—Un tal señor Edmund Hall y una señora desean verlo —dijo la señora Freeman.
—De acuerdo —contestó George Pugh, irritado—. Dígales que iré a recibirlos dentro de un minuto, por favor.
Miró la pantalla por encima de las butacas. Ryan O’Neal y la muchacha con nombre de boxeador se contemplaban enamorados; en medio danzaban unos largos pelos y trataban de dejarles la vía expedita. Un gigantesco pulgar púrpura tanteó por la parte baja de la pantalla con el propósito de pellizcar el pelo y apartarlo. Algunos grititos de ánimo lo incitaron a continuar desde las butacas delanteras. Los amantes se miraban ajenos al forcejeo. El pelo saltó de la pantalla. Las puntas dieron desde el borde un adiós desafiante. Los «fans» de las butacas delanteras aplaudieron.
George Pugh se enjugó la frente. Este nuevo operador, Bill Williams era peor que el precedente: sin experiencia y tardo en aprender. La gente con experiencia se iba a los sitios asegurados por cadenas de distribuidoras. Los independientes como el Newsham tenían que apañárselas con lo que podían conseguir.
Lo haremos, pensó George. Su madre, con peor personal lo había hecho en su segundo cine. Todos los días habían sido tan ajetreados para ella como aquel para él. Movió la cabeza con admiración. Aquel día… primero había recibido la lista con los precios de todos los dulces que tenía que haber subido el lunes anterior. Había tenido que tranquilizar a la señora Freeman y arreglar con ella las subidas. Aún no se sentía a gusto con monedas decimales. Luego habían llegado los carteles de la semana siguiente, con errores de impresión. Se había pasado media tarde tratando de razonar con un tipo de la imprenta, un cretino con el que no había hablado nunca antes. «Van las penas pisándose los talones», pensó, recordando Hamlet.
Ese Edmund Hall le había telefoneado aquella mañana. Era un escritor necesitado de ayuda con un nuevo libro. «Preferiría no decir nada más hasta que nos veamos». Si se trataba en realidad de un vendedor, se iba a llevar una patada en el sitio más conveniente. Una vez que las penas empezaron a pisarse los talones, George lo habría dejado para otra ocasión, pero no sabía cómo comunicarse con él. Suponía que lo mejor era enterarse de lo que quería el tipo. La chica de la pantalla agonizaba muy bien; pronto podría cerrar. Parecía no haber más que muerte en las últimas películas que había proyectado.
La señora Freeman parloteaba con una amiga mientras contaba los ingresos de la confitería. No era extraño que tuviera que repetir las cuentas tan a menudo.
—Casi me ladró —decía—. Y eso no es nuevo. Creo que la muerte de su madre le sirve de pretexto.
Hablaba de él.
—Cuando haya acabado con eso —dijo fríamente—, dígale al señor Williams que venga mañana a las once, que quiero hablarle —ella lo miró, aterrada de que pudiera haberla oído, mientras él se dirigía al hombre y a la mujer que esperaban en la puerta.
El hombre era alto, corpulento y de pelo rojo; parecía muy seguro de sí mismo. Ella era joven, de unos veinticinco años, alrededor del metro cincuenta, más bien chiquita. Tenía las piernas algo cortas, pero bien moldeadas. Llevaba una elegante rebeca azul encima de un viejo vestido de verano, como si hubiera decidido ir bien vestida en el último momento, cuando ya era demasiado tarde. El pelo marrón era muy corto, como si quisiera olvidarlo; la cara, pequeña y de aspecto tímidamente travieso, algo asustado de ser como era. A George le recordó a su hija Olivia, que empezaba a ir a la escuela. Si lo que buscaba era trabajo, estaría por el momento predispuesto a su favor. En ese preciso instante se dirigía a él.
—¿El señor Pugh? —dijo el hombre—. Soy Edmund Hall. Esta es Clare. Me sirve de ayudante.
El traje oscuro del señor Pugh estaba muy replanchado, pero más claro que al compararlo. Uno de los botones de la camisa fingía ser como los demás. Clare podía imaginárselo de alumno, con el cuerpo flexible desmañadamente comprimido dentro de un pupitre, un haz de pelo castaño presurosamente peinado con raya y sobresaliendo de entre las otras cabezas, la cara, larga y algo caballuna, mirándola de abajo arriba y no de arriba abajo como entonces. Parpadeó desde detrás de sus gafas con montura de cuerno y echó a Edmund una mirada bizqueante e impaciente, como podría haberlo hecho con una pizarra. Las arrugas de preocupación que se le superponían a la cara juvenil podrían tener unos cincuenta años, o quizá más.
