LUNES 15 DE SEPTIEMBRE

Cuando George llegó en su bicicleta, una mujer salía de la casa del médico.

—¿Hay mucha gente esperando? —preguntó.

—Media docena —tuvo que inspirar con un silbido—. No, uno acaba de entrar. Hay cinco. No, un momento. Hay una mujer con su hijo. A lo mejor vienen los dos a que los miren.

—Gracias —dijo George cuando tuvo la seguridad de que habla terminado.

Fueran cinco o seis valía la pena dar una vuelta por las calles laterales. Pedalear le relajaba. Diez minutos y estaría listo para tratar con el médico.

Se fue por Beswell Street.

Las casas eran hermanas siamesas. Un par compartía un porche no muy profundo, sostenido por una columna de piedra. La casa de la izquierda era de revoco hasta su mitad del pilar. En comparación, su gemela resultaba gris con sus variados ladrillos de tonos desvaídos. Algunas parejas, como buenas vecinas, se sostenían mutuamente con puntales de madera. Detrás de un seto pelado al cero y de unas cortinas polvorientas, George vio un jarrón de flores con la apariencia da haber estado durante años en un ático.

—Dile al doctor que tu amiga es amiga de la abuela de Kelly —había sugerido Chris—. Di que su abuela está preocupada por él y no sabes por qué. Que tu amiga te lo contó y que prometiste que procurarías ayudar. Así, no tienes por qué saber nada más.

Parecía bien pensado. Ruby Roberts había resultado ser paciente del doctor Miller. Se había alegrado al punto de las lágrimas al ver a George y había hablado de su madre durante horas y reforzado así la voluntad de George de ayudar a Edmund. Necesitaba más medicamentos. George tenía un buen motivo para ir a la consulta. Pedaleando, pasó por el viejo Smithdown Picture Playhouse, por entonces un supermercado. Los carritos de la compra reposaban la nariz uno dentro del otro. Al menos, Bill Williams mejoraba como operador, pensó mientras contemplaba el cine perdido. Dentro de diez minutos iría a la sala de espera.

Yendo por Tunnel Road estaba el antiguo cine de Fred Robinson, el Avenue, ahora un salón de bingo. Una vez George se había echado hacia delante para ver mejor una película y la primera fila del anfiteatro había cedido bajo su peso.

Pedaleó por las calles laterales ocupadas por hileras de casas que le conducirían allá. Pero no había calles laterales. Detrás de la calle principal, como detrás de un decorado de estudio, no había otra cosa que un yermo de arcilla pálida, arena y algunos ladrillos sueltos, unas pocas paredes garabateadas, una hoguera y una nube de polvo, ancha como una calle, que se cernía, prácticamente inmóvil, encima del barro naranja. En las gafas de George se empezaron a acumular motitas. Volvió pedaleando rápido a Lodge Lane. El paisaje le había intranquilizado, irritado.

El reloj parado de la torre de la biblioteca que había en Lodge Lane hacía como si fuesen las 8:24. George se tambaleó y echó una mirada furiosa a su reloj.

En Boswell Street había un payaso dibujado en una furgoneta de helados, el cual llevaba de turbante el contenido de un cucurucho. Cinco minutos. Algunos críos que salían corriendo de los baños se castigaban con toallas húmedas enrolladas.

Había un gato sentado en el mostrador de una carnicería. ECONOMÍA. O tenía que ver con libros, dedujo George del escaparate. En las calles laterales, muchas casas tenían hojalata por ventanas; era como una de esas películas de terror en las que la gente se vuelve y enseña los ojos llenos de maquillaje blanco. Un bebé con un chupete de goma roja estaba sentado en un carrito en el exterior de una casa ruinosa. George giró para esquivar la bota roja de un niño, la rueda de una cuna y un mogollón de jóvenes futbolistas negros. Estaba nervioso, desplazado.

Un minuto. Bien. Sin prisas. Los coches aceleraban y deceleraban en la tarde de Lodge Lane, con ojos brillantes. Los niños se metían delante de ellos, por hacer una machada. Por las calles laterales a su izquierda un friso de nubes alborotadas contrastaba con una banda naranja. Un conejo colgaba de un gancho por los pies en una ventana, con la cabeza envuelta en un plástico ensangrentado.

Aquello, por algún motivo, le trastornó. Casi raya los postes de la puerta del médico.

