¿COMO SE HACE UN MONSTRUO?
He venido para descubrirlo, dice el escritor.
La mayoría de la gente, a no ser que sus sensibilidades hayan sido embotadas por el mundo en que vivimos, tiemblan todavía cuando oyen hablar de un asesino suelto.
Pero un hombre que tiene razones para regocijarse de toda atrocidad es Edmund Hall.
Su primer libro, Secretos de los psicópatas, que él describe como «un serio estudio de la mente criminal» contenía detalladas descripciones de sadismo, incesto, canibalismo y necrofilia. Vendió cien mil ejemplares.
«El crimen me ha fascinado siempre, desde que era un niño», dice el señor Hall, que describe sus libros como «ayudando a la gente a entender el crimen».
Ahora se encuentra en Liverpool, investigando para su nuevo libro sobre un psicópata. Ayer asistió a la encuesta sobre la señora Lilian Pugh, cuya muerte el pasado mes está siendo investigada por la policía.
Uno que no está tan feliz con la investigación del señor Hall es George Pugh, el hijo de la difunta señora Pugh. Después de una furiosa escena con el escritor fuera de la corte del juzgado de primera instancia, el señor Pugh informó a nuestro reportero que «el libro estaba destinado a hacer un montón de pasta».
—Secretos de los psicópatas, ¿es un solo libro? —dijo Clare—. Creía que había dicho que era una serie.
—Me han tergiversado a propósito —dijo Edmund. Miraba impaciente el teléfono de la habitación del hotel, aunque hacía poco que había pedido las bebidas—. ¿No reconoces el estilo? Esta es la gentuza para quien yo trabajaba. Sólo son celos, porque ellos han tenido que quedarse en este pueblajo mugriento mientras yo me forraba en Londres. No han cambiado. Teníamos a menudo unas disputas increíblemente mezquinas porque no me metía en su sindicato. Dios mío, menos mal que salí de todo eso. Muchos incluso hacían faltas de ortografía.
Levantó el auricular. Luego, malhumorado, golpeó con el auricular.
—Y ahora, la mitad de los que busquemos no querrán hablar. Y sin lugar a dudas la policía me advertirá de que no interfiera en sus asuntos. Gracias, señor Pugh. En lo sucesivo, me las arreglaré sin su ayuda.
—¿No vendrá aquí?
—Si puedo evitarlo, no. Y si él puede, tampoco, a juzgar por cómo se comportó después de la encuesta.
Mientras volvían andando al Newsham había dicho que invitaría también a George. Ella había deseado ver el combate de revancha entre los dos hombres. Pero allí estaba, sola con Edmund en el cuarto de este. Se preguntaba frenéticamente si la situación estaría amañada, cuando alguien llamó a la puerta.
Era un camarero.
—Coño, si llega a tardar más… —dijo Edmund.
—Lo siento, señor. Tuvimos que enviar a buscar esta marca de aguardiente.
—Déjese de insolencias. Deje, yo serviré. Espere un momento, llévese esta vacía. No la deje aquí para la puñetera doncella. No voy a sentarme a mirarla. Maldición, qué gente —dijo a Clare cuando el mozo se hubo retirado en silencio.
La botella vacía era de aguardiente. ¿No se habría bebido todo eso en un día? Por lo menos, pensó (recordando aquel fragmento de Shakespeare que de adolescentes arrancaba risitas a todas) si planeaba seducirla no podría hacer gran cosa.
—No te preocupes, Edmund. No será tan malo.
—¿Qué es lo que no será? —dijo, mientras gruñía al duro tapón de una botella de ginebra.
—Quiero decir que ese reportaje no te impedirá escribir tu libro. Aún no saben que sabes su nombre. Quizá algunos estarán más dispuestos a ayudarte ahora que han oído hablar de tus libros.
Tenía aún el puño cerrado y forcejeaba con el tapón.
—Si puedo, te ayudaré. Podré hacerlo con mejor conciencia, ya que la policía me comunicó hoy que habían decidido no llevarme a juicio, pues se habían dado cuenta de que este psicópata andaba mezclado. Dijeron que ya debería haber tenido noticias suyas. Debió de ser culpa del nuevo cartero. Así que, sea como sea, ahora puedo ayudarte.
