—Cielos —dijo Clare—, me olvidé de advertir a George que eres vegetariano.
Conducía por Prescott Road hacia Newsham Park, al lado opuesto al del cine. Eran casi las seis. Detrás de las vallas de hierro al borde de la acera salía la gente de las tiendas con el periódico de la tarde. Los autobuses graznaban; algunos patos, de regreso al parque, los sobrevolaban y graznaban. Unos niños veían cómo un gran gusano verde se retorcía por televisión.
Clare giró junto a una cinemateca que parecía un comercio más. A su lado pasó vertiginoso un sauce. En un área de cien yardas el silencio, sólo roto por el traqueteo de Ringo, señoreaba la calle. Jardines asilvestrados y descuidados pasaban junto a ellos. Los árboles y las bajas tapias tenían una pintura de musgo. Un caniche lavado con champú y un león los miraron desde una ventana.
—Edmund ni siquiera te había mentado a George —le dijo a Chris—. Le telefoneé para agradecerle la invitación. Ha decidido que, después de todo, quizá pueda ayudar a Edmund. Pues bien, yo le hablé de ti y dijo que tú también tenías que ir a cenar —condujo despacio y fijándose en los rótulos de las calles—. No entiendo a Edmund. Parecía agradecido cuando le contó cómo nos habías ayudado.
—¡Qué le vamos hacer! Así son las cosas.
Eso era de un libro que a Rob le gustaba.
—Creo que te gustará George. Y apuesto a que su mujer es agradable.
Filas de casas de tres pisos pasaron; los cables de los timbres agujereaban las puertas. Dylans, cantantes y asombrados conejos disecados miraban desde sus pósters por las ventanas. Al final de la calle, el parque se extendía con un toque de árboles y dejaba sitio a un cielo cubierto en buena parte por unas alas gemelas de nubes blancas. Ajá, Hampstead Road. Clare torció a la derecha y ahí estaba la casa de los Pugh.
Estaba dentro de una hilera. Una valla baja separaba las crujías pintadas de carmesí de la acera. La puerta de entrada estaba pintada de naranja, así como los ladrillos de alrededor de las ventanas. Las cortinas, tras las cuales George se levantó al verla, eran naranjas y rojas. Todos los colores estaban aún bastante brillantes. Edmund se volvió a saludar por las cortinas, de nuevo con un ligero regocijo.
La puerta se cerró con un golpe seco.
—Este es Chris —dijo Clare—. George —este la miró divertido y ella corrió el riesgo—. Como mi guitarra.
—Siempre dice lo mismo. Os voy a presentar a mi mujer, Alice.
Era una casa larga y estrecha. Al fondo se abría una puerta por la que entraba el sol.
—Esta es Clare. Y Chris. Mi mujer, Alice.
Esta salió de su aura borrosa en la caja de luz. Bajo un pelo que empezaba a ser gris había una cara con una boca ancha y sonriente; añadió unas arrugas más a las que ya tenían los ojos. Caderas anchas; los niños le habían desfigurado los pechos. El vestido ligero bajo su delantal estaba algo pasado de moda, limpio pero desgastado. A Clare le gustó la mujer en seguida.
—Estoy encantada de conoceros a los dos —acompañó la sonrisa con una risa—. Perdonad que no os dé la mano, pero las tengo grasientas. Me reuniré con vosotros para charlar en un momento.
—Alice —dijo Clare—. Lo siento muchísimo, me olvidé por completo de decirte que Chris es vegetariano.
—No te preocupes por eso. Chris, ¿comes huevos? Entonces no hay problema. Supongo que te gustan los animales. Entonces te divertirás aquí. Esto es una casa de fieras.
Eso parecía. En la habitación que daba a la fachada y que resultaba de haber unido dos habitaciones, un gato de aspecto gordo y perezoso acechaba, sentado, a una mosca cercana. Unos peces boqueaban al aire o retorcían formando surcos dorados. La nariz negra y blanca de un conejo se aventuró a asomar por encima del brazo de un sillón, moviendo su Y rosa. Dos niños tranquilizaban al conejo.