La casa se le abalanzó; por encima de la parte baja de las crujías lo miraban dos ventanas idénticas, ojos largos encima de un hocico más largo. Aseguró la bici con el candado y con paso rápido atravesó el arco del porche y se metió en el vestíbulo.

Una mujer cerró de golpe el cajón de un archivador y, en un único y vivaz movimiento, se volvió.

—¿Qué desea? —las puntas elevadas de sus gafas señalaron al reloj.

—Vengo de parte de Ruby Roberts.

Asintió al ver la cartilla. Los pedazos de cristal que adornaban sus gafas parpadearon.

—¿Lo de siempre? Le diré al doctor que extienda la receta. Así no tendrá que esperar.

—Eh, no. Si no le importa —tartamudeó George—, me gustaría tener unas palabras con él en persona.

—¿De qué quería hablar con él? —él se recuperó.

—Eso se lo diré yo a él, si no le importa.

Ya en la sala de espera descubrió que el corazón le saltaba en el pecho. Miró los dedos entrelazados y se obligó a respirar pausadamente. Detrás de él, Gilbert y Sullivan parloteaban alegremente. Sonó un timbre. Un hombre se metió tosiendo y arrastrando los pies por una puerta lateral; el borde de su abrigo coleó a su espalda y barrió algunos envoltorios de toffee. George deseaba que parase el bla-bla-bla de la música, que los dos pequeños no charlaran entre las sillas donde la miope de su madre no podía verlos. Hurgó en un montón de revistas. Ajá, el Beano. ¡Biff! ¡Uhg! ¡Uf! El timbre sonó: «Tirad pa’dentro, cabroncetes». La mujer empujó a sus niños hacia la puerta lateral. Ruby era amiga de la abuela de Kelly. ¿O de la señora Kelly? No, ese podría no ser su nombre. ¡Zas! Arj. El timbre sonó. El timbre sonó. George dio un brinco. Estaba solo en la sala de espera. El timbre sonaba por él.

Entró, majestuoso, en escena, tal como su padre solía describir su entrada… y se detuvo desconcertado. La habitación del médico, su silla, la mesa y los demás muebles eran enormes. Al ver las flores detrás de las cortinas floreadas, George se dio cuenta de que la habitación era normal. Era el doctor quien resultaba pequeño. Pero ya había perdido la compostura.

El doctor se volvió en su silla giratoria; sesenta años o más. Los tendones del cuello eran pronunciados y tensos; en la calva cabeza reluciente no había arrugas.

—¿Para Ruby Roberts, no es eso? —dijo, mientras garabateaba algo.

—Así es —mientras intentaba recuperar la compostura, a George sólo le quedaba hablar—: Me pidió…

—Sí, ya sé, ya sé. Lo de siempre —con el ceño fruncido, alzó los ojos a George, sentado enfrente de él—. ¿No es así?

Por un instante, George quiso coger la receta e irse. Sentía la impaciencia del hombre; su ímpetu arrastraría a George si no lograba disminuirlo.

—Creo que sí —dijo despacio—. Dijo que quería un tónico.

—Sí, sí. Su tónico para los nervios —George le había puesto más impaciente. Los tendones de la mano se marcaron y dejaron ver su funcionamiento bajo la piel casi traslúcida. Era un armazón de cables, desguarnecidos por la energía que había consumido la carne sobrante. Incluso la cabeza parecía haber prescindido del pelo.

George inspiró lenta y hondamente.

—Doctor Miller.

—¿Sí? —encajó la tapa del bolígrafo con un chasquido, y ante el silencio de George, levantó los ojos—. ¿Sí?

No era capaz de contar esas mentiras. No, si tenía que combatir la impaciencia del médico o que someterse al escrutinio de los vivaces ojos azul claro.

En su trabajo el doctor tenía que leer constantemente a las personas. Dedujo de la expresión del médico que algunos de sus pensamientos le habían salpicado el rostro. No tenía importancia.

—No importa.

El médico suspiró y se echó para adelante.

—Siempre que me dicen eso es que importa —por debajo de la impaciencia, George vio una preocupación incipiente—. Bueno, ¿cuál es el problema?

George aprovechó el momento de buena disposición del médico para escuchar, y dijo:

—Busco a Christopher Kelly.

—Entonces es usted —una emoción indescifrable le revoloteó por el rostro—. Usted es ese escritor.

—No, no lo soy —se dio cuenta en seguida—. Leyó lo de la encuesta.

—Lo hice.

