Al entrar en las Castle Chambers, George vio en las escaleras, delante de él, a Edmund.
Se detuvo. No entraría en la encuesta con aquel tipo. De acuerdo, tenía un trabajo que hacer. Probablemente el nombre del muchacho resultaría a la policía más un estorbo que una ayuda, una pista falsa. No impediría a Edmund el hacer su trabajo, pero eso no quería decir que aquel hombre tuviera que gustarle.
Al entrar en el pasillo de color crema que partía del rellano, vio cómo Edmund se metía por una puerta con el rótulo de INFORMACIÓN. George apretó el paso en dirección a las cristaleras dobles que daban a la sala del tribunal, pero estaban fijas con la puerta falsa de un decorado escénico. Aumentaban la sensación de irrealidad que ya empezaba a sentir. Nunca había creído llegar a visitar ese lugar; había exhibido salas de tribunal en demasiadas películas. Retrocedió hasta la puerta de INFORMACIÓN.
Había en el extremo de un pasillo interior una sala de espera para los testigos. Unas pocas personas estaban fumando fuera; dentro sollozaba una mujer sentada y hacía repiquetear una taza de té. Ruby, la amiga de la madre de George, la consolaba, la miraba con ojos que se ahogaban en sí mismos, se golpeaba el corazón, como para avivar su sentimiento. Era, claro está, una actriz. Así la había conocido su madre.
Se quedó al otro lado de la cristalera. No se sentía aquel día con fuerza para recibir las efusiones de Ruby. Mientras miraba lo escrito en la puerta, se sintió como si no fuera un testigo en absoluto, como si hubiera aceptado el papel sin preparárselo. «El mundo entero es un teatro». Desde luego, desde luego.
Había insistido en estar entre los testigos. Tenía que estar allí para asegurarse de que no decían nada malo de su madre. Sólo esperaba que la encuesta no durara mucho. Aquella mañana le había parecido que Bill Williams entendía la proyección, pero George quería estar en el Newsham por la tarde, por si acaso esta se estropeaba otra vez. No quería que se soliviantaran los chicos.
—Sírvanse los testigos ocupar sus lugares en la sala, por favor —dijo un hombre con fuerte acento escocés que fue a ocuparse de la que sollozaba.
La sala tenía el techo bajo. A tres lados de la habitación se alineaban escalonadamente varias filas de bancos y de mesas largas. Mientras seguía a los demás testigos al grupo de bancos más alejado, George vislumbró en el banco delantero enfrente del estrado del juez de instrucción, a Edmund, que se inclinó con un gesto de saludo. Pasó por delante sin hacer caso.
Ya en el banco, Ruby se arrebujó contra él.
—¿Quién es ese patán? —preguntó señalando a Edmund—. ¿Te conoce?
—Solamente es un tipo que escribe del caso —la mitad de los del banco de Edmund debían de ser periodistas. Un lleno total. Bueno. Tenían que hacer su trabajo.
—Quieres escuchar lo que ocurrió ¿no? Yo se lo diré. Tu pobre madre —se frotó nerviosamente su rimel emborronado, tan grueso como el maquillaje de una película antigua—. No olvidaré su cara mientras viva. Esa horrible expresión. Oh, lo siento. No debería ir contándote todo esto, pobrecito.
No le había causado especial molestia…, demasiado teatral. Una silla arañó en el piso de arriba y unos pasos fuertes y firmes cruzaron el techo. De unos manchurrones pálidos en este, brotaban rollizos champiñones repletos de luz. Los manchurrones de luz se desvanecieron. Las lámparas colgaron muertas a la luz del día. George observó cómo Edmund miraba a todas partes, recogiendo detalles como una cámara.
La noche anterior, camino de casa, se había acordado George de a quién le recordaba Edmund: a un hombre de una cadena londinense de cines que había ido a verle seis años antes. El hombre había estado en casa de unos amigos. Admiraba, según dijo, con qué eficiencia manejaba George el Newsham y con qué poca ayuda. George era el hombre que necesitaban para llevar su nuevo cine en Londres. Pero Olivia se sentía feliz en su primer año de colegio y Mark quería ir a aquella misma escuela; Alice, su mujer, odiaba todas las grandes ciudades menos la de su nacimiento, Liverpool. Y lo más importante, el Newsham era el único cine entonces propiedad de su madre. El tipo no había entendido nada de eso. Al marcharse le había lanzado una mirada furiosa como si George le hubiera ofendido deliberadamente. Sospechaba que la misma carencia de sentimiento subyacía a todas las manifestaciones de comprensión de Edmund.