—Fíjate en Flopsy. La has asustado —dijo la niña (¿de doce años?).
—Ahí lo tenéis —dijo Edmund a Clare, reclinándose cuan largo era. Docenas de daguitas se bombearon y tensaron sobre su estómago—. Entrad, entrad.
George sirvió un jerez a Clare.
—No, gracias —dijo Chris—. Me encantaría un vaso de leche.
—Soy Olivia —dijo la niña, admirada por los pantalones a retazos de él—. Te traeré la leche.
—¿Tampoco bebes cerveza? —preguntó Edmund un poco divertido—. ¿Qué te ocurre?
—A un hombre que no bebe no le ocurre nada —dijo George—. «Oh, duende invisible del vino, si no se te conoce por nombre alguno, llamémoste demonio», y es Yago el que le contradice. Ted, decías que eres de Liverpool.
—¿Quieres coger a nuestra Flopsy? —dijo el niño (¿once?) a Chris.
—Sí —pero apenas le echaron la conejita en el regazo esta saltó y golpeó el suelo con las patas traseras. Se quejó.
—No hagas eso, Mark —dijo Olivia, que regresaba con la leche—. No debe de sentirse a gusto con tantos extraños.
—De acuerdo —dijo Mark, malhumorado. Miró a Chris y se iluminó—. ¿Te gusta la astronomía?
Clare se acordó de no echarle una sonrisa confidencial a Chris.
—¿Recuerdas los tranvías que iban por el medio de la calle? —le decía George a Edmund—. ¿Y el ferrocarril elevado sobre la carretera del muelle? ¿Ibas a ver cine a todas partes de la ciudad? Yo sí, Cuando era joven, por si mis padres no las contrataban. Luego, cuando me metí en el negocio, los amigos me dejaban ver sus proyecciones. Nunca olvidaré alguno de esos sitios —la conejita galopaba dando vueltas por la habitación—. El Mere Lane, donde nunca encendían las luces. Nunca vi bien cómo era. Y el Essoldo Litherland, donde solían comenzar la película antes de abrir las puertas. Ah, sí, el Winthe Gardens de Waterloo que en su última semana puso todos los viejos filmes de la Hammer y dejaron entrar a los niños. Supongo que pensarían que no tenían nada que perder. No les hizo daño a los niños; se perseguían por ahí y sólo se sentaban para ver a los monstruos. Ay, esos viejos cines… Puede que hoy la proyección sea mejor, pero han perdido toda personalidad. ¿No tienes recuerdos de Liverpool?
—Supongo que el lugar tiene cosas buenas —dijo Edmund—, si eres un cantante pop o uno de esos poetas de Liverpool. Pero no es bueno para alguien que se dedique a lo que yo. Se tiene que cortar todos los lazos e irse a donde está el dinero. Es decir, a Londres.
—¿Tus padres viven aquí todavía? —dijo Clare.
—Sí, en Aigburth. Los invité a cenar la noche pasada —dijo a Clare con una mirada como si ella debiera haberle dejado que la llevara—. Ah, tengo que contarte algo —dijo a George—, en la mesa de al lado había un maricón increíble al que un pobre imbécil había tenido que invitar a cenar. Por lo que decía, un actor.
Clare se desentendió de la anécdota. Chris admiraba una muñeca japonesa que Olivia le había pasado.
—Y el maricón se levantó y dijo: «Oh, no puedo comer esto. No puedo. Por favor, quítenmelo de delante». Me parece —levantó la voz al terminar—, que si le invitan a uno a cenar, uno debería comer lo que le pongan.
—Si me pongo a cocinar —intervino Clare— me agrada saber que lo van a disfrutar.
—Es increíble —Chris devolvió la muñeca. Se produjo un silencio embarazoso.