—Entonces leyó acerca de mí. Soy el hijo de la mujer que mataron.

Ya, al que no le gustaba lo que hacía el escritor. Examinó los ojos de George—. ¿Y por qué busca a Christopher? —preguntó.

—Quiero verle sufrir. Quiero estar presente cuando lo atrapen. Y si puedo lastimarlo no me importará ir a la cárcel por ello. Debían reinstaurar la tortura para él. No me devolvería a mi madre pero me haría sentir mejor. Ayudaría incluso a mutilarlo, se lo aseguro.

Un pájaro gorjeó. El silencio se le había llenado a George de su propia sorpresa. No había sabido lo que sentía hasta el momento de hablar. No se lo había podido decir a nadie, ni siquiera a Alice. El alivio lo enervó.

El médico le observó. George recogió la receta y se levantó.

—Lo siento. Sé que sus pacientes confían en usted. He venido a intentar que traicionara esa confianza.

Estaba ya en la puerta cuando el médico dijo:

—¿Acaso me he negado a hablar con usted?

George se volvió. Una emoción secreta le revoloteaba al médico por el rostro.

—Di mi palabra en ciertas cosas —la voz era tan confidencial como la mirada—. Pero eso no equivale a un voto de silencio. ¿O sí? —preguntó.

—Creo que no.

—Siéntese —el médico había recobrado su presteza resuelta—. No puedo decirle dónde encontrar a Christopher Kelly —dijo como preámbulo—. No lo sé.

—No creo que en caso contrario me lo dijera.

—No, claro que no. Pero me gustaría que supiera algo de él. De su historial.

—¿Eso explica lo que le hizo a mi madre?

—Quizá —en ese momento, George tuvo la seguridad de que el alivio del médico ante la ocasión de hablar era tan grande como el suyo propio—. Depende de si cree usted en la magia negra.

George recordó cómo Christopher Lee le gritaba a un esqueleto a caballo; pensó en Barbara Steele, la muchacha de Birkenhead, con la cara pintada de verde.

—No creo en lo sobrenatural.

—Yo tampoco creía —la mirada del médico se interiorizó—. Yo tampoco creía.

La mujer de la lavandería les había dicho algo a Chris y a Clare…

—La madre de Kelly, ¿se metió en cosas de magia negra?

El doctor asintió con la cabeza.

—Hasta años después no supe que estuvo mezclada. Oí lo de la magia negra de otra persona.

El médico se reclinó, menos para relajarse que para prevenir el esfuerzo.

—¿Qué habría hecho usted? —al oír el principio de una historia, George se relajó…, se dio cuenta de que sin forzarlo, el médico había reconocido que era Kelly al que perseguían. Se las ingenió para que no se le notara la reacción.

—Había una mujer, una de mis pacientes habituales. Eso fue hace veinticinco años, pero no voy a decirle el nombre. Una hipocondríaca. Todos los médicos las tenemos. Es una enfermedad incurable —sacudió la cabeza, como para apartar algo—. La mente puede ser algo terrible, ya sabe. ¡Cuánto sufrimiento puede causar!

»Esta mujer sufría. Horriblemente. Lo gracioso era que no creía en la medicina…, la clase de medicina que le dábamos aquí. Era devota de las curas milagrosas. Mi tarea era tranquilizarla cuando estas no funcionaban. A veces curarla de ellas. ¡Las cosas que le engañaban para que se tragara!

»Encontraba nuevas dolencias en los diccionarios de medicina. Yo creía que en la biblioteca no se los deberían dejar leer, pero en ese caso ya se habría inventado algo. El problema era que no era inteligente. Cuando se le había metido una idea en la cabeza se necesitaban diez hombres y un bulldozer para sacársela. Jamás logré convencerla de que mis medicamentos no creaban dependencia.

»Pues bien. De repente desapareció durante varios meses. Llegué a pensar que había encontrado el milagro. Un día volvió. No me dejó escribirle la receta. No quería eso. Quería preguntarme algo.

»Estaba preocupada. Más que de costumbre, mucho más. La verdad, tuve la sensación de que si le daba una respuesta equivocada le entraría el pánico. Le llevó algún tiempo arrancarse la pregunta. Pues bien, quería saber si se podía predecir de antemano si un bebé nacería deforme.

»No, no dijo “deforme”. Dijo “monstruoso”».

Asintió vehementemente con la cabeza. George se preguntó si habría entendido más de lo que había.

