—Suba todo pa’rriba —dijo el niño—. La sala de profesores está al final.
Clare se apoyó en la reja e intentó, abanicándose, aliviar un poco aquel calor quieto y agobiante.
Subiría dentro de un momento. Venía de la Vale School de Aigburth. Un familiar de la tutora de Christopher Kelly necesitaba con urgencia su dirección. No sabía para qué. En las Oficinas de Educación habían traspapelado las señas, y la Vale School no las tenía. St. Joseph’s era la última esperanza de este familiar y puesto que Clare tenía que pasar por allí de vuelta a casa, el director le había encargado recoger la información. Se creían en la obligación de enviar a alguien personalmente. Desde luego, su escuela, la Vale School, nunca confiaría tal información al teléfono.
Temía, sin razón alguna, encontrarse a alguien de su propia escuela, la Durning Road Primary. Tonterías. El personal estaría aprovechando al límite aquel último día de vacaciones. Pero no podía desembarazarse del temor. Si se los encontraba, ¿qué iba a decir?
Miró a través de la reja. El cielo estaba nublado; fragmentos de la loza azul se esforzaban por perforar la lana gris y perezosa. Alrededor de la escuela, las filas de casas abandonadas tenían las ventanas cubiertas con hojalata arrugada. Enfrente suyo, al fondo de una calle lateral, habían demolido una casa; cuatro de sus hogares estaban aún pegados a la de al lado, como negros santuarios del hollín. Le llegaba el olor de los edificios en ruinas. Bajo el fondo de un cielo plomizo, los pájaros remontaban y picaban como negros harapos cenicientos.
Unos muchachos de uniforme la miraban: «esta criatura alienígena». Algunos, de andar patoso, la apabullaban con su estatura. Se sentía empequeñecida. No podría subir esas escaleras. Uno de los mayores hizo la fanfarronada de silbar alto, demostrando a sus amigos que sabía hacerlo. Recordó que no eran más que niños. Y había dejado que la desalentaran. Caminó decidida entre ellos, hacia el portal del largo edificio Victoriano, hacia las escaleras.
Las escaleras eran anchas, de piedra negra. No importaba con cuánto cuidado pisara, hacían resonar sus pasos, como niños que gritaran un mensaje que ella quería mantener en un susurro. Subió haciendo un estruendo, alta y desafiante, con la impresión de estar atrapada por las rejas que estorbaban a los niños el hueco de las escaleras. Debo conseguir esa dirección con urgencia.
Vengo de la Vale School. De hecho, acababa de llegar de allí; le habían dicho que necesitarían una petición en papel con membrete para darle la información. Le habían parecido suspicaces. Vuelta y arriba, vuelta y arriba, catapún, catapún, vengo de la Vale School.
Al final había un cartel en una puerta sobrecogedoramente alta que decía: LLAME Y ESPERE. La puerta estaba entreabierta. Entró.
Al principio pensó que la sala de profesores estaba vacía. No había nadie sentado en la larga mesa central, desierta a no ser por una Biblia y un plato con un pedazo mordisqueado de salchicha que nadaba en un estanque de Ketchup. Incluso las paredes verdosas semejaban abandonadas. Flotaba un olor a judías cocidas al horno y chamuscadas, las sartenes se acumulaban en el fregadero, llenas de platos sucios. Hombres, pensó Clare furiosa. Estaba enfadada consigo misma por haber desafiado a las escaleras para nada.
Entonces se levantó una cabeza gris al otro lado de la mesa y preguntó:
—¿Sí?
El hombre había estado reclinado en una butaca. Ella le echó un poco más de sesenta años, pero las arrugas que le pellizcaban ojos y boca no eran tanto de la edad como de un cinismo cansado, el tipo de cinismo que había visto convertirse en rencor. Habría deseado encontrarse a un joven al que pudiera hacer sentirse masculino si la ayudaba. Pero si no lo llevaba a cabo en aquel momento, ya no volvería. Estaba por recurrir a su historia cuando él dijo:
—Si está buscando a David, volverá a la una.
El relojazo de la pared marcaba la una menos veinticinco. La manecilla larga dio un saltito de un minuto. Antes de darse cuenta cabal de a lo que se arriesgaba, dijo:
—¿Le ha contado David lo mío?
Si lo había hecho, podía decir: «Pues ya ve que no soy yo», reírse y hacerlo pasar por un chiste, no quería molestar a nadie, por favor, déjela que se vaya, era sólo un chiste. Pero el tipo dijo:
—Sólo me dijo que si subía una chica era que lo estaba buscando a él.
—¿No son unos presumidos los hombres? —el juego empezaba a divertirla, incluso sintiéndose mareada, casi como sin peso. Como si flotara, se acercó a una butaca enfrente de la del otro. La manecilla del reloj se movió como si los agujeros de la cuerda le hicieran cosquillas. Veintitrés minutos.
—¿Lleva mucho trabajando aquí? —preguntó.
—Yo diría que desde que usted estaba en la cuna.
Clare jugueteó con una revista, quizá confiscada RAJABA JOVENES VIRGENES Y SE REÍA. La Potencia Le Venía De No Tener Orgasmos.
—Entonces estaría aquí cuando Christopher Kelly —dijo mirando, sin verla, la revista.
Sus ojos brillantes y duros la escrutaban.
—¿Qué sabe usted de Kelly?
—Bueno, verá —tenía que arriesgarse—. David.
—David no estaba entonces.
—No. Alguien se lo contó. Quizá usted.
