JUEVES 7 DE AGOSTO

Yacía bajo tierra.

Encima de él había una casa. Miraba la tierra bajo la cual yacía. Se puso a cavar. Tenía que encontrarse a sí mismo debajo de la tierra chupadora de humedad y de los insectos que la barrenaban. Por encima, y a su espalda, la casa oscura y callada la sentía vigilante y el pánico le hizo cavar más deprisa, escupiendo bocados de tierra. Se sentía a sí mismo más y más cercano, saliendo de bajo tierra. Cuando se viera a sí mismo, las dos partes de sí mismo serían una. Hundió la cara más profundamente en la tierra y buscó con impaciencia.

El hombre despertó con un gemido. Estuvo un momento tumbado a oscuras, después apretó el interruptor. No le gustaba estar tumbado a oscuras. Se parecía demasiado a yacer bajo tierra. Se quedó acostado, tratando de dominar el corazón.

No podría volver a dormir. Nunca podía después del sueño. En algún lugar, una campana dio las cuatro de la madrugada. Rio con un gruñido carente de alegría. No hacía falta que se lo dijeran. Aquella era siempre la hora del sueño.

Se acercó a la ventana, pero la oscuridad en los patios traseros era tan densa como el barro. Un resplandor apagado reptaba por encima de las casas. Cerró la ventana y corrió las cortinas, pero el piso ya estaba demasiado caliente. Mientras intentaba leer era permanentemente consciente de la oscuridad detrás de las cortinas. Lo aspiraba.

El libro golpeó la pared y cayó con alas rotas. Se enfundó unas ropas viejas y grises que siempre iban bien a aquella hora. Estuvo a punto de dar un portazo, cogió sin embargo el tirador y fue cerrando la puerta suavemente. Bajó las escaleras y, siempre de puntillas, salió de la casa. Habría utilizado la salida de incendios junto a la ventana, a no ser por la oscuridad del patio.

La luz inerte del sonido colgaba a su alrededor. La grava de los árboles le crujía bajo los pies. Una brisa le rozó. La luz, sin embargo, permaneció inmóvil. Tenía que llegar, o huir, a alguna parte. Por supuesto, sabía adonde.

Se detuvo frente a Mulgrave Street, con los ojos fijos más allá del Cristo, puesto en la pared como un saltador hambriento.

No iría por allí. No importa lo que hubiera en esa calle, no iría por allí. Tiraba de él, le infundía el deseo de cruzar la calzada y caminar entre las casas sin ventanas de la calle desierta, le llevaba al punto preciso en que se dejaría dominar por el impulso, le estiraba, como enhebrándole a oscuras.

Lo sentía tirar cada vez que pasaba por la calle, pero en ese momento era peor. Era como en aquella ocasión que había tomado droga. Sintió pánico y desanduvo el camino que le llevaba dentro de sí mismo, aferrándose a la luz naranja, la brisa, los árboles del arcén central, la grava crujiente.

La grava. La grava crujía mientras caminaba en dirección a Mulgrave Street, poco antes de que aquel coche se le echara encima. Oyó el golpe seco del coche contra el poste de la luz y el cristal que se desparramaba. Vio el coche estrellarse contra el árbol y el oscuro y vistoso chorro de sangre. Volvió la espalda a Mulgrave Street y echó a caminar apresuradamente hacia North Hill Street, al otro lado.

No pasaba nada. Después de todo no había herido a nadie. El accidente no había sido culpa suya. Había estado preocupado. Lo que hizo después no causó daño a nadie.

Pasó por delante de tiendas cerradas, de las bocas oscuras y abiertas de una lavandería, con las coberteras entreabiertas. Debajo de los sombreros planos de las farolas colgaban gotas cónicas de fría luz blanca.

Aquello no servía de nada. Simplemente se estaba angustiando más y más. Su mente se revolvía intranquila, se agarraba sin fuerza a pensamientos pasajeros, buscaba en vano en la calle desierta algo a lo que aferrarse. Se metió por una de las hileras laterales de casitas de dos habitaciones. Las casas estaban más juntas. Quizá se sentiría menos aislado. Debían de tener retretes en el exterior, como el hogar de su infancia.

Las cortinas colgaban, desgastadas y muertas, bajo el resplandor blanco de las farolas. Entre una y otra luz las casas se veían oscuras como a través de un cristal polvoriento. La luz helada le rodeaba. Se sentía aún más aislado. Sus pasos resonaban en las casas calladas.

Salió a High Park Street. Era más ancha y estaba más vacía. Incluso el brillo del sodio en Princess Road al otro extremo resultaba más acogedor. Se apresuró a volver a la calzada naranja. Más allá de los árboles vio una iglesia abandonada, con un rosetón ennegrecido como una planta fósil tras un alambre de púas.

A su derecha, detrás de las puertas cerradas de Princess Park, graznaban los patos en medio del fango y la basura del lago. Por lo demás, todo, incluso la calzada, estaba en silencio. Se hallaba en la acera de Princess Road. Enfrente, cruzado el arcén, Princess Avenue conducía fuera de la ciudad. Cada una de las mitades de la carretera de doble calzada tenía un nombre diferente. De alguna manera, aquello le recordó a sí mismo. Rio, casi gruñó.

Echó a caminar por el arcén, de vuelta a casa. La brisa hacía crujir los árboles sigilosamente. Tendría que volver a pasar por Mulgrave Street. De día no importaba, pero a aquella hora le hacía sentirse indefenso. Incluso en ese instante estaba tirando de él.

No podía soportar el silencio, ni los susurros de los árboles a su alrededor, como los de la gente que visita a un enfermo. Se puso a patear la grava y a bramar inarticuladamente. Esperaba despertar a alguien. Si alguno se asomaba a protestar no estaría tan solo. Pero no. No irían a las ventanas por menos de un accidente automovilístico o un robo. En caso de que lo estuvieran oyendo sin duda pensaban que sería un borracho.

Estaba a una manzana de Mulgrave Street cuando vio la cara en la ventana de un piso bajo.

Se estaba riendo de él. Se había acercado a la ventana para burlarse. Aquella boca enorme se abría en una cara plana, caída y casi totalmente chata. La lengua rosa colgaba y se agitaba; los ojos estaban fijos en él. Tuvo que cruzar la acera para descubrir que se trataba de un bulldog.

Lo miró fijamente desde fuera de un jardín a unas de cuyas flores alguien había arrojado un ladrillo perdido. El perro, babeante, jadeaba enfrente suyo. Arañaba con las uñas la rendija bajo la apenas abierta ventana de guillotina. Sintió una vaharada de odio frío y total. Aquella cara babosa y aquel cuerpo fofo eran intolerables. No debía estar junto a la ventana, burlándose de él.

Abrió la puerta despacio, con cuidado. Luego empezó a deslizarse hacia la ventana, apenas con algún movimiento.

Ya no se sentía tirar de Mulgrave Street.

Le llevó varios minutos llegar a agacharse junto al macizo de flores. Cuando se irguió, el perro gruñó quedamente.

Se deslizó por el césped, posando los pies con delicadeza y sigilo. El perro evitaba constantemente su mirada y movía la cabeza. El gruñido bajo se hizo más fuerte y no paraba nunca. Ya se estaba preparando a ladrar cuando levantó la guillotina y le aplastó la cara con el ladrillo.

Miró por encima del alféizar. Sus acciones se asemejaban ya a un recuerdo.

El perro, gordo y tosco, se convulsionaba tirado encima de la alfombra persa; la sangre contribuía a la composición. Cuando murió, el hombre miró a su espalda. Los árboles y las farolas naranjas hacían fila a lo largo de la calzada desierta. Se metió rápidamente en la habitación.

Casi inmediatamente oyó a la vieja.

—¿Rex? —llamaba—. ¿Rex? —estaba justo detrás de la puerta enfrente suyo. Cuando ella se levantó, oyó crujir una cama. Unos pies empantuflados se deslizaron hasta la puerta. Había percibido la vacilación en su voz. No tenía necesidad de salir corriendo.

Cuando encendió la luz, esta pareció helarla, como un flash. Lo miraba fijamente con los ojos y la boca abiertos.

Se echó adelante con pasos inciertos y una mano malignamente crispada hacia él. Emitió un grito inarticulado de rabia. Había dado dos pasos cuando la cara se le comprimió de dolor y ella se dobló sobre sí misma como si le hubieran clavado un garfio en el corazón. La miró mientras caía. Quizá habría dicho algo, pero tenía la boca llena.

Escuchó el silencio de la casa. Luego se acercó a ella. Estaba muerta, no había duda; lo sabía por la manera de caer el brazo en la alfombra cuando lo soltó, la manera de girar la cabeza cuando le dio un empujoncito en las mejillas. Se acuclilló a un lado, cavilando cuanto más sueltas parecían entonces las arrugas de la cara.

Pasando por encima del perro, miró por la ventana. Seguía sin haber ruidos o movimiento en la calzada. Pensó en apagar la luz. No: las huellas dactilares. Con un pie en el alféizar se volvió a mirar el cuerpo de la vieja. Un instante después extendió el brazo y cerró las cortinas sin dejar una rendija. Luego volvió a cruzar la habitación.