ese tiempo pensábamos como usted…, pensamos que a pesar de todo era un niño; merecía las mismas oportunidades que cualquier otro. Le dijimos que podía tenerlo pero que no nos llegaban los medios para mantenerlo mientras su padre se iba poniendo peor. No había ni que hablar de no tener el hijo, desde luego, pero tendría que ser adoptado.

—Fue como si le hubiéramos dicho que lo matara. No deben adoptarlo, repetía, jamás debía ella perderlo de vista. Luego descubrimos por qué. Pero aún de haberlo sabido no veo cómo habría podido variar las cosas. La avergonzaba hablar con nosotros y no me extraña. Al menos, jamás habló del responsable. Y yo, desde luego, no quería oír hablar de un hombre como ese. De manera que se limitaba a estar sentada por la casa y a consumirse. Se sentaba nada más y no quería decir en qué pensaba, ni aun al cura. Claro; no se atrevía a contárselo. Yo tenía que ver como adelgazaba. ¿No soy una madre cruel e inhumana? —le gritó al silencio—. Permítanme que les diga que me quedaba despierta la mitad de la noche, todas las noches, y rezaba por ella y por el niño. No habría malgastado mis oraciones en eso si lo hubiera sabido. Creíamos que era la preocupación lo que la minaba, pero era eso que llevaba dentro, que la iba royendo. Justo antes de que fuera a llegar el niño se fue. Al día siguiente tuvimos una carta que decía que se iba a suicidar. Habiéndola criado como la criamos, pecaba contra el Espíritu Santo, contra la esperanza.

Cerró los ojos. Sus oyentes aguardaron con la esperanza de que replicara al silencio. Las llamas saltaban por entre el humo. Clare se dio cuenta de golpe de que debían conocer el contenido de la carta del suicidio. Recordó lo que el médico había contado a George acerca de la hija de la señora Kelly.

Con la esperanza de parecer tan idiota como su pregunta, dijo:

—¿Pero qué razones tenía para matarse?

—Ya puede preguntarlo. Tenía sus razones, pero no quiero hablar de ellas. Si es posible quiero olvidar.

Clare soltó un gruñido silencioso. Entonces dijo la señora Kelly:

—No, no puedo dejar que piensen que yo la arrastré a ello. Les contaré lo que ella no me pudo decir cara a cara.

Edmund le hizo a Clare una seña enérgica con la cabeza y mostró el pulgar levantado.

—No le bastaba con tener un hijo fuera del matrimonio —dijo la señora Kelly—. Eso no era suficiente pecado para ella. Intentó desembarazarse de él. Había oído hablar de un hombre que podía desembarazarse de los niños mediante la magia negra. Dios la ayude.

»No se libró de él. Él la obligó a prometérselo. Habiéndola criado como la criamos, prometió su hijo al diablo. Y él le dijo que nada, ni siquiera la muerte, la podría eximir de esa promesa».

Con los párpados fuertemente apretados se santiguó.

—Él debió darse cuenta de lo fácilmente manejable que era ella. La embaucó para que hiciera toda suerte de guarradas. Me las escribió todas, debió de disfrutar pensando que me lastimaría. Lo arrojé todo al fuego, no se lo dejé ver siquiera a mi marido. Este satanista era un viejo vicioso, asqueroso, que se aprovechaba de los bobalicones.

»Pero tenía poderes dados por el demonio. Se había conservado joven: se lo contó todo a Cissy, pero era realmente viejo por entonces, necesitaba alguien para cuidarlo. Ya lo habría cuidado yo —dijo fieramente—. Quería que el hijo de Cissy le cuidara, y enseñarle todas las porquerías que sabía. No sé qué la hizo cambiar de opinión, el caso es que terminó por odiarlo. Decía que le escribiría a él también para contarle lo que iba a hacer».

—Este tipo, el satanista —dijo Chris—, ¿aún vive?

—No, gracias a Dios. Esa fue la respuesta a una de mis oraciones. Tendría que haber sufrido como los que él hizo sufrir, pero murió en su cama, de viejo. A veces me pregunto qué hace Dios.

—Y su hija —dijo Clare—, ¿se mató después de nacer el niño?

La señora Kelly permaneció unos minutos en silencio. Fue a hablar una vez, pero la cara se le hundió y ensombreció… las sombras del fuego. Unas sillas de gelatina oscura bailaban y se contorsionaban, con un temblor lento, en las paredes.