—No me sorprendería —había terminado su escrutinio y ella pudo levantar los ojos—. Ese niño horrible —dijo moviendo la cabeza—. Estos chicos de ahora ya son bastante malos, pero no creo que ninguno de los que entonces estaban aquí lo olvide jamás. Mi única esperanza es que no tuviera una influencia duradera sobre los otros chicos. Ese niño tenía demasiados amigos, siempre estaba montado en la bicicleta de algún otro. No debieron de ninguna manera permitirle ingresar en una escuela normal. Ese tipo de casos no son asunto nuestro.
Ella asintió vehementemente. A lo mejor le contaba algo nuevo acerca de Kelly; incluso puede que le diera un pretexto para pedirle echar un vistazo a sus archivos.
—Compadezco a quien quiera que tuviera que tratarlo después que se fue de aquí —dijo el profesor—. Y su pobre abuela, que tenía que ocuparse de él ella sola. Cielos. ¿Sabe? Creo que cuando volvió era aún peor.
—¿Cuándo volvió? —se le notaba la sorpresa—. ¿A esta escuela?
—Exacto —frunció el ceño—. ¿Por qué está tan interesada en Kelly? —dijo secamente.
—¿David no le contó a qué me dedico?
—No me dijo nada, ni siquiera su nombre.
—Es… (Dios, Dios, un nombre, un nombre). Es Clare. Yo también soy profesora. Por eso me intereso.
—¿No tiene usted apellido?
Había previsto aquello. Echó mano del último nombre que podía recordar haber oído.
—Clare Barrow.
—¿Y se ha metido a enseñar? Dios la proteja entonces, porque la ley no lo hará. ¿O es usted de los que creen que no se debe trastornar a los pequeñuelos? Permítame que le diga que les enseñaba yo más apretándoles un paño a la cabeza que muchos de ellos les enseñan durante años. Pero ahora dicen: Oh, no, podrías dañar sus tiernos cerebritos. ¡Cerebros! La mitad no tienen en absoluto y la mayoría de los otros los tienen tan pervertidos que no se pueden arreglar. Hoy en día los envían de la primaria que no saben ni leer. Y de ortografía no digamos. Actualmente, los mismos profesores necesitan que les enseñen.
—¿Ha tratado usted últimamente de enseñar en una clase de treinta y cinco? —contestó Clare furiosa—. Puede que si nos dieran personal suficiente para mantener una proporción razonable entre alumnos y profesores, usted no tuviera tanto de qué quejarse.
Él se quedó visiblemente más relajado.
—Sí, es usted profesora. Por un momento pensé que estaba tratando de engañarme. En este barrio debemos tener cuidado, ¿sabe? El año pasado nos vino un hombre que fingía ser electricista. No lo dejé pasar. No en vano hago ejercicio diariamente. Debía de ser unos treinta años más joven que yo, pero lo retuve hasta que llegó la policía.
La una menos diecisiete minutos. Clare asintió con una sonrisa. Ya no sospechaba, se dijo para tranquilizar el vacío helado que el miedo le provocaba en el estómago.
—Decía usted que Kelly regresó.
—Sí, regresó. Pobre de mí, vaya si lo hizo. Cuando lo vi en el patio, pensé que debía ser un doble suyo. Hasta que le vi la expresión. Nadie en este mundo ha tenido jamás ese aspecto. Dada la impresión de estar siempre atento a algo que nadie más podía escuchar. Como Juana de Arco. Pero lo que él escuchaba debía de ser un demonio. Me dirigí derecho hacia él por entre todos sus compañeros y lo cogí por el cuello de la camisa. Su escuela los había enviado con una joven, al cargo de todo el grupo, y que se suponía tenía que mantener la disciplina. No parecía mucho mayor que sus pupilos. Le dije delante de ellos: «Ya echamos a este en una ocasión y no crea que no lo echaremos de nuevo si no se porta lo mejor que sabe».
Clare sonrió a la revista. No se fiaba de sí misma como para mirarlo. Viejo metomentodo. Le habría gustado que lo intentara con ella.
—¿La aburro?
¿SU PODER SOBRE SUS VICTIMAS SE DEBÍA A LA MAGIA NEGRA?
—No, claro que no —se obligó a apartar la revista y a sonreírle—. Siga, por favor.
—La joven me dijo que era de la Vale School. Habían venido a hacerme una función de fin de curso. Aquello no me interesaba. El estado no paga a las escuelas para eso. Claro que yo no era quién para oponerme a la decisión del director —dijo con amargura—; así que ahí estaba otra vez Kelly, como si no nos hubiera divertido lo bastante cuando lo tuvimos.
»Mi clase tenía que ir a ver su función, pero yo no lo hice. No iba a darle el gusto de que me tuviera entre el público, aunque algunos colegas míos no tuvieron ese escrúpulo. Subí aquí y me puse a puntuar los deberes. Y fue así cómo llegué a ver a Kelly cazando un gato.
»El encargado tenía un gato llamado Félix. Yo me oponía a permitirle que lo tuviera en la escuela, pero, por supuesto, eso era asunto del director. Él no me consultaba. La mitad de los chicos, de haber tenido la más mínima oportunidad, le habrían prendido fuego. Pero Félix se las había arreglado para salir indemne.
»Supongo que por algún tiempo no necesitarían a Kelly, o si no no podría haberse escabullido del salón sin llamar la atención. Ni siquiera yo me habría dado cuenta de no haber encontrado cargada esta habitación y no haberme levantado a abrir la ventana. Estaba a punto de hacerlo, cuando, abajo, en el patio, vi a Kelly a la caza del gato. Pero cazar no es la palabra adecuada. Estaba al acecho, como un animal.