—En este sitio mea Flopsy —gritó Mark sin darse cuenta de que su voz no tenía con quien competir—. En la caja. Antes se meaba en todo el mundo —confundido por el silencio, levantó la vista.
Clare le sonrió, Chris asintió y Alice abrió la puerta.
—Venid a por ello —exclamó.
Detrás de la larga mesa, un grifo soltaba agua gota a gota en el fregadero metálico. Alice lo apretó. Un molde de hojalata con pudding se elevó de una cacerola de agua hirviendo y volvió a caer y a caer y a caer. Alice fue pasando tazones de sopa de pollo casera; George abría las botellas.
—Tenemos que agradecer el vino a Ted.
—Gracias, Ted —entonaron los niños a coro.
—No tiene importancia. Es lo menos que podía hacer. Pasadme la sal.
Ya alargaba Olivia la mano a la vinagrera cuando Alice dijo:
—Demos antes las gracias al señor, Olivia.
Ella y los niños susurraron. George inclinó la cabeza, pero Clare se dio cuenta de que era un gesto de ritual. Al otro lado de la mesa le sonrió Chris; olfateó la impaciencia de Edmund, junto a ella.
—¿Quieres zumo de pomelos? —preguntó Alice a Chris.
—Sería fantástico. Gracias.
—La verdad es que es completamente auténtico. No es fantástico en absoluto.
—Olivia —dijo Alice.
—Bueno, eso fue lo que me dijo nuestro profesor cuando le dije que una cosa era fantástica.
Edmund terminó de sorber la sopa.
—Esa es una de las cosas malas de Liverpool —le dijo a George—. La comida. No he hecho una comida realmente buena desde que volví aquí…, es decir, aparte de esta. Anoche intentaron persuadirme de que no podían cocinar el Steak Diane junto a la mesa. Te puedo asegurar que pronto puse las cosas en su sitio. Y les dije cuánto coñac tenían que ponerle. Esto tiene buena pinta —dijo al pasar Alice corriendo con una cacerola humeante de carne picada con puré de patatas.
—Especialidad del chef para ti —le dijo a Chris. Lo observó aprobadora mientras este se comía una enorme tortilla con ensalada—. ¿Es divertido actuar? —preguntó.
—Ajá. Lo es, desde luego. La mayor parte del tiempo hago lo que me gusta, soy yo mismo y esas cosas. Me figuro que soy más auténtico cuando actúo. Sea como sea yo auténticamente.
—¿Has interpretado a Shakespeare? —dijo George.
—Sí, en la escuela. No estoy realmente metido en ese tipo de teatro. Yo improviso más.
—George —dijo Alice—. Tú y tu Shakespeare.
—Si me dices un dramaturgo mejor, te compro un yate. ¿A que es cierto? —se dirigió a Chris—. En Shakespeare está todo. Hace que uno sienta las cosas como nunca las sintió antes. Él dice lo que sea mejor que nadie. Háblame de cualquier libro y te demostraré que la historia se encuentra en Shakespeare.
—Hay algunos que él no escribió —dijo Edmund.
—Escribió todos los que valía la pena escribir. Todas las películas que yo veía antes sacaban sus argumentos de Shakespeare. Eso cuando se preocupaban por los argumentos. Mi padre representó casi todos los dramas en este lugar —le dijo a Chris—. Ensayaba a menudo con nosotros, así que a la edad de Mark me sabía la mitad de memoria.
Clare echó una mirada a Mark. Este miraba su tenedor con el ceño fruncido, como si se tratara de un problema de matemáticas. (O más bien de astronomía.) Cuando los adultos reían él se sonreía tímidamente; cuando entendía el chiste, levantaba los ojos y reía, y entonces era como su madre.