—Eres una buena chica, Clare —le llenó el vaso de ginebra, sin hacer caso de su exclamación de protesta—. Vamos a llevarnos bien. Te diré una cosa que no me gusta de Londres: me hace olvidar que existen chicas como tú.
—¿De verdad? —dijo, riendo sin ganas.
—Sí. No eres como esas mujeres de allí. Las puñeteras están todas demasiado seguras de sí mismas. Y la mitad son un fraude por dentro y por fuera. Escucha, todavía no te he invitado a cenar. ¿Qué noche estás libre?
—Oh, no lo sé, Edmund —solamente podía ver su naricita mellada que se movía algo así como la de un conejo soñoliento en medio de una amabilidad solemne y ceñuda de su cara—. Por el momento, no.
Le llevó su gin-tonic, que se agitaba tempestuosamente en el vaso.
—Vamos, Clare —le puso una de sus grandes manos en el hombro. La dejó apoyada, caliente y húmeda como una fiebre localizada—. Esta noche no ibas a hacer nada —acercó su cara a la de ella.
Esta se echó para adelante en su silla. El dio unos pasitos inseguros a un lado para no dejar ir el hombro y casi pierde el equilibrio. Se le había salido el ojo de la cara y había quedado atrapado en el cristal de sus gafas, parpadeando frente a frente consigo mismo.
—Esta noche estoy muy ocupada. Debo ordenar mi piso antes de que empiece el curso escolar —en ese momento se oyeron, como puntos y aparte que le prohibieran a él añadir cualquier cosa al párrafo de ella, tres golpes rápidos en la puerta.
—Maricón —dijo Edmund. Recuperó la vertical alejándose de ella y se fue furioso hacia la puerta. Seguro que como escritor debía de apreciar el tiempo dramático—. ¿Qué le pasa a usted? —inquirió.
Al otro lado del vestíbulo, pasado el cuarto de baño, una voz joven contestó:
—Me enteré de que quería usted ayuda de las víctimas del hombre que persiguen.
—Así es —exclamó Clare—. Así es.
El joven entró en la habitación con movimientos flexibles y la observó con un placer no disimulado. El pelo rubio, que llevaba hasta los hombros se le deslizó sobre la cara; lo apartó impaciente, mirando a Clare como si esta fuera una gratificación imprevista.
—¡Hola! —dijo—. ¿Tú quién eres?
Edmund vino del vestíbulo. El enfado le hacía mover la nariz.
—Su nombre es Clare.
—No entendí tu nombre —le dijo el joven a ella.
—Soy Clare. ¿Quién eres tú?
—Soy Chris Barrow.
Su mirada la inquietaba, pero sin incomodarla. En cierto modo era demasiado franca e infantil para resultar embarazosa. La piel clara y afeitada de la cara le hacía parecer joven, cerca de los veinte, pero eso podía estar relacionado con esa sensación de inocencia que le llegaba de él. Había entrado en la habitación como si nada le molestara, como un niño que tiene aún que aprender a ser tímido. Incluso sus ropas (camisa oriental de mangas anchas, unida con naturalidad a unos pantalones acampanados por la ingle tersa y maciza, hacia la que se le iba la vista) cuadraban bien con el exhibicionismo inocente y gozoso de un niño pequeño. Unas delgadas monturas de plata le rodeaban los ojos. Nadie anteriormente le había mirado así. No le había visto la cara a Edmund cuando este le dijo que parecía una bailarina, pero en la de Chris Barrow no había señales de adulación.
Edmund asió la botella de aguardiente para afirmar su derecho.
—¿Quién te dijo que necesitaba ayuda? —preguntó.
—El periódico que te entrevistó.
—¿Cómo no? ¿Por qué crees que puedes ayudar?
—Soy una víctima. Bueno, lo fue mi gata —la cara pálida y flaca se le volvió roja.
—¿Tu gata? —dijo Edmund con un gruñido enfadado—. Estás de coña.
—No, ¿por qué? La encontraron en el callejón, medio comida. No muy lejos de donde vivía la señora Pugh.
—Es extraño que no leyera nada de eso.
—Salió en el periódico. Todavía tengo el artículo. Si te interesa, te lo traigo y lo ves.
—No es para tanto —Edmund le dio vueltas al cuello de la botella entre los dedos, como si se tratase de un buen puro—. No puedo ofrecerte una copa —dijo feliz—, no hay más vasos.