»Una vez vi una película por la televisión. Por lo general no la veo, pero creo que con moderación no hace daño. Mostraron un lagarto que había vivido toda la vida bajo tierra, una cosa sin ojos. Se veía su forma de caminar, lenta y delicadamente, echando los dedos por delante para tantear el camino. Nunca había visto nada tan furtivo y horroroso, hasta que miré por aquella ventana, porque allí afuera y a la luz del día, aquel gordo enorme acechaba exactamente igual que el lagarto, a cuatro patas. Y tenía en la cara una expresión de alegre voracidad que siempre tendré la esperanza de olvidar.
»Golpeé la ventana y él levantó la cara para mirarme. Ya ve que soy un tipo fuerte, pero me alegré de que hubiera dos pisos entre nosotros. Luego huyó hacia el salón. Más tarde le conté a la chica que estaba al cargo lo que había sucedido. ¿Y sabe lo que dijo? Nada. Oh, no, el gato había distraído al público o una tontería por el estilo, y en realidad él no había hecho nada. No quería reconocer lo que él era, ¿sabe? Quería creer que era sólo un niño».
—¿Y entonces qué era? —dijo Clare frustrada—. ¿Sabía alguien por qué era así?
—Lo sabían tres personas —Clare ahogó una risita; era como una estúpida novela de suspense… escrita quizá por Edmund—, el director, el profesor de Kelly y su abuela. Fue ella la que les contó todo acerca de él. Un compañero le preguntó después al director qué era lo que había dicho, pero este dejó muy claro que aquello no era asunto del otro. En lo que se refiere al profesor, se tomó una semana para recuperarse; no hubo que decirle a nadie que no le preguntaran. Nunca se recuperó del todo. Salía corriendo al ver sangre y en una ocasión tuve que cargar con él hasta la escuela sólo porque había visto pasar a una mujer en estado. No tengo ni idea de lo que eso le sugería. En cuanto a Kelly, yo creo que estaba poseído. Estas cosas todavía ocurren, ¿sabe? La ciencia aún tiene que encontrarles cura.
Tal vez, tal vez, Clare lo interrumpía en algo. Cinco a una.
—¿El profesor de Kelly está aún aquí?
—Cielos, no. Se fue hace años. Después de eso ya no pudo enseñar debidamente. No volvió a confiar en los niños una vez que supo lo que había estado ocultando Kelly. ¿Es que quería usted interrogarlo?
¿Interrogarlo? ¿Sabía él después de todo a qué había ido? Se asió al único pensamiento que quedaba en su repentinamente torpe cerebro. Archivos.
—Pensaba en lo complicado que debió de ser para él rellenar el expediente de Kelly.
—Sí, desde luego. Me acuerdo de que se alegró mucho cuando perdió de vista el expediente.
—¿Y adonde fue?
—A la Vale School, donde Kelly, por supuesto.
—Sí, por supuesto —dijo Clare con voz apagada—. Aquí no habrá quedado ningún expediente suyo.
Las manecillas del reloj, un bigote nervioso con las guías levantadas, se movieron. Por lo menos, se iría con la conciencia de haberle arrancado toda la información posible.
—Creo que bajaré a esperar a David. Hace demasiado buen tiempo para estar dentro.
—Imagino que estará subiendo. Ese reloj atrasa. Ya es más de la una.
Al agarrarlo por la cinta, su bolso casi vomitó su contenido. Ella conocía aquella sensación.
—Lo cogeré por las escaleras. Debo volver al trabajo. Quiero decir, a la escuela. Donde trabajo —ya estaba en la puerta cuando aquel profesor de pelo gris dijo:
—Es extraño que mencione a Kelly. Hace sólo unas semanas que me topé con una amiga de su abuela.
—¿Qué amiga? —no muestres tanto interés, no pierdas tiempo, no esperes, corre, es más de la una.
—Una mujer, que en ocasiones recogía a Kelly de la escuela. No tengo ni idea de su nombre. Trabaja en una lavandería en Lodge Lane.
Pero si Clare pasaba por allí camino del trabajo…
—¿Cuál? La de la esquina con, con… —Dios santo, un minuto más y David abriría la puerta; esta era demasiado gruesa para que lo oyera venir— con Cedar Grove.
—No, la que está junto al salón de bingo —abajo rugió una motocicleta y él se acercó a la ventana—. Ahí está David. ¡David! —llamó.
Decía: «Tu amiga está aquí», cuando ella corría ya a tropezones escaleras abajo. El tobillo se le deslizó en un borde de piedra. Un joven apareció, desabrochándose el casco, por la puerta del patio, al tiempo que ella, agarrándose a la barandilla, evitaba los agudos escalones de piedra de debajo. La miró con curiosidad, pareció como si fuera a hablar…, pero ella había pasado a su lado y salido, cruzaba el patio y las verjas con una sonora boqueada, casi ahogada por el pánico.
Ringo estaba aparcado un ciento de yardas más abajo, en Princess Avenue. Para cuando llegó al coche, estaba más calmada. Había hecho lo que había emprendido hacer, y sin debérselo a los consejos condescendientes de Edmund.
Y había una cosa más que podía hacer en ese momento, sin su aprobación. Se subió a Ringo, se embutió determinada en el cuero caliente, y se alejó.
El centro artístico de Upper Parley era una hilera de casas georgianas cubierta de alegres pintadas, en gran parte azules y rojas. A Clare la fascinó mucho antes de estar lo bastante cerca para saber con seguridad lo que era. La puerta, roja y azul; detrás de las ventanas, las paredes eran rojas y azules. A pesar de las bocanadas del tráfico, que la decoloraban, la pintura era aún brillante. Pero el edificio parecía vacío, ahuecado por los ecos. Iba a retirarse, cuando en la acera de enfrente, un tipo gigantesco que blandía una cámara de cine la vio y se abrió paso agresivamente por entre el tráfico. Su gorda tripa desnuda se bamboleaba encima del cinturón.