La señora Kelly dijo bruscamente:

—La encontraron en una cueva en Gales. Alguien la había visto subir por una colina. Estaba muerta, pero eso, Dios nos valga, estaba vivo. Yo había llevado la carta a la policía. Ellos me lo comunicaron cuando la encontraron y tuve que ir a identificarla. Luego, en el hospital, me enseñaron al niño.

Chris bizqueaba ante las fotografías. Dijo:

—¿Tiene alguna foto de él?

—No tengo nada suyo. Y no quiero nada. Después de lo que hizo, lo único que quiero oír es que está muerto.

—Pero a usted le importaba él —intervino Clare—. Quiero decir que usted lo cuidó.

—Claro. No podía darlo a unos extraños. Parecía un niño tan mono. Eso fue una trampa del demonio para confundirme. Y yo le quería porque era de Cissy. No era culpa mía que hubiera ido al infierno, no crean, sólo que pensé que podía impedir que el niño siguiera el mismo camino, expiar lo que ella había hecho. La madre cruel quería expiar por su hija —dijo con voz ronca.

»Le tuvieron meses en el hospital. Dijeron que tendría que haber muerto. No sé si querrían decir que habría estado mejor muerto, aunque eso es lo que debieron querer decir. Cuando fui a recogerlo me dijo una enfermera… No, no, Dios me valga. No hablaré de aquello».

Las manos convulsas se asieron a la silla.

—Intenté criarlo como si fuera normal. El cura dijo que, con todo, era un hijo de Dios; era cosa mía el conducirlo por el buen camino. Dijo que seguramente Dios le había permitido vivir para que yo pudiera salvarlo. Dios sabe que lo intenté. Incluso le llamé Christopher…, que incluye a Cristo. Pensé que eso tal vez ayudaría.

Clare le guiñó a Chris. Las sombras bailaron en respuesta.

—Sufrimos privaciones para criarlo. Estábamos acostumbrados. Hasta le compramos comida especial para cambiarle los gustos —ella, o la luz, tuvieron un escalofrío—. Le dije que su madre había ido al cielo. Tal vez. La misericordia de Dios es infinita.

—Era mucho más inteligente que Cissy. A menudo le sorprendía observándome. El demonio lo había hecho inteligente…, fingía ser un niño y esperaba la oportunidad de ser un monstruo.

»Mi marido murió cuando él tenía cinco años. Tenía que criarlo con la miseria que me daban. No, eso no me preocupaba, podía prescindir de muchas cosas. Pero iba perdiendo la vista. Él me aterraba y lo sabía.

—¿Un niño de cinco años? —preguntó Clare.

—Querrá decir un monstruo de cinco años. Lo que pasa es que los niños son ángeles, ¿no? Le diré algo. Cuando tenía once años mordió a otro muchacho. ¿Sabía eso, señorita profesora?

—Yo vi cómo pasó —dijo Edmund rápidamente—. Yo también fui a Saint Joseph’s.

—¿Y dice que no era un monstruo? Lo llevé al médico pero no sirvió de nada. Llévelo a un psiquiatra, me dijo. Antes le habría llevado al satanista. Ni uno solo de esos hombres cree en Dios. Le hice jurar silencio al médico y se lo conté todo; entonces ya no estuvo tan seguro de sí mismo. Le dije que solamente la oración y la fe podían salvar a ese niño, y que él no podía demostrar lo contrario. No es que lo salvaran. No se puede salvar a un monstruo.

—¿Y dejó que el muchacho viera lo que pensaba de él?

—¿Si dejé que lo viera, señorita profesora? Se lo conté. Qué cruel, ¿no? Cuando mordió al niño se lo conté todo. Le enseñé la carta de su madre.

—¿Y eso le ayudó?

—¿Ayudarle? No se ayuda a un monstruo, a un demonio. ¿Es que no lo ve? —dijo la señora Kelly triunfalmente—, él ya sabía lo que era. Yo sólo le demostraba que yo también lo sabía.

El triunfo iluminó sus ojos inexpresivos; sonrió amargamente. De pronto se dio cuenta Clare de que imitaba a Bette Davis. No soportaba a ninguna de las dos.