—Puedes acabarte el mío, si es que te gusta la ginebra —dijo Clare.
—No tiene importancia. No bebo.
Edmund le miraba, prolongaba el silencio con la esperanza evidente de que se fuera.
—¿En qué trabajas? —pregunto Clare a Chris.
—Estoy con el GTT. Grupo de Teatro Total.
Se daba cuenta de que él pensaba que lo estaba reteniendo sin necesidad. Pero Edmund parecía decidido a ignorarlo.
—¿Qué tipo de cosas representáis?
—Teatro en la calle, sobre todo, y en los parques. Especialmente obras para niños.
—¿Eso es todo? —dijo Edmund—. Me da la impresión de ser más un juego que otra cosa.
—Bueno, sí. Pero en realidad es todo un juego, ¿no es verdad?
Edmund le dedicó una mirada de desprecio.
—¿Vais a los colegios? —dijo Clare.
—Sí, a veces.
—A lo mejor podríais ir al mío. Me gustaría que mis chicos vieran algún teatro de esa clase. Creo que les ayudaría.
—Pues bien. Ponte en contacto con el GTT en el centro artístico de Upper Parly. De todas formas —dijo a Edmund—, es mejor que te cuente lo de mi gata.
—No creo que me sirva de nada.
—¿Por qué no? —preguntó Chris. Clare percibió en él una impaciencia perpleja como la de un crío.
—¿Viste cómo ese tipo lo hacía?
Chris le miró sin saber qué decir.
—¿Ves lo que quiero decir? —dijo Edmund—. No tienes pruebas de que tenga relación con el caso. No vale la pena incluir en mi libro a una gata muerta en un callejón.
Los hombros de Chris se movían sin parar. En aquel momento le pareció a Clare poco más que un niñito vulnerable.
—Para mí valía mucho. Yo jugaba con ella.
Edmund le miró con ojos fijos.
—La gente que me está ayudando ha perdido a familiares, y no gatas de mierda.
Chris dudó un momento. Luego se volvió y salió dando zancadas y pegando un portazo; las botellas tintinearon en la bandeja. Edmund, con una sonrisa despreciativa, se sirvió más aguardiente.
—Jodida prima donna.
—¿Tenías que ser tan desagradable con él?
—Lo siento. No puedo soportar a los de su clase. Londres está plagado de ellos, van contoneándose, fingen ser artistas. Dudo que haya trabajado como es debido un solo día de su vida.
—Aún así, su historia me pareció genuina.
—Oh, lo era. No quería decírselo, pero leí el reportaje que mencionó. Es sólo que no habría podido soportar tenerlo rondando. Además —levantó la voz cuando ella le dio la espalda—, lo de la gata muerta puede ser cualquier cosa. Podría haberlo hecho un perro rabioso. Esa zona está llena de chuchos vagabundos.
Clare contempló la multitud sabatina en Elliott Street, diez pisos más abajo; un panal populoso y multicolor. Detrás de ella oyó la voz quejumbrosa de Edmund:
—¿No me irás a dejar plantado tú también?
Las catedrales se desafiaron por encima de los tejados. La torre gótica de piedra arenisca roja de la anglicana, la claraboya vidriada que coronaba el tambor de cemento de la católica.
—Dije que te ayudaría —contestó sin volverse—. Pero no acabas de decirme cómo.
—Pues, ¿tú vuelves al colegio el lunes?
—Martes.
—Entonces ya tienes trabajo. Intenta averiguar la dirección de la madre de Kelly o lo que fuera. Si aún vive…, parecía bastante vieja cuando yo la vi. He tratado de conseguirlo telefoneando a las Oficinas de Educación, pero no quisieron decírmelo. Parecían desconfiar.
Ella dejó el vaso medio lleno detrás de la cortina y se apartó de la ventana.
—Creo que han leído algo de mí —dijo él—, pero en la escuela no te relacionarán conmigo. Es mejor que les digas que eres profesora. Luego solicitas consultar sus archivos…
—Sé lo que tengo que hacer —el sentimiento de estar siendo ordenada la impacientó.
—Magnífico. Entonces lo dejo en tus manos.
Ya en el ascensor, furiosa consigo misma, rechazó las ofertas de comida. Idiota. Habla que te habla se había comprometido a largar embustes en una escuela a menos de una milla de la suya.