—¿Busca el GTT? Están haciendo exteriores. Church Street.
Cuando Clare llegó al centro de la ciudad todos menos Chris habían acabado de actuar. Este andaba solamente alrededor de las achaparradas jardineras de cemento llenas de tierra sembrada, y hacía como que no se daba cuenta de que su presa, una docena de chicos, lo seguía casi pisándole los talones. Una multitud de compradores pasaba con prisas, mirando a Chris de reojo o negándose a verlo. Unos pocos lo observaban y otros, aún menos, sonreían. Aunque Church Street era un centro comercial, con la calzada pavimentada y cerrado al tráfico con las jardineras dispersas y un puñado de arbolitos, el gentío seguía apretujándose en las aceras. Sólo los niños y Chris jugaban en la calzada.
Clare se sentó en un banco a mirar. El sol había conseguido hacerse un sitio; todo deslumbraba. Con los pies apartó guijarros de goma de mascar del color de la piel de una muñeca y monedas escuálidas provenientes de botellas de leche. Chris llevaba aquel día una camisa malva y unos pantalones esmeradamente cosidos a retazos. Ella le notaba que estaba orgulloso de las matas de pelo rojo debajo de los sobacos. Dos dependientas de Woolworth’s lo señalaron con un graznido. Él no vaciló. Estaba totalmente abstraído.
Contempló aquella cara pálida y concentrada. En una calle lateral, una perforadora golpeaba la piedra estruendosamente. Alguien a su lado recogió la cubierta de plástico de un puesto de perritos calientes que se abrió con una vaharada de cebolla. La sensación de juventud que le venía de Chris (independientemente de su edad física) era más fuerte que en la habitación de Edmund. Pero en ese momento veía cómo él la convertía en una virtud. Nunca podría jugar con los niños tan desinhibidamente. Y si estos chicos no se estuvieran divirtiendo tanto, pensó, algunos estarían robando. Se preguntó si alguna vez habría querido Chris enseñar.
Los niños botaban. Chris gritaba, se reía, se desplomaba debajo de ellos. Le observó la cara. Antes se le había antojado extraña, un poco fantasmal, con su nariz larga y puntiaguda, y aquella barbilla. Con la boca abierta (tan rojo y excitado como los chicos) le resultó atractiva. Sus rasgos largos, claros y sencillos, tenían algo de escultural y despejado. Pero ella estaba convencida de que debajo de esa sencillez había algo profundo.
La vio al levantarse con varios niños colgando. En seguida su cara se vació de lo que no fuera alegría. Tampoco ella pudo evitar sentirla.
—¡Eh!, es maravilloso. No sabía que nos estabas viendo.
—Sólo vi el final y a pesar de todo me gustó. Tienes que hacerlo alguna vez con mis niños.
Una pequeñuela le tiraba del brazo.
—Vamos a jugar al escondite —rogó.
—De acuerdo. Pero más tarde, ¿vale? Os venís luego a Upper Parley y jugamos.
—¿Cuándo nos vamos? —brincaba impaciente—. ¿Dentro de diez minutos?
—Eh, ¿quieres que me muera de hambre? Vete a casa y come. Después jugaremos.
«Niños», dijo Clare en clave de sonrisas. Se sintió innecesariamente cautelosa. La sonrisa de él incluyó también a los niños.
—Es fabuloso verte. ¿Qué haces por el centro?
—Te buscaba —inmediatamente sintió en el abdomen una sensación como la de quien da un paso en el vacío.
—¿De veras? Es increíble —ni siquiera parecía deseoso de saber el porqué.
Un hombre iba lanzado por entre la multitud y asustaba a la gente con una cara esponjosa, roja y púrpura, llena de muecas, y parecía que aquello era lo que se esperaba de él. Los chicos huyeron chillando.
—Sabes que ayudo a Edmund Hall —le dijo Clare a Chris, para llamar su atención.
—¡Ajá! —observaba cómo la multitud reculaba ante aquel tipo.
—Cree que el hombre que está cometiendo estos crímenes fue a su misma escuela. Hoy he ido allí y he hablado con uno de los profesores. Un tipo espantoso, absolutamente espantoso. No debía estar al cargo ni de un zoo, y no digamos ya de niños. No me asombra que este chico, Christopher Kelly, se volviera loco, si esa es la clase de cosas que tuvo que soportar.
—Sí, sé lo que quieres decir.
—Pero bueno, lo que yo decía…, este hombre dice que en una ocasión vio como Kelly acechaba a un gato, literalmente lo acechaba, como un animal. Esto demuestra que tú tenías razón en lo de tu gata. Estoy segura de que tiene que estar relacionado. Los perros no comen gatos… —de pronto recordó lo vulnerable que era. Le había interrumpido la diversión para recordarle aquello—. Me puse furiosa con Edmund por haber dicho lo que dijo —añadió. Pero como excusa sonaba poco convincente.
—¿De mi gata? Sí, claro. Ahora está muerta y además era sólo una gata.
Se sentía encantada de que se lo tomara tan bien…, aunque, a lo mejor, había percibido su preocupación y estaba fingiendo.
—Eso es todo lo que quería decirte.
—¿Sí? ¿Has venido sólo a decirme eso? Eres, de verdad, amable. Gracias. Oye, ven a comer.