—En pie, por favor —ordenó el escocés.
George se levantó de un salto, sorprendido. Los demás lo siguieron. Después de una pausa, el juez de instrucción apareció por detrás de los bancos del jurado y se dirigió a su asiento; dramáticamente, una buena entrada. El escocés se puso a leer en una tarjeta.
—Cualesquiera personas que tuvieren algo que aportar a este tribunal, presidido por el juez de instrucción de Su Majestad en el partido judicial de Merseyside, respecto a la muerte de Lilian Pugh y Thomas Eric Hardy, acérquense y comparezcan —seguramente lo habría ensayado lo bastante para no necesitar el guión, pensó George. Pero tal pensamiento no detuvo la riada de sensaciones que el golpearon al oír el nombre de su madre.
Los demás se estaban sentando; George los imitó. El escocés dirigía al jurado en el juramento «Juro por Dios Todopoderoso…».
—Juro por Dios Todopoderoso… —sólo los cuatro de la primera fila respondían, traduciendo el acento escocés al de Liverpool. Una vez terminado, recomenzó con la fila de detrás. George casi esperaba que los ocho juntos hicieran un ensayo general. Pero el juez hablaba ya.
—Se presenta, en primer lugar, ante este tribunal el caso de la señora Lilian Pugh, nacida Stanley y residente en el veinte de Princess Avenue. Se trata de un triste y trágico caso, cuyo igual nunca antes me encontrara. La policía inquiere en las circunstancias del caso. Nuestra única misión es determinar la causa de la muerte de la señora. Parece, pues, que alrededor de las cuatro de la madrugada del día siete de agosto, la señora Pugh sorprendió a un intruso en un acto de extrema crueldad hacia su perro…
Continuó con voz tranquila. Era como el resumen al comienzo del episodio de una serie. George se quedó estupefacto cuando oyó: «Que comparezca George Bernard Pugh».
Seguro que el resumen había incluido la parte de George. El escocés le estaba esperando, de pie, junto a la barra de los testigos.
—Sostenga el libro en su mano derecha.
—Su nombre es George Bernard Pugh y es usted el cuidador del cine Newsham —dijo el juez de instrucción.
—Sí —eso podía jurarlo.
—Y la señora Pugh era su madre.
—Así es —dijo George orgullosa, casi desafiantemente.
—Era la propietaria del Newsham, ¿no es así? ¿Era propietaria de algún otro cine?
El juez, con su palabrería, intentaba que se sintiera cómodo.
—Fue propietaria anteriormente del Granby y del Pitcon, ella y mi padre. Pero cerraron en los sesenta. El Granby fue el último en cerrar. Estaba precisamente por donde ella vivía. Había allí dos cines, pero no había público bastante para ninguno de los dos —aquello era parloteo. Ojalá el juez lo parase con alguna pregunta.
—Su padre no vive actualmente, ¿no es así?
—Sí, murió hace siete años. La pena de saber que los cines tendrían que cerrar lo mató. Eso hizo que mi madre se decidiera a tener abierto el Newsham. Ella era el cónyuge con talento para los negocios, ya sabe.
—Perfecto —aprobó el juez—. Perfecto. Su madre, ¿vivió siempre en Princess Avenue?
—No. Se mudó allí tras la muerte de mi padre —había dicho que vendió la casa porque no podía mantenerla, pero él sabía que necesitaba el dinero para invertirlo en el Newsham, aunque nunca había dejado que ella se diera cuenta.
—¿Iba usted a visitarla a menudo? ¿Fue a visitarla la noche del seis de agosto?
—Lo hice —el jurado empezaba a apartar la vista de él, por el temor de una pena en carne viva. Pero tenía la impresión de que el juez, con su habilidad, le haría sortear aquello. Pronto podría volver al Newsham.
—Visité a mi madre, la señora Lilian Pugh, la noche del seis de agosto —dijo el juez. Qué raro, pensó George, no te vi. Le llevó un momento descubrir el cassette al que el juez confiaba la información.