—Luego me enamoré del cine. Recuerdo haber ansiado llevar uno de los cines de mis padres. Quería devolver a las personas lo que el cine me daba a mí, sacarlos de sí mismos y hacerles sentir lo que de otra manera no habrían sentido jamás. El cine era algo mágico para mí. Y aún, a veces, lo es —se echó más vino—. Obviamente, yo no sabía entonces el trabajo que cuesta llevar un cine, pero, en ocasiones, cuando hablo con los que salen de ver la película, la magia está allí.
—Sí, he terminado, gracias. Estaba muy bueno —dijo Edmund; su plato había quedado medio lleno—. ¿Sólo cuando hablas con la gente? ¿Cuando ves las películas no?
—Ya no hacen películas para mí. Bueno, unas pocas. Pero no me ponen ahí para darme gusto a mí mismo —Alice servía el pudding del molde a los chicos y crema con fruta a los adultos—. Tuve una cosa la semana pasada, en teoría una película de terror. Era verdaderamente horrible. Es de un actor que va matando a sus críticos. No me habría interesado si no fuese porque él hacía teatro clásico y se suponía que copiaba los crímenes de Shakespeare. En uno —le dijo a Chris— cocina los perrillos falderos de un tipo y hace que se atragante con ellos. Lo siento —Clare se había quedado helada—. Mis modales de mesa dejan mucho que desear.
—No es eso —dijo Chris—. Creo que se preocupa porque el hombre al que Edmund persigue se comió a mi gata.
George se dio una palmada en la frente.
—Dios santo, soy un vejestorio ridículo, o como si lo fuera. Lo siento, algún día aprenderé a tener la boca cerrada.
—¡Qué mierda! No tiene importancia. Clare me contó lo de tu madre y el perro.
—¿Se comió tu gata? —dijo Mark.
—Sí.
—Es suficiente, Mark —dijo Alice.
—Pero quiero que me cuente quién se comió su gata.
—No quieres, y basta. Y estoy segura de que nadie más quiere hablar de eso.
Edmund rompió el silencio.
—Es la hora de los regalos —sacó varios libros de su maletín—. Pensé que os convendría saber cómo son mis libros, ya que vais a estar en uno. Clare, aquí tienes. Escribí este pensando en las mujeres.
El amor tiene muchas armas. El corazón tiene razones para matar y Edmund Hall presenta una docena de las mejores. Junto al encómium del editor, Edmund había escrito: «Para Clare, que aún me debe una cena». La fila de besos bien podría haber sido de tumbas estilizadas. Se preguntó si pretendería él que recordase la embarazosa escena en la habitación del hotel.
—No podía excluirte, Alice. Este es también para mujeres —le entregó El corazón del homicida—. Este es para George. Te hará soñar cosas agradables —le guiñó un ojo a George, el cual se había quedado contemplando Sirenas siniestras—. No sabía que ibas a venir —le dijo Edmund a Chris.
—¿Hubo jamás libro tan bien encuadernado? —dijo George—. Me he saltado algo. No importa. Gracias, Ted.
—Respecto a mi libro…, hay algo que querría decir ahora que estamos todos juntos. Sería un desalmado si no incluyera en él algo de vuestros seres queridos. Y vosotros sois los que podéis indicarme qué pongo. Pero no es cosa de la que yo debiera tomar notas. Escribídmelo; cualquier cosa que queráis decir. Y Clare, ¿puedes decirme cómo puedo entrar en contacto con tu cuñada?
—¿Dorothy? Le preguntaré si desea conectar contigo.
—Exáltame todo lo que puedas. Hay algo más. Calculo que este libro me dará un montón de dinero. Demonio.
La conejita había estado frotándose la nariz con su maletín y en ese momento estaba mordisqueando una esquina. Clare intentó cogerla (no quería que Edmund pusiera las manos en la conejita), pero el animal se refugió bajo la mesa.
Olivia la recogió. Su cara larga había mantenido un aspecto de adusta introversión durante toda la cena; parecida a la de George en la oficina. Mientras se llevaba la conejita, la cara se suavizó.
—Flopsy es mala —dijo con voz queda—. Una niña mala.