Algo se soltó en su interior. Después de la tensión que había experimentado con Edmund y en St. Joseph’s, Chris era un alivio casi demasiado grande. Se sentía agotada y tuvo que sentarse inmediatamente en el borde de una jardinera de cemento. Puede que lo que necesitaba fuese comida.
—Me encantaría —contestó.
El resto de los actores había estado guardando el atrezzo en una furgoneta cercana, y volvían a recoger a Chris.
—Esta es Clare. Una amiga. Se dedica a enseñar. Ahora mismo nos íbamos a comer. Os veré en Upper Parley.
—No dejes de hacerlo —dijo una actriz—. Hay ensayo luego. Más tarde iremos a mi casa a coger un buen pedo. Oye, ¿cuándo vamos a ir a la tuya? Nunca nos invitas.
—Sí, bueno. Ya os avisaré. Ahora mismo estoy bastante liado.
Después de que los otros regresaran a la furgoneta, Clare preguntó:
—¿Esa chica va detrás de ti?
—Más o menos. Quiero decir que ella está bien. Son buena gente todos ellos, pero soy muy especial con lo de a quién invito a casa.
Clare frenó la respuesta pensada. Era presuntuosa. No lo conocía. Y, sin embargo, juraría que ella le gustaba.
—¿Dónde comemos? —preguntó para hacerse callar.
—Es igual. Elige.
—Es demasiado tarde para una comida barata. Está el Master Mariner’s. Es un autoservicio, barato.
—Mira, olvídate del precio.
¿Era aquello un ofrecimiento a pagarle la comida? No debía hacerlo. No podía estar ganando mucho con las actuaciones. Llegada la hora de pagar, discutiría si era preciso.
—La comida del Master Mariner’s es buena.
Se metieron por una calle lateral. El sol pegaba cegador en el anuncio metálico de una tienda, impreso con letras de ordenador. Fuera de Church Street hacía algo más de fresco. Clare apretó el paso para no perder a Chris y se dio cuenta de que este andaba a zancadas. Lo hacía como disfrutando de ello, como si no estuviera obligado por ella a ir más despacio. Su timidez se desvaneció. Cuando lo alcanzó, también ella se puso a dar zancadas.
Iba mirando los escaparates. Se detuvo a contemplar un macizo collar de suaves cuentas de un precioso marrón, unos óvalos de madera con un fulgor oscuro. Colgaba encima del reflejo de su vestido de estilo africano.
—¡Eh, eso te va pero que mucho con el vestido! —dijo Chris—. Es perfecto —y se metió corriendo en la tienda.
Miraba aún el escaparate, esperando a Chris, cuando una muchacha retiró el collar de su soporte. Clare miró ansiosa detrás de la dependienta y vio a Chris con la mano extendida a por el collar. Clare dio unos golpes en la ventana y negó vehementemente con la cabeza. Abrió las puertas de un empujón y se metió a través de un muro de música rock tan denso como el calor.
—Chris, no —exclamó—. De verdad, no.
Pero él le había metido a la muchacha el dinero en la mano y un momento después le colocaba a Clare el collar por la cabeza.
—Vamos. Quiero hacerlo.
Le notaba la frustración. Él la había liberado de sus tensiones y le resultaría a ella intolerable el causarle alguna…, además estaba agotada. No podía montar una escena.
—Gracias. Es precioso —ya en la puerta, lo besó en la mejilla. Un espejo convexo encima de ellos les chupó las cabezas y las alejó de sus cuerpos menguantes.
Al llegar a Williamson Square, Clare, orgullosa de su collar, lanzó miradas a la multitud alrededor suyo; las cuentas le tocaban los pezones, con delicadeza, como las yemas de unos dedos. Arboles delgados brotaban de unos desiguales tableros de ajedrez de piedra gris, las palomas picoteaban los mendrugos por entre los bancos. Un hombre con una bandeja de reclamos trinaba con un sonido cristalino. Punch y Judy se desgañitaban con un perro. Estaban repartiendo panfletos debajo de las terrazas metálicas, debajo del cilindro de cristal y cemento en un lateral del teatro, que aún se asemejaba a un music hall. Un hombre se dirigía hacia Chris y Clare.
Clare se puso tensa por dentro. Era un «Niño de Dios» o algo por el estilo. Les alargó una sonrisa amistosa y un panfleto. Siempre le disgustaban esos encuentros…, se sentía descortés si pasaba corriendo, pero no quería que la enzarzasen en una discusión.
Pero era a Chris a quien él miraba.
—Métete esa puta mierda por el culo —dijo Chris, sin dejar de dar zancadas.
Ella ahogó una exclamación de disgusto, tal vez de alegría. Dijo: «Chris», pero aquello no sonó demasiado a reproche. Le palpitaban los oídos por la sorpresa.
—Eres terrible.
—Bueno —a cuatrocientos pies por encima de sus cabezas, un restaurante giraba lentamente alrededor de su eje. Lo tomó por el brazo para conducirlo hacia los pasillos de la zona peatonal de St. John; el antebrazo bajo los dedos de ella era suave y peludo.
—Para comer es por aquí —el restaurante estaba en el segundo nivel. Mientras cruzaban la terraza por encima del recinto cerrado del mercado, Clare miró las casetas sin techo, como cajas llenas de color…, no más llenas de color que los pantalones a retazos de Chris.
—Me gustan tus pantalones.
—Sí, están bien —sujetó la cristalera para que ella pasara—. Los hizo una chica que conocía. Me hizo gran parte de mi ropa. Viví con ella un tiempo —no cambió el tono, como si no hubiera razón para hacerlo. Sabía ella que no intentaba escandalizarla y no lo había hecho.