—¿Dice que no era la madre de Kelly? —dije por decir algo.

—No, no. Ese es un asunto completamente aparte —arrugó las cejas con fuerza, como para exprimir algo—. Jamás vi a la madre de Christopher —por un instante la emoción se asomó traspasando su pose; desapareció antes de que George pudiera interpretarla. Las cortinas, que llegaban al suelo, se arrastraron, crujientes.

—Yo quería saber quién le había estado diciendo a esa mujer esa clase de imbecilidades. Pero se negaba a contarlo. Noté que sospechaba que eludía su pregunta. No es que me la tomara en serio, pero la angustia que iba por debajo era otra cosa. Le dije que no existían razones para que fuera a tener un niño deforme. Andaba por los treinta años y pico. No había dificultades médicas, Le dije que ni siquiera el que se preocupara podía lastimar al niño. Esperaba que fuera cierto. He visto algunos fenómenos graves de nacimiento durante mi vida. Muy, muy graves —se apretó los ojos con los dedos—. Luego le dije sin más que se fuera a casa y no prestara atención a más imbecilidades.

»No volvió durante un par de meses…, lo que, por supuesto, era raro. Cuando lo hizo estaba mucho más al borde del pánico. Pensé que se había quedado en casa sentada, exaltándose, ¿pero sabe lo que me dijo? Su marido le había prohibido venir porque decía que le había mentido. El bebé iba a nacer monstruoso.

»No me gustaría repetirlo lo que le llamé. Le dije a ella que si él pensaba poder hacer mi trabajo que se pasara por aquí un día de estos. Le dije que me lo enviara de todas formas, si se atrevía a venir; y si no, que dejara de atender a sus niñerías. Pienso sinceramente que, por una vez, logré convencerla. Cuando se fue, en efecto, parecía feliz».

La atención de George se desviaba. Esta historia no podía ser el necesario eslabón que él había esperado. Al parecer, el médico sentía tanto alivio al hablar, que desvariaba. George miró a su alrededor e hizo limpieza mental de la oficina. Unos recetarios colgaban hacia afuera de su casilla; se contuvo y no los colocó en su sitio.

—Cuando volvió la siguiente vez, estaba totalmente aterrada.

Tenía la voz ronca; los ojos le brillaban como cristales a los que el recuerdo inmovilizara.

—Sabe, no fue su marido quien le dijo por vez primera lo que le ocurría al bebé. Fue otro hombre, el cual tenía poder en ella y en su marido. Esas fueron sus palabras: tenía poder. Y no se había limitado a decir que el bebé nacería monstruoso. Había dicho que él lo haría nacer así.

»No me enfadé con ella, ni siquiera cuando se negó a decirme su nombre. Hubiera hecho que lo visitara la policía, puede creerme. Me contó cómo había sabido de él. Vio un anuncio suyo en un escaparte, entre otras tarjetas…, no quiso decirme dónde. Prometía juventud, nuevas energías, salud total, el significado de la vida y las imbecilidades de siempre. Me dijo su lema: “La vía del poder absoluto”.

»O sea, que fue a la dirección de la tarjeta —el médico echó una mirada lateral a un recuerdo, como si columbrara algo por el rabillo del ojo—. Nunca me lo describió ni aun cuando se lo pedí. Fue como si le hubiera preguntado cómo era Dios o el diablo. El mismo tipo de terror sin mezcla. Eso era una parte de lo que hacía.

»Dijo que antes de nada le preguntó por qué había ido. Tanteaba lo mentecata que era. Luego dijo que iba a modelarla. Y le hizo una figura de ella, en una especie de arcilla. Tuvo que sentarse en una inmovilidad total durante una hora. Si movía, aunque sólo fuera un dedo, la miraba, y ella se sentía como si hubiese cometido el más grave de los pecados.

»Aquello fue la primera experiencia de su poder. Aun siendo inglés, era un hechicero. Así actúan…, convencen a sus víctimas de que han sido aojadas, y para que la maldición actúe sobre sus mentes. Pero este puerco era inglés.

»Dijo que la figura era idéntica a ella. No muy parecida…, idéntica. Como si estuviera en sus manos, tornada gris y marchitada. Le dijo que así era ella, pero que él la cambiaría.

»Dijo que la volvió más joven con sólo alisar un pequeño fragmento de arcilla. Todos le decían que estaba varios años rejuvenecida. Claro, ella siempre parecía más vieja de lo que era, por la angustia. Pero, no sé, a mí me dio la impresión de estar más joven el día que vino a verme después de desaparecer durante meses. Aunque no podía estar seguro porque me fijaba más en lo preocupada que estaba.

»A continuación, la hizo más saludable. Sumergió la figura en unas hierbas, y por supuesto, no había venido a pedirme medicamentos durante meses. ¿Entiende usted por qué creía en él?

»Luego metió en el asunto a su marido, porque el hechicero se lo pidió. Bien, él no necesitaba milagros. No era inteligente, pero jamás en la vida me había necesitado. Debí haberme dado cuenta de que algo iba mal; no era de los que se lían en ese tipo de cosas, pero pensé que lo hacía por complacerla. Pues ella me dijo que se sentía como un hombre nuevo. Empezaron a ir juntos a las reuniones.

»No me dijo mucho de las reuniones…, o más bien yo sabía que había mucho que no me contaba. Se reunían en el sótano de la casa del hechicero, así como una docena de víctimas. Y les obligaba a hacer cosas.

»Ella no entendía siquiera las cosas que me contaba. Los hacía ponerse en círculo y él en el medio con todas las figuras. Movía las figuras como en un baile y todos bailaban a su alrededor. Dijo algo extraño, sin querer mirarme…, dijo que a ella no le gustaba bailar tan lento, pero que era así como él movía las figuras.

»Me mostró cómo bailaban. Decía que a ella no le importaba, pero no estoy muy seguro. Levantaban los pies todo lo alto que podían y se contoneaban con las piernas muy abiertas. Pero muy, muy lentamente. No me gustó; era muy desagradable ver a esa mujer preñada bailando de esa manera, delante de mí, era, en cierta medida, degradante. Él decía que aquello contribuía a su poder o una memez por el estilo. Yo creo que era para demostrarles cuánto los despreciaba.

»Sabía que no le gustaban las reuniones, que iba a las menos que se atrevía. Algunas de las cosas que hacía con las figuras no le gustaban. Hizo abortar una mujer sin ni siquiera tocarla…; probablemente se trataba de una pseudociesis, un embarazo histérico.

»Pienso que se habría negado a ir a las reuniones si él no hubiera tenido aquella figura suya. No le gustaban algunas cosas que les hacía hacer a todos. La obligaba a pensar cosas de ella o de los demás. La hacía hacer cosas para mirarlas. Y ella no podía evitarlo; decía que no quería. Sólo más tarde se sentía mal.

»En la última reunión a la que fue, él hizo que uno de los otros hiciera algo. Fuera lo que fuera, la determinó a no volver jamás. Acababa de decidirse cuando él le dijo que estaba embarazada».

El médico se echó hacia delante. La silla crujió audiblemente. Los ruidos de la habitación anegaron a George. Las cortinas medio despiertas, ondulaban.

—Lo que la asustó es que ella misma no se había enterado de que estaba embarazada. Él sí, como si pudiera ver en su interior. Le dijo que si resultaba que no lo estaba, no tendría que ir a más reuniones. Así que, cuando resultó que lo estaba se asustó y volvió.

»Luego le dijo que tenía que prometerle el niño».

—¿Y qué pasaba con su marido? —inquirió George—. ¿Qué demonios hacía?

—Se estaba quieto. Al principio, ya sabe, no había creído al hechicero. Había sido necesario que le demostrara el poder; es lo que ella dijo. Y después de eso, ya no se atrevió a abrir la boca. No sé cuál pudo ser la demostración. A pesar de todo, ella no quería prometer el niño. El hechicero no discutió. Solamente dijo que si no se lo daba, daría a luz un monstruo.

»Y ella no sabía qué hacer. Si volvía, tendría que prometer. Si no, hacía que su niño naciera monstruoso. Le seré franco, no supe qué creer. Y ella, con su insistencia en las cosas que él podía hacer, en lo viejo que le había dicho que era y las cosas que él y nadie más sabía, no me ayudaba. Cosas como que podía cantar sin palabras con una voz terrible y profunda y hacerla sentir que algo salía a su espalda, bien de la tierra o bien de la pared del sótano, y tonterías por el estilo. Lo que quiero decir es, ¿la habría creído usted?»

—No lo sé —la historia y el lugar, en medio del olor antiséptico, habían intranquilizado a George. De pronto se dio cuenta de que el médico había tenido la esperanza de que dijera «NO».

—He conocido a embarazadas que estaban prácticamente locas —el doctor Miller se puso un poco a la defensiva—. Pensé que la historia era una exageración, con la magia negra y la conspiración de su marido en contra de ella. Pero pensé que algo más que su cerebro iba mal allí. Así que le dije que se fuera a casa y que hablaría con su marido.

»La idea no le gustó, pero no se le ocurría otra. Fui a su casa la noche siguiente. Ella debía haberle dicho que yo vendría. No sé qué más habría dicho, pero tenía un moratón en la cara del tamaño de un puño.

»Le pregunté qué era esa tontería del vudú y me dijo que ella se lo había inventado casi todo. Él no le había dicho que el niño sería un monstruo, sino sólo que yo no podía estar seguro. Oh, sí, claro que había habido un curandero; incluso una vez ella le había pedido que la hiciera abortar. Pero lo demás eran imaginaciones de ella. Aun así, no le gustaba el efecto que el tipo tenía sobre su mente, o eso dijo. Ella no volvería a acercarse a él. En efecto, planeaban salir de la ciudad.

»Le creí, porque decía lo que yo había pensado. Lo único raro es que no paró de gritar. Recuerdo haber pensado que no le hacía falta gritar para convencerme. Creo que gritaba para agallarse a sí mismo. No quería creer que estuvieran aún en poder del hechicero. Pienso que por eso la golpeó, por hablarle de lo que él quería olvidar.

»Ella no dijo una palabra y no sé lo que pensaría. Así, pues, le dije que la cuidara, que la tratase con cariño…, no quería ver más moratones y él sabía que hablaba en serio. Intenté hacer que me dijera el nombre del hechicero pero no quiso. Dijo que el tipo iba a abandonar sus supercherías. Mentía, claro está.

»He de decir que me sentía bastante contento de mí mismo. Al no volver a verla, creí que él se había puesto a cuidarla debidamente. Debía de haberlos visitado, ya lo sé, pero no tenía tiempo —dijo con voz ronca—. Tenía una comadrona en caso de que no se hubieran ido de la ciudad antes de que el niño llegara…, yo le dije que procurara mudarse antes de eso. Por supuesto, ella no confiaba en los hospitales.

»Una noche, su vecino de al lado llegó corriendo a decirme que el bebé iba a venir».

Aunque la oscuridad en la habitación era densa, el médico no hizo gesto alguno de encender la luz. La penumbra parecía agradarle, y el poder tener los ojos abiertos sin ver. Al otro lado de la ventana, unas flores, de forma abultada sobre sus finos cuellos, cabeceaban; las cortinas rascaban, suave e incesantemente las maderas del suelo. George vio cómo la oscuridad llenaba la cara del doctor.

—La comadrona había ido a atender una llamada. Quería que fuera yo; no servía ningún otro. Me dijo que su amiga estaba aterrada, no se sabía lo que sería capaz de hacer.

»Sólo tenía un par de pacientes esperando. Los despaché todo lo rápido que pude y me fui a toda prisa para allí. Ella estaba en cama. Me di cuenta de que el bebé llegaría en cualquier momento. Boqueaba, pero pudo decirme que sentía ya al niño. Sentía cómo se movía, aulló. Sentía que era un monstruo.

»Eso fue todo lo que le dio tiempo a decir. Yo sólo podía darle instrucciones al marido y empezar a ayudarle al parto».

Ya no tenía cara, era una oscuridad que hablaba.

—No fue un parto difícil. Recuerdo que oía a unos niños en la calle y una pelota de fútbol que golpeaba la pared de la casa. Corría una poca de brisa; era un atardecer como el que hemos tenido hoy. Yo le saqué aquello en un atardecer como este. La verdad es que la cabeza parecía casi normal.

George miró a la oscuridad. Esta se había quedado en silencio. El único ruido de la habitación era el tenue crujir aceitoso de las cortinas de plástico. La oscuridad se le echaba encima, la explotaba detrás de los ojos.

—¿Estaba muerto? —Era lo más cercano a una expresión de su intranquilidad que pudo decir.

—No podría haber vivido —George percibió la vergüenza, el reproche, el recuerdo de su incredulidad.

La lámpara del escritorio arrojó un cono de luz. En la cara del doctor Miller no había expresión; quizá lo había preparado en la oscuridad.

—Estaba… —dijo George, sobresaltado por la luz, y deseó no haber comenzado la pregunta. Sin acabar, parecía que hubiera repetido la pregunta anterior, como un entrevistador despiadado. Tuvo que decir—: ¿Era tan horrible como ella temía?

—Sí. Lo era.

El médico tenía los ojos en blanco, como si se negara a permitirles que se llenaran. George trató de apartar la vista, pero el médico interpretó la mirada como una pregunta.

—No le contaré más —dijo. Y George se dio cuenta de que esperaba que no se lo contara—. Medía casi dos pies de largo.

George desvió los ojos hacia el reluciente trozo de pared amarilla iluminado por la lámpara, suave como la gelatina, a las flores de aspecto grasiento que se balanceaban en las cortinas de plástico, a cualquier cosa.

—Ella nunca lo vio. Lo oculté —añadió el doctor Miller rápidamente, deseoso de terminar—. Un par de semanas más tarde, no obstante, el marido vino a por calmantes para ella. Ella se había enterado ya de que el niño era un monstruo. Él no la pudo convencer de lo contrario. Estaba convencida además de que el niño aún se movía.

»No es que viviera. Se movía. Dijo que el hechicero podía hacer que tal cosa ocurriera, con su figura. Decía ella que saldría arrastrándose de donde quiera que estuviese y que volvería con ella. Soñaba que se lo encontraba reptando por el salón, cubierto de tierra. El marido no se atrevió a preguntarle qué pinta tenía —violentó su propio silencio y añadió—: Le di los calmantes. Poco después se mudaron a otra casa y nunca más los vi».

Las flores borrosas asomaban por la ventana y daban golpecitos.

—Y todo esto, ¿qué tiene que ver con Kelly? —preguntó George, furioso con la oscuridad que más allá de la lámpara lo encerraba.

El médico meditó con el ceño fruncido. Por fin, dijo:

—La mujer de la que le he hablado no prometió a su hijo. La madre de Christopher, sí.

—¿Quiere decir que aquello la angustió tanto que lo convirtió en lo que es?

—Tal vez —el médico lo miró como si no hubiera prestado atención.

—¿Asistió usted el parto?

Durante un instante las emociones ocultas del médico relampaguearon con nitidez: horror, consternación.

—No —aquello desapareció—. Yo no tuve nada que ver. Fue un médico de Gales, pero está muerto. Me habría gustado hablar con él. La madre de Christopher lo hizo —volvió a aflorar la consternación—, pero estoy seguro de que exagera.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—No, lo siento —se levantó bruscamente, con determinación—. Le di mi palabra. Acordamos olvidar el pasado. Y además creo que ella le daba demasiada importancia. Pensaba que el andar dándole vueltas tan sólo haría peor al muchacho. Si se le hubiera dejado en paz, las cosas le habrían ido bien. El hechicero estaba muerto —había un tono de desafío—. En parte se lo prometí por eso.

—No entiendo —George esperaba que aquello cambiara algo las cosas—. ¿Qué pasó con la madre del muchacho?

—Murió. Está muerta. Y basta. Ya he dicho demasiado —impaciente, ajustó los bordes de sus montones de impresos, y corrió la cubierta del escritorio.

George se levantó.

—Bien, gracias por su ayuda —notó que las piernas le temblaban.

—Por supuesto —se medio murmuró el médico a sí mismo—, la abuela del muchacho podría contarle el resto.

George observó la cabeza calva.

—¿Me daría sus señas? —dijo con más incredulidad que esperanza.

—¿Esperaría usted que lo hiciera?

—No, no lo haría.

—Ni ella —dijo el médico despacio—. Ni ningún otro. Sin embargo, no me queda ya mucha cuerda. Y si le dijera a alguien quién le dio las señas, lo único que tendría que decir es que no lo hice. Creo que ya es hora de que se le recuerde de lo que es responsable. Vive en el 2A de Mozart Street. Se llama Mary Kelly.

Ya en la puerta que daba al salón, George volvió los ojos. El doctor Miller estaba aún sentado en medio de la isla de luz, una pequeña figura posada en una silla giratoria. Parecía aliviado aunque inseguro. ¿Inseguro de haber hecho lo correcto? De repente supo George que el médico había reflexionado sobre qué hacer desde que leyó el reportaje sobre la encuesta. Tal vez había esperado con aprensión durante muchos años tal reportaje. Pasada la sala, la recepcionista, sin duda, su mujer, preparaba la cena. George salió deprisa y se detuvo, golpeado por el ronroneo urbano de la noche.