—Calculo que me dará un montón de dinero —dijo Edmund— y quiero que a vosotros os dé también algo. Sois colaboradores y seréis pagados como colaboradores. George, esto no se discute. Pagarías a cualquiera que te ayudase a llevar el cine.
George había bajado los ojos.
—Venga, George, dilo. Sea lo que sea —dijo Edmund.
—Pensaba en mi madre. A los ocho años trabajó en un music hall. Ayudó a mi padre a poner en marcha los cines. Me educó, cuidó de él e hizo que los cines funcionaran. Y… esto no te lo conté nunca, Alice…, vendió la casa para subvencionar el Newsham.
—Ya lo sé —dijo Alice con una sonrisa exclusivamente para él.
—Uno diría que se había ganado una muerte tranquila, ¿no? En lugar de…
—Lo sé —cortó Alice. Clare barruntó que se estaba apartando del tema antes de que él se hiciera daño a sí mismo—. ¿Por qué no les enseñas el libro de recortes de music hall?
—Hay algo que me gustaría tratar —dijo Edmund a George.
—Mark, ve a ver si Olivia quiere ir a jugar al parque. ¿Te importaría fregar? —dijo Alice a Clare—. A mí se me rompen las uñas fácilmente.
Encendió el fluorescente que tartamudeó como un relámpago. Algo sonó con estrépito en la habitación de la fachada.
—Ayúdame a despejar a los niños —dijo Alice.
Los niños habían corrido la mampara que sustituía al tabique divisorio; resonó cuando Alice volvió a abrirla.
—Bueno, Olivia. Esos cochecitos están bien —dijo Alice—. No echéis raíces, niños. Vamos a necesitar toda la habitación.
—¿Y por qué? —dijo Olivia.
—Porque papá y sus amigos quieren hablar de la abuela.
—¿De qué?
—Solamente de ella, Mark. Te aburriría —Olivia sollozaba—. No te preocupes querida —Alice le echó un brazo alrededor de los hombros temblorosos—. Ya sé, ya sé.
Aulló la televisión. Una interferencia o una avería tiró de la imagen y la echó para adentro.
—Mark, no. Ahora no; vamos a hablar Recoged también vuestros libros. Hace demasiado buen tiempo para quedarse aquí. ¿Por qué no vais al parque a montar en bicicleta?
Mark reunió los libros de astronomía.
—No puedo montar en mi bicicleta —Olivia recogió sus libros de modas mientras sorbía repetidamente—. Me duele —corrió escaleras arriba.
—Llévate a Olivia a dar de comer a los patos, Mark.
—Quiero jugar al fútbol.
—Vamos, Mark. Tu hermana no se encuentra bien. Necesita que la animen. Hasta que se acostumbre —dijo a Clare.
—¿Acostumbrarse a qué?
—Algo que sólo les pasa a las niñas, Mark. Te lo contaré luego si me prometes que serás amable con ella. ¡Y no se lo preguntes a ella! —le gritó cuando este se iba.
Clare miró a la conejita, que había estado dormitando todo el tiempo, hecha una pequeña masa en un sillón y con la nariz enterrada en la piel de la panza.
—Vamos a fregar los platos —dijo Alice. Ya en el comedor dijo—: Es mejor que vosotros ocupéis vuestros asientos en la otra habitación antes de que los niños y los animales os los quiten.
Lo que quería decir es que ella quedaba excluida de la conversación, pensó Clare, frustrada. La molestaba aquel dar por sentado que los hombres deben hablar mientras las mujeres friegan los platos.
—Ya nos hemos librado de ellos —dijo Alice—. La verdad, quería hablar contigo a solas. ¿Edmund es amigo tuyo?
—No demasiado. Colaboro con él.
—¿Qué opinas de él?
Clare miró el patio, casi completamente ocupado por una carbonera y cuatro bicicletas.
—No lo sé —dijo precavida—, ¿y tú?