Chris repasó la carta de plástico puesta sobre el mostrador de cristal.
—El fish and chips no está mal —dijo Clare.
—Te refieres al «filetón de bacalao muy frito con patatas fritas» —dijo, tan alto que varias cabezas se pusieron a fisgar por encima de los bordes de los compartimentos. Rob solía sorprenderla con ese tipo de exhibición pública. Dijo: «Chris, no», al tiempo que le daba un codazo. Pero de hecho su azoramiento resultaba en cierta medida delicioso; algunos se fijaban en su collar, en su vestido.
—Sea como sea, eso no es para mí. Tomaré una ensalada. Sigo un régimen naturalista, estrictamente vegetariano.
Una mujer miró con desdén y sorbiendo por las narices los dos vasos de leche. Clare trató de rebasar a Chris y llegar a la caja, pero él le cerró cortésmente el paso.
—Déjalo, yo pago —dijo, casi con impaciencia—. Quiero darte algo. ¿Es que tú no me diste algo a mí? —aflojaba los cordones de su pequeño monedero de cuero. No se había ella dado cuenta de que le hubiera encantado tanto verla. Puede que la actitud de Edmund le hubiera afectado más de lo que había reconocido, y de allí que su gratitud hacia ella fuese mayor.
Se sentaron en un compartimento de sólida madera marrón oscuro y tela de tumbona roja y naranja.
—Mira, yo quería pagar —dijo mientras ella miraba su bandeja con el entrecejo algo fruncido—. ¿De verdad que has venido sólo a contarme eso?
—Bueno, creí que deberías saberlo —dijo sosteniendo una patata—. Después de que Edmund te tratara de esa manera. A fin de cuentas, te ofreciste a ayudar. ¿Aún estás dispuesto?
—Sí, me gustaría.
—Lo entendería si dijeras que no. Pero es posible que aparte de Edmund ayudemos a la policía.
—Bien. ¿Crees es que me dejará?
—No lo sé —y ahora que lo pensaba, creía que no—. Si puedo obligarlo, lo haré.
Debajo de la ventana y por unas escaleras mecánicas paradas subían compradores malhumorados a la terraza del mercado. Al otro lado de la calle llamaba un entoldado: «Venid a mí los fatigados. Os ayudaré». Clare recordaba aquel edificio como un cine que ofrecía Chicas al Sol y Mujeres de Noche, expresión en la que había tardado en reconocer un programa doble. Tras dejar de balbucear por la risa de aquello, Chris dijo:
—¿Te gusta enseñar?
—Sí. Más que cualquier otra cosa de las que hago.
—Ya. La verdad es que es así como debe ser, ¿no?
—Sí. A ti también te gusta tu trabajo. Te gustan los niños.
—¡Ajá! Ya lo viste. Me gusta jugar con ellos —vio en ella una expresión amarga y dijo—: Eh, ¿qué pasa?
—Acabo de acordarme de ese profesor. Era tan horroroso. No se lo podría uno imaginar jugando con los niños. La verdad es que los odiaba —juntó las cejas al acordarse de algo—. Le saqué una cosa más. Trataba de averiguar dónde vive la abuela de Kelly, su tutora…, sí, Christopher Kelly es el nombre del tipo que al parecer buscamos. Pues bien, no pude llegar a eso. Pero ella tenía una amiga que a veces iba a recogerla a la escuela. Este profesor me contó que trabaja en una lavandería.
—Sí. Fabuloso. Vamos a hablar con ella.
—Todavía no he pensado qué decirle.
Chris se había metido una hoja entera de lechuga en la boca y masticaba con energía.
—No te preocupes —la lechuga le brotaba de la boca y volvía a meterse en ella—. Le sacaré la dirección, si eso es lo que quieres. Tú mírame.
Podría resultar más convincente que Clare. Pero en ese preciso momento ella no quería más que comerse su plato con calma.
—De acuerdo, pero no hoy. Prometiste jugar con esos críos.
—Bueno, pero puedo hacer las dos cosas. No llevará mucho. Me siento con ganas en este preciso instante. A lo mejor mañana ya no —dejó caer ruidosamente los cubiertos en el plato—. Pero bueno, no te des prisa. Puedo esperar —sacudió las manos impacientes en lo que ella creyó era un intento de tranquilizarla—. Iremos a verla cuando hayas terminado. Así podrás decirle a Edmund que os he ayudado, ¿de acuerdo?
Le llegaba su frustración, casi como una amenaza de violencia. Comió con parsimonia, decidida. Sentía cómo él le metía más y más prisa. Colocó el cuchillo y el tenedor junto a unas escasas patatas.
—Vamos, pues. Ya he comido todo lo que podía —no podía aguantarlo más.
Ringo estaba aparcado detrás de Church Street, junto a las Bluecoat Chambers. Los pájaros cantaban en los árboles por encima del patio empedrado. Una guardia de tráfico había atrapado a un motociclista y le estaba soltando una meditada lección antes de extenderle la papeleta, confiada y dictatorialmente metida en su uniforme. Clare se sintió resentida con la mujer, y con Chris por la forma en que la hacía correr para mantenerse a su lado.
Al ver a Ringo, dijo Chris:
—Es un dulce cochecito.
—Esa no es la palabra justa para él —contestó ella—. Un coche gordinflón.
Su tono hizo que él la mirara. Aunque le sacaba casi una cabeza no daba la impresión de mirar para abajo.
—¿No te gusta tu coche?
—No me gusto yo.