—¿En qué puedo ayudarles?
Echó un vistazo a la tarjeta de Edmund como si se tratase de una distracción superflua.
—¿Le importa que hablemos en su oficina? —dijo Edmund.
—Tengo que ocuparme de que el edificio quede vacío. ¿Qué es lo que quería?
—Dos cosas. Quiero escribir un libro con su ayuda. Y quiero ayudar a capturar al hombre que provocó la muerte de su madre.
Algunas chicas surgían de las butacas retocándose furtivamente el maquillaje de los ojos.
—¿Os divertisteis con la película? Buenas noches —dijo el señor Pugh—. Lo que quiere es escribir acerca del hombre que mató a mi madre, ¿no es cierto? Que la mató —repitió furioso— y no «que le provocó la muerte».
—Señor Pugh, estoy de acuerdo en que fue algo terrible. Pero no me parece que de hecho la asesinara. ¿O sí? Tengo entendido que murió por un fallo cardíaco.
—En ese caso sabe usted más que el juez de primera instancia. La encuesta no es hasta mañana.
Varias jóvenes de uñas como espátulas huyeron de las butacas perseguidas por el himno nacional.
—Tenéis una cita urgente, ¿verdad? —dijo el señor Pugh—. Betty, Anne y Linda. Me sorprendes, Andrea. La próxima vez ten un poco más de respeto o no volverás a entrar.
Edmund dijo:
—Por lo que sé no había señales de violencia alguna mortal en ella. Por favor, no crea que estoy en modo alguno tratando de defender a ese hombre. Estoy tan deseoso de verle cogido como usted.
—Buenas noches, señora Dodd. Claro, estoy de acuerdo en que la palabra no hacía falta, pero, por supuesto, no podemos manipular las películas. ¿Se ha divertido, señora Kearny? ¿Mejor que la de la semana pasada? Bien. Buenas noches —Clare aún esperaba al resto de la multitud cuando la puerta principal se cerró chirriando detrás de la última.
—¿Por qué? —inquirió el señor Pugh de Edmund.
—¿Por qué…?
—Sabe perfectamente lo que quiero decir. ¿Por qué quiere que lo capturen?
—Porque creo que la sociedad debe ser protegida. Lo digo en todos mis libros. Debemos preocuparnos antes de las víctimas que de los criminales. Y todavía más importante, de las víctimas potenciales.
El señor Pugh se dirigió al patio de butacas y ellos se apresuraron a seguirlo.
—Llévelo a la oficina cuando haya acabado —dijo a la señora que contaba el dinero en el quiosco, al tiempo que enderezaba las filas de tabletas de chocolate… sin ninguna necesidad, pensó Clare. Mantuvo abierta la puerta del patio de butacas el tiempo que se tarda en dar una zancada. Edmund tuvo que correr para aprovecharlo.
—Tiene libros publicados, ¿no es así? ¿Como por ejemplo?
Edmund los enumeró. Su voz regresaba apagada por la sala larga y estrecha, haciendo una especie de eco frustrado. El único grupo de asientos en pendiente estaba casi a oscuras; encima de ellos una masa de humo de tabaco enfilaba de mala gana en dirección a la ventilación. Frente a la pantalla las cortinas se fruncían, ondulaban y bullían con un repiqueteo. El operador asomó por la ventanilla en un intento de ponerlas en su sitio. El señor Pugh tiró con fuerza de las cadenas de las salidas de emergencia.
—No irá a decirme que con libros de ese tipo está protegiendo a la sociedad.
Clare se dio cuenta de con qué facilidad le había permitido a Edmund convencerla. Ahora a este no le quedaba ocasión para su ligero regocijo. Se sentía malvadamente complacida.
—Con todos mis respetos —dijo Edmund—, usted no los ha leído. Varios criminólogos los han recomendado.
—Expertos —maldijo el señor Pugh.
Salieron del patio de butacas y se dirigió rápidamente a su oficina. Clare oyó decir a la señora del quiosco:
—Lo siento, señor Pugh. No quería decir lo que dije. Fue horrible de mi parte el decirlo.
—No se preocupe, señora Freeman. Y gracias por esperarme.