—No me gusta.
El grifo se puso a escupir hilos de agua. Clare metió las copas en el agua; el barreño de fregar formó ondas como un estanque.
—¿Por qué no?
Apareció George, que buscaba vasos. Cogió tres a medida que Alice los secaba.
—¿Y qué pasa con las cosas de la cocina? —dijo ella.
—Bueno. Aún no nos hemos puesto a beber. Nos preparábamos —comenzó a despejar la escurridera hasta que ella le gritó que se fuera, agitando su paño.
—¡Atrás, fregona! —gritó al tiempo que lo esquivaba—. ¡Atrás, rufiana! ¡Atrás, pelafustano! —y cerró de un portazo antes de que le llegara el paño enrollado.
—¿Por qué no me gusta Edmund? Porque utiliza a las personas. No me gustó cuando George me habló de él. ¿Es que no te hizo a ti explicárselo todo a George? Creo que utiliza a las personas para no comprometerse él mismo.
—¿Le preparaste la cena sólo para examinarlo?
—No, es que George se siente más distendido en casa, sobre todo después de cenar. Pensé que podría asegurarme de que resultará un rival adecuado a Edmund —frotó un plato, preocupada—. Además quería estar cerca cuando hablaran. No quiero que vuelvan a hacer daño a George. Quería muchísimo a su madre, ya sabes. Yo también —se volvió a Clare con una repentina y franca sonrisa—. De todas formas, me alegro de haberte conocido. Tu amigo es agradable.
—Sí, bastante —Clare se sorprendió de lo orgullosa que se sentía al decir eso…, más de lo que se había sentido nunca cuando defendía a Rob ante sus padres.
Rob hizo que volviera a pensar en Dorothy. Pobre Dorothy. Comparando con los Pugh, se daba cuenta de lo poco que Rob y Dorothy habían estado hechos al uno para el otro. Debía ir a ver a Dorothy. ¡Qué malintencionada había estado con ella la última vez! A lo mejor podía encontrar un hombre para Dorothy. Pasó lista a varias parejas en mente: Rob y Dorothy, George y Alice…, se paró en sí misma. Sí, me gusta Chris. Dijo para echarlo de sus pensamientos.
Pero se encontró con que ella había estado en los pensamientos de él:
—No me extraña que lo pasaras dos veces —le decía a George—. Bonnie and Clyde —explicó a las recién llegadas—. Mi película favorita. O por lo menos la primera parte, antes de que empiecen a matarlos a todos.
—¿Podríamos continuar? —se impacientó Edmund. Dejó a un lado uno de varios álbumes de recortes y de fotografías.
—De acuerdo. Sólo que pensaba que debíamos esperar a Clare y Alice.
—Gracias, Chris —dijo Alice. Clare se sintió sonrojada y se confundió.
—Muy bien —dijo Edmund echándose bruscamente para adelante—. George dice que quiere colaborar.
Su regocijo se había desvanecido. Clare estaba segura de que habría querido coger a George por banda y persuadirlo. Movía la nariz, pero en aquella competición había sido vencido por el conejo, a su espalda. Clare se sujetó el pañuelo a la cara y rápidamente volvió los ojos a otro lado, a los peces de colores que colgaban de sus bocas abiertas.
—Ya sabes que después de la encuesta abrí la bocaza incluso más de lo acostumbrado —dijo George—. No sabía que me citarían. Pues bien, el otro día enviaron un reportero para hacerme decir que Ted me había utilizado en contra de mi voluntad. No voy a repetir lo que le dije realmente, pero eso no arregla lo que hablé después de la encuesta.
—A pesar de todo, sirvió de algo —dijo Clare—. Si no, Chris no habría podido ponerse en contacto con nosotros.
Edmund hizo un ruido ambiguo. Alice dijo:
—Pero ahora él sabe que vais tras él, el hombre que buscáis.