Se abrochó el cinturón, puso en marcha el coche y se fue zigzagueando velozmente por las calles secundarias, para subir luego una colina de almacenes y night clubs.
—¿Qué es lo que no te gusta? —preguntó él.
—Y yo qué sé. Los enanos están bien en Walt Disney —no se molestó en hacer que sonara a chiste.
—¿Quién es el enano? Tú eres pequeña, pero no una enana.
—Pequeña y desproporcionada.
—¿Qué pretendes con ese rollo de ser desproporcionada? A mí no me pareces deforme.
—Pues yo me siento así.
—Co-o-ño. Escucha, el año pasado tuvimos una chica en el GTT. Los niños no querían irse a casa cuando ella estaba allí; teníamos que echarlos. Habría jugado con ellos todo el día. La querían. Luego, por las noches, nos ayudaba. Le inventábamos papeles para que los hiciera porque ella los pedía. La gente llegó a venir sólo para verla. ¿Entiendes? Era espástica. Ni siquiera podía sostener una copa sin derramarlo todo. Ahora se ha ido a Londres y hace un espectáculo individual en un centro de arte y ensayo. ¿Ella podía hacer todo eso y tú te engañas a ti misma con que tienes problemas? Ni siquiera tenía una cara tan bonita como tú.
Miró con el ceño fruncido la carretera enfrente suyo.
—Dices eso sólo para que yo haga lo que tú quieras.
—Sí. Tampoco me importaría.
Se sintió como si se hubiera puesto tan roja como el semáforo de enfrente, en Canning Street. Sin embargo, lo que tenía en el estómago no era azoramiento ni miedo. ¿Aprensión, expectación? Tendría que estar a la expectativa de la calzada. Frunció el ceño.
Pasaron los apartamentos de Canning Street, las columnas ennegrecidas y los balcones de hierro; fragmentos de música indistinta revoloteaban en el vendaval del coche. Hizo un amplio giro a la derecha al llegar al semáforo, pasó por otro semáforo de Upper Parliament Street y un cine que entonces ofrecía HALF A MIEL OF FURNITURE.
—Oye, da gusto estar con alguien que sabe conducir —dijo Chris—. Al tipo que conduce nuestra furgoneta nunca debían haberle dejado ver Bullit.
A la luz del día, William Huskisson despedía un brillo verde, excepto allí donde los pájaros le habían pegado la lepra.
—Durante algún tiempo pensé que no podría conducir —replicó ella.
—¿Por los exámenes?
—No, hablo de después que se matara mi hermano.
—Ya. Puedo imaginármelo.
No quería que él la impidiese hablar.
—Me sentía responsable.
—¿Sí?
No parecía interesado, pero ella continuó:
—Iba conduciendo con frenos defectuosos. Sabía que estaban defectuosos antes de tener el accidente.
—Bueno, menos mal que aún puedes conducir.
Todavía no había dicho lo que ella deseaba oír.
—Ahora ya no estoy tan segura de que fuera culpa mía. Ahora que sé que el tipo que causó el accidente estaba loco.
—Sí, no tienes que culparte por ello —ella se relajó agradecida y él dijo:
—Yo vivo por allí, al otro lado, en Princess Road. ¿No es curioso? Uno no sabe lo cerca que puede estar viviendo del tipo que hace estas cosas.
—Sí, deberías tener cuidado —dijo preocupada—. Sobre todo de noche.
Unos niños jugaban a la pelota junto a la iglesia. Cristo tenía los brazos extendidos para detener a la gente.
—Aquí es donde ocurrió el accidente. Tengo que pasar por aquí para ir a la escuela. Esa era una de las razones por las que pensé que no sería capaz de conducir.
—¿Dónde das clase?
—En Durning Road.
—¿Cómo, al otro lado de Lodge Lane? No tienes que pasar por aquí.
—Ahora sí. Han bloqueado todos los atajos.
—No, se puede ir por Upper Parley.
Lo miró con la boca abierta.
—Tienes razón —aquel era un camino más directo que ese—. ¿Cómo es posible que se me escapara? —estaba aturdida.
—Puede que tu cabeza no te dejase. Quiero decir que una cosa puede joderte toda la vida si no la enfrentas como es debido. ¿Te sientes mejor ahora?
Dios santo, desde luego. Metió a Ringo por Lodge y pegó un bocinazo a un hombre cargado con una máquina de escribir, una ópera de Strauss y varias botellas de vino del Rin. Se sentía dispuesta a todo.
—Vamos a hacerle un tercer grado a esa señora.
Maniobró con el coche por la estrecha y popular calle. Los coches se apretujaban entre coches aparcados, las camionetas dejaban las puertas abiertas frente a las tiendas, algunos autobuses refunfuñaban impacientes. La basura aleteaba de un lado a otro de la calle, las manzanas caían rodando de los tenderetes y eran pateadas por los muchachos, un perro salió disparo en medio del tráfico, un gato desdeñoso vigilaba desde una colina de cebollas. Clare frenó al tiempo que una cara roja con uniforme echaba a unos niños de la biblioteca. En la manzana contigua estaba la lavandería.
Aparcaron en un callejón. En un portal había dos hombres sentados que chupaban de unas botellas envueltas en papel de periódico. Al llegar Chris a la lavandería una mujer con un sobretodo a cuadros rosas y el pelo como el de un caniche decrépito le echó una mirada furiosa.
—Hay alguien a quien no le gustas —dijo Clare.
—¡Ajá! Apostaría a que me cree gay.
—Yo tampoco le gusto —la mujer le lanzó otra mirada furiosa por encima de una fila de niños que eran como adornos involuntarios en el alféizar de la ventana—. No parece que valga la pena intentarlo, ¿verdad?