Algunas arrugas de las de la cara se le suavizaron. Clare vio que Edmund también lo había notado. Este la hizo sentar en la silla vacía y se quedó observando al señor Pugh desde el otro lado del escritorio.
—Debo decir en mi defensa que jamás nadie ha acusado a mis libros de incitar al crimen. No como las películas de ahora. ¿Acaso no hay películas que le gustaría no tener que proyectar?
—Claro que las hay —comprobó en un segundo las cuentas de la señora—. Pero son las que el público exige hoy en día. No se puede ir en contra del público.
—Ajá. Ahí está. Usted las proyecta porque es su trabajo.
—Así es, mi trabajo —dijo mientras cerraba la caja fuerte—. «Para cuantos viven hay lugar y sostén», ¿no es cierto?
—¿Qué?
—Bien está lo que bien termina. Es obvio para todos cuál es mi trabajo —lanzó a Edmund una mirada penetrante—. Pero todavía no sé qué trabajo se cree usted que hace.
—Creo que ayudo a que la gente comprenda cómo se hace el criminal. Y creo que eso puede contribuir a prevenir el crimen.
—¿Comprender? —la voz retumbó en la reducida oficina. Clare se sobresaltó—. ¿Pretende que comprenda a ese animal? ¿Pretende que comprenda a un hombre capaz de hacerle aquello a una anciana?
—Sé exactamente cómo se siente. Si hubiera sido mi madre me gustaría encontrarme cara a cara con el que lo hizo.
—Pero como no fue su madre, escribe acerca de ello. No quiero capturarlo. No podría confiar en mí mismo. Es tarea de la policía el atraparlo. Si tanto desea proteger a la sociedad, ayúdelos.
—Les ayudaremos siguiendo un curso independiente en nuestras investigaciones. En cuanto tengamos algo digno de comunicarse, se lo comunicaremos. Pero, ya sabe, yo también tengo que vivir de algo. No siempre me agrada lo que tengo que hacer…, usted debería ser capaz de entender eso. Tengo que hacer mi trabajo, igualito que usted.
El señor Pugh se apretó el labio inferior, tirando de él hacia delante, y movió la cabeza. Luego cogió el teléfono y marcó.
—Sí, querida, soy yo. Dentro de quince minutos. Hasta luego, querida. Hasta luego —evidentemente, se trataba de un rito—. Más bien me parece que hace usted el mismo trabajo de todo el mundo. Juez de primera instancia, detective y sabe Dios qué. Tan sólo contésteme a esto: ¿qué le hizo fijarse en mi madre?
Ordenaba su ya ordenado escritorio.
—No fue sólo su madre. Hubo otro suceso, igual de trágico. Alguien ocasionó un choque casi enfrente de donde vivía su madre. Estamos seguros de que fue el mismo tipo.
El señor Pugh les abrió la puerta principal del cine y apagó las luces.
—Sí, mi madre me lo mencionó. Siento que una persona muriera. Pero un accidente de coche no me va a quitar el sueño —señaló a los coches que pasaban lanzados bajo la luz de sodio de West Derby Road—. Que esos cabrones…, perdón, señorita; que los conductores se maten los unos a los otros. Puede que el aire estuviera más limpio. Cuanto antes tengan que recurrir a las bicicletas, mejor.
Clare observó cómo Edmund cronometraba su movimiento al segundo. Esperó a que el señor Pugh echara la llave a las puertas y se volviera, y luego dijo:
—Clare conducía cuando el accidente. Su hermano se mató.
El señor Pugh giró para mirarla. Tenía la cara de un escolar que ha dejado ver su torpeza y juventud.
—Mujer, lo siento. Por nada del mundo le habría hecho daño. No trataré de disculparme, pero estoy un poco tenso últimamente; supongo que como usted.
—No se preocupe. Sé lo que debe estar pasando. Puedes tutearme si quieres. Mi nombre es Clare —dijo, para demostrar que le había perdonado.
Él sonrió, apartándose, sin embargo, un poco; ella se daba cuenta de que quería escapar de ambos, irse rápidamente a casa.
—El mío es George —dijo más bien a regañadientes.
—Como mi guitarra —sonrió al ver su ceño perplejo—. Tengo una guitarra llamada «George» —pensó que parecía levemente ofendido—. Es una guitarra muy muy buena —añadió para tranquilizarlo.