—¿Hacia qué hora se marchó usted? (Medianoche). ¿Se fijó usted por casualidad en si la ventana de la fachada del apartamento estaba abierta?
—Sí. Durante el verano solía dejarla un poquito abierta. Rex hacía la guardia de noche.
—Rex era el perro de su madre. Cuando a medianoche me fui la ventana estaba un poquito abierta, coma —para entonces George se sentía totalmente ajeno a lo que acontecía—. ¿Su madre no tenía miedo a los intrusos?
—Decía que no —pero él lo había tenido a causa suya. Alice y él no disponían de una habitación para su madre, pero eso no les había hecho más agradable el pensar en ella, en Princess Avenue, entre las pandillas, los robos y los enfrentamientos raciales.
Las preguntas y los ecos continuaron.
Sí, su madre había tenido un par de infartos. El doctor había dicho que no era nada serio, a condición de que se lo tomara con calma. No, no le había parecido indispuesta aquella noche. Recordó en silencio cómo dijo «Buenas noches, querido», cómo se volvió cuidadosamente hacia el vestíbulo iluminado, apoyándose con la mano en el pomo de la puerta, cómo volvió la cabeza para asegurarse de que había llegado bien a la bicicleta. Sintió los ojos de Edmund fijos en él…, como si, pensó furioso, él hubiera escrito el guión.
—¿Conoce usted a alguien que pudiera haber tenido animadversión contra el perro de su madre?
—No, a nadie —eso se lo había preguntado la policía—. Me lo habría dicho —añadió.
—Muchas gracias, señor Pugh.
¿Eso era todo? Parecía no tener final, como algunas películas que proyectaba en esos tiempos. El juez de instrucción le decía al cassette que no conocía a nadie que tuviera animadversión contra el perro de su madre.
—Que comparezca Ruby Roberts —dijo.
Ruby abanicó el aire con su abrigo, con el gesto de César ajustándose la toga para lanzar un discurso, y tomó la Biblia, al tiempo que alzaba los ojos como una Juana de Arco deseosa de una voz amiga.
—¿Es Ruby Roberts su verdadero nombre? —dijo el juez.
—Sí —contestó con ojos llameantes—. Claro que lo es.
Él asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa.
—¿Conocía usted a la difunta Lilian Pugh? La conocía del teatro, ¿no es así?
No empieces con el teatro, pensó George, o nos quedaremos aquí todo el día.
—Conocí antes a su marido. Antes de dedicarse a la exhibición de películas trabajó en los escenarios. Un buen actor y un buen hombre. Cómo se habría sentido si hubiera visto aquí a su pobre esposa, en el suelo…
—Es suficiente por ahora —dijo el juez levantando un dedo—. Llegaremos a eso enseguida. ¿Fue usted al piso dela señora Pugh la mañana del siete de agosto?
George se desentendió de ellos. Casi se sentía desleal mientras escuchaba a Ruby; era como estar viendo una obra de teatro sobre la muerte de su madre. Claro que todo lo relacionado con la muerte de su madre había tenido un aire teatral; el llamarle Ruby por teléfono; su insinuar, casi sin aliento, los horrores; incluso el aspecto del cuerpo. Había esperado en el depósito en una pequeña habitación desnuda. Enfrente suyo, unas cortinas habían descubierto de repente una ventana, justo como al inicio del primer acto, y allí estaba su madre, yacía cubierta por una sábana bajo una bombilla que tenía un platillo por pantalla. Se había sentido separado de ella por algo más que un cristal. Una vez había jugado con sus padres a ver quién podía fingir estar muerto más tiempo. Entonces su madre había estado más convincente. Detrás del cristal parecía alguien mal maquillado para asemejarse a ella.
—Estaba tirada en la alfombra, cubierta de sangre —dijo Ruby.
Entonces debía de haber estropeado la alfombra…, la favorita de su madre, la persa.
El señor Billington, amigo de su madre, que antaño llevara un cine y que les echaba una mano sin más salario que la posibilidad de ver películas gratis, se ocupaba de todo lo del piso. George no había sido capaz de ir. Pero en ese momento no pudo evitar oír lo que Ruby había encontrado allí, lo que le había ocultado.