—Siempre vale la pena intentarlo. Si me cree gay, pues bueno, lo seré —se alisó el cabello y dejó flojas las muñecas.
—Chris —dijo ella con un gruñido. Pero él había entrado ya, y a ella sólo le quedaba seguirlo.
En la lavandería se sentía bochorno. El calor estaba cargado del olor a jabón y a ropas calientes. Una camisa, casi sin forma, asomó levantada por una portilla, agitando las mangas vacías. Torbellinos de ropa se apretaban contra los cristales. Un joven llenaba una bolsa de plástico con el contenido de una centrifugadora y, como un fetichista que revuelve apresurado el interior de una cómoda, tanteaba sigilosamente la ropa interior de mujer, por si estaba aún húmeda. Un chico salió con un saco a rastras; un enano navideño anticipado.
—Deja en paz la puerta —gritó la mujer del sobretodo cuando el niño pegó un portazo.
—Disculpe —dijo Chris con una reverencia fláccida—. ¿Es usted la amiga de la abuelita de Christopher Kelly?
Dios mío. Clare disimuló su regocijo con un estornudo. Unas mujeres se volvieron a mirar a Chris; sus niños subieron a las máquinas.
—¿Cómo? —respondió la mujer como si aquello fuera todo lo que pensaba decir.
—Christopher es un buen amigo mío. Le prometí que visitaría a su abuelita si alguna vez me pasaba por la ciudad.
—Él ya no vive aquí —murmuró la mujer. Junto a ella aparecieron unas bragas que alguien volvió a retirar.
—Ya lo sé. Por eso me pidió que la visitara. Según él es una mujer encantadora.
—No le gustan los extraños. No confía en ellos —clavó los ojos en él.
Clare supo que habían fracasado. Kelly nunca habría calificado a su abuelita de encantadora, y menos si su manera de comportarse en St. Joseph’s era la normal. Ni le habría pedido a Chris que la visitara. Se habían descubierto a ellos mismos y a Edmund. Apartó la vista y vio al joven del saco, el cual había recobrado un botón descosido y lo miraba como si de una propina roñosa se tratara.
—Pero yo se lo prometí —protestó Chris—. No puedo volverme atrás en una promesa y menos a él. Le afectaría tanto…
—Él no se llevaba bien con ella y ella no lo habría aceptado de no ser el hijo de su hija. Yo no lo habría aceptado después de lo que le hizo a su madre —el tono había cambiado. Algo en él aprisionó a Clare, la aisló de la luz del día—. No es extraño que fuera lo que era teniendo en cuenta cómo era su madre, los líos en que se metió. No era humano al nacer —agachó la cabeza y besó la medalla de un santo cosida por dentro de su sobretodo—. No sirve de nada que se pase por allí —aquel encantamiento le había devuelto el tono primitivo—. Ella no querría verle.
—Sí querría. Con todas las cosas que tengo que contarle. Le gustaría oírlas. Sé muy bien que le gustaría —la voz se elevó histéricamente. Clare podía oír su frustración—. Usted no querrá hacerle daño. ¿Le conoció? ¿Sabe usted lo sensible que es?
—Yo no le llamaría exactamente eso. Y ahora largo, deje de molestarme. Diga lo que diga no se lo diré.
—Cielos. No pretendo molestarla, pero se lo prometí. Parece usted enferma.
Clare sospechaba que no hacía más que actuar, como con los niños.
—Es que es usted el que me pone enferma —dijo la mujer. Clare la vio en la portilla, buscando ayuda del público, pero las señoras habían regresado a sus coladas—. Tengo el corazón débil. No se me debe contrariar. Lo dijo el médico.
—¡Ay, Dios! Yo también, necesito tratamiento. Su médico, ¿es bueno?
—Es el mejor que hay. Le conozco de siempre. Se puede confiar en él, no como otros que conozco.
Vamos, Chris, ríndete. Pero él continuó:
—¿Cómo se llama? ¿Dónde pasa consulta?
—Es el doctor Miller, de Boswell Street. Pero no le atenderá. Atiende sólo a los del lugar.
—Debería atender a la abuelita de Christopher. Así tendría alguien en quien confiar.
—La atiende.
—Eso pensaba yo —dijo alegremente, aunque ya no como gay—. Bueno, gracias. Me ha sido de gran ayuda.
Enfrentada con la verdad, se le nubló la cara. Se levantó temblorosa, pero Chris la esquivó. En la puerta, meneó las caderas como despedida.
—Deseaba hacer eso desde que se lo vi a Lauren Bacall —le dijo a Clare mientras huían hacia Ringo.
—¿Cómo sabías lo del doctor? —preguntó mientras metía la llave en el contacto.
—Bah, tenía sentido, ¿no? Para que esa mujer lo recogiera de la escuela debía de vivir cerca de ellos. Daba la impresión, por lo tanto, de que tendría el mismo médico.
El coche salió del callejón con un escalofrío.
—Podrías conseguir cualquier cosa a base de actuar, ¿no?
—Sí. Pero parece que tú lo hiciste bastante bien en Saint Joseph’s.
—Supongo que sí —se sentía bastante satisfecha de ambos. Ahora Edmund no podría prescindir de ellos.
Al pasar por la lavandería en dirección a Upper Parliament Street vio a la mujer mirarlos con odio. ¿Qué habría querido decir de Kelly, de lo que había hecho su madre? De pronto Clare se sintió pero que muy contenta de estar con Chris. Se había planteado por un momento qué haría su presa si supiera que le iban a la zaga.