El ceño se iba desvaneciendo y ella estaba a punto de decir: «No debemos entretenerte más», cuando intervino Edmund:
—Quizá ahora le permitirás a Clare que te ponga en antecedentes de la historia —había dicho a Clare que podía servirle de ayuda con el señor Pugh y en ese momento vio cómo.
—¿Qué antecedentes? —dijo George.
—La historia del hombre que mató a tu madre.
—Iré a casa a través del parque —dijo George sin darles ánimos.
—Si nos lo permites, te acompañaremos.
—Como queráis —George se metió por debajo del puente de ferrocarril que estaba junto al Newsham. Encima de ellos, un tren pasó como un trueno.
A punto estaba Clare de protestar cuando Edmund la cortó.
—Por favor, Clare. Sonará mejor si tú lo cuentas. Tú misma dijiste que suena a cuento cuando hablo yo. Si después George sigue sin querer ayudarnos no hará falta molestarlo más.
George se volvió bruscamente.
—Veamos, Clare. Si eso es lo que quiere, cuéntamelo. Supongo que ya que tú lo sabes debería saberlo también yo.
—Yo no quiero molestarlo en absoluto —dijo con voz que el puente les devolvió.
El parque estaba más allá del puente y de la comisaría. El brillo del sodio se le escurría a George por la espalda. Clare aligeró el paso para alcanzarlo. El profundo cielo azul se abría sobre sus cabezas, decorado con grandes nubes blancas, casi tan estáticas como la pequeña y diáfana luna creciente.
George abandonó la calzada del parque para meterse por el sendero principal, entre los árboles. Las altas ventanas del Park Hospital destellaban; el lago estiraba las luces y las convertía en columnas macizas que sostenían la losa de tinieblas sobre la que descansaba el hospital.
—¿Aumentando el suspense? —dijo George—. ¿Tú también eres escritora?
—No, profesora. Lo siento. Pensaba cómo empezaría. Creemos que el hombre que buscamos iba a la escuela de Saint Joseph’s, en Mulgrave Street. En su día tuvo fama de ser una buena escuela. Pero ahora están derribando todos los edificios por los alrededores.
En el lago lanzó un pato una burla estridente, al tiempo que batía las alas como un abrigo mojado. No había necesidad de ir demorando lo que tenía que contar. Era exactamente igual que contar una historia a los niños. Más fácil aún, ya que un policía la había visitado aquel día para interrogarla acerca del hombre que causó el accidente. Parecía intranquilo, como deseoso de que ella no le preguntara sus razones.
Se había dado cuenta de que habían relacionado la muerte de Rob con la de la madre de George. Había sentido por primera vez que otro, y no ella, podía ser el culpable.
—Evidentemente, algo iba mal con ese chico antes de que hiciera nada —miró a Edmund de reojo, como si él debiera haberse dado cuenta.
Mientras ella hablaba, George desviaba la mirada y contemplaba los árboles. Miró y vio lo que él quizá estaba viendo: grandes plumas con el cielo de fondo, colmenas cónicas de hojarasca tan altas como casas. Olas infladas como el humo de una fábrica, un viejo encorvado que se rascaba el sobaco cubierto por peludos terrones de polvo. Debajo podía discernir los dibujos invernales, gruesas cañerías verticales, candelabros que se ramificaban en candelabros que se ramificaban en otros candelabros, intrincadas redes de ramas deslizándose unas por encima de las otras y cambiantes, todo inmóvil bajo el fondo del cielo… hasta que una rama inmóvil casi le dio en la cara y otra la hizo resbalar. Debía de ir todas las noches a casa caminando por ese lugar y contemplando los árboles.
—Estaba sentado en el autobús con aquella mirada de expectación tan absolutamente horrible —la historia se adueñaba de ella; intranquila, miró a su alrededor. Tres rascacielos de veintidós pisos se acuclillaban los unos junto a los otros, como brujas al otro lado del verde, pasados los árboles. La luz se filtraba por algunas ventanas dispersas y diluía cada edificio tornándolo gris como la neblina. Aquellas grandes y amenazantes moles se disolvían luminosamente en el cielo. Pensó en Dorothy, mirando para abajo.
—Y este muchacho, Cyril, no dejaba de atormentarle. Esa pudo ser la gota que desbordó el vaso.
Por detrás de su racionalización se le asomó la fantasmal cara naranja. Bajo el follaje, que brillaba apagado como nubes que se acumulan, un búho lanzó una llamada quejumbrosa a los rascacielos. George dirigió la mirada hacia él. Puede que fuera un naturalista aficionado; a lo mejor esa era la razón de que fuera por el parque.