—Noté que había mordiscos —dijo—. Pero no fue eso lo que me hizo marearme. Fue la expresión de su rostro. Miraba a Rex, su pobre y fiel animal —se inclinó hacia el jurado y dijo, con un susurro que llenó la sala—: Murió al saber que lo que le había pasado a Rex le iba a pasar a ella.
Aquello fue el mutis. El juez le dio las gracias, pero no repitió lo que ella había dicho. Un policía joven y vergonzoso ocupó su lugar en la barra. Ruby se sentó junto a George. Con una mano se sujetaba el corazón, con la otra apretaba la de él.
De golpe, y con un horror frío para el que no estaba en absoluto preparado, se dio cuenta de que el policía estaba corroborando el relato de Ruby.
El policía no actuaba. Saltaba a la vista que lo que tenía que decir le resultaba embarazoso y turbador. Con un chasquido, la corte cobró para George una realidad cruel y cercana. Vio las caras atentas. Vio cómo Edmund observaba al juez y admiraba su lucidez y habilidad. Vio la cara blanca del policía y se enteró de que se había mareado tras ver a la madre de George. Sintió temblar sus piernas fuera de control. Apretó las rodillas, pero no dejaron de temblar.
Luego se acercó un patólogo. El juez hacía de eco. Ni siquiera el eco era ya irreal; era doblemente real, insoportablemente real. George vio a su madre en la puerta, volviéndose ansiosa para verle alejarse en bicicleta.
—Sí —dijo el patólogo—, había numerosos desgarros. Las huellas de unos dientes. No, no las de un animal. Algunos pedazos de carne habían sido… —la rabia impotente de que aquel público oyera lo que le había pasado a su madre se mezclaba ya en George con el horror. Sólo veía la cara de Edmund, atento a cada palabra. Sólo oía su propia sangre, que batía furiosa en los oídos.
—En pie, por favor —dijo el escocés.
El jurado había regresado; luego entró el juez.
—Señor presidente del jurado, ¿qué veredicto pronuncia usted sobre la muerte de Lilian Pugh?
—¿Cómo? —dijo el presidente, desconcertado.
—¿Cuál es su veredicto? —dijo el juez sin perder la calma.
—Muerte accidental.
—Sí —el juez asentía lentamente, como si supiera que el veredicto, si bien no del todo satisfactorio, era inevitable. Muerte accidental, pensó George frenético. Como si hubiera muerto en un accidente ineluctable.
El juez lo miraba.
—Acepte, por favor, mi más honda condolencia y mi esperanza de que el culpable será llevado ante la justicia con prontitud —dijo cortésmente. Luego se levantó.
—En pie, por favor —dijo el escocés.
Los periodistas se marchaban. Habían venido a enterarse de lo de su madre. Ahora que el espectáculo había terminado tenían prisa por ir a tomar algo, una pinta de cerveza y una empanada. George le lanzó a Edmund una mirada de odio tal, que este se dio la vuelta y siguió a los periodistas. George esperó a que hubiera tenido tiempo de salir del edificio.
—Te veré dentro de poco —le dijo a Ruby. En ese preciso instante no podría aguantarla.
Los periodistas se apelotonaban en el exterior de la sala. Tuvo un momento de furia al pensar que quisieran entrevistarlo. Entonces vio que habían rodeado a Edmund.
—No sabía que hubieras vuelto a la ciudad —decía uno—. Había pensado que a estas alturas nuestros crímenes provincianos no eran dignos de ti.
George oyó el sarcasmo, que fue a echar leña a su rabia y a su antipatía por Edmund.
Sus sentimientos brotaron sin que pudiera controlarlos.
—Está aquí para escribir un libro —dijo malignamente—. Dedicado a lo que ese monstruo ha hecho. Sin duda, le dará un montón de dinero.
Bajó furioso las escaleras. Una muchacha lavaba tazas de té junto a una tetera en una habitación que daba al rellano. Se detuvo en medio de la espaciosa luz de Castle Street, al borde de la multitud que salía a comer. Debía ir a casa con Alice. No estaría en condiciones de llevar el Newsham hasta que no le hubiera contado todo eso a alguien. Le llevó varios minutos dejar de temblar y poder pedalear hasta su casa.