—No, no quería ayudarle. Rezaba porque se salvara, pero mis ojos se ponían peor y yo estaba del todo sola. Mi único deseo era estar a salvo de él. No se engañen, habrían hecho lo mismo. ¿Les habría gustado verle comer a la mesa, oírle de noche en la habitación contigua? Yo me desvelaba rezando, con el miedo de que se introdujera en mi cuarto. Estoy segura de que mi crucifijo le alejó. Le dije que siempre lo llevaba encima. ¿Saben que él estuvo aquí cuando me quedé ciega? Acababa de dejar la escuela. Trató de fingir que quería estar en casa para ayudarme. Eché la casa abajo con mis gritos antes de que se fuera. La garganta me dolió días.

—¿Dónde se halla ahora, señora Kelly? —dijo Edmund.

—No lo sé —el tono era terminante. No mentía—. Y no quiero saberlo. Nunca volví a oír de él y eso me place.

—¿Tiene idea de adonde podría haber ido?

—Sabe Dios. No tenía trabajo cuando se fue. Se habrá ido al infierno.

Edmund, defraudado, movió la cabeza. Chris dijo:

—¿Cómo se llama el satanista?

Edmund le hizo una seña tensa a Chris. Pero ella dijo:

—Eso sí lo sé. Pero no voy a decírselo. Murió antes de que la policía pudiera ocuparse de él. Que siga enterrado.

La frustración de Clare se desahogó en un largo suspiro.

La sonrisa amarga se dirigió a ella.

—¡Qué terriblemente recalcitrante soy! La madre cruel que arrastró a su hija al suicidio y convirtió a otro niño en un monstruo. Pues escúcheme, señorita profesora. Le contaré hasta qué punto era un monstruo. Le diré algo de lo que pretendía no volver a hablar. Cuando le recogí en aquel hospital de Gales, una joven enfermera me llevó aparte. Me dijo que había algo que me habían ocultado. Me dijo lo que habían encontrado en la cueva.

Una cara naranja se adelantó asintiendo. Clare se echó atrás sin reconocer a Edmund; la luz del hogar volvía también naranjas a Chris y Georges. Débilmente y temblorosas saltaban las sillas por las paredes; la habitación, intranquila, se movía. El fuego tendía hacia las esquinas, tiraba de ellos.

—Tuvieron que extirparlo del cuerpo de ella. Como un tumor. Los médicos me lo contaron. Descubrieron que el cordón estaba roto. Eso demuestra que él no era parte de ella. Roto o cortado a mordiscos. Nació con dientes.

»Nació —dedicó a la palabra una sonrisa sarcástica— y después de lo que me dijo la enfermera, me lo llevé. Porque era de Cissy. Porque pensé que mi fe prevalecería.

»Encontraron a Cissy en la cueva —todas las caras naranjas alrededor de Clare se acercaron más—. Estaba muerta, pero ellos creyeron ver un movimiento bajo las ropas. Miraron, miró una mujer y vio moverse algo debajo de la piel. ¿Saben que era?

Es un relato de tercera mano, se tranquilizó Clare. La enfermera ni siquiera estuvo en la cueva. Y esta mujer exagera. No obstante, las caras naranjas la rodeaban, y la voz decía:

—Era él. El gusano de sus entrañas. El hijo del diablo —la voz desgarró la garganta de la señora Kelly cuando esta dijo—: Era su boca. Se estaba comiendo a su madre para abrirse camino.

Les condujo a la puerta diciendo:

—Me gustaría estar segura de que todos se van —oyeron su voz retirarse por el vestíbulo—. Desde el abismo te he invocado. Señor…

Clare dejó reposar la frente en la esquina de la casa. El ladrillo se hundió en los dedos crispados. La calle se movía como si la oscuridad fuese unas aguas tranquilas. Oyó las oraciones apagadas de la señora Kelly. Oyó que George decía:

—Pensaba que el asunto de la brujería era una excusa para él, de la misma manera que actualmente le encuentran excusas a todo. Pero puede que debieran haberle dejado morir silenciosamente en aquella cueva.

—Podría darle la dirección a la policía —musitaba Edmund—, pero entonces seguro que me dejaban a un lado. No he ido tan lejos para perder la pista ahora.

Ya había perdido la pista, pensó Clare. Levantó la cabeza. Por lo menos, ahora que había salido de la luz naranja, podía pensar a derechas. Miró la oscuridad en los escalones del final de la calle, miró en dirección a Granby Street, o Mulgrave Street, Princess Avenue.

—Mulgrave Street —dijo suavemente a Chris, quien tenía también los ojos en aquel lugar. Era el único que a lo mejor se tomaba en serio su repentina intuición. Apuesto a que el satanista vivía allí.