Pasaron por un quiosco cerrado, con la pintura verde cruzada de latigazos aún frescos de spray rojo. Un hombre surgió del otro lado y casi derribó a Clare, mientras gruñía: «Sé lo que quiero decir, ¿o no?», a nadie en particular. George la sujetó por el codo y la enderezó.
—Ella estaba de espaldas a él y le contaba algo de él al director. Ni siquiera quería mirarlo. ¿Tienes hijos? Eso me parecía. ¿Podrías hacer eso con alguno de tus hijos? —se odiaba por pensar, en lo más hondo de su mente, que la mujer podría haber tenido una razón.
Caminaron por el borde de piedra de un estanque. El agua parecía estar descubriendo que tenía los labios hinchados, a juzgar por el ruido que hacía. Trazas de las farolas temblaban en el estanque. Las sombras de las ramas se alargaban junto a los trazos de luz. Algunos patos flotaban como en una bañera. Clare era consciente de Edmund, quien, como una carabina, marchaba detrás de ella y de George.
—Y después de haber provocado el accidente, robó un pedazo del cuerpo de mi hermano —esta parte le sonaba más a cuento: la había escuchado tantas veces. De repente, al hacérsele más notoria la presencia de Edmund, se preguntó por qué tenía este tanto deseo de involucrar a George.
Las gafas de George parpadearon cuando un coche pasó por la calzada del parque. La estaba mirando por primera vez desde que empezara. En realidad, él no había querido escuchar. ¿Por qué Edmund la había obligado a fastidiarlo? Debía de ser una cuestión de masculinidad. Edmund quería vencer a George porque este se lo había puesto difícil y para así sentirse más poderoso.
—Lo siento por tu hermano. Por lo menos tú no saliste herida. No, yo voy por aquí —dijo George cuando ella siguió hacia adelante.
Clare miró en la dirección que señalaba. Si vivía cerca de los rascacielos, ¿por qué habían cruzado el parque por el camino más largo? Miró estupefacta la larga curva oscura de casas que rodeaba al verde. Observó las farolas plantadas a amplios intervalos a lo largo de la curva oscura, de forma que cada una revelaba parte de una pequeña casa o, a veces, de un árbol: misteriosos y tranquilos santuarios de la luz. Tranquilos. Repentinamente supo por qué había querido George, la noche antes de la encuesta sobre su madre, caminar solo por el parque.
Edmund se acercaba a George. Ella dijo:
—Hay otra cosa que sabemos. El nombre del niño era Christopher Kelly —le habría gustado dirigir a Edmund una sonrisa maligna—. Ni siquiera la policía sabe eso.
—Seguro que ha cambiado de nombre —intervino Edmund de inmediato.
—Aún así, la policía debería saberlo —dijo George.
—Podemos rastrearlo tan rápidamente como ellos. Hemos acordado no decírselo hasta que no terminemos nuestras investigaciones —dijo Edmund con una mirada centelleante a Clare. Esta se ocultaba en las sombras de cerca del estanque y se sentía como tal vez se sentiría de haber despistado al «villano» en una pelea—. Te pido como a caballero que eres que no reveles lo que has escuchado.
—No puedo prometer eso. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—Porque esto no ayudaría para nada a la policía. Sabes que no tienen personal suficiente. Si tienen que poner a alguien a seguir nuestra pista, lo estarán quitando de otra cosa. Por eso nosotros les estaríamos haciendo un servicio genuino —George vacilaba, los ojos fijos en la calzada como un corredor ansioso de la salida—. Por lo menos medítalo. Yo diría que no eres un tipo impulsivo.
George calló. Clare, desilusionada, pensó que ya no ganaría.
—Gracias por ser tan paciente —dijo Edmund—. A lo mejor puedo hablar contigo mañana. Estaré en la encuesta. Es decir, si no te importa.
—No puedo impedírtelo.
—¿No me estarás prohibiendo que vaya?
Con voz cansada, contestó George:
—No, no te lo prohíbo.
Se marchó por la calle oscura y luminiscente, bajo la luna creciente. Edmund echó a caminar de vuelta al Newsham, donde estaban sus coches. Incomprensiblemente, andaba triunfante.
—No creo que sea de los que lo van contando —ella oyó en su voz un tono perdonador—. No creo que tengamos motivos para preocuparnos.