—Eso no importa. No sabe cómo —dijo Edmund—. Dará, por supuesto, que vamos tras los pasos de la policía. Eso es lo que debe de pensar la propia policía; no se han acercado a mí. No nos verá venir por otro flanco.
—Si hubiera mantenido la boca cerrada, no sabría nada —dijo George.
La conejita había ido levantando los útiles de la chimenea de su soporte con los dientes, y dejándolos caer en la alfombrilla. Luego se subió de un brinco al regazo de Chris, castañeteó los dientes, le empujó la mano con la nariz para que la acariciara.
—Hace ese ruido cuando está contenta —explicó Alice—. Es muy divertida. ¿No es cierto, George? —pero no pudo tomar las riendas de la conversación.
—Podrías ser muy útil, George —dijo Edmund. El y el gato miraron a la conejita con altivez—. A ver lo que le puedes sacar al médico de la abuela de Kelly. Si alguien sabe qué hay detrás de todo esto, es él. Tú eres el indicado para descubrirlo.
—¿Por qué es George el indicado? —dijo Alice.
—Porque se trataría de un profesional que conversa con otro. Chris no sirve, es demasiado joven. Clare podría hacerlo, pero lo que el médico tiene que contar es a lo mejor bastante horrible. Y lo que soy yo, estaría demasiado intranquilo con la preocupación de que haya leído algo de mí.
—¿No le dices a la gente quién eres antes de interrogarla?
—Claro que sí, Alice. Pero, por lo general, nadie los vuelve en contra mía previamente.
—En ese caso, estaría también en contra de quien colabore contigo.
—Basta, Alice —dijo George—, me he ofrecido para ayudar. Me sentiré mejor si lo hago.
—No quiero que lo hagas. No me sentiría segura. ¿Y si Kelly va aún al mismo médico? ¿Y si se entera de que ibas preguntando por él?
—Yo pienso que se mantendría alejado de ese médico —dijo Edmund.
—Pero el médico podría decírselo a su abuela. ¿Y si Kelly descubre dónde vivimos?
—No seas tonta —replicó George—, ¿cómo podría hacerlo?
Clare comprendió la desesperación de Alice. Se dio cuenta de repente de por qué Alice había enviado a los niños al parque: para que así el horror no les rozara de forma alguna. Y el horror amenazaba con acercarse más. Mientras no alcanzara el hogar de Alice o sus niños, sería soportable; pero en ese momento no podía tener la seguridad de que lo mantendría a raya.
—Sé lo que sientes, querida —dijo George—. Tendré cuidado. Iré a asegurarme de que el médico no nos traiciona.
Alice se desplomó. El cansancio le cerró los ojos.
—Y bien, ¿cómo te introducimos en la consulta? —dijo Edmund—. ¿No sabrás de alguien que esté entre sus abonados?
—Conozco a gente del barrio. Están una actriz, amiga de mi madre, y el tipo que me echa una mano con el Newsham.
—Todo lo que tienes que hacer es ir a la consulta de parte de uno de ellos. Eso sería perfecto. A ver si podemos trazarte una forma de abordarle una vez dentro.
Si George toma prestada la cartilla, de alguien, pensó Clare, se le podía rastrear a través de ese alguien. Vislumbró a Olivia y a Mark, en la cama, y la cara naranja que aparecía tras la ventana y trepaba metiéndose dentro.
—Pero bueno, dile a George que le pueden seguir la pista —invitó a Alice.
Volvió la cara para hacerle una mueca. Alice, agotada, se había dormido en su silla.
Clare revolvía en su mente hacer ella misma el comentario cuando dijo George:
—Creo que le he oído a Ruby mencionar a un tal doctor Miller. Veré. Ahora si me perdonáis, daré un telefonazo al Newsham para asegurarme de que no hay problemas.
—No tardes. Te mereces una copa —Edmund exhibió una botella de aguardiente sacada del bolsillo—. Despierta, Alice. No sabes lo que te estás